CAPÍTULO 1

Paso del Interior, Columbia Británica

Abril 2011

El pesquero de arrastre con casco de acero y veinte metros de eslora tenía el aspecto que deberían tener todos los barcos de pesca pero que muy pocas veces tenían. Las redes estaban bien recogidas en los rodillos y la cubierta estaba despejada de trastos. En el casco y las bordas no se veían señales de óxido ni suciedad, y una capa de pintura reciente cubría las partes más gastadas. Incluso los viejos neumáticos protectores estaban limpios de salitre. Si bien no era el barco pesquero más rentable que navegaba en las aguas del norte de la Columbia Británica, el Ventura era desde luego el mejor mantenido.

Su impecable apariencia reflejaba el carácter de su propietario, un hombre meticuloso y trabajador llamado Steve Miller. Como su barco, Miller no encajaba en el prototipo de pescador independiente. Era un médico traumatólogo que se había cansado de recomponer a las víctimas destrozadas por los accidentes de coche y había regresado a la pequeña ciudad de su juventud, en el noroeste del Pacífico, para probar algo diferente. Con una buena cuenta bancaria y una gran pasión por el mar, la pesca le había parecido el trabajo perfecto. Ahora, mientras pilotaba su barco a través de una ligera llovizna, mostraba su felicidad con una amplia sonrisa.

Un joven de cabellos negros desgreñados asomó la cabeza por la timonera y llamó a Miller.

—¿Dónde pican hoy, patrón? —preguntó.

Miller miró a través de la ventanilla de proa, luego levantó la cabeza y olió el aire.

—Sin la menor duda, Bucky, yo diría que en la costa oeste de la isla Gil. —Mordió el anzuelo con una sonrisa—. Será mejor que duermas un rato, porque muy pronto comenzaremos a recogerlos.

—Bien, jefe. ¿Qué tal unos veinte minutos?

—Yo diría que dieciocho.

Sonrió y echó una ojeada a la carta náutica. Giró el timón unos pocos grados y enfiló la proa hacia una estrecha brecha que separaba dos masas de tierra. Navegaban por el Paso del Interior, un canal que iba desde Vancouver hasta Juneau. Resguardado por docenas de islas con extensos pinares, la sinuosa vía de agua recordaba los panorámicos fiordos de Noruega. Solo algún barco de pesca comercial o alguna lancha con aficionados a la pesca, que lanzaban los sedales para capturar salmones o fletanes, navegaban por esa zona para eludir el tráfico marítimo que iba y venía de Alaska. Como la mayoría de los pescadores independientes, Miller solo buscaba el salmón rojo, el más valioso, y utilizaba redes de cerco para capturar los peces próximos a las calas y las aguas oceánicas. Se daba por satisfecho si no perdía dinero, a sabiendas de que muy pocos se hacían ricos pescando en estos lugares. No obstante, pese a su limitada experiencia, aún conseguía obtener algún pequeño beneficio gracias a su planificación y entusiasmo. Bebió un sorbo de café y echó un vistazo a la pantalla de radar. Vio dos barcos que navegaban varias millas al norte, dejó el timón y salió para inspeccionar las redes por tercera vez ese día. Satisfecho de que no hubiese agujeros en las mallas, subió de nuevo al puente.

Bucky estaba apoyado en la barandilla; en lugar de dormir había optado por fumar un cigarrillo. Hizo un gesto a Miller y miró al cielo. El sempiterno manto de nubes grises flotaba como una esponja pero, por su aspecto, no parecía que fuera a descargar más que algún chubasco. Bucky miró a través del estrecho de Hécate hacia las islas verdes que lo limitaban por el oeste. A popa, por la banda de babor, vio una nube muy espesa que se movía casi a ras del agua. La niebla era una compañera habitual en esta zona, pero había algo peculiar en esa nube. Era de un blanco más brillante que el de un banco de niebla normal. El marinero dio una larga calada a su cigarrillo, soltó el humo y fue hacia la timonera.

Miller ya había visto la nube blanca, y ahora la observaba a través de unos prismáticos.

—¿Tú también la has visto, patrón? Es una nube muy extraña —comentó el marinero, con voz cansina.

—Lo es. Y no veo por aquí ningún otro barco que pudiese haberla soltado —contestó Miller, mientras oteaba el horizonte—. Podría ser humo que viene desde Gil.

—Sí, quizá a alguien le ha estallado el ahumadero —dijo Bucky, con una amplia sonrisa que dejó a la vista unos dientes desparejados.

Miller dejó los prismáticos y sujetó el timón. Su rumbo alrededor de la isla Gil los llevaba en línea recta hacia el centro de la nube. Golpeó con los nudillos la vieja rueda de madera en un gesto de inquietud, pero no hizo nada por cambiar el rumbo.

Cuando la embarcación ya se acercaba a la nube, Miller miró el agua y frunció el entrecejo. El color había cambiado de verde a marrón, y después a rojo cobre. En la superficie de aquello que parecía un caldo rojo, comenzaron a emerger decenas de salmones muertos con los vientres blancos apuntando hacia el cielo. Entonces el barco entró en la niebla.

Los hombres en la timonera notaron de inmediato un cambio de temperatura, como si les hubiesen echado encima una fría manta mojada. Miller notó algo húmedo en la garganta y el sabor de algo muy ácido. Percibió un cosquilleo en su cabeza, seguido de una súbita opresión en el pecho. Cuando respiró, le fallaron las piernas y unos puntos luminosos comenzaron a flotar delante de sus ojos. La repentina aparición del segundo tripulante que entró en la timonera profiriendo alaridos lo distrajo de aquel dolor.

—Patrón… me ahogo —jadeó el hombre, un tipo de rostro rubicundo y largas patillas.

Sus ojos estaban desorbitados y su rostro mostraba un color azulado. Miller dio un paso hacia él, pero antes de que pudiese alcanzarlo el hombre se desplomó en la cubierta, inconsciente.

La cabina comenzó a dar vueltas ante sus ojos mientras intentaba desesperadamente llegar a la radio. A duras penas alcanzó a ver a Bucky tendido en la cubierta. Sintiendo una opresión cada vez más fuerte en el pecho, Miller cogió el micro y al hacerlo tiró al suelo algunos lápices y cartas marinas. Se llevó el micro a los labios e intentó enviar una llamada de auxilio, pero las palabras no salieron de su boca. Cayó de rodillas y sintió como si todo su cuerpo estuviese siendo aplastado por una prensa. La opresión fue en aumento a medida que la negrura le nublaba la visión. Luchó para mantenerse consciente al notar que se hundía en el vacío. Miller se resistió con todas sus fuerzas hasta donde pudo, pero soltó una última exhalación cuando la helada mano de la muerte lo llamó para que se rindiese.