CAPÍTULO 23

El doctor Kevin Bue miró cómo el cielo se oscurecía por el oeste y torció el gesto. Solo unas horas antes, el sol brillaba con fuerza y el aire estaba en calma mientras el mercurio en el termómetro rondaba los ocho grados centígrados bajo cero. Después, la presión atmosférica había bajado como una piedra que cae en un pozo, acompañada por un constante aumento de la fuerza del viento de poniente. A un cuarto de milla más allá, las aguas grises del Ártico se encrespaban con una fuerte marejada, y las olas levantaban enormes nubes de espuma al chocar contra los dentados bordes de la placa de hielo.

Se ajustó la capucha del chaquetón impermeable y, de espaldas al viento, contempló lo que era su hogar desde hacía unas semanas. El Laboratorio de Investigación Polar 7 nunca sería premiado con muchas estrellas en cualquier guía de viaje en lo que se refería a lujo o comodidad. Una media docena de construcciones prefabricadas formaban el campamento, colocadas en un semicírculo con las entradas de cara al sur. Tres pequeños dormitorios estaban apretujados a un lado del edificio más grande junto con una cocina, un comedor y una sala de reunión. En el lado opuesto, el laboratorio y la emisora de radio compartían otra de las construcciones; un cobertizo cubierto de nieve cerraba el campamento en el otro extremo.

El laboratorio era uno de los diversos campamentos polares creados por el Ministerio de Pesca y Océanos del gobierno canadiense como parte de un programa de rastreo y estudio de los movimientos de la placa de hielo ártica. Desde que el Laboratorio de Investigación Polar 7 había sido construido un año atrás, se había desplazado casi doscientas millas sobre una enorme placa de hielo que se movía hacia el sur a través del mar de Beaufort. Ahora, a una distancia de ciento cincuenta millas de la costa, el campamento se alzaba muy cerca del borde de la placa y llevaba rumbo hacia el norte del territorio del Yukón, una distancia que no llegaría a recorrer porque al laboratorio no le quedaba mucha vida por delante. La llegada del verano provocaría la ruptura de la placa que los sostenía. Las mediciones diarias del hielo debajo de sus pies mostraban un derretimiento constante: el grosor se había reducido de noventa centímetros a poco más de treinta. Bue calculaba que quizá dispondrían de otras dos semanas antes de que él y su equipo de cuatro hombres se viesen obligados a desmontar el campamento y esperar a que llegase el Twin Otter equipado con patines para evacuarlos.

Hundido hasta los tobillos, el oceanógrafo caminó por la nieve en polvo para ir al edificio de la emisora. Por encima del rumor de las partículas de hielo que se movían por la superficie, escuchó el zumbido de un motor diésel. Más allá de los edificios, una pala mecánica amarilla iba y venía amontonando grandes pilas de nieve. La máquina mantenía limpia una pista de ciento sesenta metros de longitud que se extendía por la parte de atrás del campamento. La rudimentaria pista era un elemento vital, porque permitía que los aviones Twin Otter les llevasen comida y provisiones todas las semanas. Bue se aseguraba de que la pista estuviese limpia a todas horas.

Sin hacer caso de los trabajos de la pala mecánica, Bue entró en el edificio que compartían el laboratorio y la emisora. Se sacudió la nieve de las botas en un vestíbulo interior antes de entrar en la estructura principal. Pasó junto a varios cubículos en los que guardaban las revistas científicas y donde estaban instalados los equipos del laboratorio, y entró en el correspondiente a la estación de radio. Un hombre de pelo rubio y mirada de loco lo recibió con una sonrisa alegre. Scott Case era un brillante físico especializado en el estudio de la radiación solar en los polos. Como todos los demás en el campamento, Case cumplía varias funciones, entre ellas la de jefe de comunicaciones.

—La estática está destrozando nuestras señales de radio —comentó a Bue—. La recepción vía satélite es nula y las transmisiones terrestres no funcionan mejor.

—Estoy seguro de que la tormenta que se acerca no ayuda en nada —señaló Bue—. ¿En Tuktoyaktuk se han enterado de que los estamos llamando?

Case sacudió la cabeza.

—No puedo decírtelo, porque no he captado ninguna respuesta.

El sonido de la pala mecánica que apartaba una carga de hielo justo delante del edificio atravesó las delgadas paredes.

—¿Estás manteniendo la pista limpia por si acaso? —preguntó Case.

—En Tuktoyaktuk tienen dispuesto un vuelo de aprovisionamiento a lo largo del día. Quizá no sepan que estaremos en medio de una tormenta dentro de una hora. Continúa intentándolo, Scott. A ver si puedes anular el vuelo, por el bien de los pilotos.

Antes de que Case pudiese transmitir, sonó la radio. Se oyó una voz autoritaria en el altavoz, entre el telón de fondo de la estática.

—Laboratorio de Investigación Polar 7. Laboratorio de Investigación Polar 7, aquí la nave de la NUMA Narwhal. ¿Me reciben? Cambio.

Bue se adelantó a Case y respondió de inmediato.

Narwhal, aquí el doctor Kevin Bue del Laboratorio de Investigación Polar 7. Adelante, por favor.

—Doctor Bue, no era nuestra intención espiar, pero hemos captado sus repetidas llamadas a la base de la guardia costera en Tuktoyaktuk, y también las diversas llamadas de respuesta de la base. Al parecer el mal tiempo impide que se pongan en contacto. ¿Podemos ayudarles a retransmitir un mensaje?

—Le estaremos muy agradecidos. —Bue pidió al barco estadounidense que enviase un mensaje a Tuktoyaktuk para que aplazasen veinticuatro horas el envío del avión con los suministros, debido a las pésimas condiciones meteorológicas. Unos pocos minutos más tarde, el Narwhal retransmitió la confirmación recibida desde Tuktoyaktuk.

—Muchísimas gracias —transmitió Bue—. Eso le ahorrará a un pobre piloto un vuelo de pesadilla.

—De nada. Por cierto, ¿dónde está ubicado el campamento?

Bue comunicó la última posición del campamento flotante, y el barco hizo lo mismo.

—¿Están en condiciones de resistir la tormenta? Parece que será una de las fuertes —transmitió el Narwhal.

—Hasta ahora hemos conseguido soportar todo lo que la Buena Bruja del Norte[1] nos ha echado encima, pero gracias de todas maneras —respondió Bue.

—De acuerdo, Laboratorio de Investigación Polar 7. Narwhal, cambio y corto.

Bue dejó el micrófono con una expresión más tranquila.

—¿Quién dice que después de todo los estadounidenses no pertenecen al Ártico? —comentó a Case.

Se puso el chaquetón y salió del edificio.

Treinta y cinco millas al sudoeste, el capitán Bill Stenseth leyó el parte meteorológico local con mucha atención. Stenseth, un hombre imponente de facciones escandinavas y el físico de un defensa de rugby, se había enfrentado a tormentas en todos los mares del mundo. Sin embargo, afrontar a una súbita tempestad en el Ártico salpicado de placas de hielo ponía nervioso al veterano capitán del Narwhal.

—El viento parece ir en aumento según el último parte —comentó sin apartar la mirada del papel—. Creo que nos espera un buen meneo. No querría estar en el pellejo de esos pobres acurrucados en el hielo —añadió, con un gesto hacia la radio.

Rudi Gunn, que se hallaba junto al capitán en el puente, reprimió una sonrisa afligida. Navegar en medio de una poderosa tormenta ártica no iba a ser nada agradable. Se habría cambiado de inmediato de lugar con los miembros del campamento, que sin duda pasarían la tormenta en un refugio bien abrigado jugando a las cartas. La afición de Stenseth a enfrentarse a los elementos en el mar era a todas luces la marca de un marinero de toda la vida, de alguien que nunca se sentía cómodo con los pies en tierra firme.

Gunn no compartía la misma propensión. Aunque era un oficial de la armada con varios años de servicio en el mar, ahora pasaba la mayor parte del tiempo sentado a una mesa. Como director adjunto de la National Underwater and Marine Agency, rondaba casi siempre por las oficinas centrales de Washington. Bajo de estatura, nervudo y con unas gafas de concha, era físicamente opuesto a Stenseth. No obstante, compartía la misma aventurera afición por los desafíos oceanógraficos y a menudo estaba presente cuando una nueva embarcación o un equipo de tecnología submarina se ponían a prueba por primera vez.

—Yo me apiado de los osos polares —dijo Gunn—. ¿Cuánto tiempo falta para que llegue el frente?

Stenseth miró las crestas blancas que se formaban en la proa.

—Alrededor de una hora. No más de dos. Yo proponía recuperar el Bloodhound durante la próxima media hora.

—No les gustará volver tan pronto a la perrera. Bajaré a la sala de operaciones y les transmitiré el aviso. Por favor, capitán, avíseme si las condiciones empeoran antes de lo previsto.

Stenseth asintió mientras Gunn salía del puente y se dirigía a popa. El navío de investigación científica cabeceaba con fuerza en un mar cada vez más revuelto, por lo que Gunn tuvo que sujetarse varias veces a la barandilla para no caer. Cerca de la popa, miró la gran piscina lunar que atravesaba el casco. El bamboleo hacía que el agua se derramase sobre la cubierta. Caminó por una pasarela y entró por una puerta con el cartel de laboratorio que daba a una gran sala. En un extremo había una sección con muchos monitores atornillados al mamparo. Dos técnicos se ocupaban de grabar los datos que llegaban desde debajo del agua.

—¿Están en el fondo? —preguntó Gunn a uno de los técnicos.

—Sí —contestó el hombre—. Están a unas dos millas al este de nosotros. Por cierto, han cruzado la frontera y están en aguas canadienses.

—¿Tenemos transmisión directa?

El técnico asintió. Gunn cogió los auriculares con el micro integrado que le ofrecía.

Bloodhound, aquí el Narwhal. Aquí arriba las condiciones meteorológicas empeoran por momentos. Interrumpan la exploración y vuelvan a la superficie.

Una larga pausa siguió a la transmisión de Gunn; después, se escuchó una respuesta en medio de la estática.

—Recibido, Narwhal—dijo una voz áspera con acento texano—. Interrumpiremos la exploración en treinta minutos. Bloodhound, cambio y fuera.

Gunn iba a responder, pero se lo pensó mejor. No tenía sentido discutir con aquel par de tozudos. Se quitó los auriculares, sacudió la cabeza sin decir palabra y se sentó en una silla a esperar que pasara la media hora.