El antiguo pueblo kiri
A pesar de las sacudidas y zarandeos que recibía en el interior del saco, que había resistido sus repetidos intentos de abrir un agujero para ver a través de él, Caramon no se sentía amenazado por un peligro inminente.
El guerrero suponía que lo estaban transportando lejos de la prisión de los minotauros, si bien quiénes eran sus salvadores y por qué lo habían ayudado seguía siendo un enigma. Por mucho que lo alegrara haber escapado de los minotauros, Caramon estaba preocupado por haber abandonado a Sturm y comprendió que ahora era prisionero de otros. De hecho, había cambiado una clase de cautividad por otra.
Durante las dos horas siguientes, la clara sensación de ser llevado por el aire no contribuyó a apaciguar su inquietud. Caramon no notaba nada sólido bajo el saco de arpillera ni a sus lados. Los únicos ruidos que llegaban a sus oídos era algo parecido a un aleteo regular de alas y el graznido poco frecuente de un ave gigantesca.
Tenía la vaga sensación de haber escuchado un graznido semejante con anterioridad.
Por fin Caramon notó que perdía altitud; fue un descenso prolongado que finalizó con el saco, y con él en su interior, rebotando y arrastrado sobre un terreno pedregoso. Instantes después, alguien abrió el saco; Caramon, temblándole las piernas, salió de su encierro.
Lo esperaba un panorama sorprendente.
Se encontraba en una repisa de un cañón escarpado que se perdía serpenteante a derecha e izquierda. Las paredes de la garganta estaban llenas de cuevas que llegaban hasta donde alcanzaba la vista. Y posados frente a las cuevas, como si hubiesen salido a recibirlo, se hallaban centenares de seres prodigiosos, cuya remota civilización pocos humanos habían tenido el privilegio de ver.
Un comité de bienvenida de estos fabulosos hombres pájaros estaba en la repisa, con Caramon. Eran una mezcla de halcones y humanos; caminaban erguidos sobre piernas, largas y nervudas, que terminaban en garras semejantes a las de las aves. Unas alas inmensas salían de sus espaldas y se prolongaban a lo largo de los brazos y las manos. «¡Vaya, son iguales que…! —pensó Caramon con creciente excitación—. ¡El hombre malherido de la prisión! ¡Éste es su pueblo!».
El guerrero comprendió que las terribles heridas de su espalda y sus hombros tenían que deberse a que los minotauros le habían arrancado las alas.
El hombre pájaro más próximo a Caramon era el que había rescatado al hermano Majere de su cautividad. Era más alto que el guerrero, y más enjuto. Su rostro, bronceado, tenía rasgos muy semejantes a los humanos, y poseía un enorme atractivo. En lugar de cabello, en la cabeza le crecían plumas doradas y ondeantes. Un suave plumaje incipiente, de color marrón, le cubría el torso. Por toda vestimenta llevaba una especie de taparrabos de cuero.
—¿Quién eres? —preguntó Caramon a su rescatador.
—En tu lengua —repuso con orgullo el hombre pájaro, hablando en Común—, me llamo Tajanubes.
Caramon vaciló, sin encontrar las palabras adecuadas con las que plantear la pregunta que quería hacer.
—¿Qué sois?
Tajanubes frunció el entrecejo y se apartó a un lado mientras señalaba con el ala a uno de los hombres pájaros que estaban tras él. Sus ojos, como guijarros negros, contemplaban al guerrero con arrogancia.
Siguiendo con la mirada el ademán de Tajanubes, Caramon vio a un hombre pájaro de edad avanzada en el que no había reparado antes. Los otros se agrupaban protectoramente en torno al venerable personaje, que salió al encuentro del guerrero caminando sobre sus garras. A despecho de su peculiar forma de andar, se movía con dignidad y donaire.
Las plumas de la cabeza del hombre pájaro mayor eran de un color blanco plateado y discurrían torso abajo. Muchos años a la intemperie, expuesto al aire y el sol, habían curtido y arrugado su faz. A pesar de su evidente edad avanzada, los músculos se marcaban bajo la piel del pecho y de las nervudas piernas.
Ligeramente encorvado, con la cabeza ladeada, el anciano hombre pájaro se acercó a Caramon; sus ojos, de un color amarillo claro, brillaban con cordialidad.
—Somos kiris —explicó el anciano, que hablaba de forma entrecortada pero precisa—. Me llamo Arikara, que en tu lengua significa Pluma del Sol, y soy el cabecilla del pueblo que vive en el cielo.
—¿Kiris? —repitió Caramon.
Pluma del Sol ladeó la cabeza y miró fijamente al guerrero.
—Una raza orgullosa y longeva —repuso el cabecilla con tono suave—. ¿No has oído hablar de nosotros?
Caramon miró a los cientos de seres alados que lo contemplaban desde la seguridad de sus respectivos nidos encumbrados. Murmuraban entre sí y algunos lo señalaban. Puede que Raistlin le hubiese mencionado alguna vez a los kiris. Su gemelo leía tantos libros que a Caramon le resultaba imposible mantenerse al corriente. El corpulento guerrero sacudió la cabeza en respuesta a la pregunta de Pluma del Sol.
—Era de esperar —dijo el cabecilla al tiempo que echaba el brazo alado sobre el hombro de Caramon y lo conducía con suavidad hacia una abrigada cavidad de la pared del cañón.
El guerrero no había reparado en la cueva hasta entonces, quizá porque el cuero que cubría la entrada era del mismo color que la pared de arenisca y se confundía con ella. Unos cuantos kiris los siguieron, entre ellos Tajanubes, otro anciano, cuyo rostro tenía manchas de sol en la piel, y dos mujeres, una joven y otra mayor, vestidas ambas con faldas de cuero y corpiños adornados con plumas y cuentas.
La entrada se abría a una cueva espaciosa, de alto techo abovedado. Hierba seca y ramitas cubrían el suelo de tierra prensada. Un hogar central, excavado en el piso, caldeaba el ambiente con las piedras calientes que lo llenaban. Armas y utensilios de cocina colgaban de clavijas en las paredes. Pieles de animales, más que suficientes para resguardarse del frío nocturno de este clima desértico, se apilaban cerca del acceso.
Pluma del Sol hizo un aparte con las dos mujeres y les dio instrucciones en un lenguaje indescifrable para Caramon.
Tajanubes invitó al guerrero a que tomase asiento junto al hogar. El otro anciano, a quien Tajanubes presentó como Tres Ojos Penetrantes, se sentó frente al visitante. Junto a él se acomodó Tajanubes.
Pluma del Sol tomó asiento al lado de Caramon, moviéndose cauteloso. Cogió un palo e hizo unas rayas en el suelo. Pasaron unos segundos antes de que el guerrero cayera en la cuenta de que el anciano estaba dibujando un tosco mapa.
—Siglos atrás los kiris poblaban muchas islas de Ansalon —explicó Pluma del Sol—. Emigrábamos alrededor del mundo, sin contentarnos con permanecer en un solo lugar. Nuestros largos vuelos sobre los océanos eran posibles merced a un artilugio mágico llamado la Piedra del Norte. Con el paso del tiempo, acabamos dependiendo de ella y perdimos muchos de nuestros instintos naturales, incluida la habilidad de orientación en vuelo. Después perdimos la Piedra del Norte, que cayó en posesión de nuestros crueles enemigos, los minotauros.
Las mujeres kiris se habían estado moviendo por el fondo de la cueva, atareadas, al parecer, en los preparativos de una comida. Ahora, la mayor de ellas pasó por detrás de los tres varones kiris y Caramon, repartiendo tazones de piedra con un líquido claro salpicado de motitas. El guerrero tomó el recipiente en ambas manos y sorbió con avidez. El caldo caliente no se parecía a nada de cuanto Caramon había probado hasta entonces: fuerte, sabroso e instantáneamente nutritivo. Sentía cómo le recorría por el cuerpo, reanimándolo y calmándole el hambre.
El rostro del cabecilla kiri se endureció con recuerdos amargos a medida que continuaba su relato.
—De manera gradual nos fuimos reuniendo aquí, la mayoría en la isla de Mithas, y otros clanes repartidos por las islas vecinas. Aunque todavía somos capaces de hacer vuelos largos, ya no cruzamos los océanos. Sin la Piedra del Norte estamos varados en esta parte del mundo. Vivimos aquí —hizo un amplio gesto en derredor—, de la mejor forma posible y tan pacíficamente como nos lo permiten.
Había montones de preguntas que Caramon quería plantear, pero se limitó a hacer un par de ellas:
—¿Qué queréis de mí? ¿Por qué me habéis rescatado de la prisión de Atossa?
Fue Tajanubes quien respondió anticipándose a Pluma del Sol.
—Os vi a ti y a tu amigo a punto de ahogaros en el Mar Sangriento. Hice cuanto estaba en mi mano para mitigar vuestro lastimoso estado.
—¡Así que eras tú! —exclamó el guerrero, con los ojos muy abiertos por la sorpresa—. ¡Nos echaste una especie de pan!
—Era mi ración —dijo el kiri en tono quedo.
Siguiendo un impulso, Caramon tendió las manos por encima del hogar y estrechó las del kiri.
—Nos salvaste la vida —dijo el guerrero con ardor—. Y después arriesgaste la tuya para sacarme de la prisión. —El joven hablaba con apasionamiento, las palabras dictadas por el corazón—. Te debo tanto que no sé si podré saldar jamás la deuda que tengo contigo.
Tajanubes parecía un poco incómodo ante la vehemente exteriorización emotiva de Caramon. Pluma del Sol esbozó una sonrisa radiante.
—Tajanubes es mi hijo —declaró con orgullo el anciano kiri.
Mientras el guerrero miraba con fijeza al hombre pájaro que tanto había hecho para rescatarlo, Tajanubes agachó los ojos. Todo vestigio de su anterior arrogancia había desaparecido.
—Tengo dos hijos —añadió Pluma del Sol—. Mi primogénito… —Se le quebró la voz—. Mi primogénito, Cielo Matutino, es el que estaba… contigo… prisionero en Atossa. —Inclinó la cabeza, lleno de pesar.
Caramon no supo qué decir. Por fin sabía quién era el hombre torturado. Agachó la cabeza, conmovido al comprender que ese pobre hombre, Cielo Matutino, era el hijo mayor de Pluma del Sol. ¿Sabía el anciano que su hijo estaba tan cerca de la muerte? ¿Conocería las horribles torturas y el trato vejatorio a que lo habían sometido los minotauros? ¿Sabía Pluma del Sol lo valeroso y firme que era su hijo, quien, durante la breve conversación que habían mantenido, no había manifestado el menor temor por su suerte?
El silencio se adueñó de la cueva; luego, el llanto doloroso de una de las mujeres lo rompió.
—Sabemos el trato que los minotauros le están dando —dijo Pluma del Sol en voz queda—. Sabemos que lo han torturado hasta casi matarlo. Tenemos pocas esperanzas de volver a verlo libre, entre nosotros.
Era como si el cabecilla de los kiris hubiese leído la mente de Caramon. Al advertir la mirada interrogante del guerrero, Pluma del Sol se señaló la cabeza y el joven recordó lo que Cielo Matutino le había dicho sobre la telepatía.
—Pero ¿por qué no rescatasteis a tu hijo, en lugar de a mí? —El guerrero hablaba con el corazón en la mano.
—Mi hijo está encadenado continuamente —repuso el cabecilla con voz imperturbable—, salvo cuando le permiten comer. En caso contrario, se mataría a sí mismo. Los minotauros saben que cualquier kiri lo haría, aunque es poco más lo que saben de nuestra raza. Para un kiri es una deshonra dejarse capturar con vida.
Caramon bebió un trago del caldo. No era justo. Él estaba libre, en tanto que Cielo Matutino seguía prisionero, soportando torturas y palizas.
—Quizá si tomáramos al asalto la prisión… —aventuró el guerrero.
—Sería un suicidio para todos los que lo intentaran —intervino Tres Ojos Penetrantes, tomando la palabra por primera vez. El semblante del anciano estaba sombrío—. Somos gente valerosa, pero no temeraria.
—¿Y qué me decís del túnel?
Tajanubes resopló con desdén.
—Es muy angosto —dijo—. Nos llevaría horas introducir incluso una reducida fuerza de asalto en la prisión a través de ese túnel y no habría salida para una retirada rápida. Tendríamos que hacer frente a una docena de guardias, por no mencionar el escollo de los barrotes y las cadenas que inmovilizan a mi hermano. Hemos estado dando vueltas al asunto. Lo hemos hablado y discutido, y no hemos sacado nada en limpio. —El joven kiri frunció el entrecejo y su gesto se ensombreció—. No, no hay salvación para mi hermano. Está condenado.
De los otros kiris se alzó un murmullo de asentimiento. Caramon se sumió en un largo silencio.
—¿Por qué lo torturan? —se preguntó al cabo el joven de Solace en voz alta.
—Nos hemos opuesto a los minotauros durante siglos —repuso Pluma del Sol—. Con el transcurso del tiempo, nos hemos instalado en estos y otros enclaves de montaña, lejos de las ciudades de los hombres toros. Aunque visitamos los valles para recolectar alimentos y cazar pequeños animales, siempre nos retiramos aquí. En tanto que los minotauros son expertos en el combate en tierra o mar, son unos zoquetes a la hora de explorar las montañas. No pueden escalar los picos altos para expulsarnos. Para ellos, somos una presencia extranjera en medio de su patria. Para nosotros, ellos son una plaga que infecta el mundo. Al igual que ellos están empeñados en darnos caza y destruirnos, asimismo nosotros hemos jurado matarlos cada vez que se crucen en nuestro camino.
»En los últimos meses, contingentes de minotauros han penetrado en nuestro territorio, volviéndose más intrépidos en la localización de nuestros nidos. Los hombres toros han invadido con éxito algunos de nuestros pequeños enclaves fronterizos, han derrotado a nuestros guerreros y asesinado a montones de mujeres y niños. Corre el rumor de que, en ocasiones, los ayudaban criaturas escamosas y aladas que exploraban el terreno previamente y transportaban armas y provisiones.
—¿Dragones? —Esta vez fue Caramon el que resopló desdeñoso—. Todo el mundo sabe que no hay dragones en Ansalon. Son seres de fábula, cuentos para niños.
—Nada de dragones —intervino, vehemente, Tajanubes—. Criaturas voladoras de una especie inexistente hasta ahora.
La expresión del guerrero era escéptica.
—No tenemos pruebas, por supuesto —dijo Pluma del Sol—. Ningún testigo presencial ha sobrevivido. Los minotauros matan a todos los kiris y queman todo; cuando se marchan sólo dejan tierra abrasada. Rara vez toman prisioneros. —Hizo una pausa y bebió un sorbo del líquido caliente antes de continuar—: Mi hijo, Cielo Matutino, es una de esas excepciones. Fue capturado en un puesto avanzado que estaba a su mando. Comprendieron que era de alto rango, posiblemente de noble linaje. Lo interrogaron para saber nuestro número, nuestras costumbres y rituales, la localización de nuestros refugios.
Este soliloquio parecía haber dejado exhausto a Pluma del Sol; su rostro estaba demacrado y tenía los hombros hundidos. Dejó el tazón de caldo en el suelo, entrelazó las manos e hizo un gesto de asentimiento a Tajanubes.
—No han logrado sacarle ninguna información con las torturas —espetó el joven kiri—. No les dirá una palabra, por muy cruel que sea su suplicio. Cielo Matutino exhalará el último aliento sin haberles revelado siquiera su nombre.
Caramon miró a los azabaches ojos de Tajanubes, sombríos y fatalistas, tan semejantes a los de su hermano, el hombre malherido. Pluma del Sol tendió la mano y la posó en la muñeca de su hijo. La mujer kiri de más edad se acercó a ellos y susurró algo al oído del cabecilla. El anciano kiri asintió en silencio.
—¿Y tú, hijo mío? —le preguntó Tres Ojos Penetrantes, rompiendo el silencio—. ¿Cómo te llamas? ¿Cuál es tu historia?
Caramon les contó todo, sin omitir nada: el viaje a Ergoth del Sur, la tormenta mágica, la captura de Tasslehoff, la espantosa experiencia de Sturm y él en el mar, su apresamiento. Aunque los kiris estaban sumamente interesados en el papel que interpretaban los hombres toros en la historia del guerrero, era poco lo que podían añadir para aclarar el misterio de que el reino minotauro se preocupara tanto por un simple kender y, menos aún, por la planta, la jalapa.
—A no ser —hizo notar Tres Ojos Penetrantes— por un detalle que no debemos olvidar. La jalapa es corriente en Mithas y Karthay, pero muy escasa, o totalmente inexistente, en el resto del mundo. Y, como todas las demás cosas que hay en Mithas, los minotauros la consideran como algo propio, sagrado, con ciertos usos rituales.
Pluma del Sol asintió con gesto grave.
Transcurrido un rato, la joven kiri —cuyo rostro era de una belleza impresionante— trajo cuencos y copas que colocó frente a Caramon y los otros.
Siguiendo el ejemplo de los kiris, el guerrero metió las manos en una palangana de agua fría, se las lavó y luego se las secó. De los cuencos servidos eligió un surtido de nueces, bayas y verduras. La mujer mayor se situó tras él y le sirvió en el plato un cucharón de carne troceada, roja y cruda.
Al cabo de varios minutos, durante los cuales todos comieron con apetito, Tajanubes retomó la palabra.
—Hay un centinela a todas horas en el túnel —dijo el joven kiri, volviendo al tema de su hermano—. Vela por Cielo Matutino, esperando contra toda esperanza que se produzca algún cambio en la situación.
«Hablamos poco con él, y siempre de manera furtiva. No sería prudente correr riesgos. Cuando Cielo Matutino puede hacerlo, habla con nosotros. Aun en el caso de que los guardias minotauros oigan alguna que otra palabra, no entienden nuestra lengua nativa y, en consecuencia, creen que está delirando. Así fue como informamos a mi hermano que dos humanos habían sido capturados y llevados a prisión. Después de hablarlo con él, decidimos correr el riesgo de liberarte.
—¿Por qué? —preguntó, pensativo, Caramon.
—Para empezar, vi cómo te portabas con mi hermano —repuso Tajanubes.
—¿Me viste?
—Estaba en el túnel. Encontrándome tan próximo a Cielo Matutino, podía ver a través de sus ojos, a pesar del muro de piedra. Mi corazón late al mismo compás que el suyo. Mi mente comparte sus pensamientos. Oí tus palabras, vi tus reacciones y me convencí de que eras un humano bueno y compasivo.
Caramon guardó silencio. Estaba pensando en su propio hermano. ¿No ocurría igual entre Raistlin y él, que a veces el uno podía ver a través de los ojos del otro y sus corazones latir como un solo corazón?
—No tenemos mucha experiencia con los humanos —intervino Pluma del Sol con diplomacia—. Yo mismo nunca había estado cara a cara con uno en mis trescientos años de vida en este mundo.
—¡Trescientos años! —exclamó Caramon. El joven guerrero sabía que los enanos y los elfos eran longevos, pero Pluma del Sol ya había alcanzado una edad que triplicaba con creces lo máximo que él podía esperar vivir.
—Sí —admitió el anciano kiri con una risa queda—, yo ya soy viejo y estoy lejos de encontrarme en la flor de la vida. Cuando me haya ido, Tajanubes será el encargado de…
—¡Padre! —gritó el joven kiri al tiempo que levantaba el brazo en un gesto enfadado.
Las mujeres kiris parecían trastornadas. Tres Ojos Penetrantes agachó la cabeza, eludiendo la mirada. La expresión de Pluma del Sol se tornó contrita.
—Tajanubes tiene razón —dijo el cabecilla en voz baja—. No está bien hablar de Cielo Matutino como si ya hubiese muerto. El es el primogénito y heredero directo de mi cargo al frente de nuestro pueblo. Pero… —Su voz se quebró.
Tres Ojos Penetrantes se apresuró a cambiar de tema.
—Casi todos los humanos que conocemos son bandidos o esclavos. Pero nuestras leyendas dicen que pueden ser inteligentes, sensibles y leales. Además, creemos que mereció la pena correr el riesgo con tal de humillar a los hombres toros. Será una gran deshonra para ellos la noticia de una huida en la prisión de Atossa.
—¿No castigarán a Cielo Matutino por ello? —se preocupó Caramon.
—Jamás ejecutarán a mi hermano —repuso, sombrío, Tajanubes—. Lo mantendrán con vida mientras les sea posible.
Después de comer, las mujeres kiris trajeron pipas, tabaco para mascar y una escudilla con gruesos trozos de una raíz correosa. Tajanubes cogió una pipa larga, la llenó con alguna sustancia de una bolsita, y chupó con aire meditabundo. Tres Ojos Penetrantes masticaba tabaco. Pluma del Sol cogió un trozo de la raíz, y Caramon, por cortesía, hizo otro tanto.
Fuera había oscurecido y reinaba una gran quietud. Dentro de la cueva la mujer mayor se movió por el habitáculo; fue alcanzando media docena de esferas pequeñas que, al tocarlas, se encendían mágicamente y emitían una pálida luz azulada.
Caramon masticaba la raíz con gesto pensativo. Tenía un sabor agradable, suave. El día había sido largo y arduo. Estaba cansado, física y mentalmente.
A medida que masticaba, una sensación cosquilleante le recorrió el cuerpo. El guerrero sintió que sus músculos se relajaban y que su mente flotaba libre. Ya no se sentía, cansado ni triste.
Sus pensamientos volaron hacia su hermano. Se preguntó dónde estaría Raist y si tendría algún indicio del paradero de su gemelo.
Le preocupaba su hermano. Kitiara había machacado en su cabeza la idea de que era su deber cuidar de su gemelo, aunque Caramon sabía que era probable que en esos momentos Raistlin estuviera igualmente preocupado por él. El joven guerrero esperaba de corazón ser un buen representante de la raza humana para estos kiris que, al igual que Pluma del Sol, no habían conocido a un humano hasta ahora. Sin duda, Raistlin habría sabido entender mejor la situación y habría sido un representante de la humanidad más impresionante.
Su siguiente pensamiento fue para Tasslehoff. Pobre Tas. Era más que probable que el kender hubiese muerto. ¿Por qué el interés de los minotauros en capturarlo? ¿Qué querrían de él? Algo secreto y desagradable, de eso no cabía duda. Tas no estaba en la prisión de Atossa y tampoco en la ciudad o, en caso contrario, los kiris habrían reparado en él, pensó Caramon. Los kenders no suelen pasar inadvertidos.
El joven guerrero miró a los kiris sentados a su alrededor y vio que asentían con la cabeza. Se preguntó si podrían leerle los pensamientos. En ese instante, se sintió como si él mismo fuera capaz de leer los de sus anfitriones. Percibía su profundo temor por Cielo Matutino y, al mismo tiempo, su tenaz resistencia como pueblo. Era una raza notable. Se sintió orgulloso de encontrarse en su compañía.
Los pensamientos del guerrero fueron hacia Sturm. El solámnico no se habría sentido a gusto allí, en lo alto de las montañas, tomando un buen refrigerio y masticando esa agradable raíz… si su amigo Caramon hubiese sido el que se había quedado en la prisión.
Con un sobresalto, el joven guerrero cayó en la cuenta de que, tal vez, los minotauros no se desquitaran con Cielo Matutino, sino que podrían descargar su frustración torturando a Sturm.
—He de regresar —dijo de repente. Sus palabras sobresaltaron a los kiris al romper el silencio que había prevalecido en la cueva. Caramon tensó las mandíbulas en un gesto resuelto—. Tengo que volver y rescatar a mi amigo Sturm.
Los rostros de sus anfitriones manifestaron desaprobación.
—Eso no sería juicioso —dijo Pluma del Sol.
—Una estupidez —opinó Tajanubes, dejando la pipa.
—Yo…, yo… —balbuceó Caramon. No tenía la elocuencia de su gemelo—. Tengo que volver —repitió—. Sturm Brightblade intentaría rescatarme. Ningún riesgo lo detendría; ni cien, ni mil minotauros. Lo consideraría un deber ligado a su honor. Y mi obligación es hacer lo que haría él si la situación fuera a la inversa.
—Pero ¿cómo vas a entrar en la prisión? —preguntó Tres Ojos Penetrantes adoptando una actitud comprensiva—. Y, lo que es más importante: ¿cómo saldrías de ella?
Caramon no tenía una respuesta preparada.
—¿Dices que mantenéis un centinela en el túnel a todas horas? —preguntó a Tajanubes.
—Sí —repuso el joven kiri—. Día y noche.
—En tal caso, estaré pendiente de sus informes y me mantendré alerta, esperando la oportunidad de actuar. Si no se producen cambios, habré de intentarlo de otro modo.
Todos guardaron silencio. Caramon miró a Pluma del Sol, a la espera de que el cabecilla de los kiris hablase. El semblante del anciano era impenetrable.
—¡Iré con el humano! —dijo Tajanubes inesperadamente.
—¡No puedes, hijo mío! —Pluma del Sol parecía conmocionado—. Ya has corrido demasiados riesgos. Debes tener en cuenta no sólo tu futuro, sino el de toda nuestra raza.
En los ojos de Tajanubes había una mirada dura, terca.
—No correré ningún riesgo que tú mismo no correrías si no fueses un viejo achacoso. —Aunque sus palabras tuvieron el efecto de golpes físicos en su padre, los ojos de Pluma del Sol brillaron de orgullo—. Admiro a Caramon y me gustaría ayudar a su amigo como lo ayudé a él.
El guerrero tendió la mano y apretó la de Tajanubes. En esta ocasión, el joven kiri puso su otra mano sobre la de Caramon en un gesto de solidaridad.
—Si Tajanubes va, otros con ganas de combatir contra los minotauros deberían tener oportunidad de ir con él. El humano debería ingresar en la Cofradía de Guerreros.
Tajanubes pareció sentirse agradecido por aquellas palabras. Aunque Caramon ignoraba qué era la Cofradía de Guerreros, lo sorprendió el fervor en la voz del anciano hombre pájaro.
Durante varios minutos, Pluma del Sol miró a Tajanubes fijamente, de padre a hijo.
—Haz lo que creas que debes hacer —dijo el cabecilla por último, apesadumbrado. Luego suspiró hondo—. Pero no debes actuar con precipitación. Y esta noche no se hará nada, ¿de acuerdo? Bien, es hora de ir a dormir y, en nuestro descanso, soñaremos con esas cosas que esperamos poder hacer.
Siguiendo la indicación de Pluma del Sol, Tres Ojos Penetrantes y la mujer joven abandonaron la cueva. Tajanubes vaciló un momento y después se despidió de Caramon con un cabeceo amistoso antes de marcharse también. Pluma del Sol rodeó los hombros del humano con su alado brazo cuando el joven se incorporó para salir de la cueva.
—Dormirás aquí —dijo el cabecilla mientras señalaba hacia un rincón donde la anciana kiri disponía un abultado montón de plumas.
—Pero éste es vuestro hogar —protestó Caramon—. Ya os he causado suficientes quebraderos de cabeza.
—Ninguno que ya no existiera antes de tu llegada —manifestó el cabecilla—. Mientras estés entre nosotros, quiero que consideres esta cueva como tu casa; aquí comerás y dormirás. Hace frío por las noches en las montañas y no estás acostumbrado a los rigores de este clima como nosotros, lo kiris.
Caramon abrió la boca para protestar, pero Pluma del Sol levantó una mano.
—Soy bien recibido en cualquier hogar de mi pueblo —aseguró el cabecilla de los kiris—, y no necesito un sitio en particular para comer y descansar. Además, algunas noches me gusta tener una excusa para pasarla a cielo raso. —Su curtido semblante se cubrió de arrugas al sonreír—. Aunque sea un viejo achacoso.
El joven humano no puso más objeciones. A decir verdad, agradecía la comodidad que le ofrecía la cueva.
Durante los días siguientes Caramon vivió como un kiri más en su ciudad de cuevas en las rocosas laderas de los valles altos, en el extremo septentrional de Mithas.
Tajanubes, más alto y esbelto que el humano, podía transportar con facilidad a Caramon sosteniéndolo con sus garras mientras volaban de una altiplanicie a otra. Adondequiera que iba, el guerrero era objeto de curiosidad entre los kiris, bien que siempre era recibido con cordialidad. En tanto que las mujeres, sobre todo, cuchicheaban y chismorreaban acerca de Caramon en su lengua, la mayor parte de los kiris hablaba en Común en presencia del guerrero. Lo abrumaban con su hospitalidad. Muchos de ellos ya parecían conocer la historia de su fuga y su relación con Cielo Matutino.
Algunas de las cuevas kiris eran muy grandes, con suficiente capacidad para albergar a docenas de familias; en cambio, otros grupos familiares aislados preferían acampar en oquedades soleadas, en la base de los farallones. Los escasos travesaños de madera o escaleras de mano en los que reparó Caramon habían sido transportados por aire desde kilómetros de distancia, le explicó Tajanubes. Los árboles no crecían a esta altitud y la madera era un verdadero lujo y, por ende, una medida de rango.
Los resistentes y hábiles kiris habían concebido métodos ingeniosos para sobrevivir en una región de calor abrasador durante el día y frío seco por la noche. El agua de lluvia era muy valiosa. Las escasas precipitaciones eran desviadas hacia hoyas al pie del cañón y sólo una pequeña reserva se guardaba arriba, cerca de las ciudades cavernarias, donde la humedad se evaporaba rápidamente debido a la constante embestida del sol y el viento. Los kiris habían excavado canales y construido diques en el terreno rocoso; los primeros eran profundos para reducir la cantidad de agua expuesta al sol, y estrechos a fin de poderlos tapar durante las frías noches.
Liebres, conejos, venados y roedores proporcionaban carne a los kiris. Se los cazaba a diario y de ello se encargaban los hombres en quienes se había delegado dicha tarea. Aunque no eran agricultores, cada familia cuidaba un pequeño jardín alimentado por irrigación. Estos jardines completaban su dieta de carne con frutas de cactos, frutos secos, habichuelas y semillas. En las incursiones a los valles recolectaban cereales silvestres. Los kiris, una raza esbelta y enjuta, comían con frugalidad: una sola comida fuerte al día.
Caramon preguntó a Tajanubes acerca de las mágicas esferas azules que proporcionaban luz en las cuevas por la noche. Según le explicó el kiri, muchos de los suyos tenían algunos poderes mágicos sencillos. Como pueblo, eran especialmente renombrados por su capacidad de comunicarse con los animales y lanzarles hechizos. Pero, entre los que tenían disposición para la magia, los más venerados eran aquellos que podían predecir o alterar las condiciones atmosféricas. En cualquier caso, las esferas azules luminosas eran producto de un conjuro muy sencillo, dijo Tajanubes.
En tanto que los hombres se ocupaban de la caza, las mujeres se encargaban de la alfarería, del curtido de pieles y su confección, y del labrado de conchas. Mientras que los humanos tendían a llevar sus pertenencias en bolsas o mochilas, muchos de los kiris lo hacían en unos cestos pequeños, colgados en bandolera. En ellos podía ir guardada cualquier cosa, desde frutos secos a objetos familiares, pasando por pequeñas armas. No obstante, su arma tradicional, que no cabía en un cesto, era un garrote curvo de madera al que llamaban flagel. Muchos de los hombres que salían de caza llevaban arcos y flechas, además de los flageles.
Caramon reparó en el constante ir y venir de hombres jóvenes. Volaban magníficamente, estos jóvenes y fuertes kiris, como grandes águilas, cubriendo distancias a gran velocidad, impulsados por el batir de sus inmensas alas. Algunos venían de cazar, con los cuerpos de los animales echados al hombro. Otros eran, obviamente, exploradores y mensajeros.
Estos últimos informaban directamente a Tajanubes. Algunos señalaban a Caramon mientras hablaban rápidamente en la lengua kiri. Un cierto número de estos jóvenes hombres pájaros miraban al guerrero con arrogancia, como Tajanubes había hecho al principio, y Caramon dedujo que discutían con el hijo de Pluma del Sol en su lengua nativa.
Aunque el humano insistía en saber lo que estaban diciendo, Tajanubes respondía con evasivas. Caramon supuso que esa actitud era una prerrogativa de su rango, pero estaba preocupado por Sturm y, al menos, quería saber si los kiris tenían alguna información sobre el solámnico. En más de una ocasión, Tajanubes pidió al guerrero humano que tuviese paciencia.
Después de pasar cuatro días entre los kiris, Caramon, ya descansado, más delgado y en plena forma, no se sentía muy propenso a tomarse las cosas con calma.
—¿A qué distancia está Atossa de aquí? —le preguntó a Tajanubes.
Se encontraban en la repisa donde lo habían llevado por primera vez. El kiri señaló hacia el sur.
—A unos ciento sesenta kilómetros —repuso.
—Podría volver allí y hacer un turno de guardia en los túneles —insistió el guerrero.
—No, amigo —se opuso Tajanubes mientras ponía su mano sobre el hombro del inquieto humano—. Muy pronto. Tu amigo sigue vivo. Mi hermano, también. Pero debes ser paciente. Tenemos que esperar un poco más a que ocurra algo.
Esa noche Caramon estaba en la cueva que le había cedido Pluma del Sol, tumbado boca arriba y a punto de dormirse, cuando Tajanubes vino a buscarlo.
El guerrero se sobresaltó al ver entrar al hijo del cabecilla. Su amigo kiri iba embadurnado con pintura de un modo peculiar y lucía cuentas y conchas. Tajanubes sacó una venda para los ojos. Aunque lo hacía sentirse desasosegado, Caramon dejó que el kiri le tapase los ojos para así no ver adonde lo llevaba.
Luego el humano sintió la ya familiar sensación de ser levantado en vilo y transportado por el aire, si bien, en esta ocasión, fue un vuelo corto. Cuando le quitaron la venda de los ojos, el guerrero se encontraba en otra cueva más grande, donde aguardaban, más o menos, doce hombres kiris que iban vestidos y pintados como Tajanubes. A algunos ya los conocía, pero a otros no los había visto hasta entonces.
Estaban sentados con las piernas cruzadas, formando un círculo. Cuando Caramon, guiado por Tajanubes, se unió al grupo, uno de los kiris se puso de pie y se acercó a él; le pintó unas líneas en zigzag con una untura gris ceniza y le puso las plumas y joyas ceremoniales. Caramon sabía que este kiri era amigo de Tajanubes. Se llamaba Espíritu del Ave.
Los hombres pájaros enlazaron las manos y empezaron a cantar en su lengua. Caramon estaba sentado entre dos kiris a los que no conocía. Al mirar en derredor vio que Tajanubes se había marchado. Los kiris le agarraban las manos con firmeza. Aunque el joven guerrero no tenía ni idea de qué era lo que cantaban los hombrespájaros, se sintió cautivado por el solemne ritual.
El canto continuó durante un tiempo. A despecho de sí mismo, Caramon notó que se dormía. Al abrir los ojos sobresaltado, vio que también los demás tenían los párpados cerrados. Los kiris habían entrado de manera deliberada en trance. Alguien había prendido varillas de incienso, y un aroma penetrante, acompañado por volutas de humo, llenaba la cueva.
De manera repentina el canto cesó, y Tajanubes salió de un rincón oscuro; llevaba en las manos una pesada caja de madera que dejó en el centro del círculo con mucho cuidado. Todos los ojos siguieron sus movimientos mientras el joven kiri se inclinaba sobre la caja, abría la ajustada tapa y sacaba. —Caramon contuvo el aliento— un extraño dragón marino.
El dragón marino era grande, parecido a una tortuga gigante, con cabeza de lagarto; tenía una concha gruesa y oscura, las extremidades posteriores palmeadas y unas aletas macizas, en forma de remos. Caramon sabía que estas criaturas feroces, que en realidad no eran dragones, eran legendarias por atacar a los barcos. Rara vez se las capturaba vivas. Aunque eran capaces de respirar tanto fuera como dentro del agua, no podían sobrevivir mucho tiempo si no se sumergían en agua. A pesar de su gran tamaño y aspecto fiero, la criatura movía la cabeza y la cola trabajosamente al encontrarse fuera de su elemento.
Tajanubes la cogió y se la pasó con gran ostentación a Espíritu del Ave, que estaba sentado enfrente de Caramon. La cabeza del dragón marino se revolvió en tanto que sus poderosas mandíbulas chasqueaban en el aire. Durante largos minutos, Espíritu del Ave sostuvo a la criatura en alto, sobre su cabeza, canturreando y musitando mientras el salvaje animal hacía todo lo posible por soltarse de sus manos y abalanzarse sobre él.
Espíritu del Ave entregó el dragón marino a Tajanubes otra vez, y éste se lo pasó al siguiente kiri, y así sucesivamente alrededor del círculo hasta que Tajanubes ofreció la criatura a Caramon. Los otros lo observaban con atención. De cerca, el animal marino era repulsivo. Chillaba y se sacudía mientras chasqueaba las mandíbulas a diestro y siniestro. Atemorizado, Caramon vaciló sólo un instante y después tendió las manos y cogió al dragón marino.
Siguiendo el ejemplo de los demás, el guerrero sostuvo a la criatura en alto, sobre su cabeza, y guardó silencio mientras los kiris cantaban por él. El joven humano mantuvo a la criatura en alto hasta que los brazos le dolieron, y después la bajó y se la devolvió a Tajanubes.
Durante un instante, los ojos de los dos amigos se encontraron; luego, Tajanubes pasó el dragón marino al siguiente kiri.
Después de que el animal hubo recorrido el círculo, el canto se hizo más fuerte y Tajanubes soltó a la criatura en el centro. Desenvainó un cuchillo largo y afilado y, mientras la criatura se revolvía intentando escapar, el joven kiri hincó el arma en el dorso del animal una y otra vez, atravesando la concha.
Espíritu del Ave se acercó presuroso con un cuenco y recogió la sangre y fluidos corporales que manaban a borbotones del animal marino.
Pasado un rato, la criatura yació inmóvil. Uno de los kiris levantó el cuerpo y lo guardó de nuevo en la caja, que arrastró a un lado, de la cueva.
Una vez más, Tajanubes se volvió hacia Espíritu del Ave ofreciendo a su amigo, en esta ocasión, el cuchillo. El otro kiri tomó el arma y se hizo un corte en la parte superior del antebrazo; la sangre manó. El hijo de Pluma del Sol cogió un poco del fluido vital en el cuenco; luego recuperó el cuchillo y lo pasó alrededor del círculo.
Uno por uno, los demás se hicieron un corte y dejaron que su sangre goteara en el cuenco que contenía los fluidos vitales del extraño dragón marino.
Cuando el arma llegó a Caramon, el joven alzó la vista y, una vez más, sus ojos se encontraron con los de Tajanubes. Sin saber por qué, pero confiando en los rituales de esta raza buena y honorable de hombres pájaros, Caramon se cortó el antebrazo. A causa de su inexperiencia, hizo un corte excesivamente profundo y, después de derramar la sangre sobre el cuenco, tuvo que apretarse el brazo para cortar la hemorragia.
Tajanubes fue el último en cortarse.
Acto seguido todos guardaron silencio. El canto había cesado. Nadie se movía.
Arrodillado en el centro del círculo, Tajanubes fue el primero en beber del cuenco. Iba a pasar el recipiente a Espíritu del Ave pero entonces cambió de idea. El hijo de Pluma del Sol, el hermano de Cielo Matutino, el heredero de la regencia de los kiris se volvió y ofreció el cuenco a Caramon Majere.
A fuer de ser sincero, a Caramon le repugnaba la idea de beber aquella mezcla, pero había llegado hasta aquí y haría lo que se esperaba de él. Cogió el recipiente con las dos manos, se llevó el líquido ligeramente cálido a los labios, y bebió un sorbo.
Al alzar la mirada vio aprobación en los ojos de Tajanubes. En torno al círculo, los rostros asentían complacidos.
El cuenco pasó de mano en mano, hasta completar el círculo.
Caramon no fue el único guerrero que se puso enfermo esa noche a causa del ritual del dragón marino. Pocos minutos después de haber bebido la mezcla de sangre y fluidos corporales de la criatura, tuvo que salir corriendo de la cueva y vomitó repetidas veces en medio de la oscuridad del exterior.
Después, con una sonrisa sesgada, Tajanubes le dijo a Caramon que eso no era una deshonra. El humano se había purificado y ahora podía considerarse uno de ellos, un miembro honorario —ya que no era kiri— de su Cofradía de Guerreros.