—Jim, ¿tienes un momento?
El vicepresidente James Sandecker, que caminaba por uno de los pasillos del Ala Oeste de la Casa Blanca, se volvió al escuchar la voz del embajador canadiense. El embajador John Davis, un hombre de aspecto distinguido y gruesas cejas canosas, se acercó con expresión lúgubre.
—Buenos días, John —saludó Sandecker—. ¿Qué te trae por aquí a una hora tan intempestiva?
—Me alegra verte, Jim —correspondió Davis, y su rostro se animó un poco—. Me han enviado para que le recuerde a tu presidente la indignación que ha provocado en mi país lo ocurrido en el Paso del Noroeste.
—Voy a reunirme con el presidente ahora mismo para tratar ese asunto. La tragedia del laboratorio polar ha sido muy triste, pero me han informado de que no teníamos ningún barco de guerra en la zona.
—De todas maneras, es un asunto espinoso. El ala dura de nuestro gobierno lo está convirtiendo en algo desproporcionado. —Bajó la voz hasta que se convirtió en un susurro—. Incluso el primer ministro no deja de hablar de ello, aunque sé que solo lo hace para obtener una ventaja política. Mucho me temo que si sigue esta escalada de tensión, al final acabaremos teniendo alguna otra tragedia.
La expresión sombría en los ojos grises del embajador dejó claro a Sandecker que su miedo era muy real.
—No te preocupes, John, acabará por imponerse la sensatez. Hay demasiadas cosas en juego para permitir que esto degenere.
Davis asintió débilmente.
—Espero y deseo que estés en lo cierto. Por cierto, Jim, quiero expresarte nuestro agradecimiento por lo que hicieron el barco de la NUMA y su tripulación. Los medios lo han pasado por alto, pero de no haber sido por ellos nadie habría sobrevivido.
—Se lo transmitiré a los interesados. Dale recuerdos a Maggie, y a ver cuándo podemos salir a navegar.
—Nada me gustaría tanto. Cuídate, Jim.
Un ayudante de la Casa Blanca hizo entrar a Sandecker en el Despacho Oval, por la puerta noroeste. Sentados alrededor de una mesa de centro, Sandecker vio al jefe de gabinete, al consejero de Seguridad Nacional, y al ministro de Defensa. El presidente estaba junto a una mesa auxiliar, sirviéndose una taza de café de una antigua cafetera de plata.
—¿Te sirvo una taza, Jim? —preguntó Ward.
El presidente aún tenía unas profundas ojeras pero parecía estar mejor que durante la última visita de Sandecker.
—Por supuesto, Garner, gracias. Solo, por favor.
Los demás cargos parecieron escandalizados porque Sandecker llamara al presidente por su nombre de pila, pero a él no le importaba. Tampoco a Ward, que le alcanzó la taza de café y fue a sentarse en un sillón de orejas dorado.
—Te has perdido los fuegos de artificio, Jim —comentó el mandatario—. El embajador canadiense acaba de cantarme las cuarenta por aquellos dos incidentes en el Ártico.
—Acabo de cruzarme con él en el pasillo —dijo Sandecker—. Parecen estar tomándolo muy en serio.
—Los canadienses están molestos con nuestro plan de desviar agua dulce de los Grandes Lagos para recuperar los acuíferos del Medio Oeste destinados a la agricultura —precisó el jefe de gabinete Meade—. Además, no es ningún secreto que la intención de voto del primer ministro ha bajado mucho y tiene que convocar elecciones parlamentarias este otoño.
—También tenemos razones para creer que intenta mantener a nuestras compañías petroleras fuera del Ártico canadiense —añadió la consejera de Seguridad Nacional, una mujer rubia de pelo corto llamada Moss—. Los canadienses se están mostrando muy protectores con sus reservas de petróleo y gas natural del Ártico, que continúan ganando en importancia.
—Dada nuestra actual situación no es el momento más oportuno para darnos la espalda —dijo Meade.
—Querrá decir que no es un momento oportuno para nosotros —aclaró Sandecker.
—Tienes toda la razón, Jim —afirmó el presidente—. En estos momentos, los canadienses tienen algunos triunfos en la mano.
—Que ya están jugando —afirmó Moss—. El embajador ha dicho que el primer ministro Barrett tiene la intención de anunciar una prohibición total a que los barcos con bandera estadounidense pasen por las vías marítimas del Ártico canadiense. Cualquier violación será considerada una intrusión en aguas territoriales y puede estar sujeta a una represalia militar.
—El primer ministro no es muy dado a las sutilezas —comentó el presidente.
—Ha llegado al extremo de decir que tiene sobre la mesa una posible reducción de las exportaciones de petróleo, gas natural y electricidad a Estados Unidos —añadió Meade, que dirigió sus palabras al vicepresidente.
—Eso sí es jugar fuerte —señaló Sandecker—. Recibimos de Canadá casi el noventa por ciento de nuestras importaciones de gas natural. —Miró a Ward—. Aunque sé que cuentas con los nuevos yacimientos de Melville Sound para resolver nuestros problemas de energía inmediatos.
—No podemos arriesgarnos a poner en peligro esas importaciones de gas —señaló el presidente—. Son imprescindibles para superar la actual crisis del petróleo y estabilizar la economía.
—Las acciones del primer ministro aumentan la reivindicación de soberanía que lleva proclamando desde hace un tiempo, en un intento de que no disminuya su popularidad —observó Moss—. Hace ya unos años, valoró las posibilidades comerciales del Paso del Noroeste si estuviera libre de hielo, y desde entonces se ha convertido en vocero de los derechos de propiedad canadienses al sostener que el pasaje forma parte de las aguas interiores del país. Encaja muy bien con el apoyo que le otorgan ahora los conservadores.
—Aquel que se haga con los recursos árticos conseguirá un gran poder —apuntó Meade.
—Los rusos también proclaman lo mismo —explicó Sandecker—. La Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar abrió la puerta a la creación de imperios árticos basados en la extensión submarina de las reclamaciones territoriales existentes. De hecho, nosotros también nos hemos unido a esta carrera junto con los canadienses, los rusos, los daneses y los noruegos.
—Es verdad —aceptó Moss—. Pero nuestras posibles reclamaciones no afectarían demasiado a las aguas canadienses. Es el Paso el que está creando toda esta histeria. Quizá porque es la clave para acceder y transportar los recursos árticos.
—A mí me parece que los canadienses tienen suficiente base legal para considerar que el Paso forma parte de sus aguas interiores —opinó el presidente.
El ministro de Defensa mostró su enfado. Sandecker era un ex oficial de la armada, pero había dirigido una de las mayores compañías petroleras antes de volver a la función pública.
—Señor presidente —dijo con voz profunda—, la posición de nuestro país siempre ha sido que el Paso del Noroeste es un estrecho internacional. La Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar también establece los derechos de tránsito por aguas consideradas estrechos internacionales.
—Si asumimos que estamos en términos amistosos con Canadá, ¿qué nos importa si reclaman el estrecho como aguas territoriales? —preguntó el presidente.
—Si lo hacemos, pondríamos en cuestión los precedentes ya establecidos en el estrecho de Malaca, Gibraltar y Bab el-Mandeb en el mar Rojo —respondió Moss—. Esas vías marítimas están abiertas a los barcos de todas las naciones, por no mencionar el libre paso de nuestras naves de la armada.
—No olvidemos el Bósforo y los Dardanelos —añadió Sandecker.
—Por supuesto —dijo Moss—. Si tratáramos de forma distinta el Paso del Noroeste, correríamos el riesgo de alentar a los malayos a reclamar legalmente dirigir el tráfico a través de Malaca. Entrañaría un gran riesgo.
—También está nuestra flota de submarinos —recordó Sandecker—. No podemos marcharnos sin más de la zona de operaciones árticas.
—Jim tiene toda la razón —afirmó el ministro de Defensa—. Aún estamos jugando al gato y al ratón con los rusos, y ahora, además, tenemos que preocuparnos de la flota china. Acaban de probar un nuevo misil submarino con un alcance de ocho mil kilómetros. Entra dentro de la lógica que sigan el ejemplo de los rusos y oculten sus submarinos debajo del hielo, para preservar la posibilidad de un primer lanzamiento. Señor presidente, el Ártico continuará siendo una zona crítica para nuestro sistema de defensa nacional. No podemos permitir que nos impidan el acceso a una de las vías marítimas que están a tiro de piedra de nuestras fronteras.
El presidente caminó hasta la ventana este y miró la Rosaleda.
—Supongo que no hay manera de evitarlo. De todas formas, tampoco es necesario avivar las llamas de la desconfianza. Como muestra de buena voluntad, aceptemos respetar la prohibición durante noventa días. No quiero que ningún barco estadounidense, incluidos los submarinos, entre en las aguas del Ártico canadiense durante ese período. Con ello ganaremos tiempo para que se enfríen los ánimos. Luego, mantendré una entrevista de trabajo con el primer ministro Barrett y trataremos de recuperar el sentido común.
—Una excelente idea —manifestó Meade—. Llamaré al ministro de Asuntos Exteriores ahora mismo.
—Señor presidente, hay otra cosa —dijo el ministro de Defensa—. Me gustaría poner en marcha algunos planes de guerra por si surgiese la necesidad.
—¡Por Dios! —exclamó el presidente—. Estamos hablando de Canadá.
El silencio reinó en el despacho mientras Garner miraba furioso al ministro de Defensa.
—Haz lo que debas. Eres muy capaz de tener ya preparado un plan de invasión a gran escala.
El ministro de Defensa puso cara de póquer, poco dispuesto a negar la acusación del presidente.
—A mí me parece que deberíamos dedicar todos los medios a investigar quién está incitando a los canadienses y por qué —intervino Sandecker—. ¿Qué sabemos con exactitud de los dos incidentes en cuestión?
—Muy poco, dado que ambos ocurrieron en zonas remotas —contestó Moss—. En el primero, un buque civil con bandera estadounidense embistió a un guardacostas canadiense. Solo nos han comunicado que el barco era un pequeño porta-contenedores llamado Atlanta. Los canadienses pensaron que podrían detenerlo más adelante, cerca de la isla Somerset, pero no apareció, por lo que creen que pudo haberse hundido. Nuestros analistas, en cambio, opinan que es posible que virase para volver al Atlántico sin ser visto. En los registros marítimos aparecen una docena de barcos llamados Atlanta, aunque solo uno es comparable en tamaño y configuración. Sin embargo, está en un dique seco en Mobile, Alabama, desde hace tres semanas.
—Quizá los canadienses tengan razón y se hundió a consecuencia de los daños sufridos por el choque —dijo el presidente—. Si no es así, debemos suponer que se trata de un caso de identidad errónea.
—Es extraño que intentasen cruzar el Paso y luego desapareciesen —observó Sandecker—. ¿Qué se sabe de lo ocurrido con el laboratorio polar en el mar de Beaufort? Me han dicho que no teníamos ninguna nave en aquella zona.
—Así es —afirmó Moss—. Los tres supervivientes declararon haber visto un navío de guerra gris con pabellón estadounidense que atravesó el campamento. Uno de los hombres identificó el número 54 pintado en el barco. Resulta que el FFG-54 está ahora mismo destinado en el mar de Beaufort.
—¿Una de nuestras fragatas?
—Sí, la Ford, que zarpó de Everett, Washington. Participaba en unas maniobras de submarinos frente a Point Barrow en el momento del incidente, pero eso está a más de trescientas millas. Además, la Ford no es un rompehielos. Por lo tanto, es imposible que estuviese rompiendo la placa de hielo donde se alzaba el campamento.
—¿Otro caso de identidad equivocada? —preguntó el presidente.
—Nadie lo sabe a ciencia cierta. No había mucho tráfico en aquella zona; además soportaban una fuerte tormenta que les impedía ver.
—¿Qué hay de las imágenes de satélite? —preguntó Sandecker.
Moss buscó en una carpeta y sacó un informe.
—La cobertura de satélite en aquella región es bastante intermitente, por razones obvias. Por desgracia, no tenemos ninguna foto tomada durante las doce horas que duró del incidente.
—¿Sabemos con toda seguridad que no fue la Ford? ¿Pudieron haber cometido un error? —preguntó el mandatario.
—No, señor —respondió el ministro de Defensa—. Ordené que el comando del Pacífico revisara sus registros de navegación. La Ford nunca se acercó a la posición del laboratorio polar.
—¿Hemos compartido esa información con los canadienses?
—El jefe del Estado Mayor de Canadá ha recibido toda la información y ha aceptado de forma extraoficial que la fragata no es responsable —manifestó el ministro de Defensa—. Pero, con toda sinceridad, los políticos no confían en la información que hemos dado. Teniendo en cuenta las ventajas que han obtenido del episodio no tienen ninguna razón para dar marcha atrás.
—Encuentren esos barcos. Es la única manera de salir de este embrollo —declaró el presidente.
Los consejeros guardaron silencio porque tenían muy claro que ya había pasado la oportunidad. Sin un acceso directo al Ártico canadiense, no les quedaba mucho margen de maniobra.
—Haremos lo que podamos —prometió el ministro de Defensa.
El jefe de gabinete tomó nota de la hora y después hizo salir a los presentes del Despacho Oval, porque ya era la hora de la siguiente reunión del presidente. Mientras los demás salían, Ward fue hacia la ventana y miró de nuevo la Rosaleda.
—Una guerra con Canadá —murmuró por lo bajo—. Esa sí que sería una buena herencia.