PASAJE A LA MUERTE
Estrecho de Victoria, océano Ártico
Abril de 1848
El gemido resonó por toda la nave como el aullido de una bestia herida, como un aterrador lamento que pareció suplicar la muerte. El lamento incitó a una segunda voz, luego a una tercera, hasta que un coro espectral retumbó en la oscuridad. Cuando los espeluznantes aullidos se apagaron reinaron unos segundos de silencio angustioso, hasta que un alma torturada reanudó la pavorosa secuencia. Algunos marineros aislados que conservaban todavía la mente cuerda escuchaban los lamentos al tiempo que rezaban para que su muerte fuese menos dolorosa.
En su camarote, el capitán James Fitzjames escuchaba mientras apretaba con fuerza un trozo de cristal de roca que guardaba en su puño. Levantó el frío y brillante mineral hasta la altura de los ojos y maldijo su resplandor. La piedra, de una composición desconocida, parecía haber maldecido a su barco. Incluso antes de que lo subieran a bordo, el mineral era portador de la muerte. Dos tripulantes del ballenero habían caído por la borda cuando transportaban las primeras muestras del mineral; apenas tardaron unos minutos en morir de hipotermia en las heladas aguas árticas. Otro marinero había muerto de una puñalada en una pelea, después de intentar cambiar algunas de las piedras por tabaco con un ayudante de carpintero que había perdido el juicio. En las últimas semanas, más de la mitad de la tripulación, en un proceso lento e inexorable, se había vuelto loca de atar. El aislamiento de la invernada sin duda era la causa principal, pero no dudaba de que las piedras también hubieran tenido algo que ver.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por unos violentos golpes en la puerta. Prefirió ahorrar la energía necesaria para levantarse y abrir, por lo que, con voz ronca, preguntó:
—¿Sí?
Se abrió la puerta y en el umbral apareció un hombre de baja estatura con un suéter roñoso; su delgado rostro rubicundo estaba sucio.
—Capitán, hay un par de ellos que intentan de nuevo abrir una brecha en la barricada —informó el cabo con su cerrado acento escocés.
—Llame al teniente Fairholme —ordenó Fitzjames. Se levantó con un visible esfuerzo—. Que reúna a los hombres.
Fitzjames arrojó la piedra sobre la cama y siguió al cabo. Caminaron por un oscuro y mohoso pasillo, alumbrado por unos pocos candiles. Pasada la escotilla principal, el cabo se dispuso a cumplir la orden mientras el capitán continuaba hacia proa. No tardó en detenerse al pie de una montaña de escombros que le cerraban el paso. La habían hecho con toneles, cajones y maderos, y llegaba hasta la cubierta superior, a modo de barricada que impedía el acceso a los sollados de proa. Desde algún lugar al otro lado de la pila, llegaba el ruido del movimiento de maderos y barricas acompañado de gruñidos humanos.
—Ya están otra vez, señor —dijo un infante de marina con ojos somnolientos que montaba guardia junto a la barricada con un mosquete Brown Bess.
El joven, que apenas tenía diecinueve años, se había dejado crecer una barba que sobresalía del mentón como una zarza.
—No tardaremos mucho en dejarles la nave —manifestó Fitzjames, con voz cansada.
Detrás de ellos se oyeron los crujidos de la escalerilla de madera cuando tres hombres subieron hasta la escotilla principal desde el sollado. Una ráfaga de viento helado recorrió el pasillo hasta que uno de los hombres colocó la lona que cerraba la escotilla. Un hombre de rostro macilento, abrigado con una gruesa chaqueta de lana, salió de las sombras y se dirigió a Fitzjames.
—Señor, el arsenal todavía está seguro —comunicó el teniente Fairholme. Una fría nube de vapor escapó de su boca mientras hablaba—. El cabo McDonald está reuniendo a los hombres en la cámara de oficiales. —Mostró al capitán una pequeña pistola de percusión—. Hemos recuperado tres armas para nosotros.
El capitán asintió con la mirada puesta en los otros dos hombres, dos infantes de marina ojerosos, cada uno armado con un mosquete.
—Gracias, teniente. No habrá disparos hasta que no dé la orden —dijo Fitzjames en voz baja.
Un grito agudo sonó al otro lado de la barrera, seguido por el estrepitoso batir de ollas y sartenes. «Cada vez están más desquiciados», pensó Fitzjames. Solo podía imaginar las abominaciones que se estaban produciendo detrás de la barricada.
—Se están volviendo más violentos —comentó el teniente en voz baja.
Fitzjames asintió con expresión grave. Tener que controlar a una tripulación que había perdido el juicio era una situación que nunca habría imaginado cuando se alistó en el Servicio de Descubrimientos Árticos. El capitán, un hombre brillante y afable, había hecho una rápida carrera en las filas de la Royal Navy, y a los treinta años ya era capitán de una balandra de guerra. Ahora, a los treinta y seis y obligado a luchar por su supervivencia, el oficial conocido como «el hombre más apuesto de la Marina» se enfrentaba a su prueba más dura.
Quizá no debía sorprenderle que parte de la tripulación hubiese enloquecido. Sobrevivir al invierno ártico a bordo de un barco inmovilizado por el hielo era un desafío tremendo. Sumergidos durante meses en la oscuridad y con un frío implacable, no habían salido de los opresivos sollados. Allí habían luchado contra las ratas, la claustrofobia y el aislamiento, además de los estragos físicos causados por el escorbuto y la congelación. Pasar un invierno era duro, pero para la tripulación de Fitzjames este era el tercer invierno consecutivo; las enfermedades se agravaban debido a la escasez de las raciones y del combustible. La muerte del jefe de la expedición, Sir John Franklin, había sido un duro golpe para el ánimo de todos.
Fitzjames sabía que más allá de los hechos concretos había algo siniestro en todo aquello. Cuando un ayudante del contramaestre se arrancó las ropas, saltó por la borda, y corrió sobre la placa de hielo profiriendo alaridos, podría haberse pensado en un caso aislado de demencia. Sin embargo, cuando tres cuartas partes de la tripulación comenzó a gritar en sueños, a tambalearse ajenos a lo que los rodeaba, a ser incapaces de articular las palabras con claridad y a tener alucinaciones, quedó claro que se trataba de algo más. A partir del momento en el que los afectados comenzaron a volverse violentos, ordenó que los aislaran en los compartimientos de proa.
—Hay algo en el barco que los vuelve locos —manifestó Fairholme, con voz queda, como si le hubiese leído el pensamiento al capitán.
Fitzjames iba a responder cuando un pequeño cajón voló por encima de la barricada y a punto estuvo de golpearle en la cabeza. El rostro pálido de un hombre consumido asomó por la abertura; sus ojos brillaban como ascuas a la luz de las velas. Se apresuró a escurrirse por el agujero y luego rodó por el frente del obstáculo. Al levantarse, Fitzjames lo identificó: era uno de los fogoneros que alimentaban la caldera del motor a vapor. El hombre llevaba el torso desnudo, a pesar de la baja temperatura que había en el interior del barco, y empuñaba un gran cuchillo de carnicero que había cogido de la cocina.
—¿Dónde están los corderos que debo degollar? —gritó con el cuchillo en alto.
Antes de que pudiese herir a alguien, uno de los infantes de marina lo golpeó en la sien con la culata del mosquete. El fogonero soltó el cuchillo, que rebotó contra un cajón con un sonido metálico, y luego se desplomó sobre la cubierta, con un reguero de sangre corriéndole por el rostro.
Fitzjames dio la espalda al fogonero inconsciente y miró a los tripulantes que lo rodeaban. Cansados, macilentos y debilitados por la falta de una alimentación adecuada, todos esperaban sus órdenes.
—Abandonamos el barco ahora mismo. Aún disponemos de una hora de luz. Intentaremos llegar al Terror. Teniente, lleve los equipos de invierno a la cámara de oficiales.
—¿Cuántos trineos debo preparar?
—Ninguno. Que cada hombre se lleve únicamente las provisiones que pueda cargar.
—Sí, señor —respondió Fairholme.
Ordenó a dos de los tripulantes que lo acompañasen y salieron por la escotilla principal. En uno de los pañoles estaban los abrigos, botas y guantes que utilizaban los marineros cuando trabajaban en cubierta o desembarcaban para realizar alguna exploración. El teniente y sus hombres recogieron todo lo necesario para el viaje y se apresuraron a llevarlo a la cámara de oficiales en la popa.
Fitzjames fue a su camarote y recogió una brújula, su reloj de oro y varias cartas que había escrito a su familia. Abrió el cuaderno de bitácora y escribió con mano temblorosa una última entrada. Con los párpados apretados como si reconociese la derrota, cerró el diario encuadernado en cuero. La tradición exigía que se lo llevase con él, pero lo guardó en el cajón de su mesa encima de una carpeta de daguerrotipos.
Once tripulantes, los únicos cuerdos que quedaban de una tripulación inicial de sesenta y ocho hombres, lo esperaban en la cámara. El capitán se calzó las botas y se puso el abrigo junto con todos los demás; luego, los precedió en la subida hasta la escotilla principal. Levantaron la tapa y salieron a la cubierta, castigada por los elementos atmosféricos. Fue como cruzar la entrada a un infierno helado.
Tras meses de encierro en el oscuro y húmedo interior del barco, ahora se encontraban en un resplandeciente mundo color blanco hueso. El terrible viento lanzaba infinidad de minúsculos proyectiles de hielo cristalino contra los hombres y fustigaba sus cuerpos con una temperatura de cuarenta grados centígrados bajo cero. El cielo no se distinguía del suelo, no había arriba ni abajo, tan solo confusos remolinos blancos. Fitzjames, sacudido por las rachas, avanzó a tientas por la cubierta nevada y bajó por una escalerilla hasta la placa de hielo.
A una distancia de ochocientos metros, la nave hermana de la expedición, el buque de su majestad Terror, estaba prisionera en la misma placa, aunque era imposible verla, porque el implacable viento reducía la visibilidad a escasos metros. Si no encontraban el Terror en medio de aquella cortina de nieve, acabarían vagando por la placa de hielo hasta morir. Habían clavado postes de madera a modo de mojones cada treinta metros entre los dos barcos por si se presentaba esta contingencia, pero al avanzar casi a ciegas, encontrar el siguiente poste se convertía en un desafío mortal.
El capitán sacó la brújula y tomó rumbo doce grados, que era en la dirección donde se encontraba el Terror. Sin embargo, en realidad estaba al este de su posición, pero la proximidad del polo magnético norte había provocado un error en la lectura. Con una silenciosa plegaria para que la placa no se hubiese movido desde que habían tomado las últimas mediciones, se inclinó sobre la brújula y comenzó a caminar por el hielo en la dirección señalada. Los tripulantes formaron una hilera sujetos a una cuerda y el grupo avanzó como un gigantesco ciempiés.
Fitzjames caminó con la cabeza gacha y sin apartar la mirada de la brújula, sin hacer caso del viento ni de la nieve que golpeaba su rostro. Contó cien pasos, se detuvo y miró en derredor. Se tranquilizó un poco al ver el primer indicador entre los algodonosos remolinos. Pasó junto al poste, buscó el rumbo en la brújula y caminó hacia el siguiente. La hilera fue de indicador en indicador como si jugasen a la pídola, aunque en ocasiones tenían que escalar montículos de nieve que alcanzaban más de diez metros de altura. Fitzjames concentraba todas sus fuerzas en la travesía e intentaba librarse de la amargura de haber abandonado su nave a manos de un atajo de dementes. En lo más profundo, sabía que se trataba de sobrevivir. Después de tres años en el Ártico, en aquel momento era lo único que importaba.
De repente, un terrible estruendo sacudió sus esperanzas. El ruido era ensordecedor, incluso superaba el aullido del viento, sonaba como una ininterrumpida salva de artillería. Pero el capitán sabía a qué se debía: eran las inmensas placas de hielo superpuestas debajo de sus pies que se movían en un continuo ciclo de contracción y expansión.
Desde que los dos barcos se habían quedado atrapados en el hielo en septiembre de 1846, se habían movido más de treinta kilómetros, impulsados por el desplazamiento de la inmensa placa de hielo que se conocía como Giro de Beaufort. Un verano inusualmente frío los mantuvo inmovilizados en 1847, ya que el deshielo de primavera apenas había durado. Los estragos de una nueva oleada de frío plantearon dudas acerca de la posibilidad de que las naves pudiesen liberarse con la llegada del siguiente verano. En el ínterin, un cambio en la placa de hielo podría ser mortal, ya que aplastaría a una resistente nave de madera como si fuese una caja de cerillas. Sesenta y siete años más tarde, Ernest Shackleton vería con impotencia cómo su barco, el Endurance, era aplastado por la expansión de una placa en la Antártida.
Con el corazón en la boca, Fitzjames apuró el paso cuando se repitió el estruendo en la distancia. La cuerda en sus manos se tensó con la resistencia de los hombres que se esforzaban por seguirlo, pero se negó a disminuir el ritmo. Llegó al que era el último indicador, y miró a través de los blancos torbellinos de nieve. Por un instante, distinguió un objeto negro.
—¡Lo tenemos justo delante de nosotros! —gritó al grupo—. ¡Más deprisa, ya casi hemos llegado!
Como un solo hombre, el grupo avanzó hacia el objetivo. Escalaron otro montículo de hielo y por fin vieron el Terror. La nave, con una eslora de treinta y cuatro metros, tenía casi el mismo tamaño y apariencia que el Erebus, con el casco pintado de negro y una ancha franja dorada en las bordas. Sin embargo, ahora, el Terror a duras penas parecía un barco, con el aparejo guardado y con un gran toldo de lona que tapaba la cubierta de popa. Habían apilado la nieve contra el casco hasta la altura de la cubierta, como aislante, y los mástiles estaban envueltos por una gruesa capa de hielo. El pesado barco, que había sido diseñado como una plataforma de artillería flotante, tenía ahora el aspecto de una enorme caja de leche tumbada.
Fitzjames subió a bordo, donde le sorprendió ver a varios tripulantes corriendo por la cubierta. Apareció un guardia-marina que llevó a Fitzjames y a sus hombres por la escotilla principal hasta la cocina. Uno de los cocineros repartió copas de brandy mientras los hombres se sacudían el hielo de los abrigos y se calentaban las manos junto a los fogones. El capitán saboreó la bebida, que lo ayudó a entrar en calor, pero estaba atento a la actividad que reinaba bajo cubierta. Los tripulantes no dejaban de dar voces mientras acarreaban provisiones por el pasillo central. Al igual que sus hombres, la tripulación del Terror ofrecía un aspecto deplorable. Pálidos y demacrados, casi todos sufrían los estragos del escorbuto. Fitzjames ya había perdido dos de sus dientes a consecuencia de la enfermedad, debido a la carencia de vitamina C, lo que debilitaba las encías y provocaba la caída del pelo, además de hemorragias. La nave llevaba toneles con zumo de limón y todos habían tomado sus raciones con regularidad, pero con el paso del tiempo el zumo se había estropeado, lo que unido a la escasez de carne fresca había hecho que nadie escapase de la enfermedad. Oficiales y marineros sabían que, si no ponían remedio, el escorbuto podía ser mortal.
El capitán del Terror apareció al cabo de unos minutos, un rudo irlandés llamado Francis Crozier; era un veterano del Ártico y había pasado gran parte de su vida en el mar. Como muchos otros antes que él, se había sentido atraído por descubrir un paso entre el Atlántico y el Pacífico a través de las inexploradas regiones septentrionales. El descubrimiento del Paso del Noroeste era quizá la última gran hazaña de la exploración marítima que quedaba por conquistar. Muchos lo habían intentado sin conseguirlo. Pero esta nueva expedición se había iniciado con la promesa de no fracasar; equipada con dos barcos al mando de Sir John Franklin, el éxito estaba casi garantizado. Sin embargo, Franklin había muerto el año anterior, después del intento de alcanzar la costa norteamericana cuando ya finalizaba el verano. Desprotegidos en aguas abiertas, las naves no tardaron en verse atrapadas por el hielo. El voluntarioso Crozier estaba decidido a llevar al resto de la tripulación a un lugar seguro y convertir en gloria el fracaso que los acechaba.
—¿Ha abandonado el Erebus? —preguntó a Fitzjames en tono mordaz.
El joven capitán asintió.
—Los tripulantes que permanecen a bordo se han vuelto locos.
—Recibí su mensaje en el que me contaba esos problemas. Es muy extraño. Un par de mis hombres también perdieron el juicio, pero no nos hemos visto afectados a tal escala.
—Es totalmente desconcertante —manifestó Fitzjames, molesto por la actitud de su colega—. Solo doy gracias por estar lejos de aquel manicomio.
—Ahora son hombres muertos —murmuró Crozier—, y es probable que también lo seamos nosotros dentro de poco.
—La placa de hielo. Se está partiendo.
Crozier asintió. Las fracturas se producían en los puntos de presión creados por los movimientos debajo de la superficie. Si bien la mayoría de las grietas aparecían en otoño y principios de invierno —a medida que se congelaban las aguas abiertas—, la placa en primavera también sufría peligrosas convulsiones y deshielos.
—Los maderos del casco hacen oír su protesta —manifestó Crozier—. Me temo que la tenemos encima. He ordenado que descarguen el grueso de las provisiones y que arríen las chalupas que nos quedan. Al parecer, estamos destinados a abandonar los dos barcos antes de lo planeado —añadió, con cierto miedo en la voz—. Solo ruego que la tormenta amaine antes de que tengamos que evacuar a toda prisa.
Después de compartir una comida de cordero y nabos en conserva, Fitzjames y sus hombres se unieron a la tripulación del Terror en la tarea de apilar las provisiones sobre la placa de hielo. Las estruendosas sacudidas parecían haber disminuido un poco, aunque aún se percibían por encima del viento. En el interior del barco, los marineros escuchaban los inquietantes crujidos de los maderos que resistían la presión del hielo. En cuanto descargaron el último cajón, se acurrucaron bajo cubierta y esperaron en la penumbra a que la naturaleza hiciese su jugada.
Durante cuarenta y ocho horas escucharon con intranquilidad los movimientos del hielo y rezaron para que el barco se salvara. No fue así. El golpe mortal llegó de súbito, con una violencia que los pilló desprevenidos. La pesada nave se elevó en el aire y cayó sobre un costado antes de que una parte del casco estallara como un globo. Solo dos hombres resultaron heridos, pero no había manera de reparar la destrucción. En un instante, el Terror se había convertido en una tumba acuática; solo faltaba fijar la fecha del entierro.
Crozier evacuó a la tripulación y mandó cargar las provisiones en tres de las chalupas que tenía disponibles; cada una iba montada sobre patines para arrastrarla por el hielo con mayor facilidad. Con mucha previsión, Crozier y Fitzjames ya habían llevado durante los últimos nueve meses varias chalupas cargadas hasta los topes con provisiones al indicador más cercano. El depósito en la Tierra del Rey Guillermo sería algo que agradecería la desamparada y exhausta tripulación cuando hubiera recorrido los casi cincuenta kilómetros de hielo que la separaban de tierra firme y de la comida.
—Podríamos recuperar el Erebus —propuso Fitzjames, con la mirada puesta en los mástiles de su antiguo barco, que sobresalían por encima de las serradas crestas blancas.
—Los hombres están demasiado débiles para combatir contra los elementos y contra sus camaradas —opinó Crozier—. Su nave encontrará el camino hasta el fondo, como el Terror, o pasará otro penoso verano atrapado en el hielo.
—Que Dios se apiade de sus almas —murmuró Fitzjames, y echó una última mirada al barco encallado.
Los dos capitanes, seguidos por equipos de ocho hombres uncidos a las pesadas embarcaciones como mulas a un arado, iniciaron la marcha a través de la desnivelada superficie helada hacia tierra. Por fortuna, el viento había amainado y la temperatura había subido casi hasta los cero grados centígrados. Sin embargo, el esfuerzo que se requería de los tripulantes muertos de hambre y frío comenzó a hacer mella en el cuerpo y el alma de cada uno de ellos.
Tras arrastrar y empujar las pesadas cargas durante cinco días agotadores, llegaron a la isla cubierta de cantos rodados. La Tierra del Rey Guillermo, que hoy lleva el nombre de isla del Rey Guillermo, no podía haber resultado menos inhóspita. Una extensión de tierra barrida por el viento con una superficie de trece mil ciento once kilómetros cuadrados, con un ecosistema que apenas permite vida vegetal y animal. Incluso los inuit evitan la isla por tratarse de un territorio muy pobre para la caza de caribúes y focas.
Crozier y sus hombres no sabían nada de todo aquello. Solo sus propios exploradores podrían haber descubierto que se trataba de una isla, en contra de la creencia general de los geógrafos en 1845, que creían que era una lengua del continente americano. Era probable que Crozier supiese eso, y algo más. Desde donde estaba, en el extremo noroeste de la Tierra del Rey Guillermo, tendría que recorrer más de mil seiscientos kilómetros para llegar al primer lugar civilizado. Un pequeño puesto de la Hudson Bay Company ubicado muy al sur, sobre las riberas del Great Fish, ofrecía la mejor posibilidad de rescate. Sin embargo, las aguas abiertas entre la punta sur de la Tierra del Rey Guillermo y la desembocadura del río, a unos doscientos cuarenta kilómetros de distancia, les obligarían a seguir arrastrando las condenadas embarcaciones a través del hielo.
El capitán dejó descansar a la tripulación durante unos pocos días en el punto de abastecimiento y los recompensó con raciones completas, para que recuperasen fuerzas y pudieran enfrentarse al arduo viaje con nuevos ánimos. Pero llegó un momento en el que no pudo esperar más. Cada día contaba en la carrera hasta el puesto de Hudson Bay antes de que comenzasen las nevadas de otoño. El veterano oficial tenía muy claro que no toda la tripulación llegaría hasta tan lejos, ni siquiera a un lugar cercano. Sin embargo, si les sonreía la fortuna, unos pocos de los más fuertes quizá llegarían a tiempo para enviar un grupo de socorro. Era su única posibilidad.
Iniciaron el largo viaje, arrastrando las chalupas trabajosamente; sin embargo, resultaba más fácil caminar por el hielo de la costa. Pero muy pronto comprendieron la amarga realidad de que estaban realizando una marcha hacia la muerte. Los rigores físicos de un esfuerzo constante en un entorno helado eran excesivos para sus cuerpos mal alimentados. El mayor sufrimiento, quizá incluso más que la congelación, era la sed insaciable. Como casi no tenían combustible para los infiernillos, no podían convertir el hielo en agua. Los hombres se llenaban la boca con nieve para fundir unas pocas gotas, y luego tiritaban de frío. De la misma manera que una caravana que cruzara el Sahara, se enfrentaban a la deshidratación, que se sumaba a las demás enfermedades. Día tras día, y uno tras otro, los hombres morían mientras el contingente marchaba hacia el sur. A los primeros los enterraron en fosas poco profundas, pero después dejaron los cadáveres en el hielo, porque necesitaban ahorrar fuerzas para la travesía.
Fitzjames llegó a lo alto de un pequeño risco cubierto de nieve y se detuvo con una mano en alto. Los dos grupos que lo seguían tambaleantes interrumpieron la marcha y se quitaron las cuerdas sujetas a la chalupa. La embarcación, cargada con víveres y equipos, pesaba casi una tonelada. Moverla era como arrastrar un rinoceronte por el hielo. Los hombres se dejaron caer de rodillas y respiraron jadeantes el aire helado.
El cielo estaba despejado, y la luz del sol se reflejaba en el hielo con un brillo cegador. Fitzjames se quitó las gafas de nieve y fue de hombre en hombre para ofrecerles palabras de aliento y de paso comprobar si presentaban señales de congelación en los miembros. Casi había acabado con el segundo grupo cuando uno de los marineros gritó:
—¡Señor, es el Erebus! ¡Se ha soltado de la placa de hielo!
El capitán se volvió y vio que el hombre señalaba hacia el horizonte. El marinero, un cabo segundo, se quitó el arnés para bajar la pendiente y echó a correr hacia la costa.
—¡Strickland! —llamó Fitzjames—. ¡Quédese donde está!
El marinero hizo oídos sordos y no disminuyó el paso; continuó corriendo a trompicones por la desnivelada superficie hacia la mancha oscura en el horizonte. El capitán miró en aquella dirección y se quedó boquiabierto. A una distancia de tres leguas, se veían con toda claridad el casco negro y los mástiles de un barco. Solo podía ser el Erebus.
Fitzjames lo miró, casi sin respirar. Strickland tenía razón. El barco se movía como si hubiese conseguido soltarse de la placa de hielo.
El sorprendido capitán se acercó a la chalupa para rebuscar debajo de uno de los bancos hasta que dio con el catalejo. Enfocó la nave con el instrumento y de inmediato lo identificó como la suya. Tenía el aspecto de un barco fantasma, con las velas recogidas y las cubiertas vacías. Se preguntó si los locos que se encontraban a bordo se habían dado cuenta de que iban a la deriva. El entusiasmo inicial despertado por la visión del barco no tardó en atemperarse al observar la superficie que lo rodeaba: se trataba de otra placa de hielo.
—Continúa atrapado —murmuró, cuando vio que se movía con la popa por delante.
El Erebus estaba aprisionado en una placa de dieciséis kilómetros de longitud que se había desprendido de la principal y ahora iba a la deriva en dirección sur. Sus posibilidades de salvación habían aumentado un poco, pero aún corría el riesgo de acabar destrozado por la presión del hielo contra el casco.
Exhaló un suspiro antes de volverse hacia los dos hombres en mejor estado físico.
—Reed, Sullivan, vayan a buscar a Strickland —ordenó.
Los dos hombres partieron a la carrera detrás del cabo segundo, que ya había alcanzado la placa y subía por un montículo. Fitzjames miró de nuevo su barco, atento a cualquier daño en el casco o a alguna señal de vida en cubierta. Sin embargo, la distancia era demasiado grande y ni siquiera con la ayuda del catalejo podía observar los detalles. Pensó en el jefe de la expedición, Franklin, cuyo cadáver yacía envuelto en hielo en las profundidades de la bodega. Quizá el viejo acabaría sepultado en Inglaterra, se dijo, consciente de que las posibilidades de que él mismo regresara a casa, vivo o muerto, eran casi nulas.
Transcurrió casi media hora antes de que Reed y Sullivan regresaran de la búsqueda. Fitzjames vio que ambos mantenían la cabeza gacha, y uno de ellos sostenía en la mano el pañuelo rojo que Strickland había llevado para protegerse la boca y la nariz.
—¿Dónde está? —preguntó el capitán.
—Cayó por un agujero en el hielo —respondió Sullivan, el encargado del aparejo, con una mirada lastimera en sus ojos azules—. Intentamos sacarlo, pero ya se había hundido antes de que pudiésemos sujetarlo. —Levantó el pañuelo casi congelado, mostrando lo único que habían conseguido rescatar.
«Qué más da», se dijo Fitzjames. De haberlo rescatado, lo más probable era que hubiese muerto antes de poder ponerle ropa seca. En realidad, Strickland había sido afortunado. Al menos había tenido una muerte rápida.
El capitán borró la imagen de su mente y gritó con voz áspera a la desconsolada tripulación:
—Vamos, a la faena. Reemprendemos la marcha.
Asumió la pérdida sin decir nada más.
Pasaron los días, cada vez más penosos, mientras los hombres seguían su marcha hacia el sur. Poco a poco, se fueron separando en diversos grupos, según su resistencia física. Crozier y un puñado de tripulantes del Terror se adelantaron por la costa hasta distanciarse unos quince kilómetros. Fitzjames los seguía, pero había algunos rezagados aún más atrás, los más débiles y enfermos, que no podían mantener el ritmo y a los que se podía dar por muertos. El capitán había perdido a tres de los suyos, y ya solo contaba con trece hombres para arrastrar la pesada carga.
Una disminución en la fuerza del viento y una temperatura un poco más alta les infundió nuevas esperanzas. Pero una súbita tempestad de finales de primavera cambió su suerte. Como un velo mortal, una línea negra de nubes apareció por el oeste y avanzó a gran velocidad. El viento cruzó la placa de hielo y azotó la isla sin piedad. Al no poder seguir avanzando, ya que las cortinas de nieve levantadas por el viento les impedían ver, Fitzjames ordenó que pusieran la chalupa boca abajo, para que el casco les sirviera de refugio. La tempestad los castigó durante cuatro días. Encerrados en aquel reducido espacio, con poca comida y sin medios para calentarse, excepto por el calor corporal, los hombres, extenuados, comenzaron a sucumbir.
Al igual que sus subordinados, Fitzjames recuperaba la conciencia a intervalos, mientras, poco a poco, sus funciones corporales se apagaban. Cuando el final estaba muy cerca, un súbito estallido de energía, quizá provocado por la curiosidad, lo llevó a moverse. Pasó por encima de los cuerpos de los demás, se escabulló por debajo del casco, y se levantó apoyándose en él. Un breve respiro en la violencia de la tormenta le permitió permanecer erguido en la media luz del atardecer. Forzó la mirada para verlo por última vez.
Aún estaba allí. En el horizonte, la mancha oscura que señalaba la presencia del Erebus se movía sobre el hielo como una corona negra.
—¿Qué misterio ocultas? —gritó, aunque sus últimas palabras habían escapado de sus labios agrietados como un susurro apenas audible.
Con los ojos brillantes fijos en el horizonte, el cadáver de Fitzjames quedó tumbado sobre la chalupa.
A lo lejos, el Erebus continuó deslizándose en silencio; una tumba envuelta en hielo. Al igual que su tripulación, acabaría sucumbiendo, víctima del brutal entorno ártico; el último vestigio del empeño de Franklin por navegar a lo largo del Paso del Noroeste. Con su desaparición, la leyenda de la tripulación demente de Fitzjames se perdería en las páginas de la historia. Sin embargo, desconocido para su capitán, el barco encerraba un gran misterio que, más de un siglo después, tendría una importancia fundamental para la supervivencia del hombre en el planeta.