CAPÍTULO 27

La llamada de radio había llegado débil y en una única transmisión. Los repetidos intentos por parte del operador de radio del Narwhal para verificar el mensaje solo habían obtenido el más absoluto silencio.

El capitán Stenseth leyó el mensaje escrito a mano por el operador de radio, sacudió la cabeza y después releyó el mensaje.

Mayday, Mayday. Aquí el Laboratorio Polar 7. El campamento se está destrozando… —leyó en voz alta—. ¿Es todo lo que recibió? —preguntó con una mirada airada.

El operador de radio asintió en silencio. Stenseth se acercó al timonel.

—Adelante a toda máquina —ordenó—. Vire a babor. Rumbo cero-uno-cinco. —Miró al primer oficial—. Establezca rumbo a la última posición conocida del laboratorio polar. Envíe otros tres vigías al puente.

Un instante después, estaba otra vez junto al operador de radio.

—Notifique a la guardia costera canadiense y a la estadounidense que hemos recibido una llamada de auxilio y que la estamos respondiendo. Alerte al tráfico local, si lo hay. Luego llame a Gunn y a Giordino para que vengan al puente.

—Señor, la base de los guardacostas más cercana está en Tuktoyaktuk. Son más de doscientas millas desde aquí.

El capitán miró la nieve que golpeaba contra las ventanas del puente y en su mente apareció una imagen de los científicos en el campamento. En tono más suave, comentó:

—Entonces creo que su único ángel de la guarda lleva alas turquesas.

El Narwhal alcanzaba una velocidad de veintitrés nudos, pero incluso a toda marcha solo llegaba a doce si navegaba con la proa encarada a la tormenta. El frente había llegado al máximo de su intensidad, con vientos de más de ciento cincuenta kilómetros por hora. El mar era un torbellino de olas de diez metros de altura que sacudían el barco como si fuese un corcho. El timonel vigilaba nervioso el piloto automático, a la espera de que el mecanismo fallase, debido a los constantes cambios de rumbo necesarios para mantenerlo en el rumbo nordeste que había marcado.

Gunn y Giordino no tardaron en reunirse con el capitán en el puente, donde leyeron el mensaje de socorro.

—Todavía es pronto para que el hielo comience a partirse de forma tan súbita —observó Gunn, y se rascó la barbilla—. Claro que una placa de hielo en movimiento se puede quebrar muy rápido. Sin embargo, lo habitual es que haya alguna señal que te avisa de lo que pasará.

—Quizá se vieron sorprendidos por una pequeña fractura que separó una parte del campamento, allí donde estaba la radio o incluso los generadores eléctricos —apuntó Stenseth.

—Esperemos que no sea algo más grave —manifestó Gunn, con la mirada puesta en la tormenta—. Mientras tengan cierta protección, resistirán un tiempo.

—Hay otra posibilidad —señaló Giordino, en voz baja—. Quizá el campamento estaba situado muy cerca del mar. La tormenta pudo haber roto el borde de la placa, y se llevó el campamento.

Los otros dos hombres asintieron con expresión grave, conscientes de que las probabilidades de supervivencia se reducían mucho si eso era lo que había ocurrido.

—¿Cuál es el pronóstico de la tormenta? —preguntó Gunn.

—Tardará entre seis y ocho horas en amainar. Tendremos que esperar antes de enviar un equipo de búsqueda —respondió el capitán.

—Señor —interrumpió el timonel—, vemos grandes masas de hielo en el agua.

Stenseth miró a través de la ventana del puente y vio un iceberg del tamaño de una casa que pasaba por la banda de babor.

—Todas las máquinas atrás un tercio. ¿Cuál es la distancia hasta el campamento?

—Un poco menos de dieciocho millas, señor.

El capitán se acercó a la gran pantalla de radar y ajustó el alcance a un diámetro de veinte millas. Una fina línea irregular de color verde cruzaba la pantalla cerca del borde superior, que permanecía fijo. Señaló un punto apenas por debajo de la línea, donde un anillo concéntrico marcaba la distancia de veinte millas.

—Esta es la posición del campamento —manifestó en tono sombrío.

—Si antes no era un lugar con vistas al mar, ahora lo es —observó Giordino.

Gunn miró la pantalla con mucha atención. Señaló con el dedo una mancha difusa en el borde de la pantalla.

—Hay un barco cerca —dijo.

El capitán echó una ojeada y vio que el barco navegaba con rumbo sudeste. Ordenó al operador de radio que lo llamara, pero no recibieron ninguna respuesta.

—Puede que se trate de un ballenero ilegal —comentó el capitán—. De vez en cuando, los japoneses entran en el mar de Beaufort para cazar ballenas belugas.

—Con este mar, lo más probable es que estén tan ocupados sujetándose los calzoncillos que no puedan atender la radio —dijo Giordino.

Muy pronto se olvidaron del barco desconocido, porque se acercaban a la placa de hielo y a la posición del campamento. A medida que el Narwhal se aproximaba, mayores eran las placas de hielo flotante que cerraban el mar delante de ellos. A estas alturas, toda la tripulación del barco estaba en alerta para la operación de rescate. Más de una docena de científicos habían salido a cubierta a pesar del mal tiempo para unirse a los marineros. Vestidos con trajes impermeables, estaban junto a las bordas del barco que cabeceaba con gran violencia, y vigilaban el mar atentos a la presencia de sus colegas científicos árticos.

El Narwhal llegó a la última posición conocida del campamento y se detuvo a treinta metros de la placa de hielo. La nave recorrió poco a poco el borde eludiendo numerosos icebergs que se habían separado hacía poco de la placa. El capitán ordenó que encendiesen todas las luces de a bordo y que sonase la sirena como un posible faro de rescate. Los fuertes vientos comenzaron a amainar un poco, lo que les permitió atisbar entre los remolinos de nieve. Todas las miradas recorrían las gruesas capas de hielo flotante y también las gélidas aguas, atentas a cualquier rastro del campamento o de sus ocupantes. Al pasar por la posición que había ocupado, no vieron nada. Si alguien o algo había quedado, ahora se encontraba a mil metros por debajo de las oscuras aguas grises.