CAPÍTULO 42

Mitchell Goyette leía un informe financiero cuando su secretaría apareció en la cubierta de popa del yate con un teléfono inalámbrico de línea segura.

—El ministro de Recursos Naturales Jameson quiere hablar con usted —dijo la atractiva morena y le pasó el teléfono.

Goyette le dedicó una sonrisa lujuriosa y cogió el aparato.

—Arthur, le agradezco la llamada. Dígame, ¿qué tal va la concesión de mis licencias de exploración en el Ártico?

—Ese es precisamente el propósito de mi llamada. Recibí los mapas de las zonas de exploración que desea. Esas regiones abarcan casi cinco millones de hectáreas. Me sorprendió mucho. Debo decir que es algo sin precedentes.

—Puede que lo sea, pero es allí donde tienen que estar las riquezas. Sin embargo, vayamos por orden. ¿Qué pasa con las licencias de explotación minera en las islas Royal Geographical Society?

—Como ya sabe, una parte de las licencias para la exploración y explotación de los recursos de las islas está en manos de la Mid-America Mining Company. Mi despacho ha redactado una orden para anular las licencias por incumplimiento de los plazos. Si no satisfacen las cuotas de producción en los próximos tres meses, podremos rescindir las licencias. Si la actual crisis política con Estados Unidos va en aumento, quizá podríamos actuar incluso antes.

—Tengo la casi absoluta seguridad de que no cumplirán con las cuotas del verano —afirmó Goyette en un tono cargado de malicia.

—La rescisión se puede acelerar si la firma el primer ministro. ¿Es ese el camino que quiere seguir?

—El primer ministro Barrett no será ningún impedimento. —Goyette soltó una carcajada—. Podríamos decir que es un socio silencioso en esta empresa.

—Anunció públicamente una política de protección del Ártico —le recordó Jameson.

—Firmará cualquier cosa que le pida. ¿Qué hay del resto de mis licencias?

—Mi gente ha descubierto que solo una pequeña parte de la zona de Melville Sound tiene concedida una licencia. Al parecer, ha ganado usted a todos sus rivales.

—Únicamente porque gran parte de la región ha sido inaccesible. Con las temperaturas más altas y mi flota de rompehielos y barcazas transoceánicas, podré explotar todo aquello antes de que cualquiera llegue siquiera a poner un pie allí. Con su ayuda, por supuesto —añadió, en tono ácido.

—Podré ayudarle con las licencias de exploración marina, ya que son de mi competencia. En lo que se refiere a los permisos en el sector terrestre, parte de las licencias las otorga la División de Asuntos Indios y Nativos.

—¿El titular de la división lo designa el primer ministro?

—Eso creo.

Goyette rió de nuevo.

—Entonces no habrá ningún problema. ¿Cuánto tiempo tardaré en conseguir los permisos?

—Es un territorio muy grande el que hay que revisar y aprobar —manifestó Jameson, con cierto titubeo.

—No se preocupe, ministro. Una muy generosa transferencia llegará a su cuenta dentro de poco, y otra cuando se otorguen las licencias. Nunca olvido pagar a aquellos que me ayudan en mis empresas comerciales.

—Muy bien. Intentaré tener los documentos preparados en las próximas semanas.

—Este es mi muchacho. Ya sabe dónde encontrarme —dijo Goyette, y cortó la comunicación.

En su despacho en Ottawa, el ministro colgó el teléfono y miró al otro lado de la mesa. El jefe de la Real Policía Montada de Canadá apagó el magnetófono y se quitó los auriculares con los que había estado escuchando.

—Dios mío, también ha comprometido al primer ministro —manifestó el policía, que sacudió la cabeza con asombro.

—El dinero fácil corrompe —afirmó Jameson—. ¿Tendrá mi acuerdo de inmunidad para mañana?

—Sí —respondió el jefe, muy alterado—. Usted accede a entregar las pruebas y no se presentarán cargos. Por supuesto, tendrá que renunciar a su cargo de inmediato. Me temo que su carrera en el servicio público habrá terminado.

—Puedo aceptarlo —declaró Jameson con expresión sombría—. Es preferible a continuar siendo un sirviente de ese cerdo codicioso.

—¿Podrá soportar también haber provocado la caída del primer ministro?

—Si el primer ministro está en el bolsillo de Goyette, entonces no merece otra cosa.

El jefe de policía se levantó, guardó los auriculares y el magnetófono y una libreta en el maletín.

—No se muestre tan alterado, jefe —dijo Jameson, al ver la preocupación reflejada en el rostro del hombre—. En cuanto se sepa la verdad acerca de quién es Goyette, se convertirá usted en un héroe nacional por llevarlo a la cárcel. Es más, usted sería un magnífico candidato de la ley y el orden para reemplazar al primer ministro.

—Mis aspiraciones no apuntan tan alto. Solo me asusta el desastre que un multimillonario puede provocar en el sistema de justicia criminal.

Cuando ya iba hacia la puerta, Jameson le dijo:

—La verdad siempre acaba triunfando.

El jefe continuó caminando, a sabiendas de que eso no siempre era así.