CAPÍTULO 50

El DeHavilland Otter se posó con fuerza en la pista helada y rodó hasta un pequeño edificio con un cartel que decía TUKTO-YAKTUK pintado con letras descoloridas. En cuanto las dos hélices del avión se detuvieron, un trabajador del aeropuerto vestido con un grueso mono naranja se acercó a paso rápido y abrió la puerta lateral. Una ráfaga de viento helado entró en la cabina. Pitt esperó en el fondo a que los demás pasajeros, la mayoría de ellos empleados de una compañía petrolera, se abrigasen con sus gruesos chaquetones antes de bajar la escalerilla. El viento hacía que la sensación térmica fuese de varios grados bajo cero.

Encorvado, se dirigió rápidamente hacia la pequeña terminal. Estuvo a punto de ser embestido por una vieja camioneta que cruzó la pista a toda velocidad y fue a detenerse delante de la puerta del edificio con un fuerte rechinar de los frenos. Un hombre rechoncho se apeó del vehículo, enfundado de pies a cabeza en múltiples capas de ropa de invierno. Las abultadas prendas le daban el aspecto de ser un gigantesco cojín con patas.

—¿Será la momia de Tutankamón o mi director de tecnología submarina el que está debajo de tanto vendaje? —le preguntó Pitt cuando el hombre le cerró el paso.

El otro se quitó la bufanda que le tapaba la nariz, la boca y la barbilla para dejar a la vista el rostro de Al Giordino.

—Soy yo, tu director de tecnología y amante de los trópicos —respondió—. Sube a mi carroza con calefacción antes de que ambos nos convirtamos en carámbanos.

Pitt recogió el equipaje del carro que lo llevaba hacia la terminal y lo arrojó a la caja de la camioneta. En el interior del edificio, una mujer de pelo corto, de pie junto a una de las ventanas, observaba con atención a los dos hombres. Esperó a que subiesen al vehículo para ir al teléfono público y hacer una llamada a cobro revertido a Vancouver.

Giordino arrancó el motor y acercó las manos enguantadas a la salida de aire del calefactor durante unos segundos. Después, puso la marcha y pisó el acelerador.

—Te hago saber que la tripulación ha votado por unanimidad que nos debes una paga extraordinaria por trabajar con este frío, además de una semana de vacaciones en Bora Bora cuando terminemos este trabajo.

—No lo entiendo —dijo Pitt con una sonrisa—. Los largos días de verano en el Ártico son famosos por su clima templado.

—Todavía no es verano. Ayer la máxima fue de cuatro bajo cero, y se acerca otro frente frío. Eso me recuerda una cosa: ¿Rudi escapó con éxito de nuestro precioso paraíso del frío?

—Sí. No nos vimos en tránsito, pero me llamó para decirme que estaba bien abrigado en las oficinas centrales de la NUMA.

—Lo más probable es que ahora este tomándose una copa a orillas del Potomac, solo para cabrearme.

El aeropuerto estaba cerca de la pequeña ciudad, por lo que Giordino únicamente tuvo que recorrer unas pocas manzanas para llegar a los muelles. Ubicado en la inhóspita costa de los Territorios del Noroeste, Tuktoyaktuk era un pequeño poblado inuvialuit que había crecido hasta convertirse en un centro de servicios para las compañías dedicadas a buscar yacimientos de petróleo y gas natural.

Apareció a la vista el casco turquesa del Narwhal, y Giordino condujo hasta un poco más allá de la nave para aparcar la camioneta delante de un edificio que albergaba la oficina del capitán del puerto. Devolvió las llaves del vehículo prestado y después ayudó a Pitt con las maletas. El capitán Stenseth y Jack Dahlgren se apresuraron a saludar a Pitt cuando subió a bordo del barco de la NUMA.

—¿Acaso Loren se ha decidido por fin a darte un buen coscorrón con el rodillo? —preguntó Dahlgren al ver el vendaje en la cabeza de Pitt.

—Todavía no. Es la consecuencia de un error de conducción por mi parte —respondió Pitt, sin dar más explicaciones.

Ocuparon una de las mesas en el pequeño comedor junto a la cocina y esperaron a que les sirviesen unas tazas de café antes de entrar en materia. Dahlgren informó a Pitt del descubrimiento de la chimenea hidrotermal y Stenseth habló del rescate de los supervivientes del laboratorio ártico canadiense.

—¿Quiénes creen por aquí que fueron los presuntos responsables? —preguntó Pitt.

—Dado que la descripción de uno de los supervivientes encaja a la perfección con la fragata Ford, todos creen que fue la marina estadounidense. Pero ellos, por supuesto, nos han dicho que en aquel momento estaban a trescientas millas del lugar —dijo Giordino.

—Lo que nadie parece tomar en cuenta es que hay muy pocos rompehielos en activo por aquí —señaló Stenseth—. A menos que fuese un carguero dispuesto a jugársela para no pagar el peaje o que hubiese equivocado el rumbo, solo hay un puñado de presuntos culpables.

—El único rompehielos estadounidense en estas aguas es el Polar Dawn —precisó Giordino.

—Que en estos momentos es un rompehielos canadiense —añadió Dahlgren sacudiendo la cabeza.

—No encaja con la descripción —le recordó Stenseth—. Eso nos deja con un puñado de naves de guerra canadienses, los barcos de escolta de Athabasca o algún rompehielos extranjero, tal vez ruso o danés.

—¿Crees que uno de sus propios navíos destrozó el campamento por accidente y que ahora tratan de encubrirlo? —preguntó Pitt.

—Uno de los científicos, que se llama Bue, jura que vio una bandera estadounidense además de un número en el casco que corresponde al de la fragata Ford —dijo Dahlgren.

—No me cuadra —objetó Giordino—. Los militares canadienses no intentarían provocar un conflicto camuflando uno de sus barcos como estadounidense.

—¿Qué hay de los barcos de escolta de Athabasca? —preguntó Pitt.

—De acuerdo con las leyes canadienses, todo el tráfico comercial a través del Paso del Noroeste, donde haya hielos flotantes, requiere la escolta de un rompehielos —respondió Stenseth—. Una empresa privada, la Athabasca Shipping, se encarga de la escolta. Disponen de varios grandes remolcadores rompehielos, que también utilizan para arrastrar su flota de barcazas transoceánicas. Vimos uno que arrastraba una hilera de enormes barcazas cargadas con gas natural licuado en su paso por el estrecho de Bering, unas semanas atrás.

Los ojos de Pitt se iluminaron. Abrió el maletín y sacó una foto de una enorme barcaza en las gradas de un astillero de Nueva Orleans. Le pasó la foto a Stenseth.

—¿Algún parecido con esta? —preguntó Pitt.

El capitán miró la foto y asintió.

—Sí, no hay duda de que es del mismo tipo. No ves barcazas de este tamaño muy a menudo. ¿Qué significa?

Pitt les informó de su busca de rutenio, del viaje hasta el Ártico y de la posible participación de Mitchell Goyette. Rebuscó entre otros documentos que le había proporcionado Yaeger, en los que se confirmaba que la Athabasca Shipping Company era propiedad de una de las compañías de Goyette.

—Si Goyette está transportando gas y crudo del Ártico, entonces todas sus proclamas ecologistas son un puro fraude —manifestó Giordino.

—Un trabajador portuario con el que hablé en un bar me dijo que alguien estaba enviando a los chinos enormes cargamentos de arenas petrolíferas, o bitumen, desde Kugluktuk —dijo Dahlgren—, y que hacían caso omiso del cierre gubernamental de las refinerías de Alberta en cumplimiento de las nuevas restricciones a las emisiones de gases de efecto invernadero.

—Parece obvio que utilizan las barcazas de Goyette —manifestó Pitt—. Quizá sean sus propias arenas petrolíferas.

—Todo apunta a que el tal Goyette tiene un poderoso incentivo para conseguir la fuente de rutenio —opinó el capitán—. ¿Cómo te propones aventajarle?

—Lo haré si consigo encontrar un barco de ciento ochenta y cinco años de antigüedad —respondió Pitt. Les relató los hallazgos de Perlmutter y las pistas que relacionaban el mineral con el Erebus, una de las dos naves que iban en la expedición de Franklin—. Sabemos que los abandonaron al noroeste de la isla del Rey Guillermo. El relato inuit sitúa al Erebus más al sur; por lo tanto, es posible que la placa de hielo en movimiento se llevase las naves en esa dirección antes de hundirse.

Stenseth se disculpó y se dirigió hacia el puente, mientras Dahlgren preguntaba a Pitt qué esperaba encontrar.

—Siempre y cuando el hielo no haya aplastado completamente los barcos, hay bastantes probabilidades de encontrarlos intactos y en perfecto estado de conservación, gracias a las bajas temperaturas del agua.

Stenseth entró de nuevo en el comedor cargado de mapas y fotografías. Desplegó una carta náutica que mostraba la zona alrededor de la isla del Rey Guillermo y buscó entre las fotografías una de la misma zona tomada desde un satélite.

—Esta es una foto del estrecho de Victoria. Tenemos actualizaciones de todo el Paso. Algunas áreas al norte de aquí todavía están rodeadas de hielo marino, pero las aguas alrededor de la isla del Rey Guillermo ya han comenzado a abrirse gracias a que este año el deshielo ha llegado pronto. —Dejó la foto sobre la mesa para que todos la viesen—. El mar está despejado en la zona en la que Franklin quedó atrapado hace ciento sesenta y cinco años. Todavía queda un poco de hielo a la deriva, pero no será un impedimento para realizar una búsqueda.

Pitt asintió satisfecho. Dahlgren, en cambio, sacudió la cabeza.

—¿No estamos olvidando un detalle muy importante? —preguntó—. Los canadienses nos han expulsado de sus aguas. La única razón por la que hemos podido quedarnos en Tuktoyaktuk durante tanto tiempo es porque hemos fingido que teníamos una avería en el timón.

—Con tu llegada, la avería acaba de repararse —dijo Stenseth a Pitt, con una sonrisa taimada.

El director de la NUMA se volvió hacia Giordino.

—Creo que eras el responsable de proponer una estrategia para resolver la preocupación de Jack.

—Verás, como Jack puede atestiguar, hemos tenido la oportunidad de hacernos amigos del pequeño contingente de la guardia costera destinado en Tuk —comenzó Giordino, que utilizó la abreviatura local para el nombre inuit de la ciudad—. Si bien todo esto ha significado pagar de mi bolsillo unas cuentas de bar de escándalo, y a Jack un par de resacas, creo que he hecho grandes progresos.

Abrió una de las cartas náuticas del capitán, que mostraba la parte occidental del Paso, y siguió con el dedo el trazado de la costa.

—El cabo Bathurst está a unas doscientas millas al este de nosotros. Los canadienses tienen allí una estación de radar para controlar el tráfico que atraviesa el Paso con rumbo este. Pueden comunicarse por radio con Kugluktuk, donde tienen amarradas dos corbetas, o llamar aquí a Tuk, donde hay una patrullera. Por fortuna para nosotros, la mayoría de las naves de intercepción están situadas al otro lado del Paso, para pillar el grueso del tráfico que entra por la bahía de Baffin.

—La última vez que lo comprobé, aun no éramos capaces de convertir en invisibles nuestros barcos —señaló Pitt.

—No lo necesitamos —continuó Giordino—. Tenemos la suerte de que, ahora mismo, hay en los muelles un barco coreano con una avería en los motores. El capitán del puerto me ha dicho que ya han acabado las reparaciones y que zarparán a última hora de hoy. Se dirige hacia Kugluktuk con un cargamento de recambios para una compañía petrolera, por lo que no necesitará que un rompehielos lo escolte.

—¿Estás proponiendo que lo sigamos? —preguntó Pitt.

—Así es. Si podemos mantenernos pegados a su banda de babor cuando pasemos por Bathurst, quizá no nos detecten.

—¿Qué hay de las naves canadienses? —preguntó Dahlgren.

—El guardacostas de Tuk entró a puerto esta mañana. Dudo que vuelva a salir hoy mismo —respondió Giordino—. Eso nos deja con dos barcos en Kugluktuk. Estoy seguro de que uno de ellos monta guardia junto al Polar Dawn, que está amarrado allí. Cuando pasemos habrá un único barco de vigilancia.

—Yo diría que vale la pena correr el riesgo —declaró Pitt.

—¿Qué hay de la vigilancia aérea? ¿Podemos descartar que no haya una patrulla aérea? —preguntó Dahlgren.

El capitán sacó otra página de la pila.

—Aquí nos echará una mano la madre naturaleza. El pronóstico meteorológico para la próxima semana es horrible. Si zarpamos hoy, es probable que acompañemos a un frente de bajas presiones que cruzará el archipiélago.

—Tiempo tempestuoso —dijo Giordino—. Así sabremos por qué no hay aviones en el cielo.

Pitt miró con profunda confianza a todos los sentados a la mesa. Eran hombres de una lealtad indiscutible en los que podía confiar en momentos difíciles.

—Entonces, decidido —dijo—. Daremos al carguero un par de horas de ventaja, y luego saldremos nosotros. Fingiremos que regresamos a Alaska. Una vez lejos de la costa, daremos la vuelta y alcanzaremos al carguero mucho antes de que llegue a Bathurst.

—Eso no será ningún problema —afirmó Stenseth—. Somos por los menos entre ocho o diez nudos más rápidos.

—Una cosa más —dijo Pitt—. Hasta que los políticos resuelvan la situación del Polar Dawn, estamos solos. Hay bastantes probabilidades de que acabemos como ellos. Solo quiero a bordo una tripulación mínima de voluntarios. Todos los científicos y la tripulación no esencial desembarcarán aquí con la mayor discreción posible. Haz lo que puedas para conseguirles habitaciones y pasajes en el primer vuelo disponible. Si alguien pregunta, di que son empleados de una compañía petrolera que se marchan a sus nuevos destinos.

—Yo me ocuparé de todo —prometió el capitán.

Pitt dejó la taza de café y miró al otro lado de la mesa con súbita inquietud. En el mamparo opuesto colgaba una pintura de un velero del siglo XIX atrapado en una terrible tormenta, con las velas hechas trizas y los mástiles medio desplomándose. Unos inmensos escollos se alzaban en su camino, dispuestos a destrozar la nave.

«Tiempo tormentoso, desde luego», pensó.