CAPÍTULO 40

A pesar de las súplicas de Loren para que se quedara en cama y descansase, Pitt se levantó temprano a la mañana siguiente y se vistió para ir al trabajo. El cuerpo le dolía más que el día anterior, por lo que se movió poco a poco hasta que las articulaciones se le calentaron. Pensó en beber un vaso de tequila con zumo de naranja para amortiguar el dolor, pero acabó desistiendo. Los dolores de la herida tardarían más en desaparecer, pensó, y maldijo el modo en el que el tiempo y los esfuerzos repercutían en su cuerpo.

Loren lo llamó desde el baño. Le limpió el corte en la cabeza y le cambió el vendaje.

—Al menos, el pelo te lo cubrirá. —Pasó un dedo por las cicatrices que Pitt tenía en el pecho y la espalda. Los numerosos encuentros que había tenido con la muerte en el pasado habían dejado su rastro de marcas físicas, y también algunas psicológicas.

—Tuve suerte con ese golpe en la cabeza —comentó él.

—Quizá sirva para que tengas un poco más de juicio —señaló Loren, que rodeó su torso con los brazos.

Aunque Pitt había contado a Loren los hechos ocurridos en Ontario, no había mencionado que el desprendimiento no había sido un accidente. Su esposa se puso de puntillas y le besó el cráneo, antes de recordarle que había prometido llevarla a comer.

—Te recogeré al mediodía —dijo Pitt.

Llegó a su despacho a las ocho y asistió a un par de reuniones antes de llamar a Dan Martin. El director del FBI pareció entusiasmado al escuchar su voz.

—Dirk, su pista de ayer ha dado resultado. Tenía razón, el servicio de limpieza del laboratorio de la Universidad George Washington trabaja por las noches. Buscamos en los vídeos de las cámaras de vigilancia y encontramos una imagen nítida del limpiador de la mañana. Encaja con la descripción hasta el último detalle.

En la sala del aeropuerto en Elliot Lake, Pitt había por fin relacionado al hombre que había visto en la cooperativa con el empleado de limpieza que se había cruzado con él en el laboratorio momentos antes de la explosión.

—¿Han podido identificarlo? —preguntó Pitt.

—Después de confirmar que no formaba parte del personal de mantenimiento del edificio, introdujimos la foto en la base de datos del Departamento de Seguridad Nacional. No es infalible, pero obtuvimos una lista de posibles identificaciones y una, en particular, que era buena. En este lado de la frontera, el tipo se llama Robert Ford, de Buffalo, Nueva York. Ya hemos confirmado que la dirección es falsa, y también el nombre.

Pitt repitió el nombre de Robert Ford y luego pensó en el alias que había empleado en Blind River, John Booth. Parecía demasiada coincidencia, pero John Wilkes Booth era el hombre que había asesinado a Lincoln, y Robert Ford quien había matado a Jesse James.

—Siente admiración por los asesinatos históricos —comentó Pitt.

—Puede que sea su línea de trabajo. Cruzamos nuestros registros con las autoridades canadienses, y creen que lo tienen fichado con el nombre de Clay Zak.

—¿Van a detenerlo?

—Lo harían si supiesen dónde encontrarlo. Es sospechoso de haber cometido un asesinato veinte años atrás en una mina de níquel. Desde entonces, nadie ha sabido de su paradero.

—¿Una mina de níquel? Podría estar relacionado con el uso que hace de la dinamita.

—Es el rastro que estamos siguiendo ahora. Puede que los canadienses no lo encuentren, pero si vuelve a poner un pie en este país tendremos la oportunidad de detenerlo.

—Buen trabajo, Dan. Ha conseguido mucho en muy poco tiempo.

—Ha sido una suerte que recordase el encuentro. Hay otra cosa que puede interesarle. Se trata del ayudante de Lisa Lane: Bob Hamilton. Obtuvimos una autorización para investigar las cuentas de ese tipo. Al parecer, acaba de ingresar cincuenta mil dólares en su cuenta bancaria en un paraíso fiscal.

—Ya me parecía que había algo sospechoso en él.

—Investigaremos un poco más y luego lo llamaremos para interrogarlo antes de que acabe la semana. Ya veremos si hay alguna relación, pero debo decir que las cosas por el momento pintan bien.

—Me alegra que la investigación marche a buen ritmo. Gracias por sus esfuerzos.

—Gracias a usted, Dirk. Nos dio una muy buena pista.

Pitt se preguntó qué tal debía de ir su propia investigación. Bajó por la escalera hasta el centro informático en el piso diez y encontró a Yaeger sentado a su consola conversando de nuevo con Max, que estaba delante de una gran pantalla. En ella aparecía un planisferio, con docenas de puntos luminosos esparcidos por todos los océanos. Cada luz representaba una boya que, vía satélite, transmitía información del tiempo y del mar hasta el ordenador central.

—¿Problemas con el sistema de boyas? —preguntó Pitt, y se sentó al lado de Yaeger.

—Tenemos un problema de conexión con varios segmentos —respondió Yaeger—. Max está haciendo una serie de comprobaciones de software para aislar el problema.

—Si el último programa de software se hubiese probado correctamente antes de ponerlo en funcionamiento, ahora no tendríamos este contratiempo —señaló Max. Miró a Pitt, le dio los buenos días y se fijó en el vendaje—. ¿Qué le ha pasado a su cabeza?

—Tuve un accidente en una carretera sinuosa.

—Hemos buscado la información del número de registro del avión que nos diste por teléfono —dijo Yaeger.

—Puedo esperar. Corregir el problema de transmisión de datos de las boyas es más importante.

—Puedo hacer varias tareas a la vez —señaló Max, ligeramente indignada.

—El ordenador está realizando una prueba que le llevará veinte minutos —dijo Yaeger—. Dejémoslo hasta que lleguen los resultados. —Miró la imagen holográfica—. Max, danos la información del avión canadiense.

—El aparato es un flamante Gulfstream G650 con capacidad para dieciocho pasajeros y construido en 2009. Según los registros aeronáuticos canadienses, la matrícula C-FTGI pertenece a Terra Green Industries, de Vancouver, en la Columbia Británica. Terra Green es una empresa privada que preside un hombre llamado Mitchell Goyette.

—De ahí el TGI en el timón —señaló Yaeger—. Al menos no exhibe las iniciales, como hacen la mayoría de los millonarios dueños de aviones privados.

—Goyette —murmuró Pitt—. ¿No es un hombre importante en el campo de las energías alternativas?

—Entre sus empresas hay parques eólicos, centrales hidroeléctricas y geotérmicas y un pequeño número de granjas solares —recitó Max.

—Al ser de propiedad privada, las cosas no son tan claras —precisó Yaeger—, así que investigamos un poco. Encontramos otras dos docenas de empresas que son propiedad de Terra Green. Resulta que muchas de estas empresas están relacionadas con el gas, el petróleo y la minería, en particular en la región de Athabasca, en Alberta.

—Así que Terra Green no es tan verde como aparenta —dijo Pitt.

—Es peor de lo que crees. Al parecer, otra filial de Terra Green controla un yacimiento de gas natural encontrado hace poco en Melville Sound. Su valor podría superar a todos los demás que tiene. También hemos encontrado una interesante relación náutica con la NUMA. Al parecer, en los últimos años, Terra Green ha encargado la construcción de varios grandes rompehielos a un astillero en el golfo del Mississippi, junto con varios grandes buques cisterna, para el transporte de gas natural licuado y barcazas. Fue el mismo astillero que construyó nuestro último barco de investigación, cuya botadura se retrasó en parte por su trabajo para Terra Green.

—El astillero Lowden en Nueva Orleans —recordó Pitt—. Vi una de las barcazas en el dique seco. Era enorme. Me pregunto qué transportarán.

—No he intentado localizar los barcos, pero puedo hacerlo si quiere —ofreció Max.

—No creo que sea importante. —Pitt sacudió la cabeza—. Max, ¿puedes determinar si Terra Green está realizando algún tipo de investigación relacionada con la fotosíntesis artificial o algunas otras contra-medidas para los gases de efecto invernadero?

Max no se movió mientras buscaba en las bases de datos cualquier informe publicado o alguna noticia.

—No hay ninguna referencia a Terra Green y la fotosíntesis artificial. Tienen unas pequeñas instalaciones dedicadas a la investigación solar y han publicado trabajos sobre la captura de dióxido de carbono. La compañía acaba de abrir una planta de captura de dióxido de carbono en Kitimat, en la Columbia Británica. Se sabe que la compañía está negociando con el gobierno canadiense para construir muchas otras plantas de captura por todo el país.

—¿Kitimat? Acabo de recibir un correo electrónico de Summer, que está allí —apuntó Yaeger.

—Los chicos se detuvieron allí unos días en su camino por el Paso del Interior, para tomar muestras de la alcalinidad del agua —dijo Pitt.

—¿Crees que la planta de captura de dióxido de carbono puede ser un motivo para querer acabar con las investigaciones de Lisa Lane? —preguntó Yaeger.

—No lo sé, pero podría ser una posibilidad. Está claro que Goyette anda tras el rutenio.

Les contó su visita a la cooperativa minera y el encuentro casual con el hombre que había visto en el laboratorio de la Universidad George Washington. Recitó la parte del registro que había leído y entregó sus notas a Yaeger.

—Max, la última vez que hablamos dijiste que había muy poca, si es que había alguna, extracción de rutenio.

—Así es, solo se extrae una pequeña cantidad de mineral de bajo contenido de una mina en Bolivia.

—La cooperativa minera solo tiene en existencias una cantidad limitada. ¿Tienes alguna información sobre posibles depósitos en el Ártico?

Max permaneció inmóvil durante un momento, y luego sacudió la cabeza.

—No, señor. No he encontrado ninguna mención a exploraciones o reclamaciones de derechos mineros a los que yo tenga acceso; casi todo es información de la década de los sesenta.

Pitt echó un vistazo a las notas.

—Tengo apuntada, en 1917, una cantidad de rutenio llamado kobluna negro que obtuvieron unos sesenta y ocho años antes un grupo de inuits en la península de Adelaida. ¿Significa algo para ti, Max?

—Lo siento, señor, sigo sin encontrar ninguna referencia minera importante —respondió Max con una expresión decepcionada en sus ojos transparentes.

—A mí nunca me llama «señor» —protestó Yaeger en voz baja.

Max no hizo caso de Yaeger; intentaba ofrecer a Pitt una respuesta más amplia.

—La península de Adelaida está ubicada en la costa norte de Nunavut, un poco al sur de la isla del Rey Guillermo. La península es una tierra deshabitada que desde hace siglos solo visitan durante el deshielo pequeños grupos nómadas de inuit.

—Max, ¿qué significa kobluna negro? —preguntó Yaeger.

Max titubeó mientras accedía a una base de datos lingüística de la Universidad de Stamford. Luego, inclinó la cabeza hacia Yaeger y Pitt con una mirada confusa.

—Son términos contradictorios —respondió.

—Por favor, explícate —le pidió Yaeger.

Kobluna es el término inuit para «hombre blanco». Por lo que la traducción significa: «hombre blanco negro».

—Contradictorio a todas luces —manifestó Yaeger—. Quizá significa hombre blanco vestido de negro o al revés.

—Es posible —asintió Pitt—. No obstante, aquella era una remota zona del Ártico. No estoy muy seguro de que un hombre blanco o negro hubiera puesto alguna vez el pie allí en aquellos tiempos. ¿No es así, Max?

—Casi está en lo cierto. Las primeras exploraciones y el trazado de mapas del Ártico canadiense comenzaron cuando los británicos se propusieron buscar un paso en el noroeste hasta el océano Pacífico. Gran parte de las regiones occidentales y orientales del Ártico canadiense ya habían sido bien cartografiadas a mediados del siglo XIX. Las regiones intermedias, incluidos algunos pasos alrededor de la península de Adelaida, fueron las zonas menos cartografiadas.

Pitt miró de nuevo las notas de la cooperativa minera.

—El registro indica que los inuit consiguieron el rutenio alrededor de 1849.

—Los datos históricos muestran que una expedición enviada por la Hudson Bay Company exploró una región cerca de la costa de Norteamérica entre 1837 y 1839.

—Son más de diez años antes —señaló Yaeger.

—La siguiente exploración conocida fue dirigida por John Rae en 1851, cuando buscaba a los supervivientes de la expedición Franklin. Se sabe que navegó a lo largo de la costa sudeste de la isla Victoria, que está a unas cien millas de la península de Adelaida. No fue hasta 1859 cuando se visitó de nuevo la zona, esta vez fue Francis McClintock, que estuvo en la isla del Rey Guillermo, al norte de Adelaida, durante otra de las expediciones que buscaban a Franklin.

—Eso ya es muy tarde —dijo Yaeger.

—Pero hubo la expedición de Franklin —señaló Pitt, que buscó en su memoria—. ¿Cuándo navegó en aquellas aguas y dónde se perdió?

—Zarpó de Inglaterra en 1845. Pasaron el invierno del primer año en la isla de Beechey, y luego navegaron hacia el sur hasta que quedaron atrapados en el hielo cerca de la isla del Rey Guillermo. Las tripulaciones abandonaron los barcos de la expedición en la primavera de 1848, pero murieron en tierra poco después.

Pitt pensó en las fechas y agradeció a Max la información. La mujer holográfica asintió para luego continuar analizando el programa de las boyas.

—Si los hombres de Franklin dejaron los barcos en 1848 al norte de la península, no parece lógico que cargaran con unos minerales —señaló Yaeger.

—Es posible que los inuit se equivocaran de fecha —opinó Pitt—. El otro aspecto que habría que considerar es el comentario de Max acerca de que la península de Adelaida era un lugar de descanso para los inuit. Pero que acampasen en la península no significa que sea donde consiguieron el mineral.

—Bien visto. ¿Crees que tiene alguna relación con la expedición de Franklin?

Pitt asintió con expresión pensativa.

—Podría ser nuestra única conexión real.

—Ya has escuchado lo que ha dicho Max. Murió toda la tripulación. Eso parece eliminar cualquier posibilidad de encontrar allí una respuesta.

—Siempre hay esperanzas —afirmó Pitt, con un brillo en los ojos. Consultó su reloj y se levantó—. Te diré más, Hiram, espero estar en el camino correcto esta misma tarde.