EPÍLOGO

Los centenares de orughis que esperaban a cierta distancia de la costa del Promontorio llegaron poco a poco a la conclusión de que el hechizo no había funcionado. Sargonnas no iba a venir… esta vez. Con una expresión de desencanto en sus ojos semejantes a cuentas, los orughis dieron la espalda a Karthay y se dirigieron hacia las islas más pequeñas e incluso más inhóspitas en donde habitaban. Nadaron hacia el norte, batiendo el agua con sus musculosos pies palmeados de manera que dejaban a su paso un rastro de espuma de kilómetro y medio de anchura.

Los ogros, en sus barcos de guerra cerca del estrecho de Tierra a la Vista, también comprendieron que el momento había pasado. Oolong Xak, comandante de la flota de los ogros, dio la señal de regreso a docenas de naves… de vuelta a Alianza de Ogros y al continente de Ansalon. Por lo menos, pensó Oolong Xak con un suspiro, los ogros no habían cimentado alianza alguna con los despreciables orughis. Ya era bastante malo que los jefes ogros hubieran consentido en unirse a los minotauros. Los hombres toros habían llevado a todos por un mal camino con su sueño imposible de Sargonnas.

En el palacio de la ciudad de Lacynes, los ocho minotauros del Círculo Supremo aceptaron la noticia del fracaso del Amo de la Noche con diversas reacciones.

De una cosa todos estaban seguros: el giro tomado por los acontecimientos había dejado en una posición muy comprometida al rey de los minotauros. Tras oír la noticia del desastre, el monarca abandonó de inmediato el Círculo Supremo y regresó a su residencia.

Aunque Atra Cura había apoyado al rey, este grave error político no hacía quedar mal al cabecilla de los piratas minotauros. De hecho, reforzaba su jactanciosa opinión de que el rey estaba en declive, y que él, Atra Cura, era el lógico sucesor al trono… quizás el año próximo.

El jefe de la armada, Akz; el comandante del ejército minotauro, Inultus; el estudioso e historiador, Juvabit; el tesorero, Groppis; y el jefe del gremio de constructores, Bartill: estos cinco miembros del consejo permanecieron en el salón bastante rato después de conocer la alarmante noticia de que el Amo de la Noche había sido asesinado, intentando superarse los unos a los otros con sus afirmaciones de que, para sus adentros, cada uno de ellos había previsto los fallos en los planes del arrogante chamán.

Antes de partir, Victri, cabecilla de los minotauros campesinos, habló de manera elocuente acerca del patriotismo que ardía en el pecho de cada hombre toro, y cómo, a despecho de los obstáculos que surgían de vez en cuando, el reino minotauro invadiría el continente de Ansalon algún día.

En cuanto a Kharis-O, cabecilla de las amazonas nómadas, miró ceñuda a todos los demás y se marchó sin pronunciar palabra.

* * *

En la isla de Karthay, los compañeros se reagruparon en el terreno alto donde habían acampado la noche previa al ataque a la ciudad en ruinas.

Las fuerzas de los minotauros se habían dispersado. Los que quedaban vivos tras la lucha en la cumbre del volcán, habían perecido abrasados por la columna ardiente que se alzó del cráter unos breves minutos. Una vez finalizada la batalla, el ejército de criaturas del desierto que había ayudado a los compañeros a derrotar a los minotauros regresó a sus madrigueras y cuevas.

Flint llevó al campamento el cadáver de Kirsig. Sin ayuda de nadie, el enano cavó una sencilla tumba donde el suelo no era demasiado duro y clavó en el montón de tierra la espada que había blandido la semiogro, para que todos la vieran.

—Kirsig decía de sí misma que era una criada y una curandera —proclamó el enano junto a la tumba. Se dio unos tirones de la barba y después bajó la vista al suelo—. Pero quienes luchamos a su lado sabemos que su corazón era el de una verdadera guerrera, resuelto y valeroso. La echaremos de menos —añadió mientras se limpiaba unas lágrimas, sorprendentes, pues en él no era habitual llorar.

Dos de las mujeres de la tripulación del Castor y tres de los guerreros kiris habían perecido en el ataque, incluido Espíritu del Ave. Era él quien había muerto incinerado en la cumbre de la Corona del Mundo.

Sturm lloró la pérdida del kiri que lo había rescatado de una muerte segura en el Pozo de la Muerte.

Tajanubes lloró la pérdida de su amigo. Espíritu del Ave había caído en la batalla, una muerte honrosa para cualquier kiri, eso era indiscutible. Pero su cuerpo había quedado en la cima de la montaña, cuando el volcán entró en erupción arrasándola con su lluvia de fuego y destrucción.

—Nuestros muertos son incinerados siempre en una pira —le dijo Tajanubes a Sturm—. Pero se supone que las cenizas han de ser esparcidas a los cuatro vientos. La lava habrá enterrado el cadáver de Espíritu del Ave. En la muerte, jamás será libre.

Yuril se resentía de la herida recibida en el costado; sería un dolor que la acompañaría el resto de su vida. Pero se estaba recuperando y viviría. Caramon la cuidó en su convalecencia, llevándole té caliente y paliativos durante el día, y mantas por las noches. Observándolos, Flint comentó quejumbroso a Tanis:

—Me recuerda a Kirsig —rezongó—. Está actuando como una mujer.

Tanis se limitó a asentir con la cabeza, admirando la ternura demostrada por Caramon.

Los kiris siguieron efectuando largos vuelos de reconocimiento. Un día, uno de ellos regresó e informó a Tajanubes que un barco, el Castor, rondaba por la costa meridional. Al oírlo, Yuril y sus dos compañeras sobrevivientes conferenciaron y después anunciaron su decisión de regresar al mar. Perplejo, Caramon intentó convencer a Yuril para que se quedara con los compañeros.

—No —rio la alta y fuerte mujer marinera—. No lo entiendes, ¿verdad? El capitán Nugetre es un hombre difícil, pero mi sitio está en el mar, y él lo sabe. Tú te has reunido con tu hermano, y ahora yo he de reunirme con el mar.

Raistlin y Tanis se despidieron de Yuril, prometiéndole eterna gratitud. Flint estrechó su mano y la de las otras dos mujeres con actitud solemne. Kit abrazó a Yuril. Caramon, tras permanecer enfurruñado brevemente, plantó en sus labios un beso tan prolongado que Tasslehoff tuvo que darle unos golpecitos en el hombro.

Tres de los kiris transportaron a las mujeres marineras de vuelta al barco que las esperaba.

Regresaron cuatro kiris, los tres que habían volado hasta el Castor y un mensajero procedente de la isla de Mithas.

Un centinela había informado desde las mazmorras de Atossa que Cielo Matutino había muerto. El hombre pájaro torturado, hermano de Tajanubes, había perecido sin revelar nada a sus crueles verdugos.

Tajanubes rompió a llorar cuando supo la noticia.

—Debes regresar —le dijo el mensajero—. Pluma del Sol me envía por ti. Dijo que te comunicara que ahora eres el heredero del cargo de cabecilla de nuestro pueblo.

Tajanubes reunió a sus guerreros alados y les anunció que regresaban a Mithas de inmediato. Los compañeros se acercaron para dar una triste despedida a los miembros de este antiguo pueblo que los había salvado y había colaborado para detener a Sargonnas.

—Volveremos a encontrarnos —aseguró Raistlin solemnemente.

—Espero que así sea —respondió Tajanubes.

Sturm dio un abrazo a Tajanubes algo estirado, pero dictado por el corazón.

Caramon se adelantó, sin saber muy bien qué decir o qué hacer. En este corto tiempo, había cobrado un gran aprecio a Tajanubes y dudaba que pudiera olvidar nunca a su amigo kiri.

Tajanubes miró al joven humano. Cogió el brazo de Caramon y le subió la manga hasta dejar al descubierto la cicatriz de la Noche del Dragón Marino. Rozó la cicatriz con dos dedos y después se los llevó a los labios.

—Guerrero —dijo Tajanubes—. Hermano.

—Guerrero —repitió Caramon—. Hermano.

Los kiris emprendieron el vuelo en un glorioso batir de alas gigantes.

* * *

Habían pasado siete días desde el ataque a la ciudad en ruinas y la derrota del Amo de la Noche, y dos desde la partida de los kiris.

Entre los compañeros reinaba una sensación de desgana. Aunque algunos de ellos tenían contusiones y heridas, ninguno estaba en tan malas condiciones como para no poder moverse. No obstante, los siete compañeros permanecían en el terreno alto desde donde se veía la ciudad muerta y en la distancia podía divisarse la cumbre de la Corona del Mundo.

Tasslehoff había intentado convencer a todos de que en ningún momento había sido realmente perverso, e insistió en que todo había sido una fabulosa charada.

Sin embargo, Sturm había estado evitando a Tas. Para sus adentros, creía que el perverso kender había estado a punto de provocar su muerte en Atossa. Nadie pudo convencer al solámnico de lo contrario. Y no todos estaban seguros de que debieran hacerlo.

Ya bien avanzada la tarde, cuando se acercaba la hora de cenar, Flint vio a Tas y Sturm discutiendo con vehemencia. De manera inesperada, el enano prorrumpió en carcajadas y se dobló en dos, agarrándose los costados. Sturm exigió saber qué era lo que le parecía tan divertida.

—¡Un… ken… kender sin copete! —farfulló el enano—. ¡Y un solámnico con sólo medio bigote!

Todos se sumaron a sus risas… Todos, salvo Sturm, que no encontraba maldita la gracia al asunto.

Tas fue el que más rio. Cuando por fin consiguió contener las carcajadas, adoptó una actitud seria.

—Tú me crees, ¿verdad, Raistlin?

—Sí, te creo —repuso simplemente el mago.

—¿Veis? ¡Raistlin me cree! —gritó el kender, sonriendo de oreja a oreja.

—Mi hermano es muy inteligente —intervino Kitiara, que estaba encendiendo el fuego para cocinar la cena—, pero tiene debilidad por los kenders.

—¿Qué crees tú, Kitiara? —preguntó Sturm, confiando en tener un aliado.

—Ya te lo he dicho. Era perverso, hasta que Dogz sustituyó la pócima de maldad que tomaba por mi frasquito con la saliva del leucrotta. De no ser por Dogz, Tas sería aún perverso… y quizá todos estaríamos muertos.

—¿Saliva de leucrotta? —repitió Sturm, desconcertado.

—Actúa como un antídoto para las pócimas de amor —intervino Tanis—. Y Kitiara imaginó que, si servía como antídoto para pócimas de amor, podría tener el mismo efecto con pociones de maldad. Supongo que eso es lo que ocurrió, porque Tas está aquí y ya no es perverso.

—Habló el gran experto en pócimas amorosas —rezongó Flint, poniendo los ojos en blanco. Tendió a Kit una olla grande y le indicó que debería ir por agua.

Tas sonreía de oreja a oreja para demostrar a todos que ya no era malo.

—Bueno, tal vez —dijo Sturm, no del todo convencido.

—¿Es eso posible? —preguntó Caramon a Raistlin.

—Puede —repuso su hermano, evasivo.

—Hace días que quiero preguntarte algo, Kit —dijo Tanis—. Si estabas cazando un leucrotta con tu tío Nellthis, ¿cómo llegaste a Karthay tan pronto?

Los demás levantaron la vista, esperando la respuesta, pero Kitiara se había marchado para llenar la olla con agua para la cena.

Cuando regresó, estaban hablando sobre otro tema; el conocido debate de la pasada semana; ¿adonde irían ahora y qué harían a continuación?

Habían estado acampados en la sierra ocho días, enterrando a los muertos, despidiendo a los amigos que volvían a casa, y retrasando sus planes.

—Os diré lo que me gustaría hacer —comentó Caramon audazmente—. Me gustaría volver a Mithas y ayudar a Tajanubes y a los kiris a emprender una guerra contra los minotauros. ¡Me gustaría vengar la muerte de Cielo Matutino!

—A mí también me gustaría volver a Mithas —se mostró de acuerdo Sturm—. Quisiera tener otro enfrentamiento con ese gladiador, Tossak, ahora que estoy otra vez en forma.

—¿Hay muchos tesoros en esas ciudades de los minotauros? —preguntó Kit.

—¡Desde luego! —exclamó Tas.

—No sé —dijo, pensativo, Tanis—. Echo de menos Solace, pero ahora que estamos tan lejos, al otro lado del mundo realmente, me parece que deberíamos aprovechar la circunstancia para explorar la región y conocer otras gentes. ¿Qué piensas tú, Raistlin?

Se había levantado viento, y la noche se aproximaba, con su concomitante frío. Lunitari y Solinari empezaban a salir. El joven mago esbozó una leve sonrisa.

—No podemos quedarnos aquí para siempre. Y no hay medios fáciles para regresar a casa. Por consiguiente, propongo que lo sometamos a voto mañana. Sea cual sea el resultado, actuemos en consecuencia y partamos de aquí.

Fueron interrumpidos por un ruidoso golpeteo. Los compañeros levantaron la vista y se encontraron con Flint de pie junto a la hoguera. Un olor apetitoso salía de la olla. El viejo enano los miraba irritado mientras golpeaba la olla con el cucharón de madera.

—¡Bla, bla, bla! —rezongó colérico—. ¡Basta de cháchara! ¡A comer!