Clay Zak tenía los pies apoyados sobre la mesa del director de la planta, y entretenía la espera leyendo un libro acerca de la historia de la frontera. Miró a través de la ventana cuando el batir de las palas del helicóptero que partía hizo vibrar los cristales. Goyette entró en el despacho al cabo de unos segundos, con una expresión de mal reprimido enojo en el rostro.
—Vaya, vaya, parece que mi director de inversiones ha perdido el vuelo de regreso —dijo Goyette.
—Fue un viaje un tanto incómodo —comentó Zak, y guardó el libro en el maletín—. Bastante molesto en realidad, con todos esos políticos a bordo. Tendría que comprarse un Eurocopter EC-155. Te permite viajar mucho más rápido. No tendría que perder tanto tiempo conversando con esos maleantes. Por cierto, la verdad es que a ese ministro de Recursos Naturales no le cae usted nada bien.
Goyette hizo caso omiso de sus comentarios y se sentó en un sillón frente a la mesa.
—El primer ministro acaba de ser informado de la muerte de Elizabeth Finlay. Según el informe de la policía fue a consecuencia de un accidente náutico.
—Se cayó por la borda y se ahogó. Cualquiera pensaría que una mujer con sus medios debería saber nadar, ¿no cree? —dijo el asesino, con una sonrisa.
—¿No ha quedado ningún cabo suelto? —preguntó Goyette, en voz baja.
Una expresión dolida apareció en el rostro de Zak.
—Ya sabe que es precisamente por eso por lo que no soy barato. A menos que el perro pueda hablar, no hay ninguna razón para sospechar que fue otra cosa que un trágico accidente.
Zak se echó atrás en la silla y miró al techo.
—Desaparecida Elizabeth Finlay —añadió—, también desaparece el proyecto de ley para poner trabas a la exportación de gas natural y petróleo a China. —Se echó hacia delante—. ¿Cuánto le habría costado esa ley a su explotación de los yacimientos de gas en Melville? —preguntó, solo por fastidiar al multimillonario.
Goyette miró los ojos del asesino pero no vio nada. Su rostro un tanto alargado y curtido no mostraba ninguna emoción. Era la cara de póquer perfecta. Los ojos oscuros no eran una ventana a su alma, si es que la tenía. Contratar a un mercenario era jugar con fuego, pero Zak era un gran profesional. Los dividendos estaban siendo enormes.
—Una cantidad en absoluto despreciable —acabó por responder.
—Eso nos lleva a mi compensación.
—Le pagarán como habíamos acordado. La mitad ahora, y el resto cuando se cierre la investigación. El dinero se ingresará en su cuenta de las islas Caimán, como en otras ocasiones.
—La primera parada de muchas. —Zak sonrió—. Quizá sea el momento de consultar el saldo y disfrutar de unas semanas de descanso en el soleado Caribe.
—Creo que abandonar el territorio canadiense durante un tiempo sería una buena idea. —Goyette vaciló; no tenía claro si seguir adelante con el juego. El hombre hacía un buen trabajo, y siempre cubría sus huellas—. Tengo otro pequeño encargo para usted —acabó por decidir—. Un pequeño trabajo. En Estados Unidos. No hay que matar a nadie.
—Cuénteme —dijo Zak. Nunca había rechazado un trabajo. Por mucho que considerase que Goyette era un cretino, debía admitir que pagaba bien. Muy bien.
Goyette le entregó una carpeta.
—Puede leerlo cuando se marche. Hay un coche en la entrada que lo llevará al aeropuerto.
—¿En un vuelo comercial? Tendrá que buscar un nuevo director de inversiones si esto sigue así.
Zak se levantó y salió del despacho como si fuese un rey. Dejó a Goyette sentado allí sacudiendo la cabeza.