Mitchell Goyette miró a través de la cristalera de su despacho en la cubierta superior de su yate cómo un hidroavión plateado cruzaba la bahía. El pequeño aparato había despegado casi de inmediato y había tomado rumbo al sur, alejándole de los rascacielos del frente marítimo de Vancouver. El magnate bebió un sorbo de su Martini y luego dirigió la mirada al grueso contrato en su mesa.
—¿Los términos y condiciones son aceptables? —preguntó.
Un hombre pequeño de pelo negro y gafas gruesas sentado al otro lado de la mesa asintió.
—El departamento legal lo ha revisado y no ha encontrado ningún problema con los cambios. Los chinos están muy satisfechos con el primer envío de prueba y están muy interesados en recibir un suministro permanente.
—¿Sin cambios en el precio ni límites de cantidad?
—No, señor. Han aceptado recibir hasta cinco millones de toneladas al año de bitumen sin refinar del yacimiento de Athabasca, y todo el gas natural que podamos suministrarles, a un diez por ciento por encima del precio de mercado, siempre que aceptemos una prolongación de los plazos.
Goyette se echó hacia atrás en la silla y sonrió.
—Nuestras barcazas transoceánicas han demostrado su valor al transportar ambas cargas a granel. Recibiremos nuestra quinta entrega de barcazas GNL la semana que viene. Las posibilidades de obtener considerables ganancias con las ventas a los chinos se consolidan.
—El hallazgo de gas natural en Melville Sound promete ser algo extraordinario. Nuestros pronósticos auguran una ganancia neta de casi cinco millones de dólares con cada envío a China. Siempre que el gobierno no imponga restricciones a la venta de gas natural a China, estará usted privilegiadamente situado para sacar beneficios de sus crecientes necesidades energéticas.
—La desafortunada muerte de la diputada Finlay parece haber acabado con dicha preocupación —manifestó Goyette con una sonrisa taimada.
—Con la reducción del proceso de refinamiento en Athabasca debido a las restricciones de emisiones de dióxido de carbono, el trato con los chinos también es lucrativo para sus inversiones en Alberta. Aunque, por supuesto, no estará cumpliendo el acuerdo firmado con los estadounidenses para suministrarles el gas natural de Melville.
—Los chinos me pagan un diez por ciento más.
—El presidente Ward confiaba en el suministro de gas natural para controlar su crisis energética —señaló el abogado con cautela.
—Han apelado a mí y a mis reservas de Melville Sound para que los salve —comentó Goyette con una carcajada—. Solo que nosotros les apretaremos las clavijas un poco más. —Un fuego ardió de pronto en sus ojos—. Dejaremos que se cuezan un poco más en su propia salsa hasta que estén verdaderamente desesperados. Entonces tendrán que venir a mí y pagar mi precio para salvarse. Tenemos nuestra flota de barcos GNL para que les lleven el gas y carguen con sus residuos de dióxido de carbono líquido en el viaje de regreso; pero cobraremos por las dos cosas. Por supuesto, eso será después de que financien el aumento de nuestras flotas de barcazas. No tendrán más alternativa que aceptar. —Una sonrisa apareció en sus labios.
—Todavía me preocupa la situación política. Hablan de una legislación anti-estadounidense que podría tener consecuencias para nuestros negocios con China. Algunos de los miembros más furibundos del Parlamento casi están dispuestos a declarar la guerra.
—No puedo controlar la idiotez de los políticos. Lo importante era apartar a los estadounidenses del Ártico mientras aumentamos nuestras adquisiciones de los derechos de gas, petróleo y minerales. Tuvimos suerte con los yacimientos de Melville, pero la estrategia en general está funcionando muy bien hasta el momento.
—El equipo de geofísicos está a punto de acabar de señalar las zonas que delimitan el yacimiento de gas de Melville, y también de otros lugares muy prometedores. Solo espero que el ministro de Recursos Naturales siga sin poner obstáculos a nuestras peticiones.
—No se preocupe por el ministro Jameson. Hará todo lo que le pida. Por cierto, ¿qué novedades tenemos del Alberta?
—Llegó a Nueva York sin problemas y ahora navega rumbo a la India cargado de mercancías. Al parecer, no despertó ninguna sospecha.
—Bien. Avise que luego vaya a Indonesia para que lo pinten con otros colores antes de regresar a Vancouver.
—De acuerdo —dijo el abogado.
Goyette se reclinó en la silla y bebió un sorbo de su copa.
—¿Ha visto a Marcy por ahí?
Marcy, una de las ex coristas que Goyette tenía en nómina, solía pasear por el yate con unas prendas mínimas. El abogado sacudió la cabeza como única respuesta y se levantó. La pregunta era la señal de que la reunión había concluido.
—Informaré a los chinos de que está cerrado el trato —dijo. Recogió el contrato firmado y salió del despacho sin demora.
Goyette se acabó la copa y tendió la mano hacia el teléfono para llamar a su camarote, pero una voz conocida detuvo sus movimientos.
—¿Otra copa, Mitchell?
Goyette se volvió hacia el rincón más apartado del despacho, donde Clay Zak estaba de pie con dos cócteles en una mano. Vestía pantalón oscuro y un suéter de cuello de cisne de color gris marrón que casi se confundía con el tono tierra de las paredes. Se acercó con toda calma, dejó una copa delante de Goyette y se sentó al otro lado de la mesa.
—Goyette, rey del Ártico, suena apropiado, ¿no? He visto fotografías de las barcazas transoceánicas y estoy muy impresionado. Una extraordinaria muestra de arquitectura naval.
—Fueron diseñados específicamente para esa función —señaló Goyette, que por fin recuperó la voz. Sin embargo, una expresión de enfado permanecía en su rostro; se dijo que debía hablar con los encargados de seguridad—. A plena carga, pueden navegar con un huracán de fuerza dos sin ningún problema.
—Impresionante —manifestó Zak, entre sorbos de su Martini—. Aunque sospecho que sus partidarios ecologistas se llevarían una desilusión si supiesen que está robando los recursos naturales, y de paso destroza el virginal paisaje del país, solo para hacerse con el dinero de los chinos.
—No esperaba verlo por aquí tan pronto —comentó Goyette, sin hacer caso de las palabras del pistolero—. ¿Su proyecto en Estados Unidos tuvo éxito?
—Desde luego. Acertó usted al interesarse en el trabajo del laboratorio. Mantuve una muy notable conversación sobre la fotosíntesis artificial con su topo.
Zak describió con todo detalle el trabajo de Lisa Lane y su reciente descubrimiento. La ira de Goyette contra Zak disminuyó en cuanto comprendió la magnitud del descubrimiento científico de Lane. Miró de nuevo a través de la ventana.
—A primera vista, parece que están en condiciones de construir una planta para capturar fácilmente dióxido de carbono. Sin embargo, creo que les quedan por delante años o décadas antes de que puedan ponerla en marcha.
Zak sacudió la cabeza.
—No soy científico, pero si hemos de creer a su espía, no es ese el caso. Afirma que la puesta en práctica requiere una inversión mínima. Auguró que, en un plazo de cinco años, podría haber centenares de estas plantas construidas alrededor de las ciudades más importantes y de las principales industrias.
—Pero usted puso fin a dichas posibilidades, ¿verdad? —preguntó Goyette, con la mirada fija en Zak.
El asesino sonrió.
—Nada de cadáveres, ¿lo recuerda? El laboratorio y todo el material de investigación son historia, tal como me indicó. Claro que la investigadora todavía vive y sabe la fórmula. Me aventuraría a decir que en estos momentos ya hay muchas más personas que conocen la receta.
Goyette miró a Zak sin pestañear. Se preguntó si no habría cometido un error al no haber dado esta vez rienda suelta a su sicario.
—Es probable que, mientras hablamos, su propio topo esté vendiendo los resultados a alguno de sus competidores —continuó Zak.
—No vivirá mucho si lo hace —prometió Goyette. Se le dilataron las fosas nasales cuando sacudió la cabeza—. Eso podría acabar con la expansión de mis plantas de captación de dióxido de carbono. Peor aún, permitiría que las refinerías de Athabasca volviesen a funcionar, incluso que se expandieran. Eso haría bajar el precio de las arenas petrolíferas de Athabasca y echaría por tierra mi contrato con los chinos. ¡No puedo permitirlo!
Zak se rió ante la furia animada por la codicia de Goyette, algo que aumentó la cólera de su patrón. Metió la mano en el bolsillo, sacó una pequeña piedra gris y la lanzó a través de la mesa. Goyette en un gesto instintivo la apretó contra el pecho.
—Mitchell, Mitchell, Mitchell… está perdiendo la perspectiva. ¿Dónde está el gran ecologista, el rey de los verdes, el mejor amigo de los árboles?
—¿De qué habla? —preguntó el multimillonario.
—Lo tiene en su mano. Es un mineral llamado rutenio. También conocido como el catalizador de la fotosíntesis artificial. Es la clave de todo este asunto.
Goyette observó la piedra con atención.
—Continúe.
—Es más escaso que el oro. Solo se encuentra en unos pocos lugares de la Tierra, y todas esas minas se agotaron hace tiempo.
Esta muestra procede del almacén de una cooperativa minera en Ontario que podría ser la última fuente del mineral. Sin rutenio, no habría fotosíntesis artificial, con lo que su problema quedaría resuelto. No estoy diciendo que pueda hacerse, pero aquel que sea propietario de las reservas del mineral tendrá la solución al calentamiento global. Piense en cuánto lo adorarían sus amigos verdes.
Era la combinación perfecta de codicia y poder que impulsaba a Goyette. Zak casi veía el símbolo del dólar en los ojos del magnate al pensar en las posibilidades de adquirir mayores riquezas.
—Sí —asintió Goyette, que ya se relamía—. Tendremos que explorar el mercado. Encargaré a algunos de mis hombres que lo hagan ahora mismo. —Miró de nuevo a Zak—. Usted parece tener algo de sabueso. ¿Qué le parece si hace una visita a ese almacén de Ontario, averigua de dónde vino el rutenio y cuánto queda?
—Siempre que Terra Green Air tenga un vuelo disponible —dijo Zak con una sonrisa.
—Puede usar el avión privado —aceptó Goyette, de mala gana—. Por cierto, antes ir a Ontario, hay otro asunto de menor importancia que requiere su atención. Al parecer ha surgido un pequeño contratiempo en Kitimat.
—Kitimat. ¿Eso no está cerca de Prince Rupert?
Goyette asintió. Entregó a Zak el fax que había recibido del ministro de Recursos Naturales. El sicario leyó el texto, hizo un gesto de asentimiento y apuró la copa de un trago.
—De acuerdo. Me queda de paso. —Se guardó el fax en el bolsillo y se levantó de la silla. Antes de llegar a la puerta, se volvió hacia Goyette—. Ese topo suyo, Bob Hamilton, quizá valdría la pena que le diese una buena recompensa por la información. Puede que gracias a él gane todavía más dinero.
—Supongo —gruñó Goyette, que cerró los ojos e hizo una mueca—. Por favor, la próxima vez que venga llame a la puerta.
Cuando los abrió de nuevo, Zak ya se había marchado.