El ataque
Al crepúsculo habían llegado tantos kiris al campamento que Tanis ya no estaba seguro de cuántos eran. Veinte, quizá veinticuatro, calculó el semielfo. Los hombres pájaros llegaban volando e informaban en su lengua a Tajanubes, tras lo cual se arremolinaban alrededor de los humanos y los otros para mirarlos. Algunos volvían a emprender el vuelo. Otros sacaban armas y las afilaban.
La desventaja en número ya no era tanta, le dijo Tanis a Flint. El enano, fruncido el entrecejo, no parecía muy convencido. Estaba impaciente porque Tajanubes compartiera la información recogida por sus exploradores.
Flint y Caramon fueron a hablar con el guerrero kiri.
—¿Se sabe ya dónde está prisionera Kitiara y a qué número de tropas hemos de hacer frente? —preguntó el enano en Común.
Los otros, incluidos Tanis y Sturm, se habían acercado a ellos. Tajanubes se puso de pie con aire resuelto.
—Mis exploradores sobrevolaron la antigua ciudad y vieron muchas docenas de minotauros acampados entre sus ruinas, la mayoría soldados, y todos fuertemente armados —informó el kiri—. El cuartel del gran chamán está cerca del centro de la ciudad en ruinas, al aire libre, pero muy bien vigilado. Una humana está prisionera en una jaula en el campamento del Amo de la Noche. Hay mucha actividad en el campamento, obviamente haciendo preparativos para algo. Mis exploradores no se atrevieron a volar más cerca por miedo a ser descubiertos. A uno de mis hermanos le pareció ver a alguien de talla pequeña, ni humano ni minotauro, deambulando por allí, pero no está seguro.
—Ese condenado kender —rezongó Flint.
—¿Qué hay de mi hermano? —preguntó Caramon.
—Hasta el momento —contestó Tajanubes, sombrío— no hay señales del mago.
—Así que sabemos que Kit está prisionera cerca del centro de la vieja ciudad —dijo Tanis—. También sabemos que está bien vigilada. ¿Cuántos somos ahora…, veinte, treinta?
Nadie dio una respuesta inmediata. Tanis miró a su alrededor, observando al grupo. Rostros valerosos pero tensos le devolvieron la mirada. Todos sabían que las fuerzas de los minotauros eran abrumadoramente superiores. Tajanubes se encogió de hombros.
—Quizás Espíritu del Ave pueda darnos alguna noticia más cuando regrese —dijo el kiri con actitud animosa—. No sólo es mi jefe de exploradores, sino un experto en tácticas cuando llega el momento de la batalla.
—Sea cual sea su superioridad, tenemos que intentar el rescate mañana —dijo Sturm. Los otros compañeros se mostraron de acuerdo con sus palabras.
—Sí —asintió Tajanubes en un tono solemne—. Mañana.
Casi de manera involuntaria, todos alzaron la vista al cielo. El sol ya había desaparecido por el horizonte y un rojo crepúsculo precedía a la fría noche.
—Sospecho que mañana vamos a hartarnos de luchar —refunfuñó Flint—. Lo mejor que podemos hacer es asegurarnos de que estamos preparados. —Sin añadir una palabra más, el viejo enano sacó su hacha de guerra y la piedra de afilar. El resto del grupo se puso a hacer preparativos similares para la batalla.
* * *
Espíritu del Ave volaba de regreso al campamento temporal cuando algo llamó su atención. Dio media vuelta para sobrevolar de nuevo aquel punto y echar otra ojeada. Un soldado minotauro rodaba por el suelo, cerca de un agujero grande; aparentemente estaba luchando, pero ¿contra qué? Espíritu del Ave se arriesgó a descender más para verlo mejor.
El hombre toro, cuya talla sobrepasaba los dos metros diez, quedaba empequeñecido por la criatura contra la que combatía, un monstruo enorme, de cuatro patas, protegido con una especie de placas de blindaje que también formaban una cresta a lo largo de su espalda, más alto que el minotauro y por lo menos dos veces más largo. La extraña criatura caminaba muy pegada al suelo, sobre las garras callosas, arremetiendo contra el minotauro una y otra vez y chasqueando las fauces. Había derribado al minotauro y le impedía incorporarse con sus atroces ataques.
El hombre toro blandía un tridente con intención de hincarlo en la criatura. Si lo lograba, podría valerse de la pesada red para inmovilizar a la bestia y rematarla. Perdido el equilibrio y eludiendo el ataque de la criatura, sin embargo, el minotauro no estaba teniendo mucho éxito en su propósito, y cada arremetida de las garras de la bestia abría nuevas heridas en su cuerpo.
Fascinado, intentando determinar qué clase de animal era, Espíritu del Ave descendió aún más y se quedó cernido justo encima del combate.
El minotauro se las ingenió para impulsarse de un salto sobre la espalda de la bestia. Sujetándose con una mano, el hombre toro hincó el tridente bajo la cresta de la criatura, en el punto donde las placas sobresalían del cuerpo. Con un grito penetrante, el animal dio un salto de varios palmos en el aire, justo debajo del kiri.
Sólo entonces Espíritu del Ave comprendió qué clase de criatura era: un bulette, al que también se le llamaba a veces tiburón terrestre, un depredador voraz, y tan escaso que ni Espíritu del Ave ni ningún otro kiri, que él supiera, había visto uno hasta entonces.
Del cestillo que colgaba a su costado, el kiri sacó lo que parecía un revoltijo de enredaderas.
Por debajo de él, la momentánea ventaja del minotauro había desaparecido. El bulette se las había arreglado para girarse en el aire y caer de lleno sobre los hombros del hombre toro, y después empezó a darle tajos en las piernas y la espalda con las garras traseras. Al mismo tiempo, las poderosas fauces se cerraron alrededor de su cuello.
Justo en ese momento, Espíritu del Ave se zambulló en el aire y lanzó el enredijo de plantas sobre el bulette. La maraña vegetal era una planta conocida como enredadera estranguladora, y envolvió con rapidez a su presa, inmovilizándola contra el suelo en un abrazo mortal. Cada vez que el bulette intentaba moverse, la planta se ceñía más, constriñendo prietamente sus zarcillos elásticos sobre el monstruo.
Espíritu del Ave dudaba que la estranguladora hubiese sido tan efectiva contra el bulette si la salvaje criatura no hubiese estado herida. También influyó que el bulette, enfrascado en la lucha, no había reparado en el kiri hasta que fue demasiado tarde.
El guerrero alado aterrizó y se aproximó cauteloso al monstruo. El bulette no se sacudía ni gritaba. Permanecía sumamente inmóvil, como si estuviese muerto, y miraba a Espíritu del Ave con una expresión tan malévola en sus amarillentos ojos que el kiri sintió helársele la sangre en las venas. El bulette no tenía cuello; su cabeza salía bajo el blindaje del collarín de placas y terminaba en unas fauces feroces, en pico, que semejaban a las de una tortuga gigante.
La estranguladora continuaba enredándose en torno al animal, inmovilizándole la cabeza, envolviendo cada vez más fuertemente su cuerpo blindado de color azul verdoso y sus miembros. A un lado, el minotauro se retorció con los estertores de la muerte. Su sangre empapaba el suelo desértico, manchándolo de rojo.
Espíritu del Ave sabía que el voraz bulette atacaba y devoraba cualquier ser que encontrara en su territorio; se enterraba bajo tierra cuando quería descansar y salía a la superficie al detectar vibraciones que significaban la proximidad de una nueva presa. Ninguna persona o animal se aventuraba en territorio de un bulette a menos que lo obligaran las circunstancias.
Como todos los kiris, Espíritu del Ave poseía conocimientos mágicos del mundo antiguo, un conjunto de conocimientos que eran siglos más antiguos que la magia de las tres lunas y entre los que se incluía la comunicación con los animales. A despecho del recelo que sentía hacia el bulette, el audaz kiri decidió intentar hablar con el monstruo.
—No quiero hacerte daño —dijo Espíritu del Ave, en el lenguaje universal de los animales—. Deseo hablar contigo sobre el motivo por el que estoy aquí… y sobre los minotauros que están ocupando esta isla.
La criatura siguió mirando al kiri en silencio.
—Ni tú ni tus mezquinos asuntos me importan lo más mínimo —respondió por fin el bulette—. Lo único que me interesa es tener lleno el estómago. Esos estúpidos hombres toros que reniegan de su herencia animal y se consideran superiores a nosotros, tampoco me conciernen.
El monstruo no sólo era malicioso, sino también estúpido, pensó Espíritu del Ave.
—Yo diría que, ahora mismo, hay algo más que te interesa; por ejemplo, que se cure la herida de tu espalda. —El kiri había advertido que un líquido seroso verde, probablemente la sangre del bulette, manaba de la herida infligida por el minotauro—. Con mis dotes curativas sanaré ese desgarro si accedes a escuchar lo que quiero decirte.
—Aunque sea tu prisionero, no te sería nada fácil acabar conmigo, kiri —repuso el animal, receloso—. Aun así, parece que no tengo muchas alternativas.
—Los minotauros de Mithas han establecido un puesto avanzado en esta isla. Como sabrás, los hombres toros exterminan o subyugan a todos cuantos se cruzan en su camino. Eso no es un buen auspicio para ti ni para las otras criaturas de Karthay. —Espíritu del Ave hizo una pausa para asegurarse de que el bulette le prestaba atención.
«Nosotros, los kiris, tenemos nuestras propias razones para querer que los minotauros desaparezcan de Karthay cuanto antes, pero somos muy pocos para aplastarlos. Únicamente un grupo de kiris guerreros, un puñado de humanos, un enano y un semielfo componen nuestra compañía. Nos beneficiaría enormemente que un diestro cabecilla, como tú mismo, y aquellos animales que escogieses para tener a tu mando, lucharan a nuestro lado.
Espíritu del Ave calculó que una apelación a la vanidad del bulette, que tan gran opinión tenía de sí mismo, podía ser positiva. Estaba en lo cierto. Si pudiera decirse que un monstruo enorme se hinchaba de orgullo, el bulette lo hizo.
No obstante, la criatura volvió de inmediato a su actitud terca.
—No necesito a los kiris ni a ningún otro para destruir a los minotauros. Si me interesara hacerlo, me ocuparía de ello yo mismo, poco a poco, uno a uno, en más o menos tiempo. ¿Por qué habría de unirme a vosotros?
Espíritu del Ave sabía que, probablemente, el bulette tenía razón. Él solo, con sus propios recursos, podría eliminar a los minotauros a la larga. Pero Tajanubes, Caramon y los otros no podían esperar tanto tiempo.
—Si te alias con nosotros, nos comprometemos a abandonar esta isla y cedérosla a ti y a los otros animales como vuestro dominio durante los próximos mil años. Actuando como líder de la batalla, sin duda serás reconocido como el jefe supremo de la isla —añadió el kiri. No pudo descifrar el efecto de sus palabras en los fríos e inexpresivos ojos del bulette—. Además, está el tema de tu herida, que puedo sanar mediante la magia.
El animal continuó impasible. Espíritu del Ave aguardó pacientemente. El líquido seroso verde no dejaba de manar de la espalda del bulette.
—Primero mi herida —dijo al cabo el monstruo—. Después discutiremos quién se unirá a nosotros en una batalla contra los minotauros. Los hombres toros no tienen amigos entre las criaturas de esta isla. Claro que —pareció que soltaba una risita— tampoco los tengo yo.
* * *
Para tratar la herida del bulette, Espíritu del Ave tuvo que liberar a la criatura de la estranguladora en primer lugar, cortándola cerca de la base del tallo, y después seccionándola tantas veces como le fue posible. A continuación utilizó alguno de los trozos para hacer una especie de arnés en el que transportar al monstruo hasta el campamento.
Espíritu del Ave tuvo que emplear todas sus fuerzas para levantar y transportar a la enorme criatura. Caramon, Tanis, Sturm, Flint y los demás observaron con horror cuando el kiri depositó al tiburón terrestre en medio del campamento, después del crepúsculo. Aunque el animal parecía dócil, se movió pesadamente hacia el borde del campamento y miró de hito en hito el desierto, con actitud hosca y desconfiada.
Tajanubes se acercó a recibir a Espíritu del Ave cuando lo vio aterrizar con el tiburón terrestre. Los dos kiris hicieron un aparte y mantuvieron un corto conciliábulo en su lengua. Después, sonriente, Tajanubes llevó a su amigo junto al resto del grupo.
—¿Para qué nos vale semejante criatura? —preguntó Caramon.
—El campamento minotauro está bien defendido. Nos superan mucho en número. Necesitamos cualquier aliado que podamos encontrar —explicó Tajanubes—. No hay luchador más intrépido que un bulette. Según Espíritu del Ave, éste se ha comprometido a convocar a otras criaturas terrestres para que vengan en nuestro auxilio, y nos ha hablado de una guarida de rocs de montaña a los que probablemente podamos convencer para que se unan a nuestra causa. Enviaré a Hermano de las Estrellas para hablar con esos rocs y pedirles ayuda.
—¡Rocs! —exclamó Flint. Aunque era un Enano de las Colinas, y no un Enano de las Montañas, estaba bien enterado de la reputación que tenían estas enormes aves de presa cuya apariencia era la de águilas gigantes, con una envergadura de alas que alcanzaba los treinta y cinco metros. Los Enanos de las Montañas que explotaban minas en regiones remotas a veces eran atacados por rocs que defendían sus nidos.
—No sé de ningún roc que haya ayudado a un enano nunca, ni viceversa —dijo Flint con vehemencia.
Caramon miró suplicante a Tanis, que intercedió para tranquilizar al enano.
—Tajanubes tiene razón. Necesitamos ayuda. Si Espíritu del Ave ha sido capaz de dominar a un bulette y convencerlo para que nos ayude, entonces Hermano de las Estrellas tal vez pueda hacer lo mismo con los rocs. —Tanis miró a la semiogro quien, como de costumbre, estaba cerca de Flint—. Kirsig y yo haremos todo lo posible para mantener a los rocs lejos de ti, y a ti lejos de los rocs.
La semiogro, que se estaba tomando el asunto de los rocs y los enanos muy en serio, se cruzó de brazos y asintió con un vigoroso cabeceo.
—¿Cuándo podemos esperar que nuestros excepcionales aliados se reúnan con nosotros? —preguntó Sturm. Desde que había sido rescatado del Pozo de la Muerte, el solámnico sentía un profundo respeto por los kiris y no veía razón para dudar de la sensatez de su poco ortodoxo plan.
Espíritu del Ave ladeó la cabeza en dirección al bulette y pareció escuchar unos segundos.
—El mensaje ha sido enviado —dijo luego—. El nuevo día nos traerá nuevos amigos. Lo mejor que podemos hacer es esperar, y descansar hasta entonces.
Siguiendo su propio consejo, el kiri se puso en cuclillas, cerró los ojos y, casi de inmediato, se quedó dormido. O, al menos, es lo que pareció. Un minuto después, Espíritu del Ave abría un ojo.
—Despertarme si tengo que hacer una guardia —añadió, antes de volver a cerrar el ojo.
—He descansado todo el día mientras vosotros patrullabais —manifestó Yuril—. Haré el primer turno de guardia y despertaré a alguien cuando esté cansada.
La mujer cogió una manta del suelo y se dirigió hacia un árbol al borde del bosque donde habían acampado, y se sentó recostada en él. Los otros empezaron a retirarse para encontrar un sitio cómodo donde dormir. Varios kiris y las demás mujeres de la tripulación del Castor empezaban a acostarse.
—Yo, eh… tengo que afilar mi espada y preparar mis otras armas para mañana —farfulló Caramon, sin dirigirse a nadie en particular—. Creo que haré compañía a Yuril.
Sturm y Tanis intercambiaron una mirada cómplice.
—No olvides que al menos uno de los dos tiene que estar de guardia —le dijo el semielfo mientras se alejaba.
A decir verdad, Caramon había estado tan preocupado por el paradero de su hermano desde que Raistlin había desaparecido varias horas antes, que no creía que pudiera quedarse dormido aunque lo intentara. Sin embargo, la presencia de Yuril resultó ser muy tranquilizante.
* * *
Flint durmió también, pero mal. Sus sueños estaban llenos de susurros y movimientos de alas inmensas que se precipitaban sobre él. Kirsig, que permanecía despierta para cuidar al enano, tuvo que colocar varias veces la manta que Flint había retirado en sueños y volver a echársela.
Cuando despertó a la mañana siguiente, el enano vio que los ruidos que lo habían alterado mientras dormía habían sido reales, sólo que los producían unos curiosos animales terrestres, no habitantes del aire. El bulette estaba en el borde suroccidental del campamento. Tras él, bajo la temprana luz del amanecer, el suelo del desierto parecía bullir y combarse. Flint miró con más detenimiento.
—¡Gran Reorx! —exclamó.
Docenas de insectos gigantes, cubiertos con caparazones duros, negros y articulados, y las cabezas rematadas en un par de mandíbulas pequeñas, pero de aspecto impresionante, abarrotaban el suelo del desierto.
—Horax.
—¿Qué? —preguntó Flint al kiri que se había acercado a su lado.
—Viven bajo tierra y llegan a alcanzar una longitud que iguala casi nuestra altura. Atacan en manada —explicó el kiri—. Por fortuna nunca hemos tenido la desgracia de topar con ellos. Tengo entendido que te aplastan entre sus pinzas curvas hasta matarte. —Al ver que Flint se quedaba boquiabierto, añadió—: No te preocupes. Siguen las órdenes del bulette, y él está de nuestro lado… por el momento.
—Sus pinzas son poderosas, ya lo creo —intervino Kirsig, que se había reunido con ellos. La semiogro parecía tener un surtido de información útil acerca de cualquier tema—. Mi padre decía que podían convertirse en una verdadera molestia si se metían en túneles que estuvieran en uso. No les gusta la luz del sol, por lo general. Confío en que puedan aguantarla unas pocas horas, durante el ataque.
Todos los compañeros, los kiris y las mujeres se habían levantado ya y contemplaban la extraña horda de animales: el bulette, los horax y, detrás, unas extrañas formaciones rocosas que se movían. Flint se frotó los ojos, sorprendido.
—Kirsig —susurró mientras tiraba de la manga a la semiogro y señalaba detrás de los horax.
Las rocas pardo rojizas se habían movido otra vez, poniendo de manifiesto que no eran piedras inanimadas, sino el pellejo duro, lleno de bultos, de un reptil gigantesco. Flint calculó que la monstruosa criatura serpentina debía de medir casi sesenta metros desde el extremo de la cola, larga y semejante a un látigo, hasta la punta del hocico, afilado y dotado con dientes. La colosal bestia parecía descansar sobre el suelo, con las patas planas y anchas, en forma de aleta, extendidas a ambos lados del escamoso cuerpo.
Lo que a Flint le habían parecido unas cuevas abiertas en la roca, eran realmente las cuencas oculares de la criatura, tan hundidas que no se atisbaban los ojos. El monstruo movía lentamente la cola a uno y otro lado, y había derribado algunos afloramientos rocosos.
—Es un gran hatori, y muy viejo a juzgar por su tamaño —repuso Kirsig en voz baja—. No debe de haber tenido mucho que comer durante las últimas décadas, y un hatori hambriento es un feroz luchador, como siempre decía mi padre.
El bulette miró primero a los kiris y a sus amigos, y después contempló el ejército que había reunido. Aunque estos sanguinarios animales no se tenían mucho aprecio entre sí, era aún menos el que sentían por los minotauros, quienes tenían fama de matones arbitrarios y arrogantes entre las criaturas del desierto.
El bulette les había comunicado el pacto propuesto por Espíritu del Ave y Tajanubes. Los animales lucharían juntos un día, y los kiris les cederían la desolada Karthay durante un milenio. Debido a la presencia de Kit y, probablemente, la de Raistlin en las ruinas de la ciudad, las criaturas tenían la orden estricta de no hacer daño a ningún humano o miembros de otras razas, sólo a los minotauros. A éstos podían matarlos a su antojo.
Una súbita ráfaga de viento estuvo a punto de derribar a Flint. El fuerte viento siguió soplando, arrastrando mantas y paquetes del campamento. El enano, aprensivo, levantó la vista. Justo por encima de sus cabezas se cernían cuatro rocs, dos adultos y otros dos más jóvenes, probablemente crías ya adolescentes. Sus penetrantes ojos negros contemplaban fijamente al grupo reunido. Con sus musculosos cuerpos, cabezas en forma de proyectil, e inmensa envergadura de alas, cada roc era tan grande como un vallenwood. Su lustroso plumaje, marrón y amarillo, y sus fuertes y curvos picos brillaban con los rayos del sol naciente.
Toth-Ur paseaba impaciente frente a su tienda. El sol de la tarde caía a plomo sobre él, apelmazando su brillante pelambre negra con el sudor. El Amo de la Noche y su séquito habían partido felizmente hacia la cima del volcán. En apariencia todo iba bien, pero Toth-Ur se sentía intranquilo. Zedhar no había regresado de la misión de reconocimiento a la que había salido ayer. El comandante se planteaba la conveniencia de enviar una patrulla en su búsqueda, pero el número de sus tropas ya había quedado reducido al prescindir del contingente que acompañaba al Amo de la Noche, y Toth-Ur era reacio a prescindir de más soldados. El sumo chamán le había advertido que hoy tenía que estar especialmente alerta.
Su tienda se levantaba cerca de la parte occidental del perímetro de la ciudad en ruinas de Karthay, próxima a un parapeto derruido. Puesto en jarras, el comandante recorrió con la mirada el paisaje yermo y desolado. Unos cuantos soldados permanecían a pocos metros, dispuestos a cumplir cualquier orden suya.
De repente, una forma gigantesca salió del suelo a menos de tres metros de la tienda del comandante y, alzándose en el aire, se precipitó pesadamente sobre la espalda de un minotauro. Un rápido golpe de sus mandíbulas partió el cuello del hombre toro.
Antes de que los otros soldados tuviesen tiempo de hacer algo más que desenvainar las espadas, empezaron a salir horax del agujero abierto por el bulette como una corriente imparable. Dondequiera que mirara el atónito Toth-Ur, extraños y horribles animales brotaban de agujeros en el suelo y atacaban a su pequeño ejército desde todas las direcciones.
Los minotauros no podían mantenerse firmes en sus posiciones, ya que la salvaje horda de animales había atacado en medio de ellos. Algunos murieron en la primera embestida. Otros aguantaron y combatieron, si bien las espadas y las lanzas apenas causaban arañazos en los quitinosos caparazones de los insectos. Otros retrocedieron a mejores posiciones de combate.
El bulette atacaba enardecido, saltando, aplastando y destrozando minotauros con impunidad.
Las hordas de horax estaban enloquecidas por la sangre. Para dominar a un minotauro eran precisas dos o tres criaturas. Una cerraba las mandíbulas en torno a una pierna, justo por encima de la pezuña, y partía los huesos. Otro horax las hincaba en las partes blandas del cuerpo una vez que el soldado había caído al suelo, y entonces todos se dedicaban a devorar a su víctima.
Por el sur se aproximaba una pesadilla aún más espantosa. Parecía que el propio desierto marchara contra los minotauros. El gran hatori había emergido y se deslizaba hacia un contingente de minotauros que defendían valerosos su posición. El monstruo agitó la poderosa cola como si fuera un látigo y derribó a media docena de soldados de un solo golpe, para luego aplastarlos despiadadamente.
Por el norte, los gigantescos rocs se zambulleron desde las nubes y con sus alas casi ocultaron la luz del sol. Planearon en círculo, fuera del alcance de las lanzas, mientras los hombres toros les arrojaban cuanto tenían a mano. Entonces, antes de que pudiesen llegar refuerzos, los rocs planearon por encima de las ruinas y, cogiendo enormes pedruscos, los soltaron sobre los minotauros, que morían aplastados de a dos o tres por cada roca. Los kiris volaban con los rocs, dando órdenes a las gigantescas aves.
Los minotauros se esforzaban por reagruparse aquí y allí. Abandonar la lucha era algo impensable para ellos, pero el ataque de este ejército de criaturas monstruosas los había acobardado. Sus ojos estaban desorbitados. Sus contraataques eran desorganizados e ineficaces. Toth-Ur jamás había visto —ni imaginado siquiera— algo semejante. El comandante minotauro dio la orden de retirada.
Sturm, Flint, Kirsig, Yuril y las otras mujeres de la tripulación del Castor se agazapaban detrás del hatori, esquivando lanzas y tesstos, las mazas de pinchos que eran las armas preferidas por muchos minotauros.
Mientras mantenía un combate mano a mano con un bruto de más de dos metros de altura, Sturm oyó gritar a Yuril. Remató al minotauro propinándole una cuchillada en el estómago y dio un paso atrás para que la bestia no lo arrastrara en su caída. Luego se volvió y buscó a Yuril.
A corta distancia, la contramaestre estaba parada, contemplando la desplomada figura de una de sus compañeras, que yacía junto al cuerpo decapitado de un minotauro.
—Es Dinchee —dijo, mirando a Sturm con los ojos empañados—. Navegamos… juntas muchos años.
Yuril propinó una patada al cadáver del minotauro y después se lanzó de nuevo al combate. Sturm pensó en retirar el cuerpo de la mujer para enterrarlo más tarde, pero, antes de que tuviese tiempo de hacerlo, aparecieron frente a él dos pezuñas velludas.
El solámnico alzó la vista justo a tiempo de frenar el golpe de un espadón manejado con dos manos. El fuerte impacto partió su espada en dos. Los ollares del minotauro se hincharon al tiempo que levantaba su espada otra vez. Sturm manoseó atropelladamente la daga colgada del cinturón. Logró desenvainarla y la lanzó. La hoja se hincó en el estómago de la bestia, que se dobló por la mitad. Sturm aferró la empuñadura de la daga y tiró hacia arriba y luego hacia afuera. La herida dejó al descubierto las entrañas del hombre toro.
* * *
El comandante del ejército minotauro se había atrincherado dentro del perímetro de la ciudad, pero sus soldados estaban desorganizados y el enemigo parecía estar en todas partes, por tierra y por aire, atacando arrollador.
Un subordinado llegó corriendo.
—Un grupo de kiris, un semielfo y un humano han penetrado en el centro de la ciudad y están cerca del campamento del Amo de la Noche, donde la humana estaba prisionera —informó a Toth-Ur.
El comandante barbotó un juramento.
—¡Seguidme! —gritó a un reducido contingente de soldados, y corrió hacia el lugar donde antaño se alzaba la biblioteca.
* * *
El plan era que las criaturas del desierto y los rocs atacaran a las fuerzas del perímetro de la ciudad atrayendo así su atención, en tanto que Caramon, Tanis, Tajanubes, Espíritu del Ave y otros kiris irrumpían en el enclave del Amo de la Noche para rescatar a Kitiara. El día ya declinaba, pero nadie había sido capaz de localizar a Kit, ni tampoco a Raistlin.
Caramon y Tanis habían luchado codo con codo para llegar hasta el campamento del sumo chamán, y habían conseguido derrotar a los pocos minotauros que habían quedado para guardarlo. Pero, cuando llegaron a la jaula en la que el kiri había dicho que estaba prisionera Kitiara, la encontraron vacía.
A pesar del peligro que entrañaba al no contar con apoyo en los flancos, Espíritu del Ave se ofreció a hacer un vuelo rápido sobre el interior de las ruinas de la ciudad para buscar a la joven.
Antes de que pudiese remontar el vuelo, una partesana, una lanza con lengüetas, cayó en medio del grupo. Caramon se volvió justo a tiempo de eludir el golpe de la maza de Toth-Ur. El comandante se abalanzó sobre el hermano Majere, arremetiendo con el tessto en una mano y un espadón en la otra. A juzgar por los gruñidos y el choque de armas que oía a su alrededor, el joven guerrero dedujo que sus amigos estaban también enzarzados en la lucha.
Las primitivas armas de piedra de los kiris los habrían dejado en clara desventaja contra el metal templado de los minotauros, de no haber sido porque los hombres pájaros podían elevarse rápidamente en el aire y atacar a los minotauros con sus garras, con lo que desconcertaban a sus adversarios y conseguían que sus golpes fueran a menudo fallidos.
Uno de los soldados minotauros arrojó una pertesana que alcanzó a Tajanubes en un ala. Con la otra mano, el kiri sacó el arma hincada de un tirón y a continuación atravesó con ella el vientre del soldado, que se había acercado para aprovechar su ventaja.
Caramon, que sólo disponía de una espada para combatir, empezó a retroceder ante el formidable asalto del espadón y la maza de Toth-Ur. De improviso, una expresión perpleja apareció en el rostro del comandante. Sus armas cayeron al suelo. Echándose las manos a la espalda, el corpulento minotauro se desplomó de bruces. Yuril se inclinó sobre él, puso un pie sobre su espalda y extrajo su espada. Limpió la hoja en el suelo con actitud indiferente y después se tocó con ella la frente, saludando a Caramon.
—Encantada de haberte ayudado —dijo, esbozando una fugaz sonrisa antes de alejarse corriendo.
* * *
Sturm, Flint y Kirsig pasaban entre una columnata desmoronada cuando un minotauro, que se las había ingeniado para eludir al hatori y a los horax, saltó sobre el enano con un tessto enarbolado en la mano. Flint se agachó para eludir el ataque, pero cayó al suelo y se golpeó la cabeza. Aturdido, el enano vio cómo el soldado se cernía sobre él y alzaba la maza.
Kirsig lanzó un grito escalofriante y saltó sobre el soldado y chocó contra él. Flint se apartó gateando y sacudiendo la cabeza para librarse del aturdimiento. Miró atrás y vio que el minotauro se tambaleaba por el inesperado ataque de Kirsig, pero se recuperaba enseguida. El hombre toro levantó a la semiogro con una mano y con la otra le aplastó la cabeza.
Sturm llegó hasta el minotauro y clavó limpiamente su espada entre los dos cuernos. Pero era demasiado tarde; la siempre jovial Kirsig había muerto.
* * *
—Mi héroe.
Espíritu del Ave, que llevaba a Tanis sujeto en sus garras, había localizado a Kitiara atada en una columna rota, en una zona cercada de la ciudad. Un único minotauro la vigilaba y presentó resistencia, pero el kiri y el semielfo no tardaron en dar buena cuenta de él.
Agotada de debatirse contra las ataduras y frustrada por no poder tomar parte en la batalla que había presenciado desde lejos, Kitiara recibió a Tanis con malhumor.
—Tienes la mala costumbre de venir en mi rescate —dijo mientras el semielfo la desataba. Miró con ojos desorbitados a Espíritu del Ave, que le sonrió—. Aunque, esta vez, creo que necesitaba un poco de ayuda —añadió a regañadientes.
—De nada —replicó Tanis, sabiendo que esto era lo más parecido a un «gracias» que podía esperar de Kitiara Uth Matar.
El aspecto de Kit, a su modo de ver, era mugriento y de estar muerta de hambre. El semielfo sacó de un bolsillo una tira de tasajo y se la dio. Kitiara la engulló en un visto y no visto. Mientras la miraba comer, a pesar de su aspecto desaliñado y sucio, Tanis se sintió de nuevo impresionado por su salvaje belleza.
Caramon llegó corriendo y le dio a Kitiara un abrazo de oso. Sturm venía pisándole los talones, con Yuril tras él.
—¿Dónde está Raist? —preguntó el guerrero. Espíritu del Ave sacudió la cabeza.
—¿Dónde están Flint y Kirsig? —preguntó a su vez Tanis.
—La semiogro ha muerto —repuso Sturm, sombrío—. Murió valientemente. Flint se encuentra bien. Está por allí —hizo un amplio ademán con el brazo—, luchando.
Kit se había estado frotando las muñecas y los tobillos, y ahora parecía recuperada y dispuesta a entrar en acción. Señaló la Corona del Mundo.
—Raistlin estuvo aquí, pero se ofreció para sustituirme como víctima propiciatoria del Amo de la Noche. Creo que están allí arriba, de manera que no hay tiempo que perder. —Empezaba a caer la noche—. Pero ¿cómo llegaremos a tiempo a la cima del volcán?
Tajanubes y otros tres kiris habían llegado entretanto.
—Podemos volar hasta allí en cuestión de minutos —dijo el guerrero kiri.
Kitiara no parecía muy convencida, pero Tanis le aseguró que era posible.
—Sturm —ordenó Caramon—, encuentra a Flint y diles a él y a los demás que retrocedan. Que dejen a los minotauros para el ejército de animales; abandonad las ruinas y reuníos con nosotros en el campamento de anoche.
—Pero… —protestó el solámnico.
—No queda tiempo para otra cosa. Y tampoco hay suficientes kiris para que nos lleven volando a todos —intervino Tanis—. Alguien tiene que advertir a Flint.
Sturm asintió con un cabeceo y echó a correr. Tajanubes agarró a Caramon con las garras y emprendió el vuelo. Espíritu del Ave cogió a Tanis. Los otros dos kiris fueron tras ellos, llevando a Yuril y a Kitiara. Se remontaron hacia la Corona del Mundo. La encarnizada batalla quedó atrás. Esta noche, el bulette, el hatori y los rocs tendrían un festín.