CAPÍTULO 17

Arthur Jameson estaba ordenando su escritorio de caoba cuando un ayudante llamó a la puerta abierta y entró. El amplio y sobrio despacho del ministro de Recursos Naturales en el piso veintiuno del edificio Sir William Logan ofrecía una impresionante vista panorámica de Ottawa, por lo que el ayudante no pudo menos que mirar a través de la ventana cuando se acercó a la mesa. Sentado en una silla de respaldo alto, Jameson miró al recién llegado y luego la esfera del viejo reloj de péndulo cuyas agujas se acercaban a las cuatro de la tarde. La ilusión de escapar temprano de las tareas burocráticas se esfumó con la presencia de su colaborador.

—Dime, Steven, ¿qué tienes para estropearme el fin de semana? —preguntó el ministro al joven de unos veinte años que tenía un leve parecido con el actor Jim Carrey.

—No se preocupe, señor, no ha ocurrido ningún desastre medioambiental importante —respondió el ayudante con una sonrisa—. Solo un breve informe del Centro Forestal del Pacífico en la Columbia Británica que a mi juicio quizá le interese. Uno de nuestros ecologistas de campo ha informado de unos niveles de acidez muy altos en las aguas de Kitimat.

—¿Has dicho Kitimat? —preguntó el ministro, súbitamente alerta.

—Sí. Usted fue allí para visitar las instalaciones de una planta de captura de dióxido de carbono, ¿verdad?

Jameson asintió al tiempo que cogía la carpeta y echaba una rápida ojeada al informe. Se relajó después de observar un pequeño mapa de la zona.

—Los resultados corresponden a unas muestras recogidas casi a sesenta millas de Kitimat, en el Paso del Interior. No hay ninguna instalación industrial en aquella zona. Es probable que se trate de un error en la muestra. Ya sabes cuántas veces recibimos informes erróneos —manifestó con firmeza. Cerró la carpeta y la dejó a un lado de la mesa como si no tuviese el menor interés.

—¿No tendríamos que llamar a la oficina de la Columbia Británica y pedirles que vuelvan a tomar muestras?

—Eso sería lo más prudente —admitió Jameson suspirando—. Llámalos el lunes y pídeles que hagan otra prueba. No tiene sentido preocuparse a menos que se repitan los resultados.

El ayudante asintió, aunque no se apartó de delante de la mesa. Jameson lo miró con expresión paternal.

—¿Por qué no te largas, Steven? Ve y lleva a cenar a tu prometida. Me han dicho que en la orilla del río hay un restaurante nuevo donde se come de maravilla.

—No me paga usted lo suficiente para ir a cenar allí —dijo el ayudante con una sonrisa—. Pero seguiré su consejo de marcharme pronto. Que pase un buen fin de semana, señor, nos vemos el lunes.

Jameson miró cómo el ayudante se marchaba y esperó a que el sonido de sus pisadas se alejase por el pasillo. Cogió la carpeta y leyó los detalles del informe. Los resultados de acidez no parecían tener ninguna relación con la planta de Goyette, aunque la sensación de vacío en la boca del estómago le decía otra cosa. Estaba demasiado metido en aquello para ponerse a mal con Goyette, pensó, mientras su instinto de supervivencia se ponía en marcha. Cogió el teléfono y marcó un número que se sabía de corrido. Escuchó con las mandíbulas apretadas por la tensión los timbres de la llamada. Por fin, al tercero, respondió una voz de mujer en tono amable y eficiente a la vez.

—Industrias Terra Green. ¿En qué puedo ayudarlo?

—Soy el ministro Jameson —respondió él, con brusquedad—. Quiero hablar con el señor Mitchell Goyette.