CAPÍTULO 37

El avión dio otra vuelta a la espera de que despegase una avioneta, la pista quedara libre y recibiera la orden de aterrizaje de la torre de control. Pintado con el mismo color turquesa que las embarcaciones, el Hawker 750 de la NUMA se posó en la pista. Se dirigió hacia un edificio antes de detenerse junto a un Gulfstream G650 mucho más grande. Se abrió la puerta y Pitt se apresuró a bajar al tiempo que se ponía una chaqueta para protegerse del aire helado. Entró en la terminal, donde lo saludó un hombre corpulento detrás del mostrador de recepción.

—Bienvenido a Elliot Lake. No es frecuente que tengamos dos aviones a reacción el mismo día —comentó en tono campechano.

—¿Quizá es un poco corto para aviones grandes? —preguntó Pitt.

—Nuestra pista tiene una longitud de mil quinientos metros, pero esperamos alargarla el año que viene. ¿Necesita un coche de alquiler?

Pitt asintió, y pocos minutos después salió de la terminal con las llaves de un todo terreno Ford azul. Desplegó un mapa sobre el capó del coche para buscar su lugar de destino. Elliot Lake era una pequeña ciudad cerca de la costa nordeste del lago Hurón. Situada a unos cuatrocientos cuarenta kilómetros al norte de Detroit, la ciudad pertenecía al distrito de Algoma, en la provincia de Ontario. La región estaba compuesta de montañas, sinuosos ríos y grandes lagos. Pitt ubicó el aeropuerto en el mapa: se hallaba a unos pocos kilómetros al sur de la ciudad, rodeado por densos bosques. Siguió con el dedo una carretera solitaria que se dirigía hacia el sur a través de las montañas, para acabar en la costa del lago Hurón y la autopista Transcanadiense. A unos veinticinco kilómetros al oeste estaba el destino de Pitt, una vieja ciudad minera y maderera llamada Blind River.

La carretera, que pasaba por varios lagos de montaña y un caudaloso río que descargaba en una gran cascada, le ofreció un paisaje lleno de encanto. Bajó al llano de la costa del lago Hurón y poco después entró en Blind River. Condujo lentamente por la pequeña ciudad y admiró las típicas casas de madera construidas en los años treinta. Pitt continuó más allá de los límites del pueblo hasta ver un gran almacén junto a una extensión de terreno donde había hileras de montículos de piedras y minerales. La bandera canadiense ondeaba sobre un viejo cartel donde decía: almacén y cooperativa de mineros de Ontario. Pitt entró en el patio y aparcó delante de la puerta del almacén en el mismo momento en el que un hombre de hombros anchos vestido con un traje marrón bajaba los escalones de la entrada para ir hacia un coche blanco aparcado un poco más allá. Pitt advirtió que el hombre lo miraba a través de las gafas de sol cuando se apeó de su coche y entró en el edificio.

El polvoriento interior recordaba un museo minero. Las viejas carretillas oxidadas y los picos se amontonaban en los rincones, y las altas estanterías estaban cargadas hasta los topes con revistas de minería y viejas fotos. Detrás de un largo mostrador de madera había una enorme caja de caudales antigua que Pitt dedujo era donde guardaban las muestras de los minerales más valiosos.

Detrás del mostrador estaba sentado un hombre mayor con un aspecto que encajaba casi a la perfección con la vetustez del local. Tenía la cabeza con forma de bulbo y el pelo gris; los ojos y los bigotes hacían juego con la desteñida camisa de franela que llevaba debajo de unos tirantes a rayas. Miró a Pitt por encima de unos quevedos coloreados sobre la punta de la nariz.

—Buenos días —saludó Pitt, y se presentó. Al mirar el pulido recipiente de hojalata que parecía una gran botella de licor, comentó—: Es bonita esta aceitera antigua que tiene aquí.

Los ojos del viejo se iluminaron al comprender que Pitt no era un turista perdido que solo quería pedir información.

—Se utilizaba para cargar las primitivas lámparas de los mineros. Procede de las minas Bruce. Mi abuelo trabajó en las minas de cobre hasta que cerraron en 1921 —explicó con voz asmática.

—¿Había mucho cobre en estas colinas? —preguntó Pitt.

—No lo suficiente. La mayoría de las minas de cobre y oro cerraron hace décadas. Atrajeron a muchos buscadores en sus tiempos, pero fueron muy pocos los que se hicieron ricos. —Sacudió la cabeza, miró a Pitt a los ojos y preguntó—: ¿Qué puedo hacer por usted?

—Me interesaría saber cuáles son sus existencias de rutenio.

—¿Rutenio? —repitió el viejo. Miró a Pitt con expresión intrigada—. ¿Viene usted con ese tipo grandote que acaba de salir?

—No. —Pitt recordó el extraño comportamiento del hombre del traje marrón e intentó librarse de la molesta sensación de haberlo visto ya en alguna parte.

—Es curioso —comentó el viejo, mirando a Pitt con recelo—. Ese tipo dijo que era del Ministerio de Recursos Naturales en Ottawa. Ha venido aquí para ver qué cantidad teníamos de rutenio y su origen. Es extraño que fuese el único mineral que le interesara y que usted aparezca ahora para preguntar lo mismo.

—¿Le dijo su nombre?

—Si no recuerdo mal dijo que se llamaba John Booth. Me pareció un tipejo un tanto extraño. ¿Cuál es su interés, señor Pitt?

Pitt le explicó por encima las investigaciones de Lisa Lane y la importancia del rutenio en su trabajo científico. Sin embargo, no mencionó la magnitud del descubrimiento o la explosión ocurrida en el laboratorio de la Universidad George Washington.

—Recuerdo haber enviado una muestra a ese laboratorio hace un par de semanas. No recibimos muchos pedidos de rutenio, solo de unos pocos laboratorios de investigación públicos y, de vez en cuando, de alguna empresa de alta tecnología. Con un precio tan elevado, no son muchos los que pueden permitirse comprarlo. Por supuesto, la reciente alza de su cotización nos permite ganar un buen dinero cuando recibimos un pedido. —Sonrió con un guiño de complicidad—. Solo desearía que tuviésemos una fuente para reponer nuestras existencias.

—¿No tienen ningún proveedor?

—No, en absoluto, hace años que no lo tenemos. Nuestra provisión se acabará dentro de muy poco. Solíamos recibir algo de una mina de platino en el este de Ontario, pero el mineral que extraen ahora no tiene un contenido importante de rutenio. Como le dije al señor Booth, la mayor parte de nuestra provisión de este mineral procedía de los inuit.

—¿Lo extrajeron en el norte? —preguntó Pitt.

—Eso parece. Lo busqué en el libro de compras para el señor Booth. —El viejo señaló un grueso tomo encuadernado en cuero al otro extremo del mostrador—. El mineral se compró hace más de cien años. Está todo detallado en el registro. Los inuit lo denominaban «kobluna negro». Pero nosotros siempre lo llamamos la muestra de Adelaida, porque los inuit vivían en un asentamiento en la península de Adelaida en el Ártico.

—¿O sea que ese es todo el suministro de rutenio canadiense?

—Hasta donde yo sé, sí. Pero nadie sabe si hay más en la mina inuit. Todo indica que la mina se agotó hace mucho tiempo. La historia dice que los inuit tenían miedo de regresar a la isla donde lo habían conseguido, debido a una maldición. Algo sobre los malos espíritus y que la mina estaba marcada por la muerte, la locura o algo por el estilo. Una de esas leyendas propias del norte.

—He descubierto que las leyendas locales a menudo tienen parte de verdad —comentó Pitt—. ¿Le importa si echo una ojeada al registro?

—En absoluto.

—El viejo geólogo fue hasta el extremo del mostrador y volvió con el libro; buscó entre las páginas mientras caminaba. De pronto frunció el entrecejo y su rostro se enrojeció.

—¡Santa María! —exclamó—. Arrancó la página delante mismo de mis narices. Aquí había un mapa dibujado a mano de la ubicación de la mina. Ahora ha desaparecido.

El viejo arrojó el libro sobre el mostrador y miró furioso hacia la puerta. Pitt vio que habían arrancado dos páginas del registro.

—Me arriesgaría a decir que el señor Booth no es quien afirmaba ser —manifestó Pitt.

—Tendría que haber sospechado algo cuando no supo qué era un cedazo —gruñó el hombre—. No sé por qué tuvo que destrozar nuestro registro. Podía haber pedido una copia.

Pero Pitt sabía la razón. El señor Booth no quería que nadie más supiese la fuente del rutenio de los inuit. Giró el libro hacia él y leyó la entrada parcial anterior a las páginas arrancadas.

22 de octubre de 1917. Horace Tucker de la Churchill Trading Company consignó las siguientes cantidades de minerales sin refinar:

Cinco toneladas de mineral de cobre.

Doce toneladas de mineral de plomo.

Dos toneladas de zinc.

Un cuarto de tonelada de rutenio (kobluna negro de Adelaida).

Siguen fuentes y comentarios del ensayador.

—¿Fue el único envío inuit que recibieron? —preguntó Pitt.

El viejo asintió.

—Así es. En las páginas que faltan se decía que el mineral había sido conseguido décadas atrás. La factoría de Churchill no pudo encontrar un mercado para el mineral hasta que Tucker trajo una muestra además de otros minerales de una mina en Manitoba.

—¿Alguna posibilidad de que aún existan los registros de la Churchill Trading Company?

—No lo creo. Cerraron allá por 1960. Me crucé con Tucker unos pocos años más tarde en Winnipeg, poco antes de que falleciera. Recuerdo que me dijo que el edificio de madera de la factoría de Churchill se había incendiado. Supongo que los registros también se convirtieron en cenizas.

—Entonces hemos llegado al final del camino. Lamento que le robaran las páginas, pero gracias por compartir lo que sabe.

—Espere un momento —le interrumpió el viejo.

Abrió la pesada puerta de la caja de caudales. Buscó en una caja de madera y le arrojó algo a Pitt. Era una diminuta piedra pulida de un color blanco grisáceo.

—¿Kobluna negro?

—Un obsequio de la casa, para que sepa de qué hablamos.

Pitt le tendió la mano por encima del mostrador y estrechó la del geólogo al tiempo que le repetía su agradecimiento.

—Una cosa más —dijo el viejo, cuando Pitt ya iba hacia la puerta—. Si se encuentra otra vez con ese tal Booth, dígale que iré a por él con un pico si alguna vez lo veo.

La temperatura había bajado mucho debido a la llegada de un frente frío que ya había cubierto el cielo con oscuros nubarrones. Pitt esperó a que la calefacción del coche se pusiera en marcha antes de salir del aparcamiento de la cooperativa. Comió deprisa en un café de Blind River y emprendió el camino de regreso al aeropuerto por la sinuosa carretera de montaña, con la mente puesta en la historia del rutenio de los inuit. El mineral había llegado del Ártico, al parecer de un lugar cercano al poblado inuit en Adelaida. ¿Cómo habían logrado los inuit, con una tecnología primitiva, extraer el rutenio? ¿Había todavía reservas importantes en el lugar? ¿Quién era John Booth y por qué le interesaba el mineral inuit?

No encontró respuesta a ninguna de esas preguntas mientras cruzaba las montañas a escasa velocidad, ya que iba detrás de una auto-caravana que circulaba mucho más lentamente. Al llegar a un tramo recto, el conductor de la auto-caravana se apartó hacia el arcén e hizo una seña a Pitt para que pasara. Pitt aceleró y adelantó al vehículo con matrícula de Colorado.

Más adelante, la carretera zigzagueaba, con los dos carriles cortados en la rocosa ladera que bajaba hasta un río. Al trazar por una curva cerrada, Pitt vio que unos dos kilómetros más allá la carretera corría en paralelo a él. Por un momento, atisbo un coche blanco aparcado en el arcén. Era el mismo vehículo al que había subido John Booth en la cooperativa. Lo perdió de vista en la siguiente curva.

Tras pasar otra doble curva había un corto tramo recto. A la izquierda, la ladera bajaba casi vertical hasta el río, centenares de metros más abajo. Entre el ruido del motor del coche, a medida que ganaba velocidad en la recta, Pitt escuchó un débil estampido a lo lejos, como el de un petardo. Miró hacia delante sin ver nada en particular cuando un profundo estruendo siguió al primero. Un movimiento captó su atención y, al mirar hacia arriba, vio un peñasco del tamaño de una casa que se deslizaba por la ladera por encima de él. Por su trayectoria, supo que el enorme pedrusco caería delante del coche de Pitt, sesenta metros más adelante.

Pitt pisó el pedal de freno a fondo. Los neumáticos chirriaron en protesta, pero el ABS impidió que se bloqueasen las ruedas y el vehículo derrapase sin control. En los pocos segundos que Pitt tuvo que esperar para que el coche se detuviera, vio que se trataba de un desprendimiento masivo. Al enorme pedrusco lo seguía un muro de piedras y grava. Con la sensación de que media montaña se le echaba encima, comprendió que solo tenía una posibilidad de escapar.

La brusca frenada le había salvado del primer peñasco. La enorme roca golpeó el asfalto seis metros por delante de él, y se partió en varios trozos que, llevados por la inercia, saltaron por encima del guardarraíl para precipitarse por el abismo hasta el río. Algunos trozos más grandes cayeron en el camino, donde muy pronto quedaron enterrados por la avalancha.

El coche de Pitt patinó, fue a dar contra un trozo de granito con la forma de una lápida y se detuvo en seco. Aunque el parachoques y la parrilla estaban aplastados, el motor no había sufrido ningún daño. En el interior, Pitt solo sintió una sacudida lo bastante fuerte para que se disparara el airbag del volante mientras el vehículo rebotaba. Sin embargo, Pitt se había adelantado al airbag. Ya había puesto la transmisión automática en marcha atrás y pisó el acelerador en el momento del impacto.

Los neumáticos traseros echaron humo cuando giraron a gran velocidad antes de agarrarse al pavimento y llevar el coche hacia atrás. Pitt sujetó el volante con fuerza mientras el coche coleaba por la súbita marcha atrás antes de seguir una línea estable. La transmisión rechinó debajo del pie de Pitt con el repentino aumento de las revoluciones. Pitt miró montaña arriba y vio la enorme masa de piedras que caía hacia él. El desprendimiento se había extendido en un largo frente que llegaba hasta muy atrás de su posición. Comprendió que no había forma alguna de evitarlo.

Como una ola de color gris, la pared de piedra cayó sobre la carretera, a unos pocos metros por delante. Por un momento, pareció que el coche podría escapar del diluvio, pero entonces se desprendió otro grupo de piedras que cayó en el camino detrás del coche. Pitt no pudo hacer otra cosa sino sujetarse cuando el vehículo fue a dar contra las piedras en movimiento con un terrible estrépito de metales retorcidos.

El coche pasó sobre un gran peñasco que rompió el eje trasero; una de las ruedas salió disparada montaña abajo. Pitt se vio echado hacia atrás en el asiento mientras más piedras aplastaban el asiento del copiloto y levantaban el coche en una vuelta de campana. El impacto lo arrojó contra el lado izquierdo; su cabeza golpeó contra el airbag lateral en el momento en el que se hinchaba. Segundos más tarde, se repitió el movimiento, pero esta vez la cabeza, al no encontrar la resistencia del airbag que ya se deshinchaba, golpeó de lleno contra la ventanilla del conductor. Un ensordecedor estallido llenó sus oídos mientras el coche se movía por la carretera hasta que acabó deteniéndose con una brutal sacudida. Dentro, Pitt bordeaba la inconsciencia rodeado del estrépito de la lluvia de piedras. Aplastado en el asiento, con la visión cada vez más confusa, notó algo húmedo y caliente en el rostro. Un segundo más tarde desaparecieron todas las sensaciones y se hundió en un silencioso y oscuro vacío.