Después de dejar a Loren en la estación de metro del aeropuerto, para que fuese al Capitolio, Pitt se dirigió hacia las oficinas centrales de la NUMA, un edificio de cristal junto al Potomac. Recogió una copia del estudio de la absorción de dióxido de carbono en los océanos y volvió al Auburn. Entró en la capital, y dobló al noroeste por la avenida Massachusetts. Era un hermoso día de primavera. Aún faltaban algunas semanas para que el opresivo calor y la humedad del verano hicieran que todos recordaran que la ciudad se levantaba sobre un pantano. La temperatura moderada hacía que todavía fuese agradable conducir un descapotable. Aunque lo lógico hubiese sido dejarlo en el hangar, no había podido resistir la tentación de conducir el Auburn una vez más. El viejo descapotable era muy ágil, y la mayoría de los otros coches se apartaban a su paso mientras los conductores miraban con admiración las bellas líneas de aquella joya de la mecánica.
Pitt era tan anacrónico como debían de pensar los transeúntes. Su pasión por los aeroplanos y los coches antiguos era muy profunda, como si se hubiese criado con esas viejas máquinas en otra vida. Esa atracción casi igualaba su amor por el mar y el deseo de explorar los misterios de las profundidades. Una constante sensación de inquietud se agitaba en su interior y alimentaba su afición por los viajes. Quizá se debía a su sentido de la historia, que le permitía solucionar los problemas del mundo moderno encontrando respuestas en el pasado.
Pitt localizó enseguida la sede del Laboratorio de Investigación Medioambiental y de Tecnología de la Universidad George Washington en una tranquila calle lateral cerca del parque y de la embajada libanesa. Aparcó delante del edificio de tres plantas y entró con el informe bajo el brazo. El guardia de la recepción le entregó una identificación de visitante y luego le indicó cómo llegar a la oficina de Lisa en el segundo piso.
Pitt tomó el ascensor, aunque primero tuvo que esperar a que un empleado vestido con el mono gris del personal de mantenimiento saliera con un carro de la limpieza. El empleado, un hombre de hombros anchos y ojos oscuros, dirigió una mirada penetrante a Pitt antes de sonreírle con amabilidad al pasar a su lado. Pitt pulsó el botón del segundo piso y esperó pacientemente a que los cables tiraran de la cabina. Escuchó un breve timbre cuando el ascensor se acercó al segundo piso, pero antes de que las puertas se abriesen una terrible onda expansiva lo arrojó al suelo.
La detonación se había producido a unos treinta metros de distancia; sin embargo, sacudió todo el edificio como si fuese un terremoto. Pitt sintió cómo el ascensor se sacudía y se bamboleaba antes de que se cortara la luz y la cabina quedase a oscuras. Se frotó el golpe en la cabeza, se levantó con cuidado y buscó a tientas el panel de control. Ninguno de los botones funcionaba. Deslizó las manos por la puerta, consiguió meter las puntas de los dedos en la junta central y abrió las hojas interiores. Al otro lado, las puertas exteriores del segundo piso se alzaban treinta centímetros por encima del suelo de la cabina. Pitt forzó las puertas exteriores y salió para encontrarse con una escena caótica.
Una alarma de emergencia sonaba con un estruendo ensordecedor y apagaba los numerosos gritos. Una densa nube de polvo flotaba en el aire y lo hacía casi irrespirable. A través del humo, Pitt vio a un grupo de personas que buscaban el camino hacia una escalera. Los daños parecían más graves a lo largo del pasillo principal que se abría ante él. La explosión no había sido lo bastante fuerte para causar daños estructurales, pero había volado decenas de ventanas y derrumbado varios tabiques. Al mirar más allá de los destrozos más cercanos, Pitt se alarmó al darse cuenta de que el laboratorio de Lisa estaba cerca del centro de la explosión.
Avanzó por el pasillo, aunque se apartó un momento para dejar paso a un grupo de científicos cubiertos de polvo que no dejaban de toser. El suelo crujió debajo de sus pies cuando pisó los trozos de cristal de una ventana. Una mujer con el rostro pálido salió tambaleante de un despacho con una mano sangrando. Pitt se detuvo para ayudarla a vendarse la herida con un pañuelo.
—¿Cuál es el despacho de Lisa Lane? —preguntó.
La mujer señaló un boquete en el lado izquierdo del pasillo, y luego se alejó arrastrando los pies hacia la escalera.
Pitt se acercó al agujero irregular que hasta hacía unos instantes había sido la puerta y entró en la habitación. Una espesa nube de humo blanco aún flotaba en el aire, moviéndose muy despacio hacia el hueco de una ventana que daba a la calle. Desde allí pudo oír el aullido de las sirenas de los vehículos de bomberos que se acercaban.
El laboratorio era un amasijo de escombros y de equipos electrónicos que ardían. Pitt vio un viejo mechero Bunsen que la fuerza de la explosión había incrustado en una pared. Los restos humeantes y las paredes derrumbadas confirmaron lo que ya temía. El laboratorio de Lisa había sido el epicentro de la explosión. Algunas paredes se mantenían en pie y el mobiliario no estaba totalmente destrozado, así que resultaba obvio que no había sido una explosión tan potente como había parecido en un principio. Pitt supuso que no había más heridos en el resto del edificio, pero sin duda los ocupantes del laboratorio no habían tenido la misma suerte.
Pitt recorrió la habitación; gritó el nombre de Lisa mientras buscaba entre los escombros. Estuvo a punto de no verla, pero en el último momento atisbo un zapato cubierto de polvo que asomaba detrás de un armario caído. Se apresuró a apartar el mueble y vio a Lisa tumbada en posición fetal. La pierna izquierda por debajo de la rodilla estaba doblada en un ángulo antinatural, y la bata se empapaba con la sangre que manaba del hombro. Los ojos apagados se movieron para mirar a Dirk y parpadearon en una señal de reconocimiento.
—¿No te enseñaron a mantenerte alejada de los experimentos químicos que pueden explotar? —preguntó Pitt, con una sonrisa forzada.
Pasó la mano por el hombro bañado en sangre hasta encontrar una gran astilla de cristal que asomaba por encima de la bata. Parecía estar floja, así que la quitó con un rápido tirón y presionó la herida con la palma para contener la hemorragia. Lisa hizo un gesto de dolor y perdió el conocimiento.
Pitt le comprobó el pulso con la mano libre y continuó presionando la herida hasta que entró un bombero con un hacha.
—Necesito que venga un enfermero —gritó Pitt.
El bombero lo miró sorprendido, y luego llamó por la radio. Un equipo de enfermeros llegó al cabo de unos minutos y realizaron una primera cura de las heridas. Pitt permaneció junto a Lisa mientras la colocaban sobre una camilla y la llevaban hasta la ambulancia.
—Tiene el pulso muy bajo, pero no creo que vaya a tener complicaciones —le comentó uno de los enfermeros antes de que el vehículo partiese a toda velocidad hacia el Georgetown University Hospital.
Cuando Pitt salió del edificio, mientras se abría paso entre los equipos de emergencia y la multitud de curiosos, un joven enfermero lo detuvo.
—Señor, será mejor que se siente y me permita que eche un vistazo a esa herida —dijo el joven, señalando el brazo de Pitt.
Él miró su brazo y vio que la manga estaba roja.
—No se preocupe —respondió. Se encogió de hombros—. No es mi sangre.
Caminó hasta el bordillo y entonces se detuvo, desconsolado. El Auburn estaba cubierto de cristales rotos. Toda la carrocería se veía llena de abolladuras y raspones. El cajón de un archivador se había estrellado contra la parrilla, y debajo del coche se extendía un charco de líquido refrigerante que goteaba del radiador. Dentro, un trozo de mampostería había roto los asientos de cuero. Pitt miró hacia el edificio y sacudió la cabeza al comprender que sin darse cuenta había aparcado debajo mismo del despacho de Lisa.
Se sentó en el estribo y en cuanto se recuperó de la desagradable sorpresa, observó la actividad a su alrededor. Las sirenas continuaban sonando y docenas de empleados se movían atontados. Aún salía humo por las ventanas, pero por suerte no se había originado ningún incendio. Por lo que veía, Pitt tenía la sensación de que aquel estallido no había sido un accidente. Se levantó y pensó en Lisa mientras observaba su coche dañado. Como un fuego que se enciende, poco a poco lo fue dominando la ira.
Detrás de un seto, al otro lado de la calle, Clay Zak observaba el desastre con placer. Después de que se hubiera alejado la ambulancia que llevaba a Lisa y comenzase a despejarse el humo, caminó varias manzanas hasta una calle lateral donde tenía aparcado el coche de alquiler. Se quitó el mono gris, lo arrojó a un contenedor de basuras, subió al coche y condujo con prudencia hacia el aeropuerto Reagan.