CAPÍTULO 11

El avión de Air Canadá volaba muy alto sobre Ontario. A través de la pequeña ventanilla de la cabina de primera clase el suelo tenía la apariencia de una colcha de retazos verdes. Clay Zak no prestaba la menor atención al paisaje, ya que estaba concentrado en las piernas bien torneadas de la azafata que empujaba el carro de bebidas. La joven atendió su mirada y le sirvió un Martini en un vaso de plástico.

—Es el último que puedo servirle —dijo la azafata con una sonrisa coqueta—. Muy pronto aterrizaremos en Toronto.

—Entonces lo disfrutaré todavía más —afirmó Zak, con una mirada lasciva.

Vestido con las habituales prendas de un ejecutivo viajero, pantalones caquis y chaqueta azul, tenía el aspecto de cualquier otro gerente de ventas que acude a una conferencia. Sin embargo, la realidad era otra.

Hijo único de madre soltera y alcohólica, había crecido en un suburbio de Sudbury, Ontario, prácticamente solo. A los quince, abandonó la escuela para ir a trabajar en las minas de níquel, donde desarrolló la fuerte musculatura que aún conservaba treinta años después. Su vida como minero duró poco, ya que fue entonces cuando cometió su primer asesinato: clavó un pico en la oreja a un compañero de trabajo que se había burlado de su origen.

Escapó de Ontario, cambió de identidad en Vancouver y se metió en el tráfico de drogas. Su fuerza y dureza le permitieron convertirse en el matón de un importante traficante apodado el Sueco. Ganó dinero fácil, pero Zak lo utilizó con una inteligencia poco habitual. Era un hombre hecho a sí mismo, que había leído con voracidad todo lo referente a los negocios y las finanzas. Lejos de gastar sus ganancias en mujerzuelas y lujosos coches como hacían sus compañeros, invirtió con mucha astucia en acciones y bienes raíces. Sin embargo, su lucrativa carrera en el mundo de la droga se interrumpió en seco debido a una emboscada.

No había sido la policía sino un «narco» de Hong Kong que pretendía controlar el mercado. El Sueco y sus guardaespaldas fueron abatidos una noche mientras cerraban un trato en un parque. Zak consiguió eludir los disparos y desapareció ileso entre un laberinto de setos.

Esperó su momento para tomarse la revancha; para ello, dedicó semanas a vigilar el lujoso yate alquilado por la banda china. Colocó una carga explosiva, gracias a los conocimientos obtenidos en las minas, y voló la embarcación con todos los chinos a bordo. Mientras miraba cómo crecía la bola de fuego, vio a un hombre en un yate cercano que caía al agua impulsado por la onda expansiva. Al caer en la cuenta de que las autoridades no investigarían demasiado la muerte de un conocido narcotraficante pero sí la de un rico, se apresuró a rescatar al hombre inconsciente del agua.

Cuando Goyette abrió los ojos, su gratitud fue muy efusiva.

—Me ha salvado la vida. Le daré una generosa recompensa.

—Mejor deme un trabajo —dijo Zak.

Zak se rió a mandíbula batiente cuando le contó toda la historia a Goyette varios años más tarde; el multimillonario también reconoció que tenía su lado gracioso. Para entonces, admiraba los talentos criminales del ex minero y trabajaba para él como matón de confianza. Sin embargo, tenía claro que la lealtad de Zak se fundamentaba solo en el dinero, por lo que siempre lo miraba con desconfianza. Por su parte, Zak era un lobo solitario. Tenía cierta influencia sobre Goyette, y si bien valoraba su retribución, también disfrutaba irritando a su rico y poderoso patrón.

El avión aterrizó en el aeropuerto internacional Lester B. Pearson en Toronto unos minutos antes de la hora prevista.

Zak se libró de los efectos de los cócteles consumidos en el vuelo, salió de la cabina de primera clase y fue hacia el mostrador de una agencia de coches de alquiler mientras esperaba que bajasen su equipaje. Cogió las llaves de un coche beis y condujo hacia el sur por la costa oeste del lago Ontario. Siguió por la autopista durante otros ciento diez kilómetros y salió por el peaje del Niágara. Un kilómetro y medio más abajo de las famosas cataratas cruzó el puente Rainbow y entró en el estado de Nueva York tras mostrar al funcionario de inmigración un pasaporte canadiense falso.

Pasadas las cataratas, le quedaba un corto trayecto hasta Buffalo. Llegó al aeropuerto con tiempo suficiente para subir a un 767 medio vacío con destino a Washington. Esta vez voló con otro nombre y con una documentación estadounidense falsa. Ya anochecía cuando el avión cruzó el río Potomac en la aproximación final al aeropuerto nacional Reagan. Era la primera vez que Zak visitaba la capital de la nación y, como cualquier turista, admiró los monumentos desde el asiento trasero del taxi. Al mirar las parpadeantes luces rojas en lo alto del monumento a Washington, se preguntó si George habría considerado que aquel obelisco era absurdo.

Se alojó en el hotel Mayflower. En la habitación echó un vistazo a la carpeta que le había dado Goyette. Luego bajó en el ascensor hasta el elegante Town Country Lounge que se encontraba en el vestíbulo. Se sentó en un discreto reservado, pidió un Martini y consultó su reloj. A las siete y cuarto, un hombre delgado con la barba descuidada se acercó a la mesa.

—¿Señor Jones? —preguntó, muy nervioso.

El asesino esbozó una sonrisa.

—Sí. Por favor, siéntese —dijo Zak.

—Soy Hamilton. Bob Hamilton, del Laboratorio de Investigación Medioambiental y de Tecnología de la Universidad George Washington —se presentó en voz baja.

Miró a Zak con una profunda inquietud, antes de respirar hondo y sentarse en el reservado.