13

La Isla de Karthay

El deteriorado Castor había regresado renqueante hacia la boca de la bahía y estaba a punto de entrar en mar abierto. Tanis observaba el barco desde la costa mientras se colocaba a la espalda una bolsa que contenía una pequeña reserva de provisiones que les había proporcionado el capitán Nugetre. Cerca de él se encontraba Flint; el enano apoyaba el peso ora en un pie, ora en otro, intentando desentumecer la pierna dolorida sin que nadie lo notara. Pero Kirsig lo observaba con solicitud.

Yuril, además de las otras cuatro mujeres pertenecientes a la tripulación del Castor que habían decidido que navegar en un barco dañado no era de su agrado, se afanaban cerca de la orilla arrastrando los dos pequeños botes hacia la playa. Tanis esperaba que no hubiesen cambiado un trabajo malo por otro peor.

De pie, apartado de los demás y de espaldas al mar, Raistlin inspeccionaba el terreno.

La estrecha franja de playa sembrada de rocas daba paso a una zona de dunas bajas. Detrás de ésta, el terreno empezaba a ascender y se quebraba en un laberinto de barrancos y mesetas. Hasta donde alcanzaba la vista, el paisaje se presentaba árido e inhóspito.

Aunque sólo era media mañana, el sol lucía ardiente y cegador en el cielo. Un viento seco agitaba la arena de la costa. Tanis notó que las ásperas partículas le entraban en la garganta.

Una mano le tocó el brazo. Era Raistlin. El joven mago tenía la desconcertante costumbre de moverse con tanto sigilo que no se lo oía llegar. Raistlin no parecía desanimado por el paisaje desolador y abrupto.

—Calculo que tendremos que viajar tierra adentro dos días antes de llegar a las ruinas de la ciudad muerta —dijo el mago a Tanis en voz baja—. ¿Crees que Flint lo aguantará?

—Su pierna está mucho mejor —repuso el semielfo—. Probablemente el viejo enano nos sobrevivirá a todos.

Los dos jóvenes volvieron la vista hacia donde se encontraban Kirsig y Flint; al parecer, la semiogro quería ponerle una cataplasma en la pierna y el enano rezongaba e intentaba apartarla de su lado como quien espanta a una gallina. Sin embargo, a Tanis no le pasó inadvertido que en la oposición de su viejo amigo no había firmeza. Él y Raistlin intercambiaron una sonrisa.

Cuando Tanis se volvió hacia el mago, su momentáneo buen humor había desaparecido.

—Lo que quiero preguntarte, Raistlin, es adonde nos dirigimos. No nos has dicho mucho acerca del conjuro que, según tú, abrirá un portal para dar acceso a este mundo a ese dios maligno, o lo que quiera que sea.

A Raistlin no le pasó inadvertido que en la voz del semielfo había impaciencia, así como también cierto escepticismo.

—Sin duda, en la tierra del pueblo de tu madre aprendiste algo sobre los antiguos dioses —respondió el joven mago, aun sabiendo que su alusión al mestizaje de Tanis podría ofender a su amigo. Se dio cuenta de que sus palabras daban en el blanco, pues un suave rubor tiñó las mejillas del semielfo—. No puedo garantizar que el hechizo que descubrí abra un portal, o que los antiguos dioses, como Sargonnas, sean algo más que meros cuentos de hadas —continuó con brusquedad—. Pero sé que ese conjuro parece poseer una magia muy antigua y poderosa. Y también sé que, si existe la menor posibilidad de que Sargonnas entre en este mundo, es nuestra obligación intentar evitarlo.

—¿Y qué hay de Sturm, Caramon y Tasslehoff? ¿Están en alguna parte de esta isla? ¿No es por ellos por quienes hemos viajado hasta aquí?

—No dispongo de una varita mágica que nos revele si están aquí o no —replicó Raistlin, alterado—. Pero tú mismo oíste lo que dijo Kirsig acerca de que los minotauros estaban pactando alianzas con otras razas. Si, como sospecho, los hombres toros están empeñados en alcanzar su viejo sueño de conquistar el mundo e intentan traer a Sargonnas para que los ayude, no importa dónde están Caramon y los demás, pues todos nos encontramos en un gran peligro. —El joven mago hizo una pausa y respiró hondo.

»La jalapa era sólo uno de los ingredientes requeridos para el hechizo —continuó, ya recuperada la calma—. Su ejecución también exige una víctima propiciatoria para Sargonnas. Sospecho que ése es el motivo por el que trajeron a Caramon, Sturm y Tas. Uno de ellos puede ser la supuesta ofrenda.

»No nos queda mucho tiempo. El hechizo sólo puede llevarse a cabo durante cierta conjunción del sol, las lunas y las estrellas. Dicha conjunción sólo tiene lugar una vez cada cien años, y la próxima será dentro de tres noches.

»Te mostraré un mapa que copié de un antiguo atlas, en la biblioteca de Morath.

Tanis esperó, convencido por las palabras del mago. Junto con Flint y Kirsig, que al reparar en la discusión mantenida entre los dos jóvenes se habían reunido con ellos, examinó un trozo de pergamino que Raistlin sacó de un bolsillo. Estaba cubierto de líneas sinuosas y símbolos geográficos. Yuril y las otras mujeres se acercaron presurosas, y el pequeño grupo se apiñó en torno al mago.

—Creo que el hechizo se realizará en algún punto dentro o cerca de las antiguas ruinas de la ciudad de Karthay —dijo Raistlin—. La urbe fue destruida por un volcán, durante el Cataclismo, y quedó enterrada bajo toneladas de lava y ceniza. Es un lugar sagrado para los minotauros. —Señaló un área del mapa en el que había dibujada una cadena montañosa—. Sargonnas es el dios de los desiertos, el fuego y los volcanes.

»Basándome en este mapa, creo que podemos llegar allí a tiempo, pero puede ser un viaje peligroso. Si alguien no se siente atraído por esta perspectiva, es libre de quedarse aquí y esperar a que regresemos los demás. —Al decir esto, Raistlin alzó la vista, no a Flint, sino a Yuril y a sus compañeras.

Al parecer, ya habían hablado entre ellas y considerado los riesgos.

—Tengo una deuda pendiente —manifestó Yuril—, y mis amigas están acostumbradas al peligro. Hablo en nombre de todas nosotras y digo que correremos vuestra misma suerte. —La joven pronunció su alegato con orgullo; tenía una mano posada sobre la empuñadura de la espada que llevaba colgada a la cintura y los músculos se le marcaban en sus bronceados brazos.

Tanis pensó que tenían suerte de contar con ellas.

—Esa ciudad muerta —intervino Flint— estará sin duda bien vigilada, y Sturm, Caramon y el condenado kender también. ¿Qué piensas hacer cuando lleguemos allí?

—No lo sé —admitió Raistlin—. Primero tendremos que ver cuántos soldados hay en la zona. Entre los dos —dijo mirando a Tanis— podremos concebir algún plan.

El semielfo sintió que se le oprimía el corazón al pensar otra vez en la ausente Kitiara. Dio la espalda al grupo, simulando que estudiaba el inhóspito terreno.

* * *

Siguiendo el mapa de Raistlin, tomaron una senda a lo largo del cauce de un río que mucho tiempo atrás desembocaba en el mar, procedente de la cordillera Cima del Mundo. Ahora se había secado y sólo quedaba un lecho de tierra agrietada bajo el sol ardiente.

La ruta elegida los condujo a través de incontables barrancos y grietas abiertas en la tierra por los que tuvieron que subir y bajar. Mientras podían, caminaban junto al polvoriento cauce del río. Otras veces tenían que seguirlo desde arriba, avanzando en fila por angostas crestas asomadas al reseco lecho. Siguieron la marcha a lo largo del día, pero avanzaban muy despacio al tener que subir y bajar y en ocasiones volver sobre sus pasos, de manera que Tanis acabó por dudar del rumbo que llevaban, si es que llevaban alguno. Cuando hicieron un alto al alcanzar la cumbre de una meseta, el semielfo se alegró de ver que habían dejado el Mar Sangriento atrás, en la distancia, en tanto que una cordillera de picos escarpados parecía encontrarse más próxima.

La tierra estaba yerma, vacía de vegetación, animales o cualquier tipo de vida. El viento soplaba racheado, fuerte y seco, en las elevaciones de mayor altitud, azotándolos en la cara y levantando remolinos de polvo que les entraba en los ojos y la garganta. El sol brillaba inclemente en lo alto, y calentaba hasta los rincones más escondidos de las rocas creando una temperatura semejante a un horno. Cada vez que descendían por algún desnivel abrupto del terreno y disfrutaban del breve respiro del frescor de las sombras, notaban el atisbo de algo peor: el frío glacial del territorio durante la noche.

A últimas horas de la tarde, el pequeño grupo estaba exhausto y desalentado. Raistlin y Tanis iban a la cabeza de la columna, compartiendo, de hecho, el mando. Flint y Yuril marchaban en la retaguardia. Los compañeros avanzaban por el fondo de un barranco, caminando trabajosamente, en silencio, perdida la confianza de haber elegido el camino correcto.

De improviso, al girar en un recodo, Raistlin y Tanis se encontraron ante una pared vertical que se alzaba frente a ellos, sin posibilidad de ser escalada. A derecha e izquierda se extendían quince metros perpendiculares de suave roca. Una vez más, el grupo no tuvo otra opción que volver sobre sus pasos.

Para cuando Yuril y Flint quisieron alcanzar la cima del barranco y Raistlin hubo estudiado de nuevo el cauce seco que serpenteaba allá abajo, el sol se ponía en el horizonte. Tanis sintió el primer escalofrío cuando la oscuridad empezó a adueñarse de la tierra. Vio que Flint se dejaba caer con pesadez en el suelo; su rostro estaba cubierto de sudor y polvo. De inmediato, varias de las mujeres hicieron otro tanto.

Al lado del semielfo, Raistlin miraba el mapa tratando de descifrar cuál era la mejor ruta a seguir.

—El cauce del antiguo río continúa dividiéndose y cambiando de dirección —dijo el mago con voz cansada.

—Ese mapa debe de ser antiquísimo —opinó Tanis—. Quién sabe cuántos corrimientos de tierra y seísmos ha habido desde entonces.

Raistlin lo miró ceñudo.

—No creo que ninguno de nosotros pueda seguir caminando hoy —añadió el semielfo con voz queda mientras señalaba al grupo derrumbado a sus espaldas.

—Te dije que si no llegamos a Karthay en dos días, las consecuencias pueden ser muy graves.

—Tal vez haya luz suficiente más tarde, cuando salgan las lunas, y nos permita cubrir más distancia —repuso Tanis con diplomacia—. Pero ahora mismo lo mejor sería que hiciésemos un alto y descansáramos. Además, me ha parecido ver algunos pozos de hormigas león durante la marcha, y no me gustaría que alguno de nosotros cayera en uno de esos hoyos en plena oscuridad.

—¿Pozos de hormigas león? —repitió, preocupado, el enano, que se había acercado a ellos—. Estoy de acuerdo con Tanis. Acampemos para la noche.

Raistlin vaciló.

—Encontraríamos más abrigo en el fondo de un barranco —añadió Flint—, pero seríamos más vulnerables a un ataque.

Tanis hizo un gesto de asentimiento. Con un sonoro suspiro, el mago dio su brazo a torcer. Su semblante dejó traslucir un súbito agotamiento, y el semielfo comprendió que su joven compañero no habría podido resistir mucho más.

A todos los alegró aquella decisión.

A medida que caía la noche, la temperatura iba descendiendo de manera continua. El viento soplaba helado, por lo que levantaron el campamento al resguardo de unos peñascos. Aunque no les ofrecía mucha protección contra el embate de las fuertes ráfagas de aire, sí les proporcionaba otra ventaja que señaló el enano.

—En la oscuridad, cualquier atacante encontrará muy difícil distinguir qué son piedras y qué son cuerpos. Además, dará la impresión de que somos muchos más.

Yuril se ofreció voluntaria para ir en busca de alguna pieza de caza para la cena, pero Tanis se opuso.

—Está demasiado oscuro —explicó el semielfo—. Si alguien ha de cazar, seré yo, con mi visión nocturna. Pero, aun en el caso de que abatiese alguna pieza, no podríamos cocinarla. Raistlin y yo estamos de acuerdo en que no debemos encender fuegos hasta haber localizado dónde nos encontramos. Si prendemos una hoguera en lo alto de esta meseta, sería como un faro para quienquiera… o lo que quiera que ronde por esta parte de la isla.

El pequeño grupo se apiñó contra los peñascos, en el lado contrario al que soplaba el viento. Tanis fue de uno en uno repartiendo las provisiones que llevaba: un trozo pequeño de pan, frutos secos y una taza de agua para cada uno. A lo largo de todo el día no habían encontrado ni un solo arroyo o manantial en el que reponer el agua del odre. Al llegar donde estaba sentado Flint, Tanis reparó en que la semiogro no se encontraba junto al enano, como ya era habitual en ella.

—¿Dónde está Kirsig? —preguntó con ansiedad.

—No te preocupes por ella —espetó Flint—. Se escabulló a alguna parte después de que nos soltaste tu arenga sobre no encender fuegos. Por fin disfruto de un poco de paz y tranquilidad.

Alarmado, Tanis escudriñó el oscuro entorno, pero no vio rastro de la semiogro. A despecho de sus quejas, el enano, inquieto, recorrió con la mirada los alrededores. Justo en ese momento apareció Kirsig; se acercó presurosa, con una abultada bolsa en las manos.

—Hola, encantos. No estaríais preocupados por mí, ¿verdad? —preguntó, pellizcando la mejilla del enano—. Se me ocurrió que, puesto que no teníamos muchos víveres, podía ir a excavar un poco a ver qué encontraba. ¡Aquí tenéis! —Levantó la bolsa con aire triunfante—. Raíces de aguaturma. —Abrió la bolsa e insistió en que todos cogieran un trozo del contenido. Tanis alargó la mano y escogió el pedazo más pequeño que encontró. Era un tubérculo verde, carnoso y húmedo, con una textura parecida a la de una patata cruda. Tanis mordisqueó una punta del tubérculo. Tenía un sabor dulce, y su carne acuosa alivió la sequedad de su garganta a medida que tragaba.

—Lo mejor del mundo si te encuentras en un desierto, solía decir mi padre —parloteó Kirsig mientras repartía las raíces entre los miembros del grupo.

Raistlin se había acercado a Tanis después de probarlo.

—Había oído hablar de la raíz de la aguaturma —dijo el joven mago mientras saboreaba con ganas la exótica raíz—. La llaman también bálsamo del desierto y ha salvado las vidas de muchos viajeros atrapados en zonas áridas. Pero me sorprende que alguien sea capaz de encontrarlas y desenterrarlas en plena oscuridad.

Al mirar a Flint, Tanis reparó en la ancha sonrisa del canoso enano, cuya actitud satisfecha era la del profesor que ve a su alumno favorito hacer bien un trabajo.

El tubérculo tuvo el efecto de aliviar momentáneamente el desánimo que había caído sobre el grupo con la llegada de la noche. Todos comieron hasta saciarse y todavía quedó la mitad de la bolsa para el día siguiente. Después de la «cena», cada uno de los componentes del grupo se preocupó de instalarse lo más cómodamente posible para pasar una noche a campo abierto y sobre el frío y duro suelo. El cielo estaba negro, ya que las nubes tapaban las estrellas.

—Haré la primera guardia —se ofreció Tanis.

—No, la haré yo —anunció Raistlin, sorprendiéndolos a él y a Flint—. No quiero dormir todavía —explicó el mago—, y la soledad me vendrá bien para aclarar ideas.

El semielfo vaciló un instante y después se encogió de hombros. Sin embargo, tras varios minutos de moverse y dar vueltas, se encontró con que no podía dormir. Se incorporó sobre un codo y luego se sentó. Escudriñando a través del área del campamento, sus ojos se ajustaron a la oscuridad de forma que podía ver más que los halos que percibía normalmente con su visión nocturna.

Raistlin estaba recostado contra un peñasco y miraba al cielo. El viento le echaba el pelo a la cara. Parecía estar sumido en hondas reflexiones.

Tanis dio un brinco de sobresalto cuando un fuerte retumbo rompió el silencio; después sonrió al comprender que sólo eran los ronquidos de Flint, a los que hacían eco los de Kirsig. Entre ronquido y ronquido, un ruido rasposo, como el de un animal nocturno escabullándose por el suelo, llegó hasta sus oídos.

Tanis alzó la cabeza bruscamente. Vio que Raistlin hacía lo mismo.

El sonido susurrante y rasposo aumentó de intensidad hasta dar la impresión de que venía, no del suelo, sino del cielo. El semielfo alzó la vista pero no vio nada antes de sentir un gran peso que caía sobre sus hombros, acompañado por la sensación de estar asfixiándose. Intentó dar la alarma, pero sólo consiguió inhalar lo que parecía un montón de plumas. Cuando intentó echar mano al cuchillo que llevaba en el cinturón, descubrió que no podía mover los brazos, pues los tenía sujetos contra los costados. Unas garras afiladas se cerraron prietamente sobre su cuello.

Los sonidos estrangulados que llegaban del exterior de su envoltura de plumas, le revelaron que los demás pasaban por los mismos apuros que él. De repente, por encima de su cabeza, sonó una voz clara y melódica que hablaba en Común:

—Éstos no son hombres toros. Parecen ser como tú y tu amigo.

El capullo de plumas se abrió, y una antorcha ardió frente al rostro de Tanis y lo cegó momentáneamente. El semielfo se sintió aprisionado en un abrazo de oso.

—¡Tanis! Creí que nunca te volvería a ver. ¡Y Raistlin, hermano mío!

Ahora le llegó el turno al mago de ser estrujado contra el corpachón de Caramon. Raistlin esbozó una amplia sonrisa.

—Esperábamos encontrarte cautivo, hermano, no capturando a otros —respondió el joven mago—. Pero, como le dije a Tanis, confiaba en que daríamos contigo de un modo u otro y que estarías sano y salvo.

Los gemelos estaban muy juntos, el fuerte brazo de Caramon echado sobre los esbeltos hombros de su hermano. A la parpadeante luz de la antorcha, Tanis se maravilló, y no por primera vez, de cómo los hermanos Majere podían ser al mismo tiempo tan iguales y tan distintos. En este momento, la diferencia se acrecentaba por la banda de cuero con plumas que ceñía la frente de Caramon, así como por las plumas que parecían salirle de los hombros aunque, evidentemente, sólo estaban cosidas a su túnica.

Al mirar en derredor, al semielfo le pareció que a los que acompañaban a Caramon también les crecían plumas en el cuerpo. Estrechó los ojos. No estaba muy seguro, pero estos seres altos —sacaban, como poco, una cabeza a Caramon, que medía más de un metro ochenta— parecían tener alas en lugar de brazos.

Flint se puso a su lado y miró desconfiado a los recién llegados. El enano planteó la pregunta obvia.

—¿No vas a presentarnos a tus amigos? Al menos, diles que no tienen que considerarnos como enemigos —dijo mirando nervioso a las criaturas aladas.

Caramon sonrió de oreja a oreja.

—Os pido disculpas. Pero no hay motivo de alarma. —Señaló hacia la media docena de figuras que habían llegado con él y que, de hecho, los habían transportado por aire a Sturm y a él—. Éstos son mis amigos, los kiris, un pueblo noble y enemigo implacable de los minotauros. Nos rescataron a Sturm y a mí de las mazmorras donde nos tenían prisioneros, en la isla de Mithas. —Se giró un poco para señalar al kiri más próximo al joven mago.

»Tajanubes, éste es mi hermano, Raistlin. Y éstos mis amigos Flint Fireforge y Tanis Semielfo, de Solace. A las mujeres no las conozco —añadió el guerrero mientras lanzaba una mirada recelosa a Kirsig, y después un vistazo mucho más apreciativo a Yuril y a sus compañeras—. Aunque me encantaría que me las presentaran —terminó, con un guiño significativo a la escultural Yuril. Ella no le devolvió el gesto, pero tampoco apartó la vista.

—¿Dónde está Sturm? —demandó el enano, poco dispuesto a renunciar a su escepticismo sobre las razas extrañas sólo porque Caramon lo dijese—. Y, aunque no estoy muy seguro de querer saberlo, ¿qué hay de Tasslehoff?

—Estoy aquí —llegó una voz ronca desde el exterior del círculo de luz emitido por la antorcha. Uno de los kiris, Espíritu del Ave, se hizo a un lado para dejar a la vista a Sturm, que se incorporaba con esfuerzo. Para su bochorno, el solámnico se había desmayado poco después de que los kiris aterrizaran en el campamento de los compañeros. Había transcurrido sólo un día y medio desde que lo habían rescatado del Pozo de la Muerte, y Sturm no había tenido ocasión de recobrarse por completo de su larga y penosa experiencia de haber naufragado, caer prisionero, ser torturado y estar a punto de morir en un duelo. Se aproximó con pasos tambaleantes.

Flint lo miraba de hito en hito. A la mortecina luz, el semblante de Sturm parecía torcido, como si a sus rasgos les faltara simetría.

—¿Qué le has hecho a tu bigote? —inquirió el enano con incredulidad.

—Olvida su bigote. ¿No estás viendo que el pobre no se encuentra bien? —lo reconvino Kirsig mientras se acercaba presurosa a Sturm—. Vamos, querido, déjame que te ayude.

Demasiado bien educado para retroceder ante el grotesco aspecto de la semiogro, Sturm dirigió una mirada interrogante a Flint.

—Oh, no te preocupes, es una buena persona —dijo el enano con su habitual tono gruñón—. Y como curandera no lo hace del todo mal.

—Es mucho mejor que eso, Sturm —intervino Raistlin—. Kirsig ha sido indispensable durante nuestra travesía, así como en el tramo que hemos recorrido por tierra.

Yuril y las otras mujeres se mostraron de acuerdo con murmullos. Kirsig, sonrojada de placer, tomó la mano de Sturm y lo condujo hasta donde tenía su mochila.

—¿Qué haces aquí?

La pregunta, dirigida el uno al otro, brotó al unísono de los labios de Caramon y Raistlin. A despecho del frío de la noche, a despecho del sombrío entorno, los gemelos no pudieron menos que sonreír.

—Sospecho que las historias que tenemos que contarnos son largas. Quizá lo primero que deberíamos hacer es encender fuego para calentarnos los huesos durante el relato —sugirió el kiri llamado Tajanubes.

—No hicimos hogueras por temor a revelar nuestra presencia —explicó Tanis.

—No os preocupéis —lo tranquilizó Tajanubes—. Tenemos exploradores volando sobre la isla. Hacia el oeste hay una zona desértica, y lejos, al norte, un terreno montañoso de bosque tropical. Los únicos minotauros que hemos localizado están acampados en la base del pico Corona del Mundo, en las ruinas de la ciudad muerta de Karthay. Está a un par de días de viaje por tierra, pero sólo a unas cuantas horas de vuelo para un kiri.

Los kiris transportaban un poco de leña y yesca. Cuando las llamas prendieron, todos estaban más animados. El variopinto grupo se reunió en torno al fuego.

Kirsig calentó agua para preparar una infusión especial para Sturm, quien, a la luz más fuerte de la hoguera, aparecía pálido y agotado. Caramon, por su parte, estaba más delgado pero más nervudo, todavía un ejemplar de hombretón. Saltaba a la vista que Yuril, sentada al otro lado de la hoguera, enfrente del guerrero, lo pensaba así.

Mientras Sturm bebía la infusión, Caramon relató la historia de la traición a bordo del Verona; la tormenta mágica, que los habría transportado a Sturm, Tas y él a través de miles de kilómetros hasta el Mar Sangriento; el rapto de Tasslehoff, y su lanzamiento al mar. De la larga y dolorosa permanencia de Sturm y él en el océano, el guerrero sólo hizo una descripción sucinta. Cuando empezó a hablar sobre su encarcelamiento en Atossa, Raistlin se sentó más erguido y mostró un interés creciente.

—Al principio parecía que los minotauros nos habían capturado con la única intención de hacernos combatir como gladiadores para su diversión —dijo el guerrero.

—Pero después de que los kiris rescataron a Caramon, algunos minotauros de alto rango vinieron a hacer preguntas —intervino Sturm, hablando con voz queda—. Sabían tu nombre, Raistlin. Y el de Kitiara, también. Y mencionaron a alguien llamado el Amo de la Noche. Lo más raro de este asunto es que Tas se encontraba con ellos y parecía estar ayudándolos.

—¿Tas? —preguntó Flint, incrédulo—. Nunca pensé que ese kender fuera un héroe, pero ponerse de parte de los minotauros que os tenían cautivos… Quizá lo obligaron, con alguna amenaza, a hacerte creer que colaboraba con ellos y así quebrantarte el ánimo.

—Nadie estaba obligando a Tas a hacer nada —replicó el solámnico con acritud—. Por propia iniciativa sugirió ciertos modos refinados de tortura. ¡De hecho, fue Tasslehoff Burrfoot quien me cortó la mitad del bigote! —Sturm hizo una pausa para dominar la cólera—. Lo que es peor, fue Tas el que sugirió que me llevaran al Pozo de la Muerte para enfrentarme a un combate a muerte.

»Por lo que oí antes de que nuestros amigos, los kiris, me rescataran, creo que los minotauros tienen a Kitiara prisionera en algún lugar de esta isla. Éste es el motivo por el que vinimos aquí, sin imaginar siquiera que estabais por los alrededores.

—Intentamos localizar cualquier movimiento de tropas inusual —añadió Tajanubes—. Varios meses atrás observamos que estaban instalando un campamento en las ruinas de Karthay. Desde entonces, el número de minotauros ha aumentado cada semana.

A medida que Caramon, Sturm y Tajanubes relataban los acontecimientos, la agitación de Raistlin creció hasta el punto de tener que levantarse y empezar a caminar.

—El Amo de la Noche debe de sospechar que nos encontramos en la isla —dijo el joven mago—. Mal asunto. Y ahora me decís que tienen prisionera a Kitiara. Eso empeora aún más las cosas. Lo que no sabes, Caramon, es que los minotauros se han reunido aquí para realizar un poderoso hechizo que traerá a sus maléficos dioses a este mundo. Y que dicho hechizo requiere el sacrificio de alguien que no sea minotauro.

—¿Quién es el Amo de la Noche? —quiso saber Flint.

Tanis estaba a punto de hacer la misma pregunta.

—Es su sumo sacerdote —repuso Raistlin—. El Amo de la Noche es el único que puede ejecutar el hechizo que abre el portal para Sargonnas.

Caramon y Sturm estaban perplejos. En pocas palabras, Raistlin puso al corriente a sus amigos y a los kiris de lo que les había ocurrido a Tanis, Flint y él: el mensaje de la botella mágica enviado por Tas; la visita al oráculo y el viaje a través del portal a Alianza de Ogros; la huida de Alianza de Ogros con Kirsig; su azarosa travesía por el Mar Sangriento; y, por último, la llegada a la isla de Karthay.

—La razón por la que vinimos aquí —explicó el joven mago— es que topé por casualidad con un antiguo conjuro en un libro de mi maestro, mientras llevaba a cabo una investigación en la biblioteca. El hechizo me intrigó, y ya había enviado a Tasslehoff a comprar uno de sus raros componentes, la jalapa, cuando comprendí el verdadero alcance de lo que había hecho. El hechizo que se está preparando permitirá la entrada en este mundo del perverso Señor de la Venganza, Sargonnas. Con la ayuda de mi maestro, investigué más a fondo y llegué a la conclusión de que el conjuro se realizaría en la isla de Karthay, por mediación del Amo de la Noche del reino minotauro.

»Kirsig nos ha contado que los hombres toros están fraguando alianzas con los ogros y otras razas infames. Temo que eso es parte de su plan para traer a Sargonnas a nuestro mundo y poner en marcha una serie de acontecimientos que desembocarán en la conquista de Ansalon.

—Sargonnas —siseó Tajanubes.

—¿Es que has oído hablar de él? —inquirió Raistlin.

—Las leyendas kiris hablan de Sargonnas, un gigantesco cóndor rojo que hizo estragos en nuestro pueblo hace muchas generaciones. Entró en contacto con uno de nuestros nobles, débil de espíritu, que traicionó a nuestra nación entregando al enemigo nuestro más sagrado artefacto, la Piedra del Norte, que permitía a los kiris realizar vuelos entre las islas y los continentes del mundo, en lugar de estar confinados en este pequeño reducto, en guerra perpetua con nuestros enemigos, los minotauros —explicó Tajanubes—. Si Sargonnas espera entrar en el mundo, es una noticia terrible para mi gente. Os ayudaremos en todo cuanto podamos.

El grupo se sumió en un breve silencio, abrumado por la carga de la enorme tarea que le aguardaba. ¿Cuál es nuestro siguiente movimiento?, era la pregunta que estaba en la mente de todos.

—No podemos hacer nada hasta que amanezca —respondió Tanis al interrogante sobreentendido—. Así que intentemos descansar un rato.

* * *

El grupo estaba formado ahora por ocho humanos, un semielfo, un enano, una semiogro y seis kiris. Otros hombres pájaros patrullaban por distintas zonas de la isla, pero sólo uno llegó al campamento por la mañana y se sumó a sus congéneres. Raistlin estaba muy animado con la noticia de que los kiris podían llevar volando al resto del grupo a una posición cercana al campamento del Amo de la Noche en dos tandas. En primer lugar transportarían a Raistlin, Tanis, Caramon, Sturm y Yuril; después regresarían y, tras un corto período de descanso, harían lo mismo con Flint, Kirsig y las otras mujeres.

Aun con el tiempo requerido para efectuar los dos viajes, tardarían mucho menos que si hubiesen tenido que hacerlo por tierra. Los compañeros se encontrarían en los aledaños de la derruida ciudad de Karthay un día antes de que se produjera la conjunción celeste que, a juicio de Raistlin, era vital para llevar a cabo el hechizo de Sargonnas.

Flint, que ya había sufrido la azarosa travesía por el Mar Sangriento, no tenía ninguna prisa en ser transportado por los hombres pájaros por aire, a pesar de lo noble y amistoso que fuera su comportamiento con Caramon y Sturm.

—No me importa quedarme atrás con las mujeres y esperar —aseguró el enano—. No me importa ni pizca. Primero veré cómo resulta vuestro viaje por aire, y, si no os caéis ni os estrelláis ni os abrasáis con el sol, entonces podéis estar seguros de que iré tras vosotros.

—No me gusta dejarte solo —dijo Tanis.

—No te preocupes —se burló Flint—. Tengo a Kirsig para cuidar de mí.

—Sí —admitió el semielfo con una sonrisa—. Me parece que es una gran rival para Lolly Ockenfels.

—Es la última vez que intento tener una conversación educada contigo, Tanis Semielfo —explotó el enano, con la cara roja como la grana—. ¡No tienes modales! ¡No sientes respeto alguno por mí!

Flint continuó farfullando colérico mientras Tanis y los otros levantaban el vuelo.

* * *

Los kiris habían tenido tiempo para preparar unos arneses con cuero y cuerdas para sus pasajeros. Las fuertes garras de los hombres pájaros sostendrían por ellos a los humanos. No era el modo de volar más elegante, suspendido por los hombros, con las piernas colgando, decidió Tanis, pero habría que conformarse.

Un kiri llamado Centro de Tormenta llevaba al semielfo; sus inmensas alas batieron firmemente durante varias horas mientras la tierra pasaba allá abajo. A veces, Tanis divisaba a los otros en la cercanía, pero en otras ocasiones la formación de kiris quedaba oculta con los bancos de nubes. El semielfo se consideraba afortunado de ir colgado bajo la sombra de Centro de Tormenta, pues, una vez más, el sol lucía abrasador en el cielo, irradiando un calor intenso, seco.

A medida que se aproximaban a la Cima del Mundo, los kiris cerraron la formación y volaron más bajo. Tajanubes, que transportaba a Caramon, hizo un amplio giro hacia el oeste y planeó hasta descender en un terreno alto desde el que se divisaban las ruinas de la ciudad en el este y el volcán inactivo, Corona del Mundo, al norte. Con suavidad, Centro de Tormenta se posó en el suelo y soltó a Tanis. Los kiris descansaron apenas un momento, mientras Tanis y los otros se quitaban los arneses, y acto seguido remontaron otra vez el vuelo para ir en busca de los que habían quedado atrás, completando así la primera parte de su misión.

La ciudad muerta, situada a pocos kilómetros, parecía un paisaje lunar, gris y marcado de hoyos. Desde esta distancia, los compañeros no alcanzaban a ver evidencia alguna de que estuviese habitada; sólo ruinas desmoronadas y encostradas de lava que ocupaban una extensión de varios kilómetros. Más al norte, la Corona del Mundo se alzaba imponente: una presencia ominosa que proyectaba su sombra sobre las ruinas de Karthay.

Raistlin rompió el silencio opresivo en el que se había sumido el grupo.

—Yuril, tú y Sturm esperad aquí al resto de la compañía —ordenó el mago—. Caramon, Tanis y yo exploraremos el área inmediata a fin de asegurarnos de que no hay minotauros en la vecindad, y para buscar algo de comer.

Sturm se despidió de ellos devolviéndoles el apretón de hombros, y Yuril hizo un breve cabeceo con aire sereno. Cuando los tres amigos se alejaron en fila por una senda que descendía, la mujer empezó a afilar su espada con una piedra. Sturm, lejos aún de haber recuperado su vigor habitual, se tumbó en el suelo, a su lado.

Incluso a esta distancia de la ciudad, una ceniza negra salpicaba las rocas y la tierra. Después de haber recorrido casi un kilómetro senda abajo, los tres amigos llegaron a una bifurcación del camino. Raistlin se detuvo y se frotó la mejilla mientras consideraba las dos posibilidades; ambas trochas descendían en un declive gradual.

—Por aquí —dijo Caramon, señalando.

—No, por aquí —opinó Tanis, indicando el otro sendero.

—Yo iré por éste —decidió Raistlin, optando por el que había elegido el semielfo—. Vosotros dos intentadlo por el otro.

Tanto Caramon como Tanis parecían horrorizados ante la idea de que Raistlin explorara solo, pero a ninguno de los dos se les ocurrió qué decir. El mago los miró con frialdad.

—¿Bien? —demandó.

—¿No…, no crees que deberíamos permanecer juntos? —balbuceó su hermano.

Tanis se mostró de acuerdo con las palabras del guerrero moviendo la cabeza arriba y abajo.

—Es mejor comprobar ambas direcciones —repuso Raistlin—. No estarás preocupado por mí, ¿verdad, hermano? Llegué hasta aquí sin tu ayuda.

—No —dijo el guerrero con voz queda.

—Pero… —empezó Tanis.

—Pero ¿qué? —instó el mago, mirándolo ferozmente.

—Que deberíamos acordar reunimos aquí de nuevo dentro de dos horas.

—Muy bien.

—Y grita si ves algo —añadió Caramon.

—Por supuesto —replicó, malhumorado, el mago.

Sin tenerlas todas consigo, Caramon y Tanis observaron a Raistlin mientras éste se alejaba por la bifurcación del camino. Suspirando a un tiempo, echaron a andar por el otro ramal.

El semielfo y el guerrero tuvieron suerte. Caramon mató una gruesa serpiente con la que podrían hacer un guisado, y Tanis encontró unas bayas comestibles en un arbusto que se aferraba tenaz al suelo rocoso. No vieron señales de minotauros ni de cualquier otro enemigo. Tras explorar el sendero durante una hora, volvieron sobre sus pasos. Esperaron otra hora más en el punto acordado sin que Raistlin apareciera. Preocupados, Tanis y Caramon remontaron la trocha hasta donde Sturm y Yuril aguardaban, confiando en que el mago hubiese regresado en su ausencia. Pero Raistlin tampoco estaba allí.

Justo entonces los otros kiris llegaron transportando a Flint, Kirsig y las otras mujeres. El enano estaba muy pálido y profirió una sarta de obscenidades. Kirsig aseguró que era la experiencia más excitante de su vida. Las compañeras de Yuril se lo habían tomado con calma. Eran expertas viajeras, y si el Mar Sangriento no había acabado con ellas ¿qué podía pasarles porque los kiris las llevaran volando?

—¿Habéis visto a mi hermano desde el aire? —le preguntó Caramon a Tajanubes con ansiedad.

—No. —El joven kiri frunció el entrecejo—. ¿Es que no está aquí?

—No —contestó, nervioso, el guerrero, que dio una patada a una piedra con rabia—. Debería haber sabido a qué atenerme —masculló mientras tomaba asiento en una piedra, con gesto sombrío.

Flint miró interrogante a Tanis. El semielfo se encogió de hombros.

—Caramon tiene razón —dijo Tanis—. Debimos imaginar que ocurriría algo así.

Tajanubes se acercó al guerrero y se agachó junto a él.

—¿Está a salvo tu hermano? ¿Crees que se ha extraviado?

—Lo que creo es que mi querido hermano se ha escabullido para intentar hacer algo por su cuenta respecto a ese Amo de la Noche —repuso Caramon con aire desdichado—. Sólo espero que no se meta en problemas y lo maten.

—En fin —intervino Flint—, Raistlin dijo que el hechizo se llevará a cabo mañana por la noche. Entretanto, ¿cuál es nuestro plan?

Sobrevino un silencio embarazoso.

—Me dio la impresión de que Raistlin tenía pensado algo —dijo el semielfo—. Si no regresa, tendremos que adivinar qué era… o planear algo nosotros.

—No regresará —manifestó Caramon, desalentado.

—En tal caso, tendremos que actuar en consecuencia —intervino Tajanubes con autoridad.

El kiri dividió a sus guerreros y envió a la mitad a patrullar por el aire, vigilar la ciudad en ruinas y, si era posible, entrar en contacto con los otros kiris que exploraban por la isla e instarlos a que se reuniesen con el grupo principal. Tres de los kiris se quedarían para montar guardia y ocuparse de las tareas del campamento.

—Hay que estar de vuelta a la caída de la noche, o como mucho al amanecer —advirtió Tajanubes a Espíritu del Ave, que estaba al mando del grupo de exploradores—. Mañana, sea cual sea la estrategia, habremos de montar un ataque.

Kirsig, Yuril y las otras mujeres empezaron a instalar el campamento. Al ver a los demás afanándose en cumplir las tareas encomendadas, Flint, Sturm, Tanis y Caramon intercambiaron una mirada apocada. Con el propósito de olvidar su preocupación por Raistlin, los compañeros echaron una mano en el trabajo.