Por una vez, la sala 2318 de Rayburn House estaba abarrotada de periodistas y espectadores. Las audiencias públicas del subcomité de Energía y Medio Ambiente del Senado apenas solían atraer a un puñado de curiosos. Pero, tras la orden presidencial referente a las emisiones de gases de efecto invernadero, el revuelo organizado por los medios había despertado la atención del público en las actividades del subcomité y en particular en la agenda del día. La cuestión a tratar: de qué modo las nuevas tecnologías podían ayudar en la batalla contra el calentamiento global.
La multitud presente guardó silencio cuando se abrió una puerta y entraron los dieciocho miembros del subcomité para ocupar sus asientos en el estrado. La última en entrar fue una atractiva mujer de pelo color canela. Vestía un traje chaqueta de Prada casi del mismo tono que sus ojos de color violeta.
Loren Smith, congresista por el séptimo distrito de Colorado, no había perdido su feminidad, a pesar de llevar varios años en los masculinos salones del Congreso. Pese a estar ya en la cuarentena, conservaba la silueta y tenía una apariencia muy elegante, aunque sus colegas habían aprendido hacía mucho que la belleza y la elegancia de Loren no disminuían en nada su capacidad e inteligencia en la arena política.
Caminó con garbo hasta el centro del estrado y ocupó su asiento junto al gordo y canoso senador de Georgia que presidía el comité.
—Se abre la sesión —anunció con un fuerte acento sureño—. Dado el interés público que ha suscitado, hoy dejaré a un lado los comentarios iniciales e invitaré a nuestro primer compareciente a que dé testimonio. —Se volvió para guiñarle un ojo a Loren, que le respondió con una sonrisa. Colegas desde hacía mucho y amigos a pesar de sentarse en lados opuestos del pasillo, estaban entre la pequeña minoría de congresistas que dejaban a un lado las diferencias partidistas para centrarse en el bien del país.
Una sucesión de empresarios y académicos hablaron de los últimos avances en energías alternativas que no producían dióxido de carbono. Si bien todos ofrecían prometedoras perspectivas a largo plazo, todos titubearon cuando el comité insistió en que diesen una solución tecnológica inmediata.
—La producción masiva de hidrógeno aún no ha sido perfeccionada —dijo un experto—. Incluso si todo hombre, mujer y niño en el país tuviese un coche de hidrógeno, no habría hidrógeno disponible para proveer ni siquiera a un reducido número de ellos.
—¿Cuánto nos faltaría para lograrlo? —preguntó un senador de Missouri.
—Unos diez años —respondió el testigo.
Se escucharon murmullos entre el público. Cada experto repetía lo mismo. Los avances en tecnología y las mejoras en los productos estaban llegando al mercado, pero los progresos se hacían a pasos muy cortos, no a saltos. No había ninguna solución inmediata para poder cumplir la orden del presidente y salvar a la nación, y al mundo, de los efectos físicos y económicos de un acelerado calentamiento global.
El último testigo era un hombre bajo y con gafas que dirigía el Laboratorio de Investigación Medioambiental y de Tecnología de la Universidad George Washington, en Maryland. Loren sonrió al reconocer a Lisa Lane sentada junto al doctor Maxwell. Cuando el director del laboratorio acabó la declaración preliminar, Loren inició el interrogatorio.
—Doctor Maxwell, su laboratorio es uno de los más avanzados en la investigación de combustibles alternativos. ¿Puede decirnos qué avances tecnológicos podemos esperar a corto plazo de su trabajo?
Maxwell asintió antes de responder con voz tímida.
—Tenemos varios programas de investigación en energía solar, combustibles biológicos y síntesis de hidrógeno. Pero en respuesta a su pregunta, me temo que no tenemos ningún producto inminente suficientemente desarrollado para satisfacer las exigencias de la orden presidencial.
Loren advirtió que Lisa se mordía el labio inferior al escuchar la última parte de la respuesta de Maxwell. El resto del comité interrogó a Maxwell durante otra hora, durante la cual quedó claro que no habría ninguna respuesta notable. El presidente había corrido un gran riesgo al desafiar a las mentes más brillantes de la industria y la ciencia a resolver el problema energético, y ahora resultaba obvio que había sido en vano.
Cuando acabó la audiencia y los periodistas salieron de la sala para escribir sus artículos, Loren se acercó al doctor Maxwell para agradecerle su intervención; después, saludó a Lisa.
—Hola, compañera. —Sonrió y dio un beso a su antigua compañera de habitación en la universidad—. Creía que aún estabas en el Brookhaven National Laboratory en Nueva York.
—Me marché hace unos meses para unirme al programa del doctor Maxwell. Dispone de más fondos para el proyecto Cielos Azules. —Sonrió—. Pensaba en llamarte desde que volví a Washington, pero he estado desbordada.
—Te comprendo. Después del discurso del presidente, el trabajo en tu laboratorio de pronto se ha vuelto muy importante.
La expresión del rostro de Lisa se volvió solemne y se acercó a Loren.
—Me gustaría hablarte de mi propia investigación —dijo, en voz baja.
—¿Qué te parece si cenamos juntas? Mi marido vendrá a recogerme dentro de media hora. Será un placer que nos acompañes.
Lisa se lo pensó un momento.
—Estaría bien. Deja que le diga al doctor Maxwell que volveré a casa por mi cuenta esta noche. ¿A tu marido no le importará llevarme?
Loren se echó a reír.
—Llevar de paseo a una bonita muchacha es uno de sus pasatiempos favoritos.
Loren y Lisa esperaron en la escalinata norte del Rayburn Building mientras una hilera de limusinas y Mercedes recogían a los miembros más ricos del Congreso y a los sempiternos representantes de algún grupo de presión. Lisa se distrajo cuando apareció el líder de la mayoría de la Cámara de Representantes, por lo que casi no vio el aerodinámico descapotable antiguo que se acercó al bordillo a toda velocidad y que casi le rozó el muslo con el guardabarros. Miró con los ojos muy abiertos al hombre de aspecto rudo, pelo negro y resplandecientes ojos verdes que bajó del coche, abrazó a Loren y después la besó con pasión.
—Lisa —dijo Loren, que apartó al hombre un tanto ruborizada—, este es mi esposo, Dirk Pitt.
Pitt vio la mirada de sorpresa en los ojos de Lisa y sonrió con calidez mientras le estrechaba la mano.
—No te preocupes —dijo en tono risueño—. Solo magreo a las mujeres bonitas si son miembros del Congreso.
Lisa notó que se sonrojaba. Vio el resplandor aventurero en sus ojos, atemperado por un alma afectuosa.
—He invitado a Lisa a cenar con nosotros —explicó Loren.
—Será un placer. Espero que no te importe aguantar un poco de brisa —dijo Pitt, y señaló el coche.
—¡Vaya cochazo! —exclamó Lisa—. ¿De qué marca es?
—Un Auburn Speedster de 1932. Anoche acabé de reparar los frenos y he pensado que sería divertido sacarlo a la calle.
Lisa miró el hermoso coche, de color crema y azul. En el habitáculo solo había espacio para dos personas un tanto apretadas, y no había asiento trasero. La carrocería de la parte posterior acababa en punta triangular, la clásica forma de popa de los viejos veleros.
—No creo que quepamos todos —se lamentó.
—Hay espacio si a la persona no le importa viajar atrás —respondió Pitt.
Fue hasta la parte trasera y empujó hacia abajo el reluciente capó. Se desplegó un asiento para un pasajero.
—Oh, siempre quise viajar en un asiento auxiliar —exclamó Lisa. Sin vacilar, apoyó un pie en el estribo y se acomodó en el asiento—. Mi abuelo solía contarme que viajaba en el asiento auxiliar del Packard de su padre durante la Depresión.
—No hay mejor manera de ver mundo —bromeó Pitt, y le guiñó un ojo antes de ayudar a Loren a sentarse.
Se sumaron a la multitud de coches que circulaban por el Mall en hora punta y cruzaron el puente George Mason antes de dirigirse hacia el sur y entrar en Virginia. El tráfico disminuyó a medida que los monumentos se hacían cada vez más pequeños a lo lejos. Pitt pisó el acelerador a fondo. Con su potente y bien afinado motor de doce cilindros debajo del capó, el esbelto Auburn rebasó el límite de velocidad en cuestión de segundos. Mientras el coche aceleraba, Lisa sonreía y saludaba como una niña a los demás vehículos, disfrutando del viento que le agitaba los cabellos. Delante, Loren apoyó una mano en la rodilla de Pitt y sonrió a su marido, que siempre parecía encontrar algo de aventura allí donde iba.
Dejaron atrás Monte Vernon, y Pitt salió de la autopista en el siguiente peaje. En un cruce, tomó por un camino de tierra que serpenteaba entre los árboles hasta acabar en un pequeño restaurante que daba al río Potomac. Pitt aparcó el Auburn y apagó el motor mientras el fuerte aroma de la popular salsa Old Bay Seasoning llenaba el aire.
—Los mejores cangrejos de la zona —prometió Pitt.
El restaurante era una vieja casa reconvertida, con una decoración muy sencilla y un ambiente familiar. Ocuparon una mesa con vistas al río mientras los clientes habituales comenzaban a llenar el local.
—Loren me ha dicho que eres bioquímica de investigación en la universidad —dijo Pitt, después de pedir cangrejos y cerveza para todos.
—Así es. Formo parte de un grupo de estudio medioambiental enfocado en el problema del calentamiento global —respondió Lisa.
—Si alguna vez te aburres, la NUMA puede ofrecerte un trabajo en lo último en investigación submarina —le propuso Pitt, con una sonrisa—. Tenemos un equipo muy numeroso que estudia los efectos del calentamiento de los océanos y los altos niveles de acidez. Ahora mismo, estamos poniendo en marcha un proyecto que estudia la saturación de dióxido de carbono en los océanos y los posibles medios de aumentar la absorción del dióxido en las profundidades.
—Con todos los científicos centrados en la atmósfera, me alegra ver que alguien presta atención a los océanos. Es más que probable que existan algunos paralelismos con mis investigaciones. Estoy trabajando en un proyecto relacionado con la reducción del dióxido de carbono en el aire. Me encantaría ver los resultados del trabajo de tu equipo.
—Solo es un informe preliminar, pero quizá te resulte útil. Te enviaré una copia, o mejor todavía, pasaré a dejártela por la mañana. Yo también tengo que presentarme en el Capitolio —añadió, y miró a Loren con expresión resignada.
—Todas las agencias gubernamentales deben justificar sus presupuestos —señaló Loren—, sobre todo si las dirigen piratas renegados. —Soltó una carcajada, dio un beso en la mejilla a su marido y luego miró a su amiga—. Lisa, parecías muy interesada en hablar de tus investigaciones cuando acabó la audiencia. Cuéntame algo más.
Lisa bebió un buen trago de cerveza y miró a Loren con una expresión de absoluta confianza.
—No he hablado de esto con nadie excepto con mi ayudante. Creo que hemos hecho un descubrimiento fundamental. —Hablaba en voz baja, como si tuviese miedo de que los demás comensales pudiesen escucharla.
—Continúa —la invitó Loren. La actitud de Lisa había avivado su curiosidad.
—Mis investigaciones incluyen la manipulación molecular de los hidrocarburos. Hemos descubierto un importante catalizador que creo que nos permitirá realizar la fotosíntesis artificial a escala masiva.
—¿Cómo en las plantas? ¿Convertir la luz en energía?
—Veo que recuerdas las clases de botánica. Pero solo para estar seguros… mira aquella planta de allí. —Señaló un helecho de Boston en un tiesto junto a la ventana—. Absorbe la energía de la luz solar, el agua del suelo y el dióxido de carbono del aire para producir carbohidratos, el combustible que necesita para crecer. Su único producto residual es el oxígeno, que nos permite vivir a nosotros. Ese es el ciclo básico de la fotosíntesis.
—Sin embargo, el proceso es tan complicado que los científicos han sido incapaces de reproducirlo —señaló Pitt, con creciente interés.
Lisa permaneció en silencio mientras la camarera colocaba un mantel de papel en la mesa y dejaba una pila de cangrejos azules hechos al vapor delante de ellos. Cuando cada uno cogió un cangrejo sazonado y comenzó a partirlo con un pequeño mazo de madera, continuó con la explicación.
—A grandes rasgos tienes razón. Los elementos de la fotosíntesis se han reproducido con éxito, pero de ninguna manera con la misma eficacia que en la naturaleza. La complejidad es real. Razón por la que centenares de científicos de todo el mundo que trabajan en la fotosíntesis artificial se centran en un único componente del proceso.
—¿Tú también? —preguntó Loren.
—Yo también. La investigación en nuestro laboratorio se ha enfocado en la capacidad de las plantas para romper las moléculas de agua en sus elementos individuales. Si podemos reproducir el proceso de forma eficaz, y lo haremos algún día, tendremos una fuente ilimitada de hidrógeno barato a nuestra disposición.
—¿Tu descubrimiento va en otra dirección? —quiso saber Loren.
—Me he centrado en una reacción llamada Fotosistema I, y la ruptura de la molécula de dióxido de carbono que se produce durante el proceso.
—¿Cuáles son los principales retos? —preguntó Pitt.
Lisa partió otro cangrejo y chupó la carne de una de las patas.
—Por cierto, son deliciosos. El problema fundamental ha sido desarrollar un medio eficaz para poner en marcha una ruptura química. La clorofila hace ese papel en la naturaleza, pero se descompone demasiado rápido en el laboratorio. El objetivo era encontrar un catalizador artificial que pudiese romper las moléculas de dióxido de carbono.
Lisa hizo una pausa para dejar sobre el mantel el trozo de cangrejo, y de nuevo habló en voz baja:
—Y encontré una solución. En realidad, fue una casualidad. Dejé por error en la cámara de prueba una muestra de rodio y añadí otro elemento llamado rutenio. Al combinarse con una descarga de luz, la reacción fue la inmediata dimerización de las moléculas de dióxido de carbono en oxalato.
Loren se limpió las manos manchadas con los jugos de los cangrejos y bebió un sorbo de cerveza.
—Me da vueltas la cabeza con tanta química —se quejó.
—¿Estás segura de que no es la cerveza y la salsa? —preguntó Pitt, con una sonrisa.
—Lo siento —se disculpó Lisa—. La mayoría de mis amigos son bioquímicos, y algunas veces olvido que no estoy en el laboratorio.
—Loren tiene mucha más cabeza para la política que para la ciencia —bromeó Pitt—. Estabas comentando el resultado de tu experimento, ¿no?
—En otras palabras, la reacción catalítica convirtió el dióxido de carbono en un compuesto simple. Si seguimos esa línea, podríamos conseguir un combustible con base de carbono, como es el etanol. Pero la reacción crítica fue la rotura de la molécula de dióxido de carbono.
La montaña de cangrejos se había convertido en un montón de cascaras vacías y patas rotas. La camarera recogió el mantel con todos los restos y volvió al cabo de unos minutos con el café y porciones de tarta de limón.
—Perdona, pero me parece que no acabo de entender lo que dices —comentó Loren, entre bocados.
Lisa miró a través de la ventana las luces que estaban al otro lado del río.
—Estoy convencida de que con la aplicación de mi catalizador se puede construir un artefacto de fotosíntesis artificial que ofrezca un gran rendimiento.
—¿Se podría llevar a cabo en proporciones industriales? —preguntó Pitt.
Lisa asintió con expresión humilde.
—Estoy segura. Todo lo que se necesita para que funcione es luz, rodio y rutenio.
Loren sacudió la cabeza.
—Lo que dices es que podríamos construir una instalación capaz de convertir el dióxido de carbono en una sustancia inofensiva, ¿verdad? ¿El proceso podría aplicarse a las centrales eléctricas y a otras industrias contaminantes?
—Esa es la intención, pero todavía hay más.
—¿A qué te refieres?
—Se podrían construir centenares de instalaciones. En términos de reducción del dióxido de carbono, sería como tener un pinar en una caja.
—Es decir que se podrían reducir los actuales niveles de dióxido de carbono en la atmósfera —apuntó Pitt.
Lisa asintió de nuevo, con los labios apretados.
Loren sujetó la mano de su amiga y la apretó con fuerza.
—Entonces has encontrado una solución para el calentamiento global —dijo en un susurro.
Lisa miró con modestia la porción de tarta y asintió.
—El proceso está comprobado. Todavía queda trabajo por delante, pero no veo razón alguna por la que no podamos diseñar y construir una instalación de fotosíntesis artificial a gran escala en el plazo de unos meses. Todo lo que se necesita es dinero y apoyo político —dijo, con la mirada fija en Loren.
Loren estaba tan sorprendida que ni siquiera había probado el postre.
—¿Por qué el doctor Maxwell no lo ha mencionado en la audiencia de hoy?
Lisa dirigió una mirada al helecho.
—Aún no se lo he dicho —respondió en voz baja—. Solo hace unos días de ese descubrimiento. Con sinceridad, me sentí un tanto abrumada por los resultados. Mi ayudante me convenció de que no se lo dijese al doctor Maxwell antes de la audiencia, a la espera de tener una confirmación absoluta de los resultados. Ambos teníamos miedo del posible revuelo en los medios.
—Con razón —admitió Pitt.
—¿Así que todavía tienes dudas sobre los resultados? —preguntó Loren.
Lisa sacudió la cabeza.
—Hemos obtenido los mismos resultados al menos una docena de veces. No tengo ninguna duda de que el catalizador funciona.
—Entonces ha llegado el momento de actuar —manifestó Loren—. Cuéntaselo todo a Maxwell mañana y yo le formularé una pregunta inocente en la audiencia. Luego intentaré que nos reunamos con el presidente.
—¿El presidente? —Lisa se ruborizó.
—Por supuesto. Necesitamos una orden ejecutiva para poner en marcha un programa de producción antes de que se autorice un presupuesto de emergencia. El presidente tiene muy claro el problema del carbón. Si la solución está a nuestro alcance estoy segura de que actuará sin demora.
Lisa guardó silencio, sobrepasada por las repercusiones de su hallazgo. Por fin, asintió.
—Tienes razón, por supuesto. Lo haré. Mañana mismo.
Pitt pagó la cuenta, y los tres volvieron al coche. Emprendieron el camino de regreso en relativo silencio, absortos en la magnitud del descubrimiento de Lisa. Cuando Pitt detuvo el coche delante de la casa de la bioquímica en Alexandria, Loren se apresuró a bajar y se abrazó con fuerza a su vieja amiga.
—Me siento tan orgullosa de lo que has hecho… —declaró—. Solíamos decir que cambiaríamos el mundo. Y ahora, tú lo has hecho de verdad. —Sonrió.
—Gracias por darme valor para seguir adelante —respondió Lisa—. Buenas noches, Dirk —añadió, y agitó una mano en dirección a Pitt.
—No lo olvides, te veré por la mañana con el informe sobre el dióxido de carbono en los océanos.
Pitt esperó a que Loren subiese al coche; entonces puso la primera y arrancó.
—¿A Georgetown o al hangar? —preguntó a su esposa.
Ella se acurrucó a su lado.
—Esta noche al hangar.
Pitt sonrió mientras conducía el coche hacia el aeropuerto Reagan. Estaban casados, pero cada uno tenía su propia casa. Loren vivía en Georgetown, aunque pasaba mucho tiempo en la casa de su marido. Al llegar al aeropuerto, Pitt tomó por una polvorienta carretera lateral para ir a una zona oscura y deshabitada del campo. Cruzó una verja y se detuvo delante de un hangar mal iluminado que parecía llevar acumulando polvo desde hacía décadas. Pitt marcó el código de seguridad en el mando a distancia y miró cómo se abría una puerta lateral del hangar. Se encendieron las baterías de focos y dejaron a la vista un resplandeciente interior que parecía un museo del transporte. Docenas de coches antiguos estaban dispuestos en hilera en el centro del recinto. Junto a una pared había un vagón Pullman colocado sobre un tramo de rieles atornillados al suelo. Cerca, también había una bañera oxidada con un antiguo motor fuera borda en un costado y una vieja y maltratada neumática semirrígida. En el momento de entrar en el hangar, los faros del coche alumbraron un par de aviones aparcados al fondo. Uno era un viejo trimotor Ford y el otro un caza a reacción Messerschmitt ME-162 de la Segunda Guerra Mundial. Los aviones, como muchos de los coches de la colección, eran reliquias de aventuras pasadas. Incluso la bañera y la neumática aludían a una historia de peligros y amores perdidos que Pitt conservaba como recuerdos sentimentales de la fragilidad de la vida.
Pitt aparcó el Auburn junto a un Rolls-Royce Silver Ghost de 1921 que estaba restaurando y apagó el motor. En el momento en el que la puerta del garaje se cerraba, Loren preguntó a su marido:
—¿Qué dirían mis votantes si supiesen que vivo en un hangar abandonado?
—Lo más probable es que se compadecieran de ti y aumentasen las donaciones a tu campaña —respondió Pitt en tono risueño.
La cogió de la mano y la llevó por una escalera de caracol hasta el apartamento ubicado en un rincón del edificio. Loren había hecho valer sus derechos matrimoniales y había exigido a Pitt que arreglase la cocina y añadiese otra habitación, que utilizaba como despacho y gimnasio. Pero se había abstenido de meterse con los ojos de buey de latón, las pinturas de marinas y otros artefactos náuticos que daban a la casa un claro toque masculino.
—¿Crees de verdad que el descubrimiento de Lisa podría revertir el calentamiento global? —preguntó Loren mientras servía dos copas de Pinot Noir Sea Smoke.
—Si obtiene los recursos económicos necesarios, no hay ninguna razón para pensar que no pueda ser. Por supuesto, pasar del laboratorio al mundo real siempre es más problemático de lo que la gente cree, pero si existe un diseño que funciona, entonces lo más duro ya está hecho.
Loren cruzó la habitación para darle una copa a Pitt.
—Una vez que estalle la bomba, el ajetreo será tremendo —comentó, temiendo anticipadamente lo ocupada que estaría en el futuro.
Pitt le rodeó la cintura con el brazo y la estrechó contra su cuerpo.
—No pasa nada —dijo con una sonrisa de deseo—. Todavía nos queda esta noche antes de que los lobos comiencen a aullar.