CAPÍTULO 10

Lisa Lane se frotó sus cansados ojos y miró de nuevo la tabla periódica de elementos, la misma que colgaba en la mayoría de las aulas de ciencias de todos los institutos del mundo. La investigadora bioquímica se había aprendido de corrido la tabla de Mendeleiev y era capaz de recitarla de atrás hacia delante si le daban la oportunidad. Ahora la miraba con la esperanza de que le aportase alguna nueva idea.

Buscaba un catalizador duradero que pudiese separar una molécula de oxígeno de una molécula de carbono. Al mirar la tabla periódica, sus ojos se detuvieron en el elemento 45, el rodio, símbolo Rh. El modelo informático continuaba señalando un compuesto metálico como el catalizador más probable. El rodio había resultado ser el mejor que había encontrado hasta entonces, aunque era del todo ineficaz, además de ser un metal precioso con un precio desorbitado. Su proyecto en el Laboratorio de Investigación Medioambiental y de Tecnología de la Universidad George Washington había sido denominado «Cielos Azules», y con toda probabilidad no pasaría de esa etapa. No obstante, los beneficios potenciales de tal adelanto eran demasiado grandes para pasarlos por alto. Tenía que haber una respuesta.

Al mirar la casilla correspondiente al rodio, advirtió que el elemento que lo precedía tenía un símbolo similar: Ru. Con expresión ausente, tiró de un mechón de su largo pelo castaño y leyó el nombre en voz alta: «Rutenio». Un metal de transición perteneciente a la familia del platino, era un elemento que aún no había podido ensayar.

—Bob —llamó a un hombre nervudo con una bata de laboratorio sentado delante de otro ordenador—. ¿Hemos recibido la muestra de rutenio que pedí?

Bob Hamilton se volvió y puso los ojos en blanco.

—Rutenio. Ese mineral es más difícil de conseguir que un día de fiesta. Llamé a veinte proveedores, pero ninguno lo tenía. Por fin, me dieron el nombre de un laboratorio geológico en Ontario, donde tenían una cantidad limitada. Cuesta más que tu muestra de rodio, así que solo pedí dos onzas. Deja que vaya al almacén a ver si ha llegado.

Salió del laboratorio y fue por el pasillo hasta el pequeño almacén donde se guardaban bajo llave los materiales especiales. El becario que estaba detrás de la ventanilla enrejada buscó una pequeña caja y la dejó sobre el mostrador. Bob volvió al laboratorio y depositó la caja sobre la mesa de Lisa.

—Has tenido suerte. La muestra llegó ayer.

Lisa abrió la caja, que contenía varias láminas de un metal opaco guardado en un recipiente de plástico. Cogió una de las muestras, la colocó en la platina y luego la observó por el microscopio. La pequeña lámina parecía una bola de nieve ampliada. Midió la masa de la muestra y luego la colocó en un compartimiento sellado de una caja gris unida a un espectrómetro. Cuatro ordenadores y varios cilindros de gas a presión estaban conectados al aparato. Lisa se sentó delante de uno de los teclados y escribió una serie de órdenes que pusieron en marcha el programa de prueba.

—¿Crees que este será tu billete para el premio Nobel? —preguntó Bob.

—Si funciona, me conformaría con una entrada para un partido de los Redskins. —Miró el reloj de pared—. ¿Quieres ir a comer? No tendré ningún resultado preliminar hasta por lo menos pasada una hora o más.

—Allá voy —dijo Bob. Se quitó la bata y corrió hacia la puerta.

Después de comer un bocadillo de pavo en la cafetería, Lisa volvió a su pequeño despacho al fondo del laboratorio. Un minuto más tarde, Bob asomó la cabeza por la puerta, con los ojos como platos.

—Lisa, será mejor que vengas a ver esto —tartamudeó.

Lisa se apresuró a seguirlo; su corazón se aceleró al ver que Bob se acercaba al espectrómetro. Le señaló uno de los monitores, que mostraba una hilera de números que bajaban por la pantalla junto a una fluctuante barra gráfica.

—Olvidaste quitar la muestra de rodio antes de iniciar la nueva prueba. Mira los resultados. La cuenta del oxalato se sale de la tabla —dijo en voz baja.

Lisa miró el monitor y se estremeció. Dentro del espectrómetro, el sistema de detección estaba tabulando el resultado molecular de la reacción química forzada. El catalizador de rutenio estaba rompiendo el vínculo del dióxido de carbono, lo que hacía que las partículas se combinasen en un compuesto de dos átomos de carbono, llamado oxalato. A diferencia de los anteriores catalizadores, la combinación del rutenio con el rodio no creaba ningún producto residual. Había tropezado con un resultado que los científicos de todo el mundo habían estado buscando.

—No puedo creerlo —murmuró Bob—. La reacción catalítica es perfecta.

Lisa sintió que se le iba la cabeza y se dejó caer en la silla. Comprobó varias veces el resultado, buscando un error que no encontró. Por fin se permitió aceptar la posibilidad de que hubiera acertado.

—Tengo que contárselo a Maxwell —dijo. El doctor Horace Maxwell era el director del laboratorio.

—¿Maxwell? ¿Estás loca? Tiene que declarar ante el Congreso dentro de dos días.

—Lo sé. Yo seré quien lo acompañe al Senado.

—No seas suicida —se escandalizó Bob, y sacudió la cabeza—. Si se lo dices ahora, lo más probable es que lo repita en su declaración, a fin de conseguir más fondos para el laboratorio.

—¿Y crees que eso sería malo?

—Lo sería si los resultados no pueden repetirse. Un único ensayo de laboratorio no revela los misterios del universo. Volvamos a empezar y tomemos nota de cada paso antes de ir a contárselo a Maxwell. Al menos espera hasta que preste testimonio —le pidió Bob.

—Supongo que tienes razón. Podemos repetir el experimento en diferentes circunstancias solo para estar seguros. El único límite es nuestra provisión de rutenio.

—Ese, estoy seguro, será el menor de nuestros problemas —afirmó Bob, con aire profético.