Jack Dahlgren ya tenía una neumática preparada en los pescantes por encima de la borda cuando recibió la llamada desde el puente para que la bajase. Vestido con un traje de supervivencia Mustang amarillo brillante, subió a bordo y verificó que el GPS portátil y la radio estuviesen guardadas en una bolsa hermética. Puso el motor en marcha y esperó mientras una figura rechoncha se acercaba corriendo por la cubierta.
Al Giordino no había tenido tiempo de ponerse un traje de supervivencia; se había limitado a coger un chubasquero del puente antes de ir corriendo a la Zodiac. En el instante en el que Giordino saltó a bordo, Dahlgren le hizo una señal al tripulante, que se apresuró a bajar la neumática al mar. Esperó a que Giordino soltase el gancho y luego aceleró el motor. La pequeña neumática comenzó a cabalgar entre las olas levantando nubes de gélida espuma. Giordino agachó la cabeza para protegerse de las salpicaduras y señaló hacia más allá de la proa del Narwhal.
—Buscamos un pequeño iceberg a unos doscientos metros por la banda de babor —gritó—. Hay una placa de hielo delante, así que tendrás que virar al máximo para rodearla —añadió, y señaló a la izquierda.
A través de la nieve que caía, Dahlgren apenas veía una difusa masa blanca en la superficie que tenía delante. Se orientó con la brújula y llevó la neumática a babor hasta que la placa de hielo quedó a unos pocos metros delante de él. Viró a fondo al tiempo que aceleraba a lo largo del borde; solo redujo un poco la velocidad cuando calculó que había llegado al lado opuesto.
El Narwhal ya no era visible. Al otro lado de la placa se encontraron con docenas de bloques de hielo de todos los tamaños que se sacudían entre el oleaje. El viento arrastraba nubes de hielo pulverizado de la placa que reducían la visibilidad a menos de quince metros. Giordino, sentado en la proa, observaba el mar como un águila en busca de una presa e iba indicando a Dahlgren que virase a un lado o a otro. Se movieron entre trozos de hielo del tamaño de baúles, mezclados con icebergs más grandes que se balanceaban y chocaban los unos contra los otros. Tuvieron que bordear varios icebergs antes de que Giordino señalase una alta y bamboleante aguja de hielo.
—Es aquel —gritó.
Dahlgren aceleró al máximo y voló hasta una cuña de hielo que a él le parecía idéntica a todas las demás. Solo que esta tenía una mancha negra en lo alto. A medida que la neumática se acercaba, Dahlgren vio que era un cuerpo humano tumbado. Dio una vuelta alrededor del bloque de hielo buscando un lugar donde amarrar la neumática, pero solo había pendientes casi verticales. Al llegar al lado opuesto, vio a otros dos hombres acurrucados en un agujero con forma de nicho a poco más de un metro por encima del agua.
—Intenta subirla en aquel reborde —gritó Giordino.
—¡Allá voy! ¡Sujétate! —avisó Dahlgren.
Dio otra vuelta con la Zodiac para ganar impulso, y aceleró con la proa apuntando en línea recta hacia el iceberg. La proa de la neumática resbaló sobre el reborde y se detuvo al hundirse en la nieve justo debajo de los dos hombres con claras señales de hipotermia. Dahlgren y Giordino evitaron por los pelos no salir despedidos de la Zodiac tras la violenta frenada. Giordino se levantó en el acto, se quitó la nieve de la cabeza y los hombros y dedicó una sonrisa a Case, que lo miró con los ojos apagados.
—Dentro de cinco minutos tendréis un buen plato de sopa de pollo caliente, amigos míos —dijo Giordino.
Recogió a Quinlon como si fuese una muñeca de trapo y lo colocó entre los dos asientos. Después sujetó a Case del brazo y lo ayudó a subir a la Zodiac. Dahlgren sacó un par de mantas secas de un cofre y se apresuró a abrigar a los dos hombres.
—¿Puedes alcanzar al otro? —preguntó Dahlgren.
Giordino miró el oscilante montículo de hielo que se alzaba casi dos metros por encima de su cabeza.
—Sí, pero mantén el motor en marcha. Creo que este cubito está dando sus últimos suspiros.
Saltó de la neumática, clavó la punta de la bota en la nieve dura y comenzó a subir. Con cada paso, tenía que dar un puñetazo en la capa de hielo para sujetarse y luego metía el pie cuando subía un poco más. El iceberg se balanceaba con las olas, por lo que varias veces creyó que caería al agua. Subió lo más rápido que pudo, asomó la cabeza por el borde y encontró a Bue tendido bocabajo. Tiró del torso del científico y acercó el cuerpo hasta que pudo colgárselo sobre el hombro. Con un brazo alrededor de las piernas heladas del náufrago, comenzó el descenso.
Para Giordino, cargar con el cuerpo inerte de Bue fue como cargar un saco de patatas. El fuerte italiano no perdió tiempo, bajó deprisa, se apartó de la pared y se deslizó el último tramo hasta los flotadores de la neumática. Acomodó a Bue junto a sus compañeros, saltó otra vez al reborde y empujó con el cuerpo la proa de la Zodiac. Con las poderosas piernas hundidas en la nieve arrastró la embarcación fuera del iceberg y saltó a bordo cuando Dahlgren dio marcha atrás.
Apenas habían virado para poner rumbo a la nave de la NUMA, cuando una enorme ola se levantó ante ellos. Giordino se tumbó sobre los hombres para protegerlos del brutal impacto de la ola. Un torrente de agua gélida los empapó mientras la proa de la Zodiac se alzaba hasta casi quedar vertical. Superado el embate, la neumática bajó por el seno opuesto. Dahlgren navegó en línea recta hacia la segunda ola y la cabalgó con menos violencia.
Cuando la Zodiac se libró de los efectos de la segunda ola, Dahlgren y Giordino miraron hacia atrás y vieron cómo las dos olas, en rápida sucesión, golpeaban el iceberg. Fascinados, observaron que la primera ola empujaba el trozo de hielo hasta casi ponerlo horizontal. Antes de que pudiese enderezarse, lo golpeó la segunda y acabó de hundirlo. Segundos después, algunos trozos de hielo comenzaron a aparecer en la superficie. De no haber llegado cuando lo hicieron, Bue, Case y Quinlon habrían sido arrastrados al mar helado por aquellas dos olas gemelas y habrían muerto en cuestión de minutos.