Los grandes trozos de hielo que, en el crepúsculo, moteaban las aguas agitadas del estrecho de Lancaster parecían dentadas bolas de helado flotando en un mar de chocolate caliente. Contra el difuso fondo de la isla Devon, un gigante negro se acercaba por el horizonte dejando atrás una nube de humo oscuro.
—Distancia: ocho millas, señor. Con ese rumbo cruzará nuestra proa.
El timonel, un alférez pelirrojo con orejas como asas de una jarra, apartó los ojos de la pantalla del radar y miró al capitán a la espera de una respuesta.
El capitán Dick Weber bajó los prismáticos, sin desviar la mirada del barco distante.
—Mantenga el rumbo de intersección, al menos hasta que tengamos una identificación —respondió sin volverse.
El timonel giró la rueda medio punto y continuó observando la pantalla del radar. El patrullero de la guardia costera canadiense, con una eslora de veintisiete metros, navegó a marcha lenta por las oscuras aguas árticas hacia la nave que se acercaba. Destinado a la vigilancia de las entradas orientales del Paso del Noroeste, el Harp llevaba apostado en ese lugar unos pocos días. Aunque la época del deshielo se iniciaría pronto, este era el primer barco comercial que el patrullero había visto en las glaciales aguas en esta temporada. Dentro de un par de meses, habría un tráfico constante de enormes buques cisterna y porta-contenedores que harían la travesía del norte acompañados por los rompehielos.
Apenas unos años atrás, la idea de controlar el tráfico en el Paso del Noroeste habría sido ridícula. Desde las primeras incursiones del hombre en el Ártico, grandes extensiones de la placa de hielo permanecían congeladas durante todo el año excepto unos pocos días de verano. Solo un puñado de exploradores, los más experimentados, y algún rompehielos se atrevían a abrirse paso por el Paso. Ahora, el calentamiento global lo había cambiado todo, y el Paso era navegable durante varios meses al año.
Los científicos calculaban que, solo en los últimos treinta años, se habían perdido más de cien mil kilómetros cuadrados del hielo ártico. Gran parte de la culpa del rápido deshielo se debía al efecto del albedo. El hielo ártico reflejaba hasta el noventa por ciento de la radiación solar. Cuando se fundía, el agua de mar resultante absorbía a su vez la misma cantidad de radiación, pero solo reflejaba un diez por ciento. Este circuito cerrado de calentamiento era el responsable de que las temperaturas árticas estuviesen aumentando el doble del promedio global.
Mientras Weber miraba cómo la proa de su embarcación cortaba el hielo flotante, maldijo en silencio lo que había representado para él el cambio climático global. Trasladado desde su cómodo puesto en Quebec, donde solo tenía que patrullar a lo largo del río San Lorenzo, ahora estaba al mando de una embarcación en uno de los lugares más remotos del planeta. A su juicio, el trabajo al que le habían relegado casi podía compararse al de un encargado de una cabina de peaje.
No obstante, Weber no podía culpar a sus superiores porque solo estaban siguiendo la orden del primer ministro canadiense, muy aficionado al ruido de sables. Cuando las históricamente heladas zonas del Paso del Noroeste comenzaron a fundirse, el primer ministro actuó con rapidez: reclamó el Paso como aguas interiores canadienses y autorizó fondos para la construcción de un puerto ártico de gran calado en Nanisivik. Muy pronto, siguieron las promesas de construir una flota de rompehielos militares y establecer nuevas bases árticas. Las fuertes presiones de un oscuro grupo de intereses consiguieron que el Parlamento diese su apoyo al primer ministro y se aprobaran rígidas medidas restrictivas para los barcos extranjeros que navegaban por el Paso.
De acuerdo con la nueva ley, todos los barcos que no fuesen canadienses y que quisieran cruzar el Paso deberían comunicar a la guardia costera su plan de navegación, pagar una tasa similar a la que se cobraba en el canal de Panamá y ser escoltados por un rompehielos de una empresa naviera canadiense por las zonas más restringidas de la vía. Unos pocos países, entre ellos Rusia, Dinamarca y Estados Unidos, se habían opuesto a la reclamación canadiense y optaban por evitar navegar por esas aguas. Pero otras naciones en desarrollo no habían tenido inconveniente en aceptarlo, por razones económicas. Las naves mercantes que conectaban Europa con Asia podían recortar miles de millas de sus rutas marítimas al evitar el canal de Panamá. Los beneficios todavía eran más importantes para los barcos demasiado grandes para cruzar el canal y que tenían que navegar alrededor del cabo de Hornos. La posibilidad de que, por ejemplo, un barco porta-contenedores ahorrara en los costes navieros una suma de casi mil dólares, hizo que las flotas comerciales grandes y pequeñas vieran la travesía ártica como un lucrativo paso comercial.
A medida que aumentaba el deshielo a un ritmo mucho más rápido de lo calculado por los científicos, un puñado de compañías de navegación habían comenzado a surcar las heladas aguas. Las gruesas placas de hielo aún cerraban algunas zonas de la ruta durante gran parte del año, pero con el calor del verano, el Paso quedaba libre de hielo. Poderosos rompehielos ayudaban a las más ambiciosas flotas mercantes a intentar el paso desde abril hasta septiembre. Cada vez era más evidente que dentro de diez o veinte años el Paso del Noroeste sería una vía navegable durante los doce meses.
Mientras seguía atento al barco mercante negro que se acercaba, Weber deseó que todo el Paso volviese a helarse. Aunque, al menos, la presencia del barco rompía la monotonía de mirar los icebergs, se dijo.
—Dos millas y media y acercándose —informó el timonel.
Weber se volvió hacia el larguirucho operador de radio que estaba en un rincón del pequeño puente.
—Hopkins, solicite una identificación y la naturaleza de la carga —ordenó.
El operador de radio llamó al barco, pero todos sus intentos fueron recibidos con el silencio. Comprobó el funcionamiento del equipo y volvió a llamar varias veces.
—No responde, señor —informó, perplejo.
Su experiencia con los barcos que navegaban por el Ártico era que, por lo general, la tripulación estaba deseando charlar un rato con quien fuera.
—Siga intentándolo —ordenó Weber—. Estamos lo bastante cerca para una identificación visual.
—Distancia: milla y media —avisó el timonel.
Weber alzó los prismáticos y observó el barco. Era un porta-contenedores no muy grande, de unos ciento veinte metros de eslora. Parecía un barco nuevo, pero llamaba la atención que solo llevase unos pocos contenedores en la cubierta. Lo habitual en la mayoría de barcos similares era que cargaran pilas de hasta seis contenedores. Intrigado, se fijó en la marca de francobordo, y vio que estaba más de un metro por encima del agua. Siguió hacia arriba, vio el puente a oscuras y luego el mástil detrás de la superestructura. Se sorprendió al ver la bandera estadounidense ondeando con la fuerte brisa.
—Estadounidense —murmuró.
La nacionalidad del barco lo sorprendió, porque, a instancias de su gobierno, los estadounidenses mantenían un boicot no declarado a navegar por el Paso. Weber miró la proa del barco y alcanzó a ver, a pesar de la pobre luz del anochecer, el nombre Atlanta pintado en letras blancas.
—Se llama Atlanta —dijo a Hopkins.
El operador de radio intentó contactar con el barco refiriéndose a él por su nombre, pero tampoco obtuvo respuesta.
El capitán colgó los prismáticos en un gancho metálico y se acercó a la mesa de mapas. Cogió una carpeta y buscó el Atlanta en un listado. Todos los barcos no canadienses que navegaban por el Paso del Noroeste debían presentar una notificación a la guardia costera noventa y seis horas antes de iniciar la travesía. Weber comprobó que la lista había sido actualizada en la última conexión vía satélite, pero no encontró ninguna referencia al Atlanta.
—Llévenos a la banda de babor —ordenó al timonel—. Hopkins, avíseles de que están cruzando aguas territoriales canadienses y que se detengan para ser abordados para una inspección.
Mientras Hopkins transmitía el mensaje, el timonel ajustó el rumbo y miró de nuevo la pantalla de radar.
—El canal se estrecha un poco más adelante, señor —informó—. Nos estamos acercando a la placa de hielo que tenemos por la banda de babor a unas tres millas.
Weber asintió, con la mirada fija en el Atlanta. El mercante se movía a una velocidad sorprendente; calculó que a más de quince nudos. Al acercarse un poco más, el capitán observó de nuevo que la marca de francobordo estaba muy alta. ¿Por qué un barco con tan poca carga intentaba cruzar el Paso?
—Mil metros para la intercepción —comunicó el timonel.
—Vire a estribor. Llévenos a una distancia de cien metros —ordenó el capitán.
El mercante negro no parecía prestar la menor atención a la embarcación de los guardacostas, o al menos eso les parecía a los canadienses. De haber mirado el radar con más atención, habrían visto que la nave estadounidense aceleraba al tiempo que cambiaba el rumbo.
—¿Por qué no responde? —murmuró el timonel, cada vez más harto de que nadie respondiese a las llamadas de Hopkins.
—Ahora atraeremos su atención —aseguró Weber.
El capitán se acercó a la consola y pulsó el botón que ponía en marcha la sirena. Sonaron dos largos pitidos; el potente bramido resonó en el agua. Los pitidos hicieron que los hombres en el puente guardasen silencio a la espera de una respuesta. De nuevo, no escucharon nada.
Había poco más que Weber pudiese hacer. A diferencia de Estados Unidos, los guardacostas canadienses eran una organización civil, la tripulación del Harp no tenía formación militar ni llevaban armamento a bordo.
El timonel miró la pantalla de radar e informó:
—No ha reducido la velocidad. Es más, me parece que está acelerando. Señor, nos acercamos a la placa de hielo.
Weber notó una súbita urgencia en su voz. Concentrado en el barco mercante, el timonel había descuidado seguir la posición de la placa de hielo, que ahora tenían por la banda de babor. A estribor, el mercante navegaba a solo una docena de metros de separación y casi estaba a la par del patrullero.
Weber miró hacia el puente del Atlanta y se preguntó qué loco estaría al mando del barco. Entonces vio que la proa del carguero viraba de pronto hacia su embarcación; se dio cuenta de inmediato de que no se trataba de un juego.
—Todo a babor —gritó.
Lo último que esperaban era que el barco mercante se lanzase contra ellos, pero en un instante el buque estaba encima del Harp. Como una pulga debajo de la pata alzada de un elefante, el patrullero intentó escapar de un golpe aplastante. En una respuesta frenética a la orden de Weber, el timonel giró toda la rueda rogando que pudiesen eludir al barco. Pero el Atlanta estaba demasiado cerca.
El costado del carguero golpeó el Harp con un profundo estruendo. El punto de impacto fue en la popa, porque la pequeña embarcación casi había acabado de virar. La colisión hizo escorar el Harp, y a punto estuvo de zozobrar cuando una enorme ola barrió la cubierta. A la atónita tripulación le pareció que pasaba una eternidad antes de que la nave volviese a recuperar el equilibrio tras separarse del barco mercante. Sin embargo, aún no había pasado el peligro. No lo sabían, pero el choque había arrancado el timón. Con la hélice todavía funcionando a toda velocidad, el patrullero fue en línea recta contra la placa de hielo. El Harp abrió una brecha de varios metros antes de detenerse en seco; la tripulación salió lanzada de bruces sobre la cubierta.
En el puente, Weber ayudó a apagar el motor de la embarcación; luego, comprobó el estado del barco y de la tripulación. Los hombres solo tenían algunos cortes y morados. En cambio, el patrullero no había tenido la misma fortuna. Además del timón perdido, la proa aplastada había debilitado el casco exterior. El Harp permanecería embarrancado en el hielo durante cuatro días antes de que un remolcador pudiese llevarlo a puerto para ser reparado.
Weber se enjugó unas gotas de sangre de un corte en la mejilla, salió al puente volante y miró hacia el oeste. Distinguió las luces de navegación del mercante solo un instante antes de que desapareciese en un oscuro banco de niebla que se extendía por todo el horizonte. Weber sacudió la cabeza.
—Maldito cabrón —murmuró—. Pagarás por esto.
Las palabras de Weber resultaron ser una vana amenaza. Un frente de tormenta al sur de la isla de Baffin obligó a permanecer en tierra al avión de reconocimiento CP-140 Aurora del Comando Aéreo canadiense alertado por la guardia costera. Cuando el avión por fin despegó de su base en Greenwood, Nueva Escocia, y llegó al estrecho de Lancaster, ya habían pasado más de seis horas. Más al oeste, un rompehielos de la armada y otro patrullero de los guardacostas cerraron el Paso frente a la isla Príncipe de Gales, a la espera de que apareciese el porta-contenedores. Pero el gran barco negro no apareció.
Los guardacostas canadienses y la fuerza aérea buscaron en las zonas navegables alrededor del estrecho de Lancaster durante tres días. Recorrieron varias veces todas las rutas abiertas al oeste. Sin embargo, el mercante estadounidense había desaparecido. Desconcertadas, las fuerzas canadienses habían dado por concluida la búsqueda, y Weber y su tripulación se preguntaban cómo era posible que el barco desconocido hubiese desaparecido de aquel modo en el hielo ártico.