La tormenta de primavera no era muy extensa pero tenía la potencia de un puñetazo de un boxeador de peso pesado en su marcha hacia el sudeste a través del mar de Beaufort. Las ráfagas de viento de más de noventa kilómetros por hora levantaban la nieve en capas horizontales, convirtiendo los copos en endurecidas bolas de hielo. Los remolinos creaban espesas cortinas sobre la extensión blanca y, a menudo, reducían la visibilidad a cero. El ya hostil entorno del Ártico se había convertido en un lugar de una furia salvaje.
Kevin Bue escuchaba cómo crujía la estructura del comedor, sacudida por el viento, y pensó en la resistencia del edificio. Terminó la taza de café e intentó concentrarse en la lectura de la revista científica que tenía abierta sobre la mesa. Aunque había pasado por una docena de tormentas durante su estancia en el Ártico, aún le inquietaba su ferocidad. Mientras el resto del equipo continuaba con sus tareas, a Bue le resultaba difícil concentrarse cuando daba la impresión de que todo el campamento iba a salir volando.
Un fornido cocinero, que también oficiaba de carpintero, llamado Benson se sentó a la mesa enfrente de Bue y bebió un sorbo de su humeante taza de café.
—Sopla de lo lindo, ¿verdad? —dijo sonriendo bajo su espesa barba negra.
—Suena como si nos quisiera llevar con ella —respondió Bue, que miraba como el techo se movía hacia atrás y hacia delante.
—Pues si lo hace, espero que nos deje en algún lugar donde haga calor y las bebidas se sirvan frías —manifestó, y tomó otro sorbo de café. Al ver la taza vacía de Bue, la cogió por el asa, y se levantó—. Te serviré otra.
Fue hasta una gran cafetera de plata y llenó la taza. Ya volvía hacia Bue cuando de pronto se quedó inmóvil con una expresión de extrañeza en el rostro. Por encima del aullido del viento, había oído un sonido mecánico. Pero no fue eso lo que le preocupó, sino el agudo sonido de algo que se partía.
Bue miró a Benson, y al cabo de un instante también escuchó el ruido. Se acercaba muy rápido. Incluso le pareció escuchar un grito en algún lugar del campamento antes de que el mundo se derrumbase a su alrededor.
Con un brutal crujido, desapareció la pared trasera del comedor, reemplazada por una enorme cuña gris. El imponente objeto atravesó la estancia en un par de segundos, dejando atrás una estela de destrucción de diez metros de ancho. Liberado de sus soportes, el techo fue arrastrado por una ráfaga, mientras el aire helado penetraba en la habitación. Bue miró horrorizado cómo la masa gris engullía a Benson en una nube de hielo y espuma. Hacía un momento, el cocinero estaba allí con una taza de café en la mano; al siguiente, había desaparecido.
El suelo se onduló debajo del científico, y lo arrojó a él y a la mesa hacia la puerta. Se puso de pie y miró al monstruo gris que se materializaba ante sus ojos. Su mente confusa acabó por aceptar que se trataba de un barco, que cruzaba por el centro del campamento sobre la delgada capa de hielo que lo sustentaba.
El viento mezclado con la nieve le daba una apariencia espectral, pero alcanzó a ver un enorme número 54 de color blanco en la proa. Después, cuando la proa pasó con un profundo tronar, Bue atisbo una gran bandera estadounidense que flameaba en el mástil antes de que la nave desapareciese en una nube blanca. Llevado por el instinto intentó seguirla, al tiempo que gritaba a voz en cuello el nombre de Benson, hasta que casi cayó en un canal de agua negra abierto por el barco.
Con un gran esfuerzo se sobrepuso, recogió el chaquetón, hecho un ovillo en el suelo, y salió por lo que quedaba de la entrada. Se abrió paso contra el viento, e intentó evaluar la situación del campamento mientras notaba que el suelo debajo de sus pies comenzaba a moverse de una manera extraña. Caminó unos diez metros a su derecha, pero tuvo que detenerse en un borde donde el hielo caía al agua abierta. Al otro lado era donde habían estado las tres construcciones. Ahora habían desaparecido, reemplazadas por trozos de hielo que flotaban en el agua oscura.
Sintió una enorme congoja al recordar que uno de sus hombres, que estaba fuera de servicio, había estado durmiendo en su cama unos minutos antes. Aún quedaban dos hombres cuyo paradero desconocía: Case, el operador de radio, y Quinlon, el encargado de mantenimiento.
Volvió su atención hacia el edificio del laboratorio, y vio a lo lejos que las paredes azules aún se sostenían. En un esfuerzo por avanzar a punto estuvo de nuevo de caer al agua. Por fin encontró un trozo de hielo donde solo había una brecha; la distancia que lo separaba del laboratorio apenas llegaba a un metro. Sin pensárselo dos veces, tomó carrerilla, saltó y cayó con todo su peso en el lado opuesto. A duras penas avanzó tambaleándose contra el viento hasta llegar al umbral. Se tomó un respiro, abrió la puerta, y se quedó de piedra.
El laboratorio, al igual que el comedor, había sido barrido por el barco. Poco quedaba más allá de la puerta, solo unos dispersos restos que flotaban en el agua un par de metros más allá. Por un capricho del destino, el cubículo de la emisora había sobrevivido al impacto; arrancada del edificio principal, pero aún de pie. Entre el aullido del viento, escuchó la voz de Case que transmitía una llamada de socorro.
Al acercarse, Bue vio a Case sentado a la mesa hablándole a un equipo de radio apagado. Los generadores, instalados en el cobertizo, habían sido una de las primeras cosas en hundirse cuando pasó el barco. No había energía eléctrica en el campamento desde hacía varios minutos.
Bue apoyó la mano en el hombro de Case, y el operador de radio dejó el micrófono, con una mirada aterrorizada. De pronto, se escuchó un terrible crujido debajo de ellos y el suelo comenzó a temblar.
—¡Es el hielo! —gritó Bue—. Salgamos de aquí ahora mismo.
Ayudó a Case a levantarse y los dos hombres salieron corriendo del cubículo. Cruzaron el hielo perseguidos por el crujido. Saltaron un montículo y se volvieron para ver cómo el hielo donde había estado el laboratorio y la emisora se rompía como un espejo. La superficie se partió en una docena de trozos que se separaron de inmediato e hicieron que los restos del edificio se hundiesen en el agua. En menos de dos minutos, todo el campamento había desaparecido ante los ojos de Bue.
Los dos hombres estaban mirando desconcertados aquella destrucción, cuando a Bue le pareció escuchar el grito de un hombre por encima del estruendo del viento. Escudriñó los remolinos de nieve y prestó atención. Pero antes de que escuchase otro grito, su mirada descubrió una figura que se debatía en el agua, cerca de donde había estado la emisora.
—¡Es Quinlon! —gritó Case, que también había visto al hombre. Rehecho del susto corrió hacia el encargado de mantenimiento.
Quinlon perdía a ojos vista la lucha contra los efectos de estar sumergido en el agua gélida. Con el peso añadido del chaquetón empapado y las botas, se habría hundido de inmediato de no haber podido sujetarse a un trozo de hielo. No le quedaban fuerzas para salir del agua por sus medios, pero la desesperación hizo que con un último resto de energía fuese hacia donde estaban Bue y Case.
Los dos hombres corrieron hasta el borde del hielo y tendieron las manos hacia Quinlon, desesperados por cogerlo de los brazos. Lo arrastraron más cerca e intentaron sacarlo del agua, pero solo consiguieron levantarlo poco más de un palmo antes de que volviese a caer. Con las botas llenas de agua y las prendas empapadas, Quinlon pesaba más de ciento cincuenta kilos. Al comprender su error, Bue y Case agarraron otra vez a su compañero, y lo arrastraron y movieron en horizontal hasta que por fin lo sacaron del agua.
—Tenemos que resguardarlo del viento —dijo Bue.
Miró en derredor en busca de un refugio. Todos los restos del campamento habían desaparecido, salvo un pequeño trozo del techo del cobertizo que flotaba a la deriva en un trozo de hielo del tamaño de un coche.
—El montículo de nieve junto a la pista. —Case señaló entre la ventisca.
Gracias al trabajo de Quinlon para mantener despejado el campo de aterrizaje había varios grandes montículos de nieve. Aunque ahora había desaparecido la mayor parte de la pista, Case tenía razón. Había un montículo de nieve a menos de cuarenta metros.
Cada uno sujetó a Quinlon por un brazo y lo arrastraron por el hielo como si fuese un saco de patatas. Sabían que estaba muy cerca de la muerte; si querían que sobreviviese, tendrían que apartarlo del viento helado. Jadeantes y sudorosos a pesar del frío, llevaron a su compañero hasta la barrera de nieve, que los protegería de lo peor del vendaval del oeste.
Se apresuraron a quitarle las prendas mojadas, que ya se habían congelado, y frotaron todo su cuerpo con nieve, para que absorbiera la humedad restante. Cuando terminaron, le envolvieron la cabeza y el cuerpo con los chaquetones secos. Quinlon tenía la piel azulada y temblaba descontroladamente. Por fortuna, continuaba consciente, lo que significaba que tenía una posibilidad de seguir con vida. Bue siguió el ejemplo de Case y lo ayudó a cavar un agujero en el montículo. Metieron primero a Quinlon y luego entraron los dos, con la intención de compartir el calor corporal mientras se protegían del viento.
Al mirar al exterior de la pequeña cueva, Bue vio un canal que se ampliaba por momentos entre el improvisado refugio y la placa de hielo intacta. Ahora eran parte de un trozo de hielo que iba a la deriva. Cada pocos minutos, el científico escuchaba un tremendo crujir, señal de que el trozo se iba partiendo cada vez más. Empujados a las aguas agitadas por el viento, sabía que solo era cuestión de tiempo que el gélido refugio se rompiera en diminutos trozos y los tres acabasen en el mar.
Sin nadie que conociera su terrible situación, no tenían ninguna esperanza de sobrevivir. Helado hasta el tuétano, Bue pensó en el barco gris que había destrozado el campamento de forma tan repentina y sin ninguna razón aparente. Por mucho que lo intentara, su mente no encontraba ningún sentido a un acto tan brutal. Sacudió la cabeza para librarse de la imagen fantasmal del barco, miró a sus camaradas con triste compasión y luego se dispuso a esperar con resignación la llegada de la muerte.