CAPÍTULO 7

Trevor ayudó a Summer a subir a bordo y se apresuró a soltar las amarras. En el momento en el que se apartaban del muelle, ella se inclinó sobre la borda y vio el rótulo de recursos naturales de cañada pintado en el casco. En cuanto la lancha cruzó la bocana y empezó a navegar a gran velocidad por el canal Douglas, entró en la timonera y se sentó en un banco cerca de la butaca del piloto.

—¿En qué trabajas para el Ministerio de Recursos Naturales? —preguntó Summer, que se decidió por el tuteo.

—Me encargo de la ecología costera para el Servicio Forestal del ministerio —respondió Trevor, que viró para dejar paso a un barco maderero que navegaba por el centro del canal—. Principalmente, me ocupo de las instalaciones industriales a lo largo de la costa norte de la Columbia Británica. He sido muy afortunado porque la base esté en Kitimat. La expansión del puerto genera mucha actividad. —Miró a Summer y sonrió—. Supongo que suena bastante aburrido comparado con lo que tú y tu hermano hacéis para la NUMA.

—Recoger muestras de plancton en el Paso del Interior tampoco es demasiado apasionante ni fantástico.

—Me interesaría ver los resultados. Hemos recibido informes de mortalidad marina en unas zonas cercanas de aquí, aunque nunca he podido documentar los episodios.

—Nada me alegraría más que trabajar con otro discípulo de las profundidades —dijo ella en tono alegre.

La embarcación navegaba por el sinuoso canal a gran velocidad, deslizándose sobre las aguas en calma. Dedos verdes de tierra poblada de gruesos pinos entraban en la bahía, en una sucesión de panorámicos obstáculos. Summer siguió el avance en una carta náutica y pidió a Trevor que redujera la velocidad cuando entraron en el canal principal del estrecho de Hécate. Un breve aguacero que los sacudió durante unos minutos los envolvió en una niebla gris. Mientras se acercaban a la isla Gil, la lluvia cesó y la visibilidad aumentó a un par de millas.

Summer apartó los ojos del radar para mirar el horizonte. Vio que no había ninguna otra embarcación cerca.

—Déjame pilotar —pidió Summer, que se puso de pie y apoyó una mano en la rueda.

Trevor le dirigió una mirada dubitativa, pero luego se levantó y le cedió el puesto. Summer puso rumbo hacia la isla, aminoró la marcha y viró al norte.

—Estábamos más o menos por aquí cuando vimos el Ventura; venía por el noroeste y se encontraba a una distancia aproximada de una milla. Comenzó a virar y se acercó poco a poco a nuestro costado. Nos habría embestido de no habernos apartado de su camino.

Trevor miró a través de la ventana e intentó imaginar la escena.

—Yo acababa de recoger una muestra. No vimos a nadie en el timón y no respondieron a la llamada por radio. Me acerqué, y Dirk saltó a bordo. Fue entonces cuando encontró a tu hermano. —La voz de Summer se apagó.

Trevor fue hasta la cubierta de popa y miró a través del agua. Comenzó a caer una ligera llovizna, que le empapó el rostro. Summer lo dejó a solas con sus pensamientos durante unos minutos; luego se acercó en silencio y lo cogió de la mano.

—Siento lo de tu hermano —dijo, en voz baja.

Trevor le apretó la mano y continuó mirando a lo lejos. Sus ojos recuperaron la viveza cuando pareció que se fijaba en algo: una nube blanca había surgido del agua a unos pocos metros de la proa. La nube creció muy rápido hasta envolver la embarcación.

—Es muy blanca para ser niebla —comentó Summer, con una mirada de curiosidad. Notó en el aire un olor acre a medida que se acercaban.

La nube ya estaba por encima de la proa cuando la llovizna se convirtió de pronto en un aguacero. Trevor y Summer buscaron refugio en la timonera mientras la lluvia castigaba la lancha. A través de la ventana, vieron cómo la nube blanca desaparecía debajo del gris de la lluvia.

—Qué extraño —se sorprendió Summer.

Trevor puso en marcha el motor, viró para poner rumbo hacia Kitimat y aceleró a fondo con la mirada puesta en los peces muertos que de pronto flotaban en la superficie.

—El aliento del diablo —dijo en voz baja.

—¿El aliento de quién?

—El aliento del diablo —repitió Trevor, que miró preocupado a Summer—. Un haisla estaba pescando en esta zona hace unas semanas y apareció muerto en la costa de una de las islas. Las autoridades dijeron que se había ahogado, quizá cuando lo embistió un barco que no lo había visto en la niebla, o tal vez fue un infarto, en realidad no lo sé. —La lluvia había cesado, pero Trevor no apartaba la mirada del rumbo que seguía.

—Continúa —lo animó Summer, después de una larga pausa.

—No le di importancia. Sin embargo, hace unos días, mi hermano encontró el bote del hombre cuando pescaba por aquí y me pidió que se lo devolviera a la familia. Era de Kitamaat Village, la reserva del pueblo haisla. Había hecho algunos estudios de agua para los nativos, así que era amigo de algunos de ellos. Cuando me reuní con la familia, el tío del muerto no dejaba de repetir que lo había matado el aliento del diablo.

—¿A qué se refería?

—Dijo que el diablo había decidido que le había llegado la hora, así que lanzó un helado aliento blanco para matar a su sobrino y a todo lo que lo rodeaba.

—¿Los peces y la vida marina muerta a los que te referías?

Trevor se volvió para dedicar a Summer una media sonrisa.

—Estoy seguro de que el viejo estaba borracho cuando me lo dijo. A los nativos no les faltan hechos sobrenaturales en sus relatos.

—Parece un cuento de viejas —asintió Summer.

Sin embargo, sus palabras no impidieron que un súbito estremecimiento le recorriese la espalda. Hicieron el resto del viaje en silencio mientras ambos pensaban en las extrañas palabras del nativo y cómo encajaban con lo que habían visto.

Estaban a unas pocas millas de Kitimat cuando un helicóptero pasó por delante de la proa a baja altura. El aparato se dirigió hacia una punta de tierra en la orilla norte, donde había una instalación industrial oculta entre los árboles. Un muelle de madera entraba en la bahía, donde estaban amarrados varias embarcaciones pequeñas y un yate de lujo. En un claro habían montado una gran tienda blanca.

—¿Un coto de caza privado para los ricos y famosos? —preguntó Summer, señalando hacia el lugar con un movimiento de cabeza.

—No es tan distinguido. En realidad es una planta prototipo para la captura de dióxido de carbono, construida por Terra Green Industries. Participé en la aprobación del emplazamiento y en la inspección mientras la construían.

—Conozco el concepto de la captura. Recoger y licuar los gases de dióxido de carbono industriales y enterrarlos en la tierra o en el fondo del océano. Parece un proceso muy caro para limpiar la atmósfera de contaminación.

—Los nuevos límites de emisión de gases de efecto invernadero lo han convertido en tecnología punta. Las limitaciones a las emisiones de dióxido de carbono en Canadá son muy estrictas. Las empresas pueden comprar derechos de emisión, pero el coste es mucho más elevado de lo que muchos creían. Las eléctricas y las compañías mineras están desesperadas por encontrar alternativas más baratas. Goyette espera ganar mucho dinero con su tecnología de captura si se le permite expandir el proceso.

—¿Mitchell Goyette, el millonario defensor del medio ambiente?

—Es el propietario de Terra Green. Goyette es como un referente ecologista para muchos canadienses. Construye diques, parques eólicos y campos de placas solares por todo el país, además de promocionar las tecnologías que permitirán utilizar el hidrógeno como combustible.

—Conozco su propuesta de instalar parques eólicos frente a las costas en el Atlántico para producir energía limpia. Aunque debo decir que ese no parece precisamente un yate con motor de hidrógeno —manifestó Summer, y señaló la lujosa embarcación de construcción italiana.

—No vive con la austeridad de los verdaderos verdes. Se convirtió en multimillonario fuera del movimiento ecologista; no obstante, nadie se lo echa en cara. Algunos dicen que ni siquiera cree en el movimiento, que para él es solo un medio para ganar dinero.

—Al parecer lo ha conseguido —dijo la joven sin apartar la mirada del yate—. ¿Por qué construyó una planta en este lugar?

—En una sola palabra, Athabasca. Las arenas petrolíferas de Athabasca, en Alberta, requieren una enorme cantidad de energía para obtener el crudo. Un producto que deriva del proceso es el dióxido de carbono, al parecer en grandes cantidades. El nuevo acuerdo sobre las emisiones de gas de efecto invernadero interrumpiría las operaciones de la refinería, a menos que se encontrara la manera de solucionar el problema. Entonces apareció Mitchell Goyette. Las compañías ya estaban construyendo un pequeño oleoducto, desde los campos hasta Kitimat. Goyette los convenció para que construyesen una segunda tubería que transportara el dióxido de carbono licuado.

—Vimos un par de pequeños barcos cisterna en el canal —dijo Summer.

—Nos opusimos a los oleoductos por miedo a las fugas de crudo, pero los intereses económicos pudieron más. Goyette, por su parte, convenció al gobierno de que era fundamental para la instalación que estuviera ubicada en la costa; incluso recibió una concesión de tierras del Ministerio de Recursos Naturales.

—Es una pena que haya acabado en un lugar virgen.

—Hubo muchos desacuerdos en el ministerio, pero, al final, el ministro de Recursos Naturales acabó firmando la orden. Me han dicho que es uno de los invitados a la inauguración oficial que se celebra hoy.

—¿Tú no pasaste el corte? —preguntó Summer.

—Estoy seguro de que la invitación se perdió en el correo. No, espera, se la comió el perro. —Se rió. Era la primera vez que Summer veía a Trevor relativamente relajado, y observó una súbita calidez en sus ojos.

Volvieron a toda velocidad a Kitimat. Trevor llevó la embarcación al muelle y atracó detrás de la lancha de la NUMA. Dirk estaba en la cabina escribiendo en su ordenador portátil; lo apagó y salió con una expresión malhumorada. Esperó a que Summer y Trevor atasen las amarras para saltar al muelle e ir a reunirse con ellos.

—He llegado antes de las tres, con tiempo de sobra —dijo Summer mostrándole su reloj.

—Creo que la visita al jefe de policía es la menor de nuestras preocupaciones —respondió Dirk—. Acabo de bajar los resultados del laboratorio correspondientes a las muestras de agua que enviamos ayer.

—¿A qué viene esa cara tan triste?

Dirk le alcanzó una hoja impresa y luego miró a través de las aguas de la bahía.

—Las aguas de Kitimat, aparentemente tan impolutas, amenazan con matar cualquier cosa que nade por ellas.