Pitt supo que estaba vivo por los terribles martillazos que le machacaban el cráneo. Luego empezó a despertar el sentido auditivo, que captó muy cerca un rítmico roce. Movió los dedos y, al encontrar una fuerte resistencia, comprendió que continuaba sujetando el volante del coche de alquiler. Tenía la cabeza, el pecho y los brazos inmovilizados; solo podía mover las piernas con libertad. La desesperación al ver que le costaba respirar bastó para que, en un instante, desapareciese la confusión mental y comenzara a forcejear para librarse, aunque tenía la sensación de haberse convertido en una momia. Le costó abrir los párpados pegados por el polvo; lo único que veía era oscuridad.
La presión en los pulmones aumentaba por momentos, por lo que forcejeó con más fuerza, hasta que consiguió liberar de la misteriosa sujeción una mano y el antebrazo. Oyó una voz y un frenético escarbar, seguidos por algo áspero que le rozaba el rostro y un rayo de luz que lo cegó. Respiró a fondo el aire polvoriento y, a continuación, miró a través de una espesa bruma. Se encontró ante unos afectuosos ojos castaños y la pequeña cabeza de un perro salchicha negro y rojizo. Para su mayor desconcierto, el animal parecía estar cabeza abajo. El perro se acercó un poco más y olisqueó el rostro de Pitt antes de lamerle la nariz.
—Aparta de ahí, Mauser, todavía está vivo —dijo una voz de hombre.
Aparecieron unas gruesas manos que apartaron la tierra y los pedruscos que habían sepultado la cabeza y el torso de Pitt. En cuanto consiguió soltar los brazos, ayudó a apartar los escombros que le aprisionaban hasta por debajo de la cintura. Con la manga, se limpió la sangre y el polvo pegoteado de los ojos y por fin pudo mirar en derredor. Con el cinturón de seguridad todavía cruzado sobre el pecho, acabó comprendiendo que era él quien estaba cabeza abajo y no el perro. Las manos de su salvador buscaron hasta dar con el botón que soltaba el cinturón, y Pitt cayó del techo del coche. Sin perder ni un segundo se movió hacia la ventanilla del conductor, pero las manos lo llevaron hacia la puerta del copiloto, que estaba abierta.
—Será mejor que no vaya por ahí, señor. El primer paso es un tanto vertical.
Pitt hizo caso de la voz y se movió hacia la puerta del copiloto, donde el desconocido lo ayudó a salir y a levantarse. El retumbar de los latidos en su cabeza disminuyeron en cuanto se puso de pie, y un ligero reguero de sangre le corrió por la mejilla. Al mirar el coche destrozado, sacudió la cabeza y supo que había salvado la vida de milagro.
La masa de rocas que había aplastado el coche y lo había dejado bocabajo, también lo había empujado a través de la carretera hasta el borde del profundo abismo que bajaba hasta el río. El coche habría podido despeñarse y arrastrar a Pitt a la muerte, de no haber sido por un mojón. El parachoques delantero se había enganchado al delgado poste metálico y lo había mantenido sujeto al borde mientras toneladas de roca se deslizaban por la colina para precipitarse al abismo por ambos extremos del vehículo. Incluso la carretera había quedado sepultada por el desprendimiento en un tramo de casi cincuenta metros.
—Debe de ser la vida sana lo que le salvó de caer al precipicio —escuchó Pitt que decía su salvador, un hombre mayor de pelo blanco y barba que lo miraba con unos joviales ojos grises.
—No fue la vida sana lo que me salvó, se lo aseguro —respondió Pitt—. Gracias por sacarme. Habría muerto asfixiado de no ser por usted.
—No se preocupe. Venga a la auto-caravana y deje que le cure las heridas —dijo el hombre, y señaló el vehículo aparcado unos pocos metros más atrás. Era el mismo que Pitt había adelantado hacía un rato.
Pitt siguió al hombre y al pequeño perro salchicha hasta la puerta lateral abierta de la caravana. Se sorprendió al ver el interior de acabados de teca y latón pulido, que le daban el aspecto de un camarote de lujo de un velero. Uno de los costados lo ocupaba una librería, donde predominaban los textos de minería y geología.
—Lávese un poco mientras yo busco el botiquín —dijo el hombre.
Pitt se lavó la cara y las manos en una pila de loza. En el exterior se escuchó la sirena de un vehículo de la Real Policía Montada de Canadá, que aparcó junto a la caravana con las luces de emergencia encendidas.
El viejo salió para hablar con los agentes y volvió unos minutos más tarde para ayudar a Pitt a ponerse un vendaje en el corte en zigzag que tenía en el lado izquierdo del cuero cabelludo.
—Los policías dicen que se está construyendo una carretera, a unos pocos kilómetros de aquí. Traerán una pala mecánica muy pronto, y en un par de horas habrán despejado por lo menos un carril. Quieren que declare cuando se sienta mejor.
—Gracias por hacerlos esperar. Apenas empiezo a reaccionar.
—Perdone por no habérselo preguntado antes. Supongo que necesitará una copa. ¿Qué puedo ofrecerle?
—Daría lo que no tengo por una copa de tequila —afirmó Pitt, que se acomodó en una pequeña butaca de cuero.
El perro saltó de inmediato sobre su regazo y empujó con el hocico para que le rascase detrás de las orejas.
—Está de suerte. —El hombre sacó de un armario una botella de tequila Don Julio. Agitó la botella y añadió—: Todavía queda para algunas copas.
—Hoy soy afortunado por partida doble. Es un tequila excelente —comentó Pitt, al ver la etiqueta del caro destilado de agave azul.
—A Mauser y a mí nos gusta viajar con estilo —manifestó el hombre con una sonrisa mientras servía dos generosas copas.
Pitt dejó que el líquido corriese por su garganta y admiró su complejo sabor. Se le despejó la cabeza en el acto.
—Fue un desprendimiento en toda regla —continuó su anfitrión—. Dé gracias al cielo de que no lo pilló un poco más adelante.
—Lo vi venir e intenté retroceder, pero no me dio tiempo.
—No sé quién debe de ser el loco al que se le puede ocurrir provocar una explosión sobre una carretera abierta. Espero que lo pillen.
—¿Explosión? —preguntó Pitt, que de pronto recordó el coche blanco que había visto aparcado en la carretera.
—Oí una detonación y vi una nube de humo blanco en la ladera antes de que comenzasen a caer las piedras. Se lo he contado a los polis, pero dicen que por esta zona no había ningún equipo que estuviese realizando voladuras.
—¿No cree que haya sido una roca que se soltó la que empezó el desprendimiento?
El hombre se agachó para abrir un cajón de la estantería. Buscó debajo de una gruesa manta y dejó a la vista una pequeña caja de madera con un rótulo que decía DYNO NOBEL. Pitt vio que el fabricante había elegido el apellido de Alfred Nobel, inventor de la dinamita, para denominar su producto. Levantó la tapa y mostró a Pitt varios cartuchos amarillos de unos veinte centímetros de longitud guardados en el interior.
—Yo también hago alguna voladura de vez en cuando, si se da el caso de que encuentre una posible veta.
—¿Es usted un buscador? —preguntó Pitt, que señaló la estantería llena de libros de geología.
—Es más un pasatiempo que una profesión —fue la respuesta—. Me divierte buscar cosas de valor. Nunca se me ocurriría hacer una voladura cerca de un sitio habitado, pero eso es lo que ha pasado aquí. Algún idiota encontró algo en lo alto de la colina y decidió mirar más de cerca. A mí desde luego no me gustaría tener que pagar la factura que recibirá si lo atrapan.
Pitt asintió en silencio, dominado por la sospecha de que el estallido no lo había causado un minero inconsciente.
—¿Qué lo trae a esta zona? —preguntó Pitt.
—La plata —contestó el viejo. Cogió la botella de tequila y le sirvió otra copa—. Había por aquí una mina de plata, cerca de Algoma Mills, antes de que todos se volviesen locos por el uranio. Me dije que si habían encontrado una buena veta en esta zona, quizá quedaría algo más modesto para alguien como yo. —Sacudió la cabeza y sonrió—. Pero hasta ahora, mi teoría no ha dado resultado.
Pitt sonrió y bebió la copa de tequila de un trago. Miró al minero.
—¿Qué sabe usted de un mineral llamado rutenio?
El buscador se rascó la barbilla unos instantes.
—Es un mineral relacionado con el platino, aunque no está asociado con los depósitos en estas partes. Sé que ha subido el precio, así que lo más probable es que haya mucha gente buscándolo, pero yo nunca lo he encontrado. Tampoco sé de nadie que lo haya hecho. Si mal no recuerdo, hay muy pocos lugares en el mundo donde lo extraen. Mi único recuerdo sobre el rutenio es que algunos lo creen relacionado con la historia del viejo Pretoria Lunatic Mili.
—No la conozco —admitió Pitt.
—Un viejo cuento de mineros en Sudáfrica. Lo leí mientras hacía una investigación referente a los diamantes. Al parecer, había una mina a finales del siglo XIX cerca de Pretoria. Después de un año de explotación, comenzaron a ver que los trabajadores se volvían locos. La situación se hizo tan grave que se vieron obligados a cerrar. La locura tal vez tenía alguna relación con los productos químicos que utilizaban, aunque nunca se supo con certeza. Más tarde, se dieron cuenta de que la refinería estaba cerca de una mina de platino donde abundaba el rutenio, y que el mineral de rutenio, que en aquel entonces tenía muy poco valor, estaba amontonado en grandes pilas cerca de la refinería. Al menos un historiador sostuvo que el extraño mineral tenía algo que ver con la locura.
—Es una historia interesante —manifestó Pitt, al recordar la conversación en la cooperativa—. ¿Por casualidad sabe algo de una explotación minera de los inuit, hace ya más de un siglo, en el Ártico?
—No puedo decir que sí. Aunque, actualmente, el Ártico está considerado un paraíso minero. Diamantes en los Territorios del Noroeste, carbón en la isla Ellesmere y, por supuesto, perspectivas de yacimientos de petróleo y gas natural por todas partes.
Un fornido policía que asomó la cabeza por la puerta les interrumpió y pidió a Pitt que rellenase el formulario de la denuncia por el coche de alquiler destrozado. El equipo de construcción de carreteras llegó un poco más tarde y comenzó a abrir un paso entre los escombros. La pala mecánica inició la tarea de retirar tierra y rocas, y poco tiempo después quedó un carril abierto en la zona afectada.
—¿Puedo pedirle que me lleve hasta el aeropuerto de Elliot Lake? —preguntó Pitt al viejo buscador.
—Yo voy hacia la región de Sudbury, así que me queda de paso. Venga, siéntese adelante —respondió el hombre, y se puso al volante.
La gran auto-caravana apenas pasaba por el carril abierto, pero después se encontró con la carretera despejada. Los dos hombres charlaron de historia y minería hasta que el vehículo se detuvo delante de la pequeña terminal del aeropuerto.
—Ya hemos llegado, señor…
—Pitt. Dirk Pitt.
—Me llamo Clive Cussler. Que la suerte le acompañe, señor Pitt.
Pitt estrechó la mano que le tendía, dio una palmadita a Mauser y bajó de la auto-caravana.
—Una vez más, gracias por su ayuda —dijo Pitt, que miró al buscador con la sensación de estar despidiéndose de un pariente lejano—. Buena suerte para usted también y que encuentre la madre de todas las minas.
Pitt entró en el edificio y se acercó al director de la terminal, que lo miró boquiabierto. Pitt tenía el aspecto de haber sido atropellado por un autocar. Estaba cubierto de polvo de pies a cabeza, y llevaba un abultado vendaje con manchas de sangre por encima de la sien. Cuando Pitt le contó que el coche de alquiler había acabado destrozado por un desprendimiento en la carretera de montaña, al director casi le dio un ataque.
Mientras rellenaba una interminable serie de papeles para la compañía de seguros, Pitt miró a través de la ventana y vio que el avión Gulfstream ya no estaba en la pista.
—¿Cuánto hace que se marchó el otro avión? —preguntó.
—Hará más o menos un par de horas. La estancia de su pasajero no ha sido mucho más larga que la suya.
—Me pareció verlo en la ciudad. Un tipo grandote con un traje marrón.
—Sí, ese es.
—¿Le importa si le pregunto adónde iba?
—Veo que ambos son personas muy curiosas. El me preguntó quién era usted.
El hombre cogió una carpeta y buscó en la corta lista de llegadas y salidas de aviones. Pitt miró por encima del hombro y vio la matrícula de registro del avión: C-FTGI. La memorizó.
—Aunque no puedo informarle de quién iba a bordo, sí puedo decirle que el avión iba a Vancouver, con una parada para repostar en Regina, Saskatchewan.
—¿Vienen con frecuencia a Elliot Lake?
—Nunca había visto ese avión por aquí. —El director señaló con la cabeza un pequeño cuarto en un rincón de la terminal—. Vaya a tomarse un café mientras yo aviso a su tripulación de que está aquí.
Pitt fue a la sala de espera, donde se sirvió una taza de café de una cafetera de cristal. En la televisión ofrecían un programa de rodeos en Calgary, pero no se fijó en los jinetes; pensó en las piezas dispersas del rompecabezas de esos últimos días. Había viajado hasta la cooperativa de mineros por una corazonada, que había resultado correcta. Encontrar una fuente de rutenio era de una importancia global, y alguien más participaba en esa búsqueda. Pensó en el tipo bien vestido del coche blanco, John Booth. Había algo que le resultaba familiar en ese hombre, pero Pitt no conocía a nadie en Vancouver que dispusiera de un avión particular.
El director entró en la sala y se sirvió una taza de café.
—Su tripulación ya está a bordo —le avisó—. Les he dicho que en un par de minutos estará con ellos.
Abrió un sobre de azúcar para echarlo en el café, pero la bolsa se partió por la mitad y el azúcar cayó sobre la moqueta.
—Mierda —se lamentó, y arrojó a un lado el sobre roto—. Bueno, al menos el encargado de la limpieza tendrá algo que hacer esta noche —murmuró.
Pitt también miraba el azúcar pero su reacción fue totalmente diferente. Sus ojos se iluminaron y una sonrisa apareció en su rostro.
—Un accidente muy afortunado —dijo al hombre, que lo miró sin entender—. Gracias por su ayuda. Tengo que hacer un par de llamadas antes de embarcar.
Cuando cruzó la pista unos minutos más tarde, Pitt caminaba con paso ágil pese a sus doloridos huesos, y el corte en la cabeza había dejado de molestarlo. En su rostro, la sonrisa se mantenía con la misma firmeza.