Elizabeth Finlay se acercó a la ventana del dormitorio y miró el cielo. Caía una ligera llovizna que había comenzado antes del amanecer, y no parecía que fuera a aclarar. Se volvió para observar las aguas de la bahía Victoria, que lamían el muro de piedra detrás de su casa. Solo las pequeñas crestas blancas que levantaba la brisa alteraban la calma. «Era lo mejor que podías esperar para salir a navegar en el noroeste del Pacífico, casi como un día de primavera», se dijo.
Se puso un grueso suéter y un viejo chubasquero amarillo y bajó la escalera de su lujosa residencia en la playa. Construida por su difunto marido en los noventa, estaba provista de unos ventanales que ofrecían una soberbia vista del centro de Victoria, al otro lado de la bahía. Su marido, T. J. Finlay, lo había diseñado de esa manera, como un constante recordatorio de la ciudad que tanto amaba. Había sido un hombre importante en la escena política local. Heredero de una gran fortuna, había entrado en la política en plena juventud y se había convertido en un parlamentario muy popular. Había muerto a consecuencia de un infarto, pero le habría encantado saber que Elizabeth, con quien llevaba casado treinta y cinco años, había ganado por un amplio margen las elecciones y ahora ocupaba su escaño en el Parlamento.
Elizabeth Finlay, una mujer delicada y aventurera, era descendiente de los primeros colonos canadienses y estaba muy orgullosa de su herencia. Le preocupaba lo que veía como una exagerada influencia externa en Canadá y exigía leyes más duras contra la inmigración y mayores restricciones a las inversiones extranjeras. Si bien levantaba ampollas entre los empresarios, era muy admirada por su valor, franqueza y honestidad.
Salió por la puerta trasera, cruzó una extensión de césped impecable y bajó la escalera hasta un pantalán de madera que se adentraba en la bahía. Un perro labrador negro la seguía, moviendo la cola en una infatigable muestra de alegría. Amarrado al muelle había un yate a motor de casi veinte metros de eslora. Aunque prácticamente tenía veinte años de antigüedad, resplandecía como nuevo, gracias a unos cuidados esmerados.
En el otro lado del pantalán había un pequeño velero Wayfarer de madera, de cinco metros de eslora, pintado de un amarillo brillante. Como ocurría con el yate, el viejo velero de regatas parecía nuevo gracias al brillo de los metales y a las velas y los cabos nuevos.
Al oír pasos en las traviesas de madera, un hombre delgado y con el pelo canoso desembarcó del yate y saludó a Elizabeth.
—Buenos días, señora Finlay. ¿Quiere salir en el Columbia Empress? —preguntó, al tiempo que señalaba el yate.
—No, Edward, hoy me apetece navegar a vela. Es la mejor manera de despejar la cabeza de la política.
—Una excelente idea —aprobó el hombre.
La ayudó a ella y al perro a subir al velero. Soltó las amarras de proa y de popa, y apartó el Wayfarer del muelle mientras Elizabeth izaba la mayor.
—Cuidado con los cargueros —la advirtió el marinero—. Parece que hoy hay mucho tráfico.
—Gracias, Edward. Volveré a la hora de comer.
La brisa infló la mayor, por lo que Elizabeth entró en la bahía sin necesidad de utilizar el motor auxiliar. En cuanto llegó a aguas abiertas, puso rumbo al sudeste y pasó junto a un transbordador que iba a Seattle. Sentada en la pequeña bañera, se abrochó el arnés de seguridad y contempló el panorama. La pintoresca costa de la isla Victoria se alejaba por babor, con sus edificios de principio de siglo con tejados de dos aguas y aguilones que parecían casas de muñecas. A lo lejos, desfilaban los cargueros por el estrecho de Juan de Fuca, que hacían la travesía entre Vancouver y Seattle. Unos pocos veleros y barcas de pesca salpicaban la bahía, pero la gran extensión de agua dejaba un amplio paso a las otras embarcaciones. Elizabeth miró cómo una pequeña lancha la adelantaba a gran velocidad; el único ocupante hizo un gesto de saludo antes de rebasarla.
Acomodada en la bañera, respiró con fruición el aire salado, con el cuello del chubasquero levantado para protegerse de las salpicaduras del mar. Navegó hacia un pequeño grupo de islas al este de Victoria y dejó que el velero corriese libremente mientras su mente hacía lo mismo. Veinte años atrás, ella y su marido habían cruzado el Pacífico en una embarcación mucho más grande. En aquella ocasión, descubrió que navegar por lugares remotos del océano le producía una gran serenidad de espíritu. Siempre había considerado que el velero era un elemento terapéutico notable. Unos minutos en el agua bastaban para eliminar las tensiones y calmar sus emociones. A menudo afirmaba bromeando que el país necesitaba más veleros y menos psicólogos.
La pequeña embarcación surcaba las olas cada vez más grandes mientras Elizabeth cruzaba la bahía abierta. Al acercarse a la isla del Descubrimiento, que solo tenía un kilómetro y medio de longitud, viró hacia el sudeste, para entrar en una ensenada protegida de la isla cubierta de vegetación. Un grupo de oreas salió a la superficie, y Elizabeth las persiguió durante unos minutos hasta que volvieron a sumergirse. De nuevo viró hacia la isla, y vio que no había más embarcaciones cerca, excepto la lancha que la había adelantado anteriormente. Parecía estar navegando en círculos. Elizabeth sacudió la cabeza, irritada por el molesto ruido de su potente motor fueraborda.
La lancha se detuvo de pronto a corta distancia de su proa, y Elizabeth vio que su ocupante manipulaba una caña de pescar. Movió el timón a babor, con la intención de pasarla por fuera. En el momento de adelantarla, se sorprendió al escuchar un sonoro chapuzón seguido de un grito de auxilio.
Elizabeth vio que el hombre agitaba los brazos desesperadamente, una clara señal de que no sabía nadar. Parecía que la gruesa chaqueta lo arrastraba hacia abajo; se hundió unos instantes antes de asomar la cabeza de nuevo. Elizabeth movió la vara del timón hasta el tope y aprovechó una ráfaga de viento para acercar el velero hasta el hombre. A medida que se acercaba fue arriando las velas para que el impulso la llevase hasta el náufrago.
Vio que era un hombre fornido de pelo corto y rostro bronceado. A pesar de sus movimientos descoordinados, miró a su salvadora con unos ojos penetrantes donde no se atisbaba miedo alguno. El náufrago se volvió para mirar furioso al labrador negro, que no dejaba de ladrar desde la borda.
Elizabeth sabía que no debía acercarse a una persona a punto de ahogarse, así que buscó un bichero en la cubierta. Al no encontrarlo, se apresuró a coger el cabo de popa y se lo lanzó con destreza y puntería. El logró enrollarse el extremo del cabo en un brazo antes de sumergirse otra vez. Con un pie apoyado en la borda, Elizabeth tiró del cabo y arrastró el peso muerto hacia ella. A un par de metros de la popa, el hombre asomó a la superficie y respiró desesperado.
—Tranquilo —dijo Elizabeth con voz calmada—. No le pasará nada.
Lo acercó un poco más y luego ató el cabo a una cornamusa.
El hombre recuperó la compostura y se sujetó al espejo de popa con sonoros resuellos.
—¿Puede ayudarme a subir? —jadeó, y levantó un brazo.
Elizabeth, en un gesto instintivo, sujetó la gruesa mano del hombre. Antes de que pudiese tirar de ella, se vio arrastrada violentamente hacia el agua. El hombre le había sujetado la muñeca y se había echado hacia atrás, con los pies apoyados en la popa del velero. La delgada mujer perdió el equilibrio, voló por encima de la borda y cayó de cabeza en el agua.
La sorpresa de Elizabeth Finlay al verse lanzada de pronto por encima de la borda fue superada por la conmoción de entrar en contacto con el agua helada. Se sobrepuso al frío, recuperó la orientación y movió las piernas para subir a la superficie. Pero no conseguía llegar.
El desconocido le había soltado la muñeca y ahora le sujetaba un brazo por encima del codo. Horrorizada, Elizabeth se hundía en las profundidades. Solo el arnés de seguridad, extendido al máximo, le impedía bajar más. Atrapada en aquel letal forcejeo, miró a su atacante a través de una cortina de burbujas. Se sorprendió al ver la boquilla de un regulador en la boca del hombre de la que escapaban burbujas. Mientras forcejeaba desesperadamente para conseguir soltarse, lo empujó y al hacerlo notó una capa esponjosa debajo de sus ropas.
Un traje de submarinista. De pronto, el pánico se apoderó de ella. Aquel hombre intentaba asesinarla.
El miedo dio paso a la descarga de adrenalina, y la valiente mujer comenzó a resistirse con todas sus fuerzas. Un codazo alcanzó el rostro del agresor y le arrancó la boquilla de la boca. Por un momento, le soltó el brazo, y ella hizo un desesperado intento para alcanzar la superficie. Sin embargo, él la sujetó por el tobillo con la otra mano una fracción de segundo antes de que su cabeza asomase fuera del agua. Su destino quedó sellado.
Elizabeth luchó con furia durante otro minuto mientras sus pulmones reclamaban aire. Pero una nube negra empezó a nublar su visión. A pesar del terror, le preocupó la seguridad de su perro, cuyos ladridos podía oír amortiguados bajo el agua. Poco a poco, a medida que dejaba de llegar el oxígeno a su cerebro, fue dejando de luchar. Incapaz de contener la respiración durante más tiempo, abrió la boca para respirar y llenó los pulmones con agua salada. Con una arcada y un último agitar de brazos, Elizabeth Finlay murió.
El asesino sujetó el cuerpo inerte debajo del agua durante otro par de minutos; luego salió a la superficie con mucha cautela, junto al velero. Al no ver ninguna otra embarcación cerca, nadó hasta la lancha y subió a bordo. Se quitó la amplia prenda de abrigo, dejando a la vista una botella de aire y un cinturón de lastre que se apresuró a desabrochar. Se quitó el traje de neopreno, se vistió con ropa seca, puso en marcha el motor fuera-borda y pasó a toda velocidad junto al velero. A bordo, el labrador negro ladraba con la mirada puesta en el cadáver de su dueña, que flotaba junto a la popa.
El hombre miró al perro sin ninguna piedad, y se alejó del escenario del crimen para dirigirse con toda calma hacia Victoria.