CAPÍTULO 8

Mitchell Goyette bebió la copa de champán Krug Clos du Mesnil con expresión ufana. Dejó la copa vacía sobre una mesa en el momento en el que la corriente de aire provocada por las aspas del helicóptero sacudía la tienda.

—Con su permiso, caballeros —dijo con voz profunda—. Ha llegado el primer ministro.

Se apartó del pequeño grupo de políticos de la provincia y salió de la tienda para ir hacia la pista de aterrizaje.

Goyette, un hombre fornido e imponente, hacía gala de unos modales que rozaban lo relamido. Con sus ojos grandes, el pelo peinado con gomina y una sonrisa permanente, tenía el aspecto de un jabalí. No obstante, su forma de moverse, fluida, casi graciosa, ocultaba su desbordante arrogancia. Era una argucia de un hombre que había amasado su fortuna sirviéndose de la astucia, el engaño y la intimidación.

Si bien no era un hombre que se hubiese hecho a sí mismo, supo convertir una herencia familiar en una pequeña fortuna cuando una compañía eléctrica quiso comprarle una parte de sus terrenos para construir una central hidroeléctrica. Goyette, que negoció con mucha astucia, obtuvo un porcentaje de las ganancias por el uso de la tierra; supo calcular correctamente las insaciables demandas de energía de una ciudad como Vancouver, que crecía a pasos agigantados. Hizo una inversión tras otra: compró derechos de explotación maderera y minera, fuentes de energía geotérmica y construyó sus propias centrales hidroeléctricas. Una excelente campaña publicitaria centrada en sus inversiones en fuentes de energías alternativas lo presentó como un hombre del pueblo, lo que le sirvió para aumentar su fuerza negociadora con el gobierno. Con sus propiedades bien ocultas, pocos sabían que tenía una participación mayoritaria en los yacimientos de gas, minas de carbón y explotaciones petrolíferas, y que su muy bien cultivada imagen era un engaño.

Goyette miró cómo el Sikorsky S-76 permanecía inmóvil en el aire durante unos segundos antes de posarse sobre la gran pista circular. El piloto apagó los motores y descendió para abrir la puerta del pasajero. Un hombre bajo de pelo canoso descendió del aparato y caminó con la cabeza agachada por debajo de las palas, que continuaban girando, seguido por dos ayudantes.

—Señor primer ministro, bienvenido a Kitimat y a las nuevas instalaciones de Terra Green —lo saludó Goyette, con una amplia sonrisa—. ¿Qué tal el vuelo?

—Es un helicóptero muy cómodo. Afortunadamente, cesó la lluvia y pudimos disfrutar de la vista. —El primer ministro canadiense, Barrett, un hombre muy atildado, estrechó la mano del multimillonario—. Me alegra verle, Mitch. Gracias por el transporte. No sabía que también había secuestrado a uno de los miembros de mi gabinete.

Señaló a un hombre de párpados caídos y medio calvo que había bajado del helicóptero y se acercaba al grupo.

—El ministro de Recursos Naturales fue decisivo a la hora de aprobar que nuestras instalaciones estuvieran en este lugar —manifestó Goyette, radiante—. Bienvenido al producto acabado —añadió, al tiempo que se volvía hacia Jameson.

El ministro de Recursos Naturales no mostró el mismo entusiasmo. Con una sonrisa forzada respondió:

—Me alegra ver que la planta ya funciona.

—La primera de muchas, con su ayuda —señaló Goyette, y guiñó un ojo al primer ministro.

—Así es, su director de inversiones acaba de decirnos que ya se han iniciado los trabajos para construir otra en New Brunswick. —Barrett señaló hacia el aparato.

—¿Mi director de inversiones? —preguntó Goyette, un tanto desconcertado.

Siguió la mirada del primer ministro y se volvió hacia el helicóptero. Otro hombre salió por la puerta lateral y se desperezó. Entrecerró sus ojos oscuros, para protegerse del sol, y luego se pasó una mano por el pelo muy corto. El traje azul hecho a medida no alcanzaba a ocultar su musculoso cuerpo, pero tenía todo el aspecto de un ejecutivo. Goyette tuvo que hacer un esfuerzo para no quedarse boquiabierto cuando se le acercó.

—Señor Goyette —dijo el hombre con una sonrisa llena de arrogancia—, traigo los documentos de la liquidación de nuestra propiedad en Vancouver para que los firme. —Dio unos golpecitos en el maletín de cuero que llevaba bajo el brazo.

—Excelente —aprobó Goyette, que logró recuperar la compostura tras la sorpresa de ver que su asesino a sueldo bajaba de su helicóptero—. Por favor, si tiene la bondad de esperarme en el despacho del director de la planta, le atenderé en un momento.

Goyette dio media vuelta y se apresuró a escoltar al primer ministro al interior de la tienda. Sirvieron el vino y los aperitivos amenizados por la música de un cuarteto de cuerda; luego, Goyette acompañó a las autoridades hasta la entrada de las instalaciones. El ingeniero, que era el director de la planta, se hizo cargo del grupo y los llevó en un breve recorrido. Pasaron por dos grandes estaciones de bombeo; después, salieron al exterior, donde el director les señaló unos enormes tanques parcialmente disimulados por el bosque de pinos.

—El dióxido de carbono se bombea licuado desde Alberta y se almacena en los tanques —explicó el director—. Aquí lo bombeamos a presión al subsuelo. En este lugar se cavó un pozo de ochocientos metros de profundidad a través de una gruesa capa de roca volcánica hasta llegar a una formación sedimentaria porosa llena de agua salada. Es la geología ideal para almacenar el dióxido y virtualmente impermeable a cualquier fuga.

—¿Qué pasaría si hubiera un terremoto? —preguntó el primer ministro.

—Estamos por lo menos a cincuenta kilómetros de la falla conocida más cercana, por lo tanto, las probabilidades de que aquí ocurriese un movimiento sísmico son remotas. Además, a la profundidad que estamos almacenando el producto, no hay ninguna posibilidad de una fuga accidental provocada por un incidente geológico.

—¿Qué cantidad de dióxido de carbono procedente de las refinerías de Athabasca estamos almacenando aquí?

—Me temo que solo una pequeña parte. Necesitaremos muchas más instalaciones para absorber todo el que procede de los campos de arenas petrolíferas y lograr que vuelvan a funcionar a pleno rendimiento.

Goyette aprovechó estas preguntas para introducir un discurso de ventas.

—Como saben, la producción de crudo de Alberta ha sufrido grandes retrasos debido a los estrictos límites impuestos a las emisiones de dióxido de carbono. La situación se repite con la misma gravedad en las centrales eléctricas alimentadas con carbón que se encuentran en el este. El impacto económico en el país será enorme, pero, ahora mismo, están ustedes en el centro de la solución. Ya hemos explorado varios lugares en la región que son adecuados para construir nuevas plantas. Lo único que necesitamos es su ayuda para continuar adelante.

—Quizá, aunque no tengo claro que me guste la idea de ver la costa de la Columbia Británica convertida en el vertedero de la contaminación industrial de Alberta —señaló el primer ministro, en tono seco. Él había nacido en Vancouver y aún sentía un profundo orgullo por su provincia natal.

—No olviden los impuestos que la Columbia Británica impone por cada tonelada métrica de carbón que cruza sus fronteras, una parte del cual va a las arcas federales. El hecho es que se trata de un considerable ingreso para la provincia. Además, ya deben de haber visto nuestro muelle. —Goyette señaló un enorme cobertizo junto a una pequeña cala—. Tenemos un muelle cubierto de ciento cincuenta metros donde pueden atracar los buques cisternas que llevarán el dióxido de carbono licuado. Ya estamos recibiendo remesas y queremos demostrar nuestra capacidad para procesar el dióxido de carbono de la industria de Vancouver, así como las emisiones de la minería y las explotaciones madereras que hay a lo largo de la costa. Permitan que construyamos más instalaciones por todo el país y seremos capaces de controlar buena parte de la cuota nacional de carbón. Con un aumento de capacidad en las nuevas plantas costeras, también podríamos enterrar el dióxido de carbono estadounidense y chino, lo que nos reportaría unas buenas ganancias.

Los ojos del político brillaron ante la perspectiva de nuevos ingresos en las cuentas del gobierno.

—¿La tecnología es totalmente segura?

—No estamos hablando de residuos nucleares, señor primer ministro. Esta planta se construyó como un prototipo, pero lleva varias semanas funcionando perfectamente. Yo construyo y exploto las plantas, y garantizo su seguridad. El gobierno solo me da el visto bueno y recibe parte de las ganancias.

—También se queda usted con una buena parte, ¿no?

—Me las apaño —dijo Goyette, riendo como una hiena—. Todo lo que necesito es que usted y el ministro de Recursos aprueben los lugares donde se instalarán y la construcción de los gasoductos. No creo que eso sea un problema, ¿no es así, ministro Jameson?

Jameson miró a Goyette con expresión sumisa.

—Yo diría que no hay nada que pueda estropear nuestras cordiales relaciones.

—Muy bien —intervino Barrett—. Envíeme los borradores de sus propuestas y se las pasaré a mis asesores. ¿Qué tal si tomamos un poco más de ese excelente champán?

Mientras el grupo volvía a la tienda, Goyette se llevó discretamente a Jameson aparte.

—Espero que haya recibido el BMW —dijo el magnate, con una sonrisa de tiburón.

—Un generoso obsequio que mi esposa agradece infinitamente. Sin embargo, yo preferiría que las futuras compensaciones fuesen menos ostentosas.

—No se preocupe. La contribución a su cuenta en un paraíso fiscal ya ha sido hecha.

Jameson no hizo caso del comentario.

—¿Qué es esa tontería de construir nuevas instalaciones a lo largo de la costa? Ambos sabemos que las condiciones geológicas son poco adecuadas, en el mejor de los casos. Su «acuífero» llegará al máximo de su capacidad en cuestión de meses.

—Este lugar funcionará indefinidamente —afirmó Goyette—. Hemos resuelto lo del almacenamiento. Siempre que me envíe el mismo equipo de geólogos, no habrá ningún problema con nuestros planes de expansión en la costa. El geólogo jefe fue muy amable al repasar sus conclusiones por un precio adecuado. —Sonrió.

Jameson hizo una mueca al saber que, en su ministerio, no solo era él quien tenía las manos sucias. Nunca conseguía recordar el día preciso en el que se despertó y se dio cuenta de que Goyette era su dueño. Había sido varios años atrás. Se habían conocido en un partido de hockey, cuando Jameson se presentaba por primera vez a un escaño en el Parlamento. En Goyette le pareció encontrar a un rico patrocinador que compartía una visión progresista del país. Las contribuciones a su campaña política aumentaron a medida que avanzaba la carrera de Jameson, pero, en algún momento, había cometido la estupidez de cruzar la línea. Las contribuciones a la campaña dieron paso a los viajes en avión, a las vacaciones pagadas y, por fin, a los sobornos en metálico. Con su ambición y teniendo que mantener a una esposa y a cuatro hijos con el sueldo de un funcionario, aceptó sin más el dinero, y se convenció a sí mismo de que las políticas que promovía para Goyette eran justas. No fue hasta que lo nombraron ministro de Recursos Naturales cuando vio el otro rostro del multimillonario. Descubrió que la percepción que de él tenía la gente: un profeta del medio ambiente, no era más que una fachada que ocultaba la verdadera naturaleza de Goyette: era un megalómano. Por cada parque eólico que desarrollaba con gran fanfarria pública, había una docena de minas de carbón que ocultaba detrás de una serie de compañías de paja. Las falsas reclamaciones mineras, los informes amañados sobre el impacto medioambiental y las concesiones federales habían sido otorgados con el visto bueno del ministro. A cambio, los sobornos habían sido continuos y generosos. Jameson había podido comprarse una elegante casa en Rockcliffe Park, el mejor barrio de Ottawa, y había acumulado suficiente dinero en el banco para enviar a sus hijos a las mejores escuelas. Sin embargo, nunca había imaginado que caería tan bajo y ahora sabía que no había forma de escapar.

—No sé cuánto de esto podré apoyar —dijo a Goyette con voz cansada.

—Apoyará todo lo que yo necesite —manifestó el magnate con una mirada fría como el hielo—. A menos que quiera pasar el resto de su vida en la cárcel de Kingston.

Jameson se encogió físicamente y aceptó la realidad con un débil gesto de asentimiento.

Seguro de tener a Jameson en el bolsillo, las facciones de Goyette se suavizaron. Movió un brazo señalando la tienda.

—Es hora de alegrar esa cara. Vamos a reunimos con el primer ministro y a brindar por las riquezas que está a punto de derramar sobre nosotros.