CAPÍTULO 3

El guardia de seguridad de la Casa Blanca apostado en la entrada de la avenida Pensilvania miró intrigado al hombre que se acercaba por la acera. Era menudo y caminaba con paso decidido, sacando pecho y con la barbilla erguida; desprendía aires de mando. Con el pelo rojo fuego y la perilla a juego, al guardia le recordó un gallo de pelea que recorre el gallinero. Sin embargo, no fue su aspecto o su forma de andar lo que más llamó la atención del guardia, sino el gran puro apagado que sujetaba entre los labios.

—Charlie, ¿ese no es el vicepresidente? —preguntó a su compañero en la garita.

El otro agente estaba al teléfono y no lo oyó. Para entonces, el hombre ya había llegado a la pequeña puerta de la garita.

—Buenas noches —dijo, con voz animosa—. Tengo una cita a las ocho con el presidente.

—¿Puedo ver sus credenciales, señor? —preguntó el guardia, nervioso.

—No llevo encima esas tonterías —respondió el hombre, en tono áspero. Se detuvo y se quitó el puro de la boca—. Me llamo Sandecker.

—Sí, señor. Pero necesito ver sus credenciales de todos modos, señor —insistió el guardia, con el rostro congestionado.

Sandecker miró al guardia, y después cambió de tono.

—Comprendo que solo está haciendo su trabajo, hijo. Pero ¿por qué no llama al jefe de gabinete Meade y le dice que estoy en la puerta?

Antes de que el atribulado guardia pudiese responder, su compañero asomó la cabeza por la ventana de la garita.

—Buenas noches, señor vicepresidente. ¿Otra reunión de última hora con el presidente? —preguntó.

—Buenas noches, Charlie —contestó Sandecker—. Así es, me temo que este es el único momento en el que podemos hablar sin interrupciones.

—Entre, por favor —dijo Charlie.

Sandecker dio un paso y se detuvo.

—Veo que tiene a un hombre nuevo. —Se volvió hacia el asombrado guardia que lo había detenido. El vicepresidente le estrechó la mano—. Buen trabajo —comentó, y luego caminó por la entrada de coches hacia la Casa Blanca.

Aunque había pasado la mayor parte de su carrera en la capital de la nación, Sandecker no era de los que se acostumbraban al protocolo oficial. Retirado de la armada con el grado de almirante, era conocido en los círculos gubernamentales por haber dirigido, con un estilo muy personal, la National Underwater and Marine Agency durante muchos años. Se había llevado una gran sorpresa cuando el presidente le había ofrecido reemplazar al vicepresidente electo, que había muerto mientras ocupaba el cargo. Si bien nunca había sido un político, el almirante consideró que, desde ese puesto, podría defender mejor el medio ambiente y los océanos que tanto amaba; por ello aceptó la oferta de inmediato.

Como vicepresidente, Sandecker hacía todo lo posible por esquivar las exigencias protocolarias que acompañaban el cargo. Una y otra vez se libraba de las escoltas del servicio secreto. También era un fanático del ejercicio, por lo que a menudo se le veía corriendo solo. Trabajaba en un despacho en el Eisenhower Executive Office Building en lugar de utilizar el que tenía a su disposición en el Ala Oeste; de ese modo evitaba el ajetreo político que rodeaba a toda la administración de la Casa Blanca. Incluso con mal tiempo optaba por andar por la avenida Pensilvania para ir a las reuniones en la Casa Blanca, porque prefería el aire fresco al túnel que unía los dos edificios. Con buen tiempo, a veces incluso llegaba corriendo hasta el Capitolio para asistir a la sesiones en el Congreso, algo que agotaba a los agentes del servicio secreto que intentaban seguir su ritmo.

Tras pasar por otro control de seguridad en la entrada del Ala Oeste, un ayudante lo escoltó hasta el Despacho Oval. Entró por la puerta noroeste, cruzó la moqueta azul y se sentó delante de la mesa del presidente. Fue entonces cuando miró con atención al mandatario y se estremeció.

El presidente Garner Ward daba lástima. El populista independiente de Montana, que tenía un ligero parecido en carácter y apariencia con Teddy Roosevelt, parecía no haber dormido en una semana. Unas bolsas oscuras e hinchadas asomaban por debajo de sus ojos inyectados en sangre mientras que su tez se veía apagada y gris. Miró a Sandecker con una expresión grave que era poco habitual en el animoso jefe del Ejecutivo.

—Garner, no deberías trabajar hasta tan tarde… —comentó Sandecker en un tono preocupado.

—No puedo evitarlo —contestó el presidente con voz cansada—. Estamos pasando por un momento difícil.

—Vi en las noticias que el precio de la gasolina ha alcanzado los diez dólares el galón. Esta última crisis del petróleo nos está golpeando con mucha dureza.

El país se estaba enfrentando a otra inesperada subida del precio del petróleo. Irán había suspendido todas las exportaciones de crudo en respuesta a las sanciones occidentales, y las huelgas en Nigeria habían reducido al mínimo las exportaciones de petróleo africano. Pero todavía era peor la suspensión de las exportaciones de petróleo venezolano, decidida por su temperamental presidente. El precio de la gasolina y el gasóleo se habían disparado de inmediato y en muchos lugares comenzaba a escasear el combustible.

—Y lo peor está por llegar —señaló el presidente. Deslizó una carta sobre la mesa para que Sandecker la leyera—. Es del primer ministro canadiense. Debido a las leyes aprobadas por el Parlamento, que reducen drásticamente las emisiones de gases que producen el efecto invernadero, el gobierno está cerrando la mayoría de las explotaciones de arenas petrolíferas en Athabasca. Lamenta informarnos de que todas las exportaciones de petróleo destinadas a Estados Unidos se interrumpirán hasta que puedan resolver el problema de las emisiones.

Sandecker leyó la carta y sacudió la cabeza.

—Esas arenas representan casi el quince por ciento del petróleo que importamos. Será un duro golpe para la economía.

La reciente subida del precio ya se había hecho notar con fuerza por todo el país. Centenares de personas en el noroeste habían muerto de frío tras agotarse las reservas de gasóleo. Las aerolíneas, las empresas de transporte y otras relacionadas con el ramo se veían empujadas a la bancarrota, y centenares de miles de trabajadores de otras industrias ya habían sido despedidos. Toda la economía parecía a punto del colapso, mientras que la indignación pública crecía ante un gobierno que poco podía hacer para alterar las fuerzas de la oferta y la demanda.

—No tiene sentido enfadarse con los canadienses —señaló el presidente—. Cerrar Athabasca es un gesto noble, a la vista de cómo el calentamiento global aumenta sin cesar.

—Acabo de recibir un informe de la NUMA sobre las temperaturas oceánicas —dijo Sandecker—. Los mares se están calentando mucho más deprisa de lo que se había calculado, además de subir de nivel al mismo ritmo. No parece que encontremos la manera de frenar el derretimiento de los casquetes polares. El aumento del nivel del mar está creando un trastorno global cuyo alcance ni siquiera podemos imaginar.

—Como si no tuviésemos ya bastantes problemas —murmuró el presidente—. Porque, además, también nos estamos enfrentando a unas repercusiones económicas que podrían ser catastróficas. La campaña contra el carbón está ganando apoyo a escala mundial. Son muchos los países que están considerando boicotear los productos estadounidenses y chinos a menos que renunciemos a quemar carbón.

—El problema —señaló Sandecker—, es que las centrales eléctricas que queman carbón son la principal fuente emisora de gases de efecto invernadero, pero también proveen la mitad de la energía eléctrica que consumimos. Además, tenemos las mayores reservas mundiales de carbón. Es un verdadero dilema.

—No estoy seguro de que nuestra nación pueda sobrevivir económicamente si el boicot internacional cobra impulso —manifestó el presidente en voz baja. Se reclinó en la silla y se frotó los ojos—. Me temo que nos encontramos en un momento decisivo, Jim; en términos económicos y medioambientales. Nos espera el desastre si no damos los pasos acertados.

Las presiones que acarreaba aquella situación iban en aumento, y Sandecker vio que estaban repercutiendo en la salud del presidente.

—Deberemos tomar algunas decisiones muy difíciles —opinó el almirante. Se apiadó de aquel hombre al que consideraba un gran amigo, y añadió—: No puedes resolverlo todo tú solo, Garner.

Una llama de ira apareció en los ojos cansados del presidente.

—Quizá no pueda. Pero no por eso dejaré de intentarlo. Todos lo veíamos venir desde hace más de una década, pero ninguno de nosotros tuvo la voluntad de actuar. Las anteriores administraciones se dedicaron a defender a las compañías petroleras mientras destinaban unas miserables monedas a la investigación de energías renovables. Lo mismo vale para el calentamiento global. El Congreso solo se preocupaba de proteger a la industria del carbón sin ver que llevaban al planeta a la destrucción. Todo el mundo sabía que nuestra dependencia del petróleo extranjero acabaría por pasarnos factura, y ahora ese día ha llegado.

—Nadie discute la falta de previsión de nuestros predecesores —asintió Sandecker—. Washington nunca se ha caracterizado por su coraje. Sin embargo, se lo debemos al pueblo estadounidense, tenemos que hacer todo lo que podamos para corregir los errores del pasado.

—El pueblo estadounidense —repitió el presidente, angustiado—. ¿Qué se supone que debo decirles ahora? ¿Lo siento, escondimos la cabeza bajo el ala? ¿Lo siento, nos enfrentamos a una brutal escasez de combustible, a una hiperinflación, al desempleo y a una depresión económica? ¿Lo siento, el resto del mundo quiere que dejemos de quemar carbón, y, por lo tanto, habrá que apagar las luces?

El presidente se hundió en la silla con la mirada perdida.

—No puedo ofrecerles un milagro —afirmó.

Un largo silencio reinó en el despacho antes de que Sandecker respondiese en voz baja.

—No necesitas ofrecerles un milagro, solo compartir su desengaño. Será un trago amargo, pero debemos adoptar una posición y dirigir nuestro consumo de energía hacia otras alternativas distintas del petróleo y el carbón. El público es fuerte cuando es necesario. Explícales la situación. Estarán a nuestro lado y aceptarán los sacrificios que sean necesarios.

—Quizá —admitió el presidente, en tono de derrota—. Pero ¿permanecerán a nuestro lado cuando lleguen a la conclusión de que quizá es demasiado tarde?