CAPÍTULO 28

Kevin Bue había visto desde su nicho cómo el bloque de hielo pasaba de tener el tamaño de un acorazado al de una pequeña casa. Las olas empujaban y golpeaban el iceberg, arrancando pequeños fragmentos. A medida que el refugio se hacía más pequeño, la situación se volvía más desesperada, ya que se adentraban en el mar de Beaufort. El iceberg se sacudía y cabeceaba como una cascara de nuez a merced de la tormenta, y las olas que rompían contra la parte más baja aceleraban el ritmo de destrucción. Como si no bastara con estar casi congelado, Bue notó los molestos síntomas del mareo.

Al mirar a los dos hombres que se hallaban a su lado, comprendió que no podía quejarse. Quinlon estaba a punto de perder el conocimiento debido a la hipotermia, y Case parecía destinado a seguir el mismo camino. El operador de radio permanecía acurrucado en posición fetal, con la mirada extraviada. Los esfuerzos de Bue para mantener una conversación no recibían más respuesta que un parpadeo.

Bue consideró quitarle los abrigos a Quinlon para que Case y él pudiesen calentarse un poco, pero desistió. Aunque podía dar por muerto a Quinlon, sus perspectivas de supervivencia no eran mejores. El científico miró las turbulentas aguas grises que rodeaban la balsa de hielo y pensó en zambullirse. Al menos de esa manera acabaría rápido. Pero la idea desapareció cuando llegó a la conclusión de que era demasiado esfuerzo caminar los doce pasos hasta el borde del agua.

Una gran ola sacudió la plataforma de hielo; oyó un fuerte golpe debajo de los pies. Una grieta acababa de aparecer debajo de su asiento cortado en la nieve y, en un abrir y cerrar de ojos, se extendió de un extremo al otro del iceberg. El impacto de la segunda oleada bastó para que todo el trozo abierto por la grieta se desprendiese y se perdiera en el mar oscuro. Bue, en un gesto instintivo, se sujetó a las protuberancias del hielo. Metió un pie en el pequeño reborde donde estaba Quinlon. Case, acurrucado en el lado opuesto, no movió ni un músculo mientras Bue se aferraba con todas sus fuerzas a una hendidura vertical en la pared de hielo y quedaba colgado a un poco más de un metro por encima de las olas.

Con la fuerza que le daba la desesperación, buscó grietas donde meter los dedos y se levantó poco a poco hasta la cumbre del iceberg. Su refugio se había reducido ahora al tamaño de una furgoneta y las sacudidas eran cada vez más violentas. El científico se acomodó lo mejor que pudo, a sabiendas de que en cualquier momento la masa de hielo podía dar una vuelta de campana y los lanzaría a los tres a la muerte. Faltaban escasos minutos para que su viaje llegase al final.

De repente, a través de la nieve empujada por el viento vio una luz brillante que resplandecía como el sol después de un chubasco. Apretó los párpados con fuerza para evitar la cegadora luz. Cuando los abrió unos segundos más tarde, la luz había desaparecido. Lo único que veía era el blanco del hielo que, arrastrado por el viento, azotaba su rostro. Se esforzó para ver de nuevo la luz, pero a su alrededor no había más que tormenta. Derrotado, cerró los ojos de nuevo y aflojó el cuerpo poco a poco mientras el resto de sus fuerzas escapaban por sus poros.