Como el perro que le daba nombre, el Bloodhound rastreaba la tierra con la nariz pegada al suelo, solo que esta vez el suelo se encontraba a seiscientos treinta metros bajo la superficie del mar de Beaufort y su hocico era una cápsula de metal que encerraba un sensor electrónico. El sumergible de titanio con capacidad para dos tripulantes, estaba diseñado para explorar las chimeneas hidrotermales a grandes profundidades. Los géiseres sumergidos, que lanzaban agua a altísimas temperaturas desde el interior del planeta, a menudo creaban un tesoro de vegetación y vida marina. Sin embargo, a los hombres del sumergible de la NUMA les interesaban más los posibles depósitos de minerales asociados con muchas de las chimeneas hidrotermales. Con frecuencia, las chimeneas descargaban desde debajo del lecho marino una rica mezcla de nódulos que contenían manganeso, hierro e incluso oro. Los avances en la tecnología minera submarina indicaban que los campos de las chimeneas hidrotermales podían convertirse en unos recursos muy significativos.
—La temperatura ha subido otro grado. Esa vieja chimenea tiene que estar cerca de aquí —comentó la voz profunda de Jack Dahlgren.
Sentado en el asiento del copiloto del sumergible, el musculoso ingeniero naval observó la pantalla del ordenador con sus ojos azul acero. Se rascó el gran mostacho, que recordaba el de los vaqueros del viejo Oeste, y miró a través de la ventanilla de babor el desierto y uniforme fondo gris iluminado por media docena de focos de gran potencia. No había nada en el paisaje submarino que indicase que se encontraban cerca de una chimenea hidrotermal.
—Quizá solo estemos persiguiendo los hipos de las profundidades —manifestó el piloto. Miró a Dahlgren con picardía y añadió—: Como dirías tú, una vaca díscola.
Al Giordino festejó el chiste a costa del joven texano con una amplia sonrisa que casi le hizo soltar el puro apagado que sujetaba entre los labios. Giordino, un italiano bajo y fornido con los brazos como troncos, se sentía como en casa sentado en el puesto del piloto. Después de haber pasado años en el grupo de proyectos especiales de la NUMA, donde había pilotado todo tipo de aparatos, desde dirigibles a batiscafos, ahora era el jefe de la división de tecnología submarina de la agencia. Para Giordino, construir y probar prototipos como el Bloodhound era más una pasión que un trabajo.
Dahlgren y él ya habían pasado dos semanas recorriendo el fondo marino ártico en busca de chimeneas termales. A partir de exploraciones batimétricas anteriores, habían escogido una zona de montículos y crestas submarinas formadas por restos de actividad volcánica y donde era posible que diesen con chimeneas termales activas. Hasta entonces, la búsqueda había sido infructuosa y los ingenieros se sentían desilusionados porque no podían poner a prueba las capacidades del sumergible.
Dahlgren no hizo caso del comentario de Giordino y consultó su reloj.
—Han pasado veinte minutos desde que Rudi dijo que subiésemos. Es probable que ya esté hecho un manojo de nervios. Quizá sea el momento de pulsar el botón de subida; de lo contrario, acabaremos teniendo que capear dos tormentas allá arriba.
—Rudi no es feliz a menos que tenga un motivo para sufrir —afirmó Giordino—, pero creo que es mejor no provocar a los dioses del tiempo.
Movió hacia la izquierda la palanca para guiar el sumergible hacia el oeste a marcha lenta y casi pegado al fondo. Habían recorrido varios centenares de metros cuando comenzaron a ver una sucesión de pequeñas piedras. Estas fueron haciéndose más grandes y Giordino vio que el fondo comenzaba a subir. Dahlgren cogió una carta batimétrica e intentó ubicar la posición.
—Parece que hay una pequeña elevación por aquí. Vete a saber por qué a los muchachos de los seísmos no les pareció muy prometedora.
—La razón más probable es que llevan muchos años sentados en un despacho con aire acondicionado.
Dahlgren dejó la carta a un costado y miró la pantalla. De pronto dio un brinco en el asiento.
—¡Maldita sea! La temperatura del agua acaba de subir diez grados.
Una ligera sonrisa apareció en el rostro de Giordino al ver que las rocas en el fondo aumentaban en tamaño y número.
—La geología del fondo también está cambiando —comentó—. El perfil es el más favorable para la presencia de una chimenea. Veamos si podemos rastrear el aumento de la temperatura del agua hasta su origen.
Iba ajustando el rumbo del sumergible de acuerdo con los cambios de temperatura que le recitaba Dahlgren. Las más altas los llevaron por una pendiente cada vez más empinada. Un montículo de peñascos les cerró el paso, y Giordino guió el sumergible hacia arriba como si fuese un avión, ascendiendo con el morro en alto hasta que superaron el obstáculo. Al descender por el lado opuesto, el panorama ante ellos cambió de pronto de forma impresionante. Lo que hasta entonces había sido un paisaje lunar era ahora un multicolor oasis submarino. Moluscos amarillos, gusanos rojos y brillantes cangrejos dorados cubrían el suelo en un arco iris de color. Un calamar azul pasó por delante de la ventanilla de babor, seguido por un cardumen de bacalaos plateados. Casi repentinamente, habían pasado de un mundo desolado en blanco y negro a una plantación iridiscente rebosante de vida.
—Ahora sé cómo se sintió Dorothy cuando llegó a Oz —murmuró Dahlgren.
—¿Cuál es la temperatura del agua?
—Hemos superado los veinte y sigue subiendo. Enhorabuena, jefe, acabas de hacerte con una fumarola.
Giordino asintió satisfecho.
—Marca nuestra posición. Luego probaremos con el rastreador de minerales, antes…
La radio sonó de pronto con una transmisión enviada a través de un par de transpondedores submarinos.
—Narwhal a Bloodhound… Narwhal a Bloodhound —interrumpió una voz tensa por la radio—. Por favor, emerjan de inmediato. Las olas son de tres metros y aumentan. Repito, se les ordena que emerjan de inmediato.
—… antes de que Rubi nos mande volver —dijo Dahlgren acabando la frase de Giordino.
El ingeniero naval sonrió.
—¿Te has fijado que la voz de Rudi sube un par de octavas cuando está nervioso?
—La última vez que le vi, aún estaba firmando mi cheque —le advirtió Dahlgren.
—Supongo que no queremos rascar la pintura de nuestro nuevo juguete. Cojamos algunas muestras de rocas y subamos.
Dahlgren transmitió la respuesta a Gunn y empuñó los controles de un brazo articulado sujeto en el casco exterior. Giordino guió al Bloodhound hacia un lugar donde había nódulos del tamaño de pomelos y movió el sensor sobre las rocas. Con el brazo de acero inoxidable como si fuese una escoba, Dahlgren barrió varias piedras para meterlas en el cesto debajo de la cabeza del sensor. El ordenador de a bordo analizó de inmediato la densidad y las propiedades magnéticas de las muestras.
—La composición es ígnea, al parecer se corresponde con la de los piroxenos. Veo concentraciones de manganeso, calcio y hierro. También hay rastros de níquel, platino y cobre —leyó Dahlgren en la pantalla.
—Es un comienzo muy prometedor. Archiva la evaluación. Pediremos a los chicos del laboratorio que analicen las muestras y comprueben hasta qué punto son acertadas las lecturas del sensor. En cuanto pase la tormenta, podremos inspeccionar a fondo este lugar.
—Tiene todo el aspecto de ser un cuerno de la abundancia.
—Sin embargo, estoy un poco decepcionado, mi amigo texano —manifestó Giordino, y sacudió la cabeza.
—¿No hay oro?
—No hay oro. Tendré que conformarme y subir otra vez a la superficie más pobre que las ratas.
Para enfado de Dahlgren, las fingidas lamentaciones de Giordino se escucharon en el interior del sumergible durante la mayor parte de la ascensión.