De acuerdo con la orden presidencial, el guardacostas estadounidense Polar Dawn cruzó el límite marítimo con Canadá un poco más al norte del Yukón, con rumbo este. El capitán Edwin Murdock miró a través de la ventana del puente las aguas grises del mar de Beaufort y respiró más tranquilo. En contra de los augurios de algunos de los tripulantes, no había ninguna flotilla canadiense dispuesta a interceptarlos.
La misión había comenzado unos meses atrás con la propuesta de hacer un mapa sísmico de la placa de hielo periférica a lo largo del Paso del Noroeste. Sin embargo, había sido mucho antes de los incidentes del Atlanta y el Laboratorio Polar Ártico 7. El presidente, interesado en no avivar las llamas de la indignación canadiense, había decidido en un primer momento cancelar el viaje, pero el ministro de Defensa había acabado convenciéndole de que debía realizarse, ya que según él los canadienses habían dado su aprobación implícita. Podían pasar años, señaló, antes de que Estados Unidos pudiese discutir la reclamación de aguas internas canadienses sin una provocación abierta.
—Cielo despejado, nada en la pantalla de radar y el mar está en calma —informó el primer oficial del Polar Dawn, un afroamericano llamado Wilkes, delgado como un poste—. Las condiciones perfectas para recorrer el Paso.
—Confiemos en que se mantengan durante los próximos seis días —comentó Murdock. Vio un destello en el cielo por la ventana de estribor—. ¿La escolta aérea continúa siguiéndonos?
—Creo que nos vigilarán durante las primeras cincuenta millas en aguas canadienses —manifestó Wilkes. La escolta era un aparato de reconocimiento P-3 Orion de la marina que volaba en círculos a gran altura sobre la nave—. Después, nos quedaremos solos.
En realidad, nadie esperaba que los canadienses se opusieran, aunque los oficiales y la tripulación eran muy conscientes de las acaloradas proclamas patrióticas que resonaban en Ottawa desde hacía dos semanas. La mayoría de ellos lo consideraban una simple puesta en escena por parte de algunos políticos que intentaban conseguir votos. Al menos, era lo que deseaban.
El Polar Dawn continuó navegando hacia el este por el mar de Beaufort, muy cerca del borde dentado de la placa de hielo que, de vez en cuando, se partía en trozos flotantes más o menos irregulares. A popa arrastraba un sensor sísmico con forma de trineo que medía la profundidad y la densidad de la placa de hielo.
Salvo por algún pesquero de arrastre o una nave de exploración petrolífera, no había tráfico en la zona. Murdock comenzó a relajarse cuando la primera breve noche ártica transcurrió sin incidentes. La tripulación se dedicaba a los trabajos que la mantendría ocupada durante las casi tres semanas de viaje hasta el puerto de Nueva York. El hielo se había acumulado cerca de la costa y poco a poco estrechaba la vía de agua; cuando se acercaron al golfo de Amundsen, al sur de la isla Banks, era de menos de treinta millas. Al pasar la marca de las quinientas millas desde Alaska, el capitán se sorprendió de que siguieran sin encontrar ningún barco canadiense. Le habían informado que dos patrulleras de la guardia costera canadiense recorrían el golfo e interceptaban a todos los barcos que no hubiesen pagado el derecho de paso.
—La isla Victoria a la vista —avisó Wilkes.
Todas las miradas en el puente se esforzaron para ver la isla a través de la bruma gris. Más extensa que el estado de Kansas, la enorme isla tenía una costa de seiscientos cuarenta kilómetros frente al continente. Delante del Polar Dawn el Paso volvió a angostarse cuando entraron en el estrecho de Dolphin y Union, que recibía ese nombre por las dos pequeñas embarcaciones utilizadas por Franklin en una antigua expedición ártica. La placa de hielo salía de ambas orillas y reducía el mar abierto a menos de diez millas. El Polar Dawn podía moverse sin problemas a través de la placa de hielo de un metro de espesor si era necesario, pero el barco lograba mantenerse en el camino libre de hielo gracias a la cálida temperatura de la primavera.
El Polar Dawn recorrió otras cien millas por el estrecho en su segunda noche ártica en aguas canadienses. Murdock acababa de volver al puente después de una cena tardía cuando el operador de radar le comunicó un contacto en superficie y después otro.
—Ambos permanecen inmóviles por el momento —avisó el operador—. Uno está al norte; el otro al sur. Con el rumbo que llevamos pasaremos entre ellos.
—Por fin ha aparecido nuestro piquete —comentó Murdock en voz baja.
No les faltaba mucho para llegar a los dos barcos, cuando un tercero mucho más grande apareció en la pantalla unas diez millas a proa. No vieron ninguna actividad en las embarcaciones de vigilancia mientras pasaban entre ellas. El guardacostas estadounidense continuó navegando sin obstáculos. Murdock se acercó al radar y miró la pantalla por encima del hombro del operador. Un tanto irritado, vio que los dos barcos dejaban a marcha lenta sus posiciones y se colocaban en su estela.
—Al parecer han decidido venir a cobrar sus doscientos dólares —comentó a Wilkes.
—La radio permanece en silencio —dijo el primer oficial—. Quizá solo estén aburridos.
Un atardecer brumoso se había extendido sobre el estrecho, tiñendo la distante costa de la isla Victoria de un color violeta oscuro. Murdock intentó observar por los prismáticos el barco que se acercaba por avante, pero solo distinguió una masa gris oscura. El capitán ordenó un pequeño cambio de rumbo para pasar al navío por la banda de babor con suficiente espacio. Pero nunca tendría la posibilidad de hacerlo.
Faltaban unas dos millas para el cruce cuando en la penumbra del ocaso brilló un súbito estallido naranja en la sombra gris. La tripulación en el puente del Polar Dawn escuchó un leve silbido y casi de inmediato vieron cómo se elevaba un surtidor de agua de quince metros de altura a un cuarto de milla por la banda de proa causado por la explosión.
—Acaban de dispararnos —exclamó Wilkes, atónito.
Un segundo más tarde, se rompió el prolongado silencio de la radio.
—Polar Dawn, Polar Dawn, aquí el barco de guerra canadiense Manitoba. Acaban de invadir una zona de aguas soberanas. Por favor, deténganse y prepárense para el abordaje.
Murdock se acercó a la radio.
—Manitoba, habla el capitán del Polar Dawn. Nuestra ruta de paso ha sido debidamente presentada en el Ministerio de Asuntos Exteriores en Ottawa. Solicitamos que se nos deje pasar.
Murdock apretó las mandíbulas mientras esperaba respuesta. Había recibido órdenes tajantes de evitar a cualquier precio una confrontación. También le habían garantizado que nadie pondría obstáculos al paso de su nave. Sin embargo, el Manitoba, un flamante crucero canadiense construido para la navegación en el Ártico, le había disparado. Aunque técnicamente era una nave de guerra, el Polar Dawn carecía de armamento. Tampoco era rápido; a todas luces, era imposible que superase a un crucero moderno. Además, con otras dos pequeñas embarcaciones canadienses a popa, no tenían ninguna vía de escape.
No hubo respuesta inmediata a la llamada de Murdock. Solo otra pausa, seguida de un segundo fogonazo naranja desde la cubierta del Manitoba. Esta vez, el proyectil estalló a unos cincuenta metros del guardacostas; la onda expansiva submarina se sintió por todo el barco. En el puente, la radio sonó de nuevo.
—Polar Dawn. Aquí el Manitoba —dijo una voz con una amabilidad que resultaba paradójica en aquella situación.
Debo insistir en que se detenga para el abordaje. Mucho me temo que tengo órdenes de hundirlo si no obedece.
Murdock no esperó a ver otro destello naranja en el Manitoba.
—Paren las máquinas —ordenó al timonel.
Con voz triste, comunicó al Manitoba que acataba la orden. Luego indicó al operador que enviase un mensaje cifrado al cuartel general de la Guardia Costera en Juneau, en el que explicara la situación. Después esperó en silencio a que llegasen los canadienses, preguntándose si su carrera había llegado a su fin.
Un equipo de las fuerzas especiales canadienses llegó junto al Polar Dawn en cuestión de minutos y subió a bordo. El primer oficial Wilkes recibió a los soldados y los llevó hasta el puente. El jefe del equipo, un hombre bajo con la mandíbula prominente, saludó a Murdock.
—Soy el teniente Carpenter, del Grupo de Tareas Conjuntas 2 de las fuerzas especiales —dijo—. Tengo órdenes de tomar el control de su barco y llevarlo al puerto de Kugluktuk.
—¿Qué pasará con la tripulación? —preguntó Murdock.
—Eso es algo que deben decidir los jefes.
Murdock se acercó algo más y agachó un poco la cabeza para mirar al teniente.
—¿Qué sabe un soldado de pilotar una nave de cien metros de eslora? —preguntó, en un tono escéptico.
—Soy ex marino mercante —respondió Carpenter con una sonrisa—. Ayudé a remolcar barcazas de carbón por el San Lorenzo en el remolcador de mi padre desde que tenía doce años.
Murdock no pudo hacer otra cosa que torcer el gesto.
—El timón es suyo —acabó diciendo, y se apartó.
Tal como había afirmado, Carpenter guió con mano experta el Polar Dawn a través del estrecho y la parte occidental del golfo de la Coronación, y entró en el pequeño puerto de Kugluktuk ocho horas más tarde.
Un pequeño contingente de la Policía Montada estaba formado en el muelle cuando el barco amarró. El Manitoba, que había escoltado al Polar Dawn hasta el puerto, hizo sonar su sirena desde la bahía y luego viró para dirigirse otra vez hacia el golfo.
Los agentes reunieron a los oficiales y a la tripulación para llevarlos a un edificio blanco, con la pintura desconchada, que había sido un depósito de pescado. Dentro, habían dispuesto varias hileras de camastros para instalar a los prisioneros. Los hombres gozaron de relativa comodidad; además, los agentes les suministraron comida caliente, cerveza fría, y libros y vídeos para entretenerse. Murdock se acercó al policía montado que estaba al mando, un gigante de ojos azules.
—¿Cuánto tiempo estaremos prisioneros aquí? —preguntó el capitán.
—En realidad no lo sé. Lo único que puedo decirle es que nuestro gobierno reclama una disculpa, una indemnización por la destrucción del campamento científico en el mar de Beaufort y el reconocimiento de que el Paso del Noroeste forma parte de las aguas interiores de Canadá. Ahora son sus gobernantes quienes deben dar una respuesta. Sus hombres serán tratados con toda consideración, pero debo advertirle que no intenten escapar. Tenemos autorización para emplear la fuerza si es necesario.
Murdock asintió y reprimió una sonrisa. Aquellas peticiones caerían en Washington como una bomba.