CAPÍTULO 41

Pitt se agenció un jeep de la NUMA, recogió a Loren en el Capitolio y luego cruzó el centro de Washington.

—¿Tienes tiempo para un largo almuerzo? —preguntó mientras esperaban que cambiase el semáforo.

—Estás de suerte. Esta tarde no hay sesión. Solo debo revisar un proyecto de ley. ¿Qué tienes en mente?

—Una excursión a Georgetown.

—¿A mi apartamento para pasar una tarde deliciosa? —preguntó Loren con coquetería.

—Una proposición tentadora —respondió Pitt, y le apretó la mano—, pero me temo que tenemos una reserva que no podemos cancelar.

El tráfico del mediodía llenaba las calles, pero, finalmente, Pitt consiguió doblar en M Street, que llevaba al corazón de Georgetown.

—¿Qué tal está Linda? —preguntó Pitt.

—Le han dado el alta hoy mismo, y no ve la hora de volver al trabajo. Pediré una cita con el director de la Oficina de Ciencia y Tecnología de la Casa Blanca en cuanto ella acabe de preparar un resumen de sus hallazgos. Claro que eso puede llevar algunas semanas. Lisa me ha llamado esta mañana un tanto preocupada; al parecer, su ayudante ha aceptado un puesto fuera del estado y se ha marchado sin avisar.

—¿Bob Hamilton?

—El mismo. Aquel que te provocaba desconfianza.

—Se suponía que a finales de semana tenía que hablar con el FBI. Algo me dice que no podrá marcharse muy pronto a ese nuevo trabajo.

—Todo esto comenzó de forma muy prometedora, pero desde luego se ha convertido en un embrollo. Vi un informe privado del Ministerio de Energía que avisaba que el impacto económico y medioambiental debido al calentamiento global es mucho más grave de lo que se dice. Los últimos estudios indican que los gases de efecto invernadero crecen a un ritmo alarmante. ¿Crees que se puede encontrar una fuente de rutenio lo bastante rápido como para convertir en realidad el proceso de la fotosíntesis artificial?

—Todo lo que tenemos es un vago relato histórico acerca de una fuente olvidada hace decenas de años. Puede que esté agotada, pero lo mejor que podemos hacer es buscarla.

Pitt entró en una pintoresca calle residencial bordeada de históricas mansiones que databan de 1840. Encontró un lugar donde aparcar a la sombra de un imponente roble; luego, fueron hasta una pequeña residencia que antaño había sido el garaje de la finca contigua. Pitt golpeó con el pesado llamador de bronce y la puerta se abrió casi de inmediato; apareció un gigante vestido con una chaqueta de satén roja.

—¡Dirk! ¡Loren! Ya estáis aquí —exclamó Saint Julien Perlmutter con voz entusiasta. El barbudo gigante, que casi pesaba doscientos kilos, dio a ambos un sentido abrazo mientras les hacía entrar.

—Julien, se te ve estupendo. ¿Has perdido peso? —comentó Loren dándole unas palmaditas en la gran barriga.

—¡Cielo santo, no! —exclamó el anfitrión—. El día que deje de comer será el día de mi muerte. En cambio, tú estás más preciosa que nunca.

—Será mejor que centres tus apetitos en la comida —dijo Pitt con una sonrisa.

Perlmutter se inclinó para hablar a Loren al oído.

—Si alguna vez te cansas de vivir con este viejo aventurero, no tienes más que llamarme —dijo, lo bastante fuerte para que Pitt lo oyese. Luego se irguió como un oso y cruzó la habitación—. Vayamos al comedor.

Loren y Pitt lo siguieron a través de la sala de estar y continuaron por un pasillo, que a ambos lados tenía estanterías altas hasta el techo con los estantes curvados por el peso de centenares de volúmenes. Había libros por toda la casa; parecía más una majestuosa biblioteca que un domicilio particular. Entre sus paredes estaba la mayor colección de libros y revistas de historia naval del mundo. Insaciable coleccionista de archivos náuticos, a Perlmutter se le consideraba uno de los más destacados expertos en la materia.

Su anfitrión los llevó a un pequeño pero muy bien decorado comedor, donde solo había unas pocas pilas de libros discretamente amontonados junto a una de las paredes. Se sentaron a una mesa de caoba que tenía las patas curvas y rematadas con garras de león. La mesa había formado parte del camarote de un capitán de un antiguo velero, una de las muchas antigüedades náuticas metidas entre la multitud de libros.

Julien abrió una botella de Pouilly-Fumé y sirvió tres copas de vino blanco seco.

—Mucho me temo que ya di buena cuenta de aquella botella de airag que me enviaste de Mongolia —dijo a Pitt—. Una bebida magnífica.

—Bebí una buena cantidad mientras estuve allí. Los lugareños la consumen como si fuese agua —comentó Pitt, que recordó el sabor un tanto amargo de la bebida elaborada con leche de yegua.

Perlmutter probó el vino, dejó la copa y dio unas palmadas.

—Marie —llamó—. Puedes servir la sopa.

Una mujer con un delantal salió de la cocina con una bandeja. Era físicamente opuesta a Perlmutter, pequeña y enjuta, con el pelo corto oscuro y ojos color café. Con una sonrisa, colocó en silencio un cuenco de sopa delante de cada comensal y desapareció de nuevo en la cocina. Pitt tomó una cucharada y asintió.

—Vichyssoise. Deliciosa.

Perlmutter se inclinó sobre la mesa para susurrarles:

—Marie es ayudante del chef en el Citronelle, aquí mismo, en Georgetown. Estudió en una de las mejores escuelas de cocina de París. Y por si fuese poco, su padre fue cocinero en Maxim's. —Se besó la punta de los dedos en un gesto de deleite—. Aceptó cocinar para mí tres veces por semana. La vida no puede ser más maravillosa —afirmó con una profunda carcajada que sacudió su gran papada.

El segundo plato consistió en mollejas rebozadas con un acompañamiento de arroz y nabos, y de postre mousse de chocolate. Pitt apartó el plato de postre con un suspiro de satisfacción. Loren arrojó la toalla antes de acabar el suyo.

—Sobresaliente, Julien, de principio a fin. Si alguna vez te cansas de la historia naval, creo que tendrías un fantástico futuro como restaurador —comentó Loren.

—Quizá, pero me temo que eso sería mucho trabajo —manifestó Julien en tono risueño—. Además, como sin duda has aprendido de tu marido, la pasión por el mar nunca muere.

—Es verdad. No sé qué habríais hecho si el hombre no hubiese navegado nunca por esos mares.

—¡Qué pensamiento más blasfemo! —exclamó Perlmutter—. Por cierto, Dirk, dijiste que el motivo de la visita no solo era para comer con un querido amigo.

—Así es, Julien. Voy detrás de un mineral que por lo visto es muy escaso. Apareció en el Ártico alrededor de 1849.

—Parece interesante. ¿A qué se debe tu interés?

Pitt le contó en pocas palabras la importancia del rutenio y la historia del mineral de los inuit que le habían contado en la cooperativa minera.

—¿Has dicho la península de Adelaida? Si la memoria no me falla, eso está justo debajo de la isla del Rey Guillermo, en el mismo centro del Paso del Noroeste —dijo Perlmutter, acariciando su abundante barba gris—. En 1849, los únicos exploradores en aquella región tuvieron que ser los del grupo de Franklin.

—¿Quién era Franklin? —preguntó Loren.

Sir John Franklin. Oficial de la marina británica y famoso explorador ártico. Si no recuerdo mal, siendo muy joven combatió en Trafalgar a bordo del Bellerophon. Aunque ya había cumplido los cincuenta y nueve años, zarpó con dos barcos en un intento por encontrar y navegar por el Paso del Noroeste. Estuvo a un tris de conseguirlo, pero sus naves quedaron atrapadas en el hielo. Los hombres que sobrevivieron se vieron obligados a abandonar los barcos e intentar llegar a un almacén de cazadores de pieles a centenares de millas al sur. Franklin y los ciento treinta y cuatro hombres de la expedición acabaron muriendo. Es la mayor tragedia en la historia de la exploración ártica.

Perlmutter fue a una de sus salas de lectura y regresó con varios libros antiguos y un manuscrito mal encuadernado. Buscó en uno de los libros, encontró la página que le interesaba y leyó en voz alta.

—Aquí está. Franklin zarpó del Támesis en mayo de 1845 con dos barcos, el Erebus y el Terror. La última vez que los vieron fue entrando en la bahía de Baffin, lejos de la costa de Groenlandia, a finales del verano. Con provisiones para tres años, esperaban pasar al menos uno de los inviernos en el hielo antes de intentar cruzar hasta el Pacífico, o si no regresar a Inglaterra con la prueba de que no existía ningún paso. Sin embargo, Franklin y su tripulación murieron en el Ártico. Nadie volvió a ver sus barcos.

—¿Nadie fue a buscarlos cuando no aparecieron al cabo de tres años? —preguntó Loren.

—Claro que sí. Comenzaron a preocuparse a finales de 1847 cuando no recibieron ninguna noticia; los preparativos para ir a buscarlos se iniciaron al año siguiente. Se enviaron docenas de expediciones en busca de Franklin, con barcos que intentaron entrar por los dos extremos del Paso. La esposa de Franklin, lady Jane, financió ella sola numerosas expediciones para buscar a su esposo. No fue hasta 1854, nueve años después de que zarpasen de Inglaterra, cuando los restos de algunos de los tripulantes fueron encontrados en la isla del Rey Guillermo. Un macabro descubrimiento que fue la confirmación de la tragedia.

—¿Dejaron un cuaderno de bitácora o algún diario de a bordo? —preguntó Pitt.

—Solo encontraron un escrito. Una escalofriante nota resguardada en un montículo de piedra de la isla. Se halló en 1859. —El historiador buscó la reproducción de la nota en otro de los libros y se la pasó a Loren y a Pitt para que la leyesen.

—Aquí hay una anotación donde dice que Franklin murió en 1847, pero no menciona el motivo —comentó Loren.

—La nota plantea más preguntas que respuestas. Estaban muy cerca de atravesar la peor parte del Paso, pero quizá se encontraron con un verano demasiado corto y el hielo destrozó los barcos.

Pitt encontró en el libro un mapa que mostraba el lugar de la desaparición de Franklin. El punto donde sus barcos habían sido abandonados estaba a menos de cien millas de la península de Adelaida.

—El rutenio encontrado en la región aparece citado con el nombre de kobluna negro —dijo Pitt, mientras buscaba en el mapa alguna posible pista geográfica.

Kobluna. Esa es una palabra inuit —comentó Perlmutter, y abrió el manuscrito mal encuadernado.

Loren vio que todo el documento estaba escrito a mano.

—Sí —respondió Pitt—. En inuit significa hombre blanco.

Perlmutter golpeó las amarillentas páginas con los nudillos.

—En 1860, un periodista de Nueva York llamado Stuart Leuthner intentó desentrañar el misterio de la expedición de Franklin. Viajó al Ártico y vivió en un poblado inuit durante siete años, donde aprendió la lengua y las costumbres. Recorrió la isla del Rey Guillermo y entrevistó a todos los habitantes que pudo encontrar y que hubiesen podido tener algún contacto con Franklin o su tripulación. Pero las pistas eran escasas y regresó a Nueva York decepcionado. Nunca encontró la respuesta definitiva que buscaba. Por alguna razón decidió no publicar sus hallazgos y dejó sus escritos atrás cuando regresó al Ártico. Se casó con una joven inuit, se dedicó a vivir de la tierra y nunca más se supo nada de él.

—¿Ese es el diario del tiempo que pasó entre los inuit? —preguntó Pitt.

—Logré comprarlo en una subasta unos años atrás, a un precio muy razonable.

—Me sorprende que nunca fuese publicado —señaló Loren.

—No lo habrías hecho de haberlo leído. Prácticamente el noventa por ciento consiste en una larga explicación de cómo cazar y descuartizar focas, construir iglúes y sobrevivir al aburrimiento de los largos y oscuros meses de invierno.

—¿Y el otro diez por ciento? —preguntó Pitt.

—Veámoslo. —Julien sonrió.

Durante la hora siguiente, Perlmutter fue pasando las hojas del diario; de vez en cuando leía en voz alta algún pasaje donde un inuit decía haber visto unos trineos en las lejanas costas de la isla del Rey Guillermo o haber divisado dos grandes barcos atrapados en el hielo. Casi al final del manuscrito, el periodista entrevistaba a un joven cuyo relato hizo que Loren y Pitt se sentasen en el borde de las sillas.

El relato era de un adolescente llamado Koonik que en 1849 tenía trece años. Había ido a cazar focas con su tío en la parte oeste de la isla del Rey Guillermo. Él y su tío habían subido una colina y se encontraron con un enorme barco encajado en una placa de hielo.

«Kobluna», le dijo su tío, mientras se acercaban a la nave. Fue entonces cuando escucharon gritos y alaridos que llegaban del interior del barco. Un hombre de largos cabellos y ojos desorbitados les hizo señas para que se acercaran. Como tenían una foca que acababan de cazar, los invitaron a subir a bordo. Aparecieron varios hombres más, sucios y esqueléticos, con sangre seca en las prendas. Uno de los hombres miró a Koonik diciendo incoherencias, mientras otros dos bailaban en la cubierta. La tripulación entonaba un extraño canto y se llamaban a sí mismos los «hombres de la negrura». El chiquillo creyó que estaban poseídos por los demonios. Asustado, se mantuvo junto a su tío, que cambió la carne de foca por dos cuchillos y unas piedras brillantes y plateadas que los koblunas dijeron que iban muy bien para calentarse. Los hombres les prometieron más herramientas cortantes y piedras si el inuit les llevaba más carne de foca. Koonik se marchó con su tío, pero nunca más volvió a ver el barco. Dijo que su tío y algunos otros hombres llevaron muchas focas al barco unas pocas semanas después y que regresaron con cuchillos y un kayak cargado con kobluna negro.

—No puede ser otra cosa que el rutenio —afirmó Loren, entusiasmada.

—El kobluna negro —asintió Pitt—. ¿Dónde lo consiguió la tripulación de Franklin?

—Es posible que lo descubriesen en una de las islas próximas, durante uno de los viajes de exploración, cuando los barcos estaban atrapados en el hielo —aventuró Perlmutter—. Aunque quizá descubrieron una mina mucho antes, en cualquier lugar desde Groenlandia hasta la isla Victoria, en ese recorrido de miles de kilómetros. Me temo que no sea un buen punto de partida.

—Lo que me resulta extraño es el comportamiento de la tripulación —dijo Loren.

—He escuchado un relato similar respecto a unos mineros en Sudáfrica que se volvieron locos; la locura se atribuyó a una posible exposición al rutenio —manifestó Pitt—. Sin embargo, no tiene sentido, porque no hay nada peligroso en el mineral.

—Quizá solo fue a consecuencia de las horribles condiciones que soportaron. Hambrientos y muertos de frío durante todos aquellos inviernos, atrapados en un oscuro barco —señaló Loren—. En mi caso, habría bastado para volverme loca.

—Si le añades la congelación y el escorbuto, por no mencionar el botulismo provocado por alimentos envasados en recipientes sellados con plomo, hay motivos de sobra para trastornar a un hombre —declaró Julien.

—Es una más de las muchas preguntas sin respuesta relacionadas con la expedición —manifestó Pitt.

—El relato parece confirmar la historia que te contaron en la cooperativa minera —opinó Perlmutter.

—Quizá la respuesta a de dónde vino el mineral todavía esté en el barco —aventuró Loren.

Pitt ya había tenido la misma idea. Sabía que las heladas aguas del Ártico permitían una notable conservación de las antigüedades. El Breadalbane, un barco de madera construido en 1843, que había participado en una de las expediciones de rescate y que había naufragado cerca de la isla Beechey, había sido descubierto hacía muy poco, intacto, con los mástiles todavía erguidos en la cubierta. Que aún hubiese en el barco alguna pista acerca de la fuente del rutenio era perfectamente posible. Pero ¿qué barco era y dónde estaba?

—¿No hay ninguna mención a un segundo barco? —preguntó Pitt.

—No —respondió Perlmutter—. La ubicación aproximada que dieron está bastante al sur del lugar donde se supone que abandonaron los barcos de Franklin.

—Quizá la deriva del hielo los separó —aventuró Loren.

—Es muy plausible —admitió Julien—. Leuthner apuntó algo interesante en su diario. —Pasó unas cuantas páginas—. Un tercer inuit afirmó que había visto que uno de los barcos se hundía mientras que el otro desaparecía. Pero nunca pudo conseguir que el inuit los describiera.

—Si suponemos que fue uno de los barcos de Franklin, podría ser fundamental para identificar la nave, en el caso de que el mineral no estuviese a bordo de ambas, del Erebus y el Terror —observó Pitt.

—Lo lamento, pero Koonik nunca identificó el barco. Además, las naves eran muy similares —dijo Perlmutter.

—Pero dijo que la tripulación se había dado un nombre —les recordó Loren—. ¿Cómo los llamó, los «hombres negros»?

—Los «hombres de la negrura» es como se describieron a ellos mismos —puntualizó Julien—. Es extraño, aunque supongo que se dieron ese nombre después de haber sobrevivido a tantos inviernos oscuros.

—Puede que haya otra razón —intervino Pitt, con una amplia sonrisa—. Si de verdad eran los hombres de la negrura, entonces acaban de decirnos en qué barco servían.

Loren lo miró intrigada; en cambio, Perlmutter lo entendió en el acto.

—¡Por supuesto! —gritó el gigante—. Tiene que ser el Erebus. ¡Bien hecho, muchacho!

Loren miró a su marido.

—¿Qué se me ha escapado?

Erebus —dijo Pitt—. En la mitología griega, es una parada en el camino al infierno. Es un lugar de perpetua oscuridad, o negrura.

—Justo es decir que es donde acabaron el barco y la tripulación. —Julien miró a Pitt—. ¿Crees que podrás encontrarlo?

—Es una zona de rastreo muy grande, pero valdrá la pena el esfuerzo. Lo único que puede impedirnos tener éxito es el mismo peligro que acabó con Franklin: el hielo.

—Nos acercamos al verano, que es cuando se puede navegar por la región. ¿Lograrás tener un barco allí a tiempo para realizar la busca?

—No te olvides de los canadienses —le advirtió Loren—. Quizá no te abran la puerta.

En los ojos de Pitt resplandeció el optimismo.

—Resulta que tengo un barco cerca de allí, y al hombre adecuado para que encuentre el camino —manifestó, con una sonrisa de confianza.

Perlmutter sacó una polvorienta botella de oporto añejo y sirvió unas copitas.

—Que Dios te acompañe, muchacho —brindó—. Que puedas arrojar alguna luz sobre el oscurecido Erebus.

Después de dar las gracias a Perlmutter por la comida y recibir la promesa del historiador naval de que le enviaría copias de cualquier material que tuviese sobre la posible ubicación del barco, Loren y Pitt salieron de la casa y volvieron al coche. Ya en el vehículo, Loren se mostró muy callada. Su sexto sentido se había puesto en marcha, y la advertía de un peligro invisible. Sabía que no podía impedir que Pitt partiese a resolver un misterio, pero siempre le costaba dejar que se marchara.

—El Ártico es un lugar peligroso —acabó diciendo en voz baja—. Me preocupará saber que estás por allí.

—No olvidaré llevarme los calzoncillos largos y me mantendré apartado de los icebergs —dijo él en tono alegre.

—Sé que es importante, pero, de todos modos, desearía que no tuvieses que ir.

Pitt sonrió para devolverle la tranquilidad, pero en sus ojos ya había aparecido aquella mirada distante y decidida. Loren miró a su marido y supo que él ya estaba allí.