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Diario de a bordo de Tanis

El capitán Nugetre se ganaba la vida alquilando el Castor para transportar mercancías y personas por todos los mares orientales. Jamás hacía preguntas, fuera lo que fuera lo que sus clientes le pedían que hiciese. Tanis, Raistlin, Flint y Kirsig apenas llamaron la atención de la tripulación cuando subieron a bordo esa mañana.

Previendo un viaje azaroso, Tanis decidió escribir un diario de navegación, para lo cual pidió y se le entregó papel de las provisiones del capitán.

PRIMER DÍA

Vientos tormentosos y tiempo revuelto nos dieron la bienvenida tan pronto como perdimos de vista la costa. El color rojizo del mar se intensificó hasta adquirir un tono pardusco, presagio de los peligros que nos aguardan.

El capitán Nugetre nos reunió en su camarote a mí, a Flint, a Raistlin, a la semiogro, Kirsig, y a su contramaestre —una mujer alta, de hombros anchos, con el pelo liso y rubio, llamada Yuril (me recuerda a Caramon, ya que, como él, tiene un imponente físico que la hace ser un ejemplar de mujer)— con el propósito de echar un vistazo a los mapas y establecer la ruta que seguiremos.

Aunque Nugetre es un hombre arrogante, a juzgar por la actitud de su tripulación ha sabido ganarse su aprecio tanto como su respeto. Desde luego, Kirsig tiene una gran opinión de él, como consecuencia, en su mayor parte, de los contactos que el capitán mantuvo con su padre. El camarote de Nugetre es modesto, y su mobiliario se reduce a un escritorio corriente, unos anaqueles con cartas de navegación y mapas, y una pequeña hamaca.

Una vez que estuvimos todos presentes, el capitán Nugetre empezó advirtiéndonos que no había garantía alguna de que llegásemos sanos y salvos a nuestro destino, las lejanas islas de los minotauros. «Me he aventurado en el Mar Sangriento tan a menudo como cualquier marino —declaró el capitán—, pero nunca olvido que es un riesgo, un riesgo terrible. Más vale que vuestras razones para hacer el viaje justifiquen el que nos juguemos la vida».

Flint empezó a decir algo, pero Raistlin lo interrumpió. Un vendaje limpio cubría con esmero la pierna rota del enano, pero su rostro tenía un tinte verdoso, como ha estado desde que lo subimos a bordo casi a rastras. El agitado oleaje desde que zarpamos había confirmado su prevención por los viajes por mar y había agravado su malestar.

Raistlin le aseguró al capitán que no teníamos intención de volvernos atrás. Para dar más énfasis a su afirmación, dejó una bolsa con gemas y monedas sobre el escritorio. Su valor era importante, y Flint se incorporó en su asiento, con los ojos muy abiertos. «Recibirás otro tanto —dijo Raistlin significativamente— si realizamos la travesía en diez días». Kirsig ya había informado a Nugetre que necesitábamos llegar cuanto antes, y el capitán había recurrido a esta táctica para saber la fecha tope señalada por Raistlin y cumplir el plazo.

Otros capitanes de barco siguen una ruta que los mantiene lejos del Cerco Exterior del Remolino del Mar Sangriento. Es el rumbo más sensato, pues, cuando un barco queda atrapado en su fuerte resaca, es arrastrado hacia el centro del torbellino y acaba absorbido por las turbulentas aguas rojizas a las profundidades donde antaño se encontraba la gran urbe de Istar.

Nugetre propuso dirigirse directamente hacia el anillo exterior del Remolino y capear la corriente resistiendo su fuerza de atracción. Una vez que nos hubiese transportado lo bastante cerca de las islas de los minotauros —una distancia de casi quinientos kilómetros— el Castor bregaría para liberarse de la mortífera corriente y salir del cerco.

«Ése es el único modo en que podemos cubrir la distancia en diez días —concluyó el capitán—. En caso contrario, y debido a las corrientes y a los vientos predominantes, es una travesía de varias semanas. Más segura, pero mucho más lenta».

«¿Lo has hecho ya alguna vez antes de ahora?», preguntó Raistlin con expresión atenta. «No», fue la lacónica respuesta del capitán. Un pesado silencio se cernió en el aire tras su monosílabo. «Pero se puede hacer —intervino Yuril inesperadamente—. Navegué con un capitán que lo hizo. Fue un viaje terrible. No sólo tuvimos que luchar contra la corriente, sino también con la tormenta perpetua que reina sobre el Remolino. La muerte nos rondaba a cada instante. Perdimos varios marineros, con los fuertes chubascos y las rachas violentas de viento. Pero el capitán estaba decidido a capearlo. Hizo girar el barco en el momento preciso, y así consiguió romper el cerco del torbellino. La estrategia, indudablemente, nos ahorró mucho tiempo».

Llevado por la curiosidad, le pregunté qué había sido de ese capitán. ¿Por qué navegaba ahora con Nugetre?

«¡Bahl —repuso Yuril—. Mi anterior capitán perdió la vida en tierra firme, en Mirador del Mar Sangriento. Era un genio a bordo de un barco, pero tonto en otros aspectos. ¿Te imaginas? Vencer al Remolino para acabar apuñalado en una pelea de taberna. —Hizo una pausa y cuadró los hombros mientras nos miraba fijamente, uno por uno—. Hace ahora dos años que navego con el capitán Nugetre. Tiene la destreza y el coraje necesarios para hacer esta travesía».

Puso el índice sobre el mapa extendido en el escritorio, señalando el punto donde el barco tenía que entrar en el Remolino, y el otro por donde, si la suerte nos acompañaba, sería expelido.

Yuril dijo que el Cerco Exterior del Remolino estaba aproximadamente a tres días de distancia, suponiendo que soplaran brisas constantes y no surgiesen problemas.

«¿Cuánto tiempo estaremos en ese… Remolino?», inquirió Kirsig un tanto quejumbrosa.

«Dos días y dos noches —repuso Yuril—, si mantenemos el rumbo».

Raistlin miraba el mapa con aire reflexivo, como si sopesara los pros y los contras. Esperé a que tomase una decisión.

Flint, angustiado, me susurró: «¿No crees que deberíamos considerar la posibilidad de tomar la ruta más lenta y segura? En realidad no tenemos prueba alguna de que Sturm, Caramon y Tas corran un peligro inminente».

Raistlin le lanzó una mirada de reproche. Flint bajó la vista mientras se daba tirones de la barba.

Sabía que mi viejo amigo estaba tan preocupado por los otros como lo estábamos Raistlin y yo. Le palmeé la espalda al tiempo que le decía en voz baja: «No olvides que, cuanto antes lleguemos, antes abandonaremos este barco». Después me manifesté a favor del plan.

Raistlin dio su aprobación con un cabeceo, y Kirsig me sorprendió con un fuerte abrazo. No me atreví a mirar a Flint, porque sabía que el enano, azorado por su anterior comentario y molesto por estar atrapado en un barco, en mitad de una travesía por mar —y además con una pierna rota—, me miraría ceñudo.

Al anochecer, un fuerte vendaval zarandeó al Castor. La oscuridad cubría las aguas. El mar estaba frío, negro y alborotado. Ninguna estrella lucía en el cielo nocturno. Faltan tres días para llegar a la corriente succionadora del Remolino; por consiguiente, tal vez es sólo imaginación mía el que note ya el tirón gradualmente acelerado del torbellino.

SEGUNDO Y TERCER DÍAS

Frecuentes calmas extrañas, rotas por vientos fuertes, granizo y lluvia. No hemos avistado ningún otro barco en esta parte del mar. Incluso durante las calmas, nuestra nave es arrastrada en dirección norte.

¿He descrito el Castor?

Es una goleta de dos palos, con dos velas y portañolas para los remos, que no se utilizan salvo en las rachas de calma. La tripulación está compuesta por unas dos docenas de marineros, de los cuales la mitad, al menos, son mujeres. Todos son de raza humana y nos miran, a Kirsig especialmente, con extrañeza, aun cuando supongo que deben de haber visto ogros antes de ahora, en sus viajes.

Algunos de los marineros son de tez negra, oriundos de las remotas islas norteñas, y los observo con igual curiosidad que ellos a nosotros. Sobre todo a las mujeres, pues son hermosas, a pesar de sus cuerpos musculosos, adaptados para las duras tareas a bordo de un barco. Visten ropas de cuero y sandalias, y son capaces de trepar a los mástiles y aparejar las velas tan bien como cualquiera de sus compañeros varones.

Casi siempre hablan en su lengua vernácula, que tiene un sonido áspero y brusco, si bien la mayoría también habla el Común.

Ninguno de los tripulantes lleva armas, y hasta ahora tampoco hemos tenido que recurrir a su uso. Hay una pequeña armería en la popa, en la que se guardan espadas, ballestas y dardos, aceite, algunas armaduras y una provisión de coñac.

Yuril se mueve entre la tripulación con seguridad, dando órdenes que se cumplen de inmediato. También supervisó la fabricación de cuatro palas de timón adicionales, de diseño burdo, casi con forma de aletas gigantescas. De acuerdo con el plan del capitán Nugetre, van acopladas a ambos costados del barco, justo por debajo de la línea de flotación. Cuando entremos en el traicionero perímetro del Remolino, actuarán como estabilizadores del Castor y, esperamos, lo guiarán en los peores momentos de las sacudidas que, sin duda, recibirá del torbellino.

Con los timones adicionales va un complejo sistema de cabos y drizas sujetos a unos zoquetes clavados en cubierta. Dos marineros se ofrecieron voluntarios para descolgarse por la borda y meter la cabeza bajo el agitado oleaje a fin de instalar las paletas adicionales. Esa noche recibieron una ración extra, amén de los vítores de sus compañeros.

El capitán Nugetre preside todo, con la cabeza muy erguida, en un gesto de firme autoridad. Apenas habla, y casi parece que es Yuril quien está al mando, pero la reprende cuando actúa con lentitud y ríe a mandíbula batiente cuando la mujer barbota un denuesto como replica.

Además del puente y el camarote del capitán, el Castor cuenta con una cocina pequeña en la que se guardan las provisiones de comida y agua fresca, castillos en proa y popa, cubierta inferior, con su sección de remos, alojamiento para la tripulación (que utilizan por turnos) y bodega para carga. Que yo sepa, no transportamos más carga que los viveres, materiales de repuesto y el surtido de armas ya mencionado.

Cerca de la bodega hay un pequeño calabozo que no ha tenido ocupantes desde que zarpamos de Alianza de Ogros, y el camarote del contramaestre, de reducidas dimensiones, donde duerme Yuril… si es que lo hace alguna vez. Uno tiene la sensación de que está presente en cubierta a todas horas. Cuando el propio capitán duerme, ella es sus ojos y sus oídos.

Por suerte, hay cuatro camarotes pequeños para pasajeros, uno para cada uno de nosotros. El equipamiento es sobrio: una hamaca, un banco, un arcón y una mesa.

Por propia elección, Raistlin ha pasado la mayor parte del tiempo a solas en su camarote. Sospecho que el joven Majere está haciendo acopio de fuerzas para la dura prueba que nos aguarda. Las pocas veces que lo he visto en cubierta, parecía preocupado. Seguramente lo intranquiliza la suerte corrida por Caramon.

Flint ha pasado también casi todo el tiempo en su camarote estos tres primeros días, pero no porque lo prefiriese, sino porque la pierna rota lo mantiene inmovilizado casi por completo. No estoy seguro, considerando su aversión por cualquier extensión de agua, pero no parece muy contento con su retiro obligado; aunque, con Flint, nunca se sabe. Incluso cuando está de buen humor, no deja de rezongar.

Kirsig ha cuidado bien de su pierna herida. La hinchazón ha bajado y no está tan amoratada. Al final ha resultado que la semiogro tiene algunos conocimientos útiles de las artes curativas. Creo que mi amigo podrá caminar otra vez cuando lleguemos al Cerco Exterior del Remolino.

Kirsig se niega a separarse de Flint y lo mima sin ningún recato. Le acaricia el cabello y la barba, y lo llama «su enano guapo». Cuanto más empeño pone él en rechazarla, tanto más se aferra Kirsig a él.

No todos los que están a bordo muestran una actitud tan brusca hacia la semiogro. Ayer (segundo día) uno de los marineros cayó de la atalaya y se hizo una fea herida. La sangre le manaba del costado con profusión. Llamaron a Kirsig a cubierta; sin otra ayuda que una aguja de coser, restañó la herida con rapidez y limpieza. Hasta ese momento, creo que Yuril había mirado a la semiogro con divertida indiferenda. He notado que ahora va al encuentro de Kirsig para darle los buenos días, tratándola con respeto.

CUARTO DÍA

El aspecto del mar, como el del cielo, no presagia nada bueno. Aquí, en el Cerco Exterior del Remolino, el agua tiene un color rojo como sangre y hay una gran marejada.

Raistlin me explicó que el color del agua es resultado del humus rojizo y fértil de los campos que antaño rodeaban la ciudad de Istar. Desde que ésta fue destruida en el Cataclismo, el Remolino que ocupa su lugar revuelve dichos sedimentos, que tiñen de rojo el agua, dan nombre al Mar Sangriento y nos recuerdan a todos la suerte corrida por la legendaria ciudad que yace bajo él.

Al oír sus explicaciones, el capitán Nugetre resopló burlón y dijo que el color del mar se lo da la sangre de los miles de seres que perecieron ahogados cuando los dioses descargaron su ira sobre Istar.

Flint se ha levantado y ahora va cojeando de aquí para allá; su pierna se está fortaleciendo. Se reunió con nosotros en cubierta a mediodía, cuando se produjo una gran agitación en el barco. Los marineros se apiñaban en grupos y señalaban algo muy excitados, discutiendo acerca de presagios en el mar y en el cielo.

Uno de los tripulantes, un veterano de aspecto varonil, insistía en que se habían divisado dragones sobre el Mar Sangriento, por esta zona. Ante las preguntas suspicaces de sus compañeros, tuvo que admitir que nunca había navegado tan próximo al Cerco Exterior y que sólo contaba lo que había oído en las tabernas de Mirador del Mar Sangriento.

Los otros acogieron su confesión con abucheos, pero me di cuenta de que Raistlin había escuchado sus palabras con mucha atención y una expresión pensativa en su tenso semblante. «¡Dragones!, —resopló, desdeñoso, Flint—. ¡Sólo nos falta oír que existen genios que conceden deseos!».

A media tarde, entramos en una fuerte corriente que nos arrastraba en dirección noreste. El capitán Nugetre dio instrucciones de no oponer ninguna resistencia, arriar las velas y dejarse llevar por la corriente. La primera tanda de tripulación tomó posiciones a lo largo de las batayolas, en grupos pequeños asignados a una de las anclas o a los remos o a los timones adicionales. Pero tenían órdenes de no hacer nada por el momento y dejar que el barco fuese absorbido por el Cerco Exterior.

El Castor fue arrastrado en una curvatura de progresiva aceleración. El cielo había oscurecido, de manera que resultaba difícil distinguir si era de día o de noche. Los truenos retumbaban en el aire, los relámpagos se sucedían, y una lluvia punzante se descargaba a intervalos.

El capitán Nugetre manejaba el timón principal del barco. Todas las miradas estaban prendidas en él, plantado en el castillo de popa, girando la rueda del timón a uno y otro lado violentamente, intentando corregir el rumbo del barco para evitar que fuera arrastrado hacia el Cepo, el segundo anillo del Remolino. Hiciera lo que hiciera la tripulación, todos echábamos vistazos al capitán, pues sabíamos que detrás del Cepo se encontraba el Mar de Pesadilla y, más allá, el lugar donde Istar dormía bajo el vengativo Mar Sangriento: la Sima Tenebrosa. No se sabe de ningún marinero que se haya aventurado más allá del Cerco Exterior y haya vuelto para contarlo.

Reparé en que Kirsig corría en ayuda de Yuril, cuya labor era ir de puesto en puesto, tranquilizando a los marineros. La semiogro caminaba bamboleante al lado de la otra mujer, más alta, musculosa y atractiva, creando un extraño contraste. Su apariencia cómica hacía gracia a los marineros, pero lograba imponer la disciplina tanto como Yuril.

Flint y yo corrimos hacia uno de los remos vacantes, listos para echar una mano si se presentaba la ocasión. Tengo que decir que Flint hizo de tripas corazón y se tragó su miedo al mar; a pesar de la palidez de su semblante, se mantuvo firme para prestar toda la ayuda que estuviera a su alcance.

Raistlin se agarró al palo mayor, zarandeado por la creciente violencia del viento, pero decidido a permanecer en cubierta y no perderse nada de lo que ocurriera.

CUARTO DÍA: ANOCHECIDO

Una oscuridad gradual nos hizo comprender que la noche llegaba, y con ella un terror sin paliativos. El aire temblaba con el estallido de los truenos, el mar parecía arder con el chisporroteo de los rayos y los cielos descargaban un aguacero helado y punzante. Las olas se alzaban a una altura aterradora para, acto seguido, romper violentamente sobre cubierta. En cierto momento se oyeron gritos, y más tarde supimos que un desafortunado marinero había sido barrido de la cubierta.

El barco escoraba peligrosamente, y en la negrura de la noche no cabía la certeza de estar dirigiendo el Castor en buen rumbo. El viento aullaba a nuestras espaldas, de frente, todo en derredor, imposible de fiar en él. Yuril había relevado al capitán y estaba al timón cuando empezó lo peor. A poco, Nugetre se le unía y ambos aunaban esfuerzos para evitar que la rueda girara a tontas y a locas. Gritaban y se maldecían el uno al otro y también a los elementos mientras enlazaban los brazos en torno al timón e intentaban desesperadamente recuperar el gobierno de la nave.

Las continuas ráfagas de viento escupían rociadas de agua helada sobre el barco. Hubo que hacer funcionar las bombas de achique. Lo peor de todo fue que, con la tormenta, la tarea de achicar agua y la incertidumbre, no hubo posibilidad de descansar ni tomar un bocado en toda la noche. Los dos turnos de la tripulación trabajaron codo con codo, debilitados, helados hasta los huesos y llenos de temor.

Discutí con Raistlin al insistir que, en bien de nuestra misión, lo mejor que podíamos hacer era abandonar la cubierta y estar a salvo en nuestros camarotes. No quiso escucharme. No obstante, ya de madrugada, cuando la tormenta calmó un tanto y varios de nosotros bajamos para echar una cabezada, vi que se había desplomado en su puesto, agotado.

Kirsig corrió a ayudar al joven mago a llegar a su camarote. Flint y yo no tardamos en seguirlos, tiritando bajo el azote del viento y la lluvia. Desde mi camarote oí que Raistlin mascullaba y rebullía en un sueño intranquilo.

Todos dormimos con un ojo abierto, conscientes del curso errático del barco y de nuestro propio miedo creciente.

QUINTO DÍA

El tiempo ha ido empeorando a lo largo del día y de la noche, y el peligro se ha incrementado. Tras un breve respiro, la tempestad volvió a estallar con furia. Las inmensas olas se estrellaban contra el barco, y una lluvia violenta nos empapó hasta los huesos. Nos envolvía una cortina de agua y teníamos que hablar a gritos para hacernos oír sobre el ensordecedor estallido de los truenos. A pesar de que el capitán Nugetre permanecía al timón, sus esfuerzos no surtían efecto alguno. El Castor parecía un corcho sacudido por las olas, y nosotros nos tambaleábamos como borrachos, zarandeados por las arremetidas del Mar Sangriento.

El efervescente caos no disminuyó. A últimas horas de la tarde, el capitán Nugetre, cuyos ojos estaban enrojecidos, anunció que habíamos llegado al Cepo y que ahora era imperativo librarnos de la atracción de la corriente y dirigir al Castor rumbo este y norte, de vuelta al Cerco Exterior.

En caso contrario seríamos absorbidos por el Remolino.

Nugetre echó a Yuril de cubierta y la envió abajo para que descansara un poco. Hasta entonces, la mujer se había negado a que la sustituyeran en su puesto. Ya a solas, el capitán manejó el timón hasta bien entrada la tarde. Siempre recordaré cómo, mientras tripulaba el barco ese día, cantaba una briosa canción marinera que hasta entonces yo no había oído en labios de ninguna otra persona. Su actitud segura y descarada mientras bregaba con el barco pareció contagiar a los otros marineros, que permanecieron impertérritos en sus puestos a pesar de los brutales elementos.

El capitán ordenó a algunos miembros de la tripulación que se pusieran a los remos de babor y a otros cuantos que izaran la vela pequeña. Gritando instrucciones y palabras de ánimo, Nugetre y sus marineros se las compusieron de algún modo para conducir al Castor de vuelta al Cerco Exterior.

Raistlin reapareció en cubierta al mediodía. A pesar de saltara la vista que todavía estaba agotado, en su rostro macilento se advertía la excitación. No me pasó inadvertido que había recobrado energías y renovado su determinación. «¿Cuánto más habremos de soportar estas condiciones?», le pregunté.

«Según mis cálculos, hemos recorrido unas ciento cincuenta millas —repuso—. Ello significa que nos quedan otras tantas antes de que intentemos escapar de la fuerza de atracción del Cerco Exterior y salgamos al Mar Sangriento Septentrional».

«Otra noche y otro día más», calculó Kirsig, que había subido también a cubierta.

«¿Dónde está Flint?», inquirí.

«Allí». La semiogro señaló con aire orgulloso hacia uno de los mástiles, donde Flint estaba sentado, chorreando agua y con semblante sombrío pero resuelto, mientras sujetaba uno de los cabos que refrenaban los timones adicionales.

QUINTO DÍA: DE NOCHE

Una noche que nos llevó al límite de nuestra resistencia. El viento aullaba mientras el paisaje marino se convertía en una negra bruma de cegadoras rociadas de espuma de mar. Los truenos retumbaban sin interrupción y, en cierto momento, una andanada de rayos se descargó sobre cubierta y derribó un mástil secundario que, al caer, rompió el cuello a un desafortunado marinero. Tuvimos que atarnos a clavijas y palos para evitar ser arrojados por la borda. Nadie durmió. Ni siquiera fue posible darnos un corto descanso, pues las interrupciones eran constantes: el estallido de rayos, el estruendo de los truenos, la lluvia punzante, o algo consistente arrojado a nuestros rostros por el viento incesante.

Entretanto, el capitán Nugetre y Yuril seguían aferrados al timón.

SEXTO DÍA

Perdimos a dos miembros de la tripulación en la batalla con el Mar Sangriento. El resto de nosotros, enfrentados a la perspectiva de una tempestad interminable, casi anhelábamos rendirnos a la cólera del Remolino.

Raistlin, exhausto, pasó la mayor parte del día en su camarote. Flint, empapado y con los ojos hinchados, fue enviado abajo por Yuril, que había reparado en su estado de ofuscación.

A mediodía, la tormenta entró en un breve período de calma, que sabíamos traería un temible empeoramiento posterior.

En medio de la relativa tranquilidad, escuchamos gemidos, gritos y murmullos incomprensibles traídos por el viento. El barco empezó a girar alocadamente a una velocidad temible; era la peor experiencia que habíamos sufrido hasta entonces.

Los miembros de la tripulación, al borde de la histeria, dejaron sus quehaceres y señalaron hacia las agitadas aguas. No alcancé a ver nada, pero ellos mencionaban cosas horribles entre balbuceos: rostros que esbozaban muecas, manos que eran garras, cuernos de aspecto maligno que empujaban el barco y lo hacían cabecear y girar.

Yuril les gritó que volvieran a sus puestos. El propio capitán Nugetre parecía estar aterrado, pero lo que causaba su miedo no era algo imaginario.

«¡Hemos llegado demasiado lejos! ¡Estamos en el Cepo y nos aproximamos al Mar de Pesadilla! —gritó, con el rostro contraído por la aprensión—. ¡A los remos! ¡Echad el ancla! Disponed…».

Su voz casi se ahogó en el creciente clamor. Una niebla rojiza se arremolinaba sobre el mar y se deslizaba por la cubierta y a través de las portillas. De las volutas se formaron diablillos rojos con alas correosas, semejantes a las de los murciélagos, colas espinosas y cuernos retorcidos; treparon por los mástiles como un enjambre y tiraron de los aparejos y aflojaron los cabos. Al igual que el Mar Sangriento, su piel tenía un tono rojo profundo, en tanto que sus aserrados dientes eran de un blanco brillante.

En medio de risas, gritos y parloteo vocinglero, desataron el pánico en el barco. Algunos de los hombres corrieron a enzarzarse con los diablillos.

«¡Deteneos, necios! ¡Sólo son imágenes ilusorias!», les gritó el capitán.

Puede que lo fueran, pero un instante después vi a dos de ellos agarrar a uno de los marineros y arrojarlo por la borda.

Divisé a Raistlin de pie en la escalera que llevaba a los camarotes. Inclinó la cabeza, movió las manos y pronunció algún encantamiento. Para mi sorpresa, los diablillos desaparecieron, si bien la neblina roja persistió. Acto seguido, el joven mago se retiró, perdiéndose de vista. Pocos se dieron cuenta de lo que había hecho.

Entretanto, la tormenta se había reanudado con renovada furia.

Flint se acercó a mí dando tumbos; estaba más asustado de lo que jamás lo había visto.

«¿Qué podemos hacer?», gritó.

Vacilé, indeciso, un instante, «¡Allí!», señalé. Vimos a Yuril y aun par de marineros que se esforzaban por soltar la pesada ancla, tarea que hacían aún más difícil el viento y la lluvia. Corrimos a su lado y nos encontramos junto a Kirsig, que esbozó una sonrisa forzada mientras se volcaba afanosa en la tarea.

Por debajo de nosotros pude sentir que los remos empezaban a bogar, pero también oí que varios se rompían con la resistencia de la fuerte corriente y las olas.

El barco cabeceó alocadamente, balanceándose atrás y adelante, varios de nosotros caímos al suelo.

«¡Ahora!», gritó el capitán Nugetre.

Tras incorporarnos y recuperar el equilibrio, conseguimos echar el ancla por la borda. La gruesa maroma se desenrolló a tal velocidad que uno de los marineros tuvo que echarle un cubo de agua para que no se quemase. Durante unos cuantos minutos, se hundió en las rojizas aguas y el carretel casi estaba vacío cuando por fin tocó fondo.

Yuril lanzó un grito de sorpresa.

«¡Jamás imaginé que hubiese tanta profundidad!», exclamó.

Como el capitán Nugetre había esperado, el ancla estabilizó temporalmente el barco, pero, a causa del viento y la tormenta, el Castor tiró de la maroma, amenazando con soltarse.

Flint aguardaba junto al carretel, con un destral enarbolado, listo para entrar en acción. Cuando el capitán Nugetre gritó «¡Ahora!» el enano descargó el destral y cortó la maroma del ancla con un golpe limpio. El impulso refrenado del barco era tal que prácticamente saltó en el aire varias decenas de metros, rompiendo la fuerza de succión.

Al mismo tiempo, Yuril y yo nos abrimos paso entre los marineros en la sección de popa, donde estaban los timones adicionales, ya dispuestos. Justo en el momento en que el barco tocó de nuevo el agua con un chapoteo, y antes de que la corriente lo atrapase otra vez, soltamos los improvisados remos. Al echar un vistazo por la borda, los vi caer al agua y actuar como aletas en la parte trasera de la embarcación.

«¡Ahora!», gritó de nuevo el capitán Nugetre por encima del estruendo de la tormenta.

Sentí que los que estaban a los remos tiraban al unísono y, en esta ocasión, el barco, con un impulso propio, se movió en dirección nordeste. Con todos los marineros disponibles a los remos, la tripulación mantuvo al Castor en aquel rumbo, impulsándolo más y más lejos del mortífero centro del Mar Sangriento.

SÉPTIMO Y OCTAVO DÍAS

Lo peor ha pasado. Ahora nuestro barco navega a través de Agua Candente con rumbo a Mithas y Karthay. Los marineros celebraron su victoria sobre el Remolino; su aspecto resultaba chocante, con los labios bordeados de sal y los cabellos enredados con algas.

El capitán Nugetre dio orden de servir una ración de coñac para cada uno de nosotros, como recompensa.

Los daños sufridos por el barco eran sorprendentemente leves, considerando la tormenta que lo había azotado. Un mástil y varios remos se habían roto. Restos arrastrados por el vendaval habían desgarrado varias velas, a pesar de estar izadas. Kirsig fue una gran ayuda a la hora de remendarlas y, al saber coser un poco, también yo contribuí a la tarea, y ambos trabajamos codo con codo en la reparación de las velas. Los hombres se desprendieron con gusto de sus camisas para utilizar la tela en burdos parches.

Unos cuantos marineros recorrieron la cubierta y se ocuparon de las hendeduras del casco, ninguna de las cuales era importante.

Flint se dedicó a fabricar una nueva ancla improvisada, que habría de servir hasta que el Castor tocara puerto. Reunió trozos de plomo y otros metales blandos que encontró por el barco y lo fundió todo en una olla grande; consiguió forjar a martillo una especie de rezón al que Yuril dio su visto bueno, y que fue colocado en lugar del ancla perdida.

Las olas seguían siendo altas y encrespadas. El color del agua era ligeramente más claro, si bien conservaba el inquietante tono herrumbroso. A pesar de que las reparaciones del Castor y mantenerlo en curso exigían un trabajo constante y duro, todos nosotros nos sentimos aliviados.

Soplaba un buen viento de popa. En lo alto brillaba el sol, cuyo calor aumentaba de día en día. Se formó una bruma en el cielo que ya no se despejó.

OCTAVO DÍA: NOCHE

Raistlin se pasó el día en su camarote y por la noche ha estado paseando por cubierta. Flint y yo hemos llegado a la conclusión de que se ha callado algo y está dándole vueltas en la cabeza.

Esta noche, una noche negra y sin estrellas, lo encontré en la cubierta de proa, contemplando las aguas agitadas. Al oírme llegar, se volvió y me dedicó una breve sonrisa; no era mucho, pero si lo suficiente para que me atreviese a interrumpir sus reflexiones.

«Debes de estar muy preocupado por Caramon», le comenté.

Para mi sorpresa, el joven mago arqueó una ceja, como si eso fuera lo último en lo que habría pensado.

«Caramon puede cuidar de sí mismo —repuso con su habitual brusquedad—. Si no murió en el estrecho de Schallsea, estoy convencido de que lo encontraremos en algún lugar de este apartado rincón de Krynn. Existen más probabilidades de que sea él quien nos rescate a nosotros que a la inversa».

«Pues yo pensaba que hacíamos este viaje porque creías que los minotauros lo habían hecho prisionero».

«Sí… en parte —dijo Raistlin. Iba a añadir algo más, pero hizo una pausa, quizá para poner en orden las ideas o quizá, simplemente, para arrebujarse en la capa a fin de resguardarse del aire frío de la noche. Al cabo de un instante, continuó—: No obstante, hay cosas más importantes a tener en cuenta, aparte de la suerte corrida por mi despreocupado hermano. Una de ellas es la razón por la que lo capturaron. Otra, el uso que tiene esa peculiar planta, la jalapa».

Su tono era solemne, pero la oscuridad me impidió juzgar su expresión. Me acerqué más a él, planeando sacarle el secreto que guardaba.

«¿Qué es entonces, Raistlin? —pregunté—. ¿Cuál es ese hechizo por el que hemos viajado miles de kilómetros?».

Se volvió de cara a mí y me miró de hito en hito. Tras tomar en consideración mi pregunta, dejó que pasaran varios segundos antes de responder: «El hechizo con el que di por casualidad sólo puede ser ejecutado por un sumo sacerdote de los minotauros. Es un conjuro que abriría un portal y daría acceso a este mundo al dios de los hombres toros, Sargonnas, servidor de Takhisis».

Ahora me tocó a mí guardar silencio y reflexionar. Como iniciado en las artes mágicas, Raistlin creía en los dioses del Bien, de la Neutralidad y del Mal; de estos últimos, Takhisis era la deidad suprema. Aun cuando a lo largo de mi vida había visto la bondad y la maldad, en cuanto a la existencia de los dioses no estaba tan seguro como el joven mago. Sargonnas era una deidad de la que apenas sabía nada. Notando, tal vez, mi renuencia, Raistlin suspiró y me dio la espalda.

«Y eso no es todo —continuó—. Este hechizo sólo puede llevarse a cabo durante cierta conjunción de las lunas y las estrellas. El esfuerzo requerido para prepararlo es extraordinario. Sólo puede significar que los minotauros tienen una meta lo bastante importante para precisar la ayuda de Sargonnas. Morath cree, y yo soy de la misma opinión, que debe de tratarse de un plan para conquistar Ansalon».

«Pero los minotauros no lo conseguirían por sí mismos, sean lo numerosos que sean y por muy bien organizados que estén».

«Cierto. Pero ¿y si pactan coaliciones con aliados inverosímiles? Las razas malignas del mar o los ogros, por ejemplo».

«Son una raza arrogante —protesté—. Jamás se avendrían a pactar alianzas».

«Puede que no sea una idea tan descabellada —intervino Kirsig, saliendo de las sombras. La semiogro tenía la costumbre de acercarse sigilosa a la gente, pero Raistlin sentía un raro aprecio por ella y no pareció molestarle su presencia ni el hecho evidente de que había estado escuchando nuestra conversación—. Eso explicaría algunas cosas raras que han estado pasando en Alianza de Ogros durante los últimos meses».

«¿Qué cosas?», se interesó Raistlin.

«Llegaron varias delegaciones de minotauros para parlamentar con las diferentes tribus de ogros. Es algo insólito. Hasta entonces, no había habido, que yo sepa, ninguna clase de amistad entre ogros y minotauros. De hecho, más bien han sido siempre todo lo contrario: enemigos irreconciliables».

«¿Te das cuenta? A eso me refería —me dijo Raistlin, que se dio media vuelta y se agarró a la batayola, con los ojos perdidos en las oscuras aguas y el aún más oscuro firmamento—. ¡La suerte de Caramon es la menor de mis preocupaciones!».

NOVENO DÍA

A primera hora de la mañana uno de los marineros creyó atisbar algo que se movía bajo el agua, junto al barco. Todo el mundo se mantuvo alerta, sabiendo que en estas aguas extrañas podía tratarse de cualquier cosa.

Al mediodía, se volvió a ver a la criatura: una forma grande, grisácea y deslizante que parecía seguir al Castor. Avanzamos con lentitud en el cálido y brumoso entorno, y la criatura se adaptaba a nuestra velocidad, de manera que sus sinuosos movimientos daban la impresión de languidez. Se mantenía a bastante profundidad y apenas podíamos distinguirla en detalle, salvo que tenía el mismo tamaño que el barco.

A últimas horas de la tarde, la extraña criatura nos había estado siguiendo a lo largo de doce millas sin salir a la superficie. Esta inactividad nos hizo incurrir en un exceso de confianza. Algunos marineros habían abandonado la cubierta, en tanto que otros dormitaban en sus puestos cuando, de manera repentina, la criatura levantó la cabeza y atacó.

Me encontraba en el puente y alcé la vista para contemplar un cuerpo largo, serpentino, que se abalanzaba sobre nosotros.

Supe al instante lo que era: un nudibranch, o babosa marina gigante, poco común en esta parte del mundo. Justo a tiempo, me zambullí de cabeza tras una caja, pues la babosa descargó sus fauces abiertas sobre la popa y, de manera simultánea, escupió un chorro de saliva corrosiva.

El Castor sufrió una sacudida por detrás. Todos los que estaban en cubierta se fueron de bruces, y los que dormían despertaron sobresaltados. Uno de los marineros no tuvo tiempo de esquivar la abrasadora saliva. Gritó y rodó sobre cubierta, abrasado, retorciéndose de dolor. Otro no vio a tiempo al nudibranch, y el monstruoso ser se lo tragó de un bocado.

Los que presenciaron el ataque gritaron pidiendo auxilio, y sus compañeros llegaron a todo correr blandiendo armas que parecían de juguete en comparación con el gigantesco tamaño de la babosa. El capitán Nugetre subió corriendo al tiempo que impartía órdenes. Yuril estaba al timón cuando la criatura atacó, y ahora se encontraba agazapada a mi lado, contemplando con horror al encolerizado monstruo.

Mientras mirábamos, la babosa gigante levantó su fea cabeza tan alto que pudimos ver su vientre blancuzco, y después la descargó sobre la cubierta, utilizando su cuerpo como un ariete. Maderas y astillas volaron en todas direcciones. El nudibranch tenía la mitad del cuerpo sobre el barco y la otra mitad en el agua. El Castor escoró de manera peligrosa.

Durante unos minutos la cabeza de la babosa gigante desapareció bajo cubierta. Unos espantosos ruidos de succión y los gritos de los marineros sorprendidos en los camarotes indicaron la sangrienta y frenética actividad de la criatura, que devoraba a sus víctimas.

«¡Flint!», grité de pronto.

«¡Chitón! —dijo el enano—. Estoy detrás de ti».

Así era, en efecto. Y Raistlin y Kirsig también estaban con él. Todos contemplamos pasmados cómo la babosa gigante echaba la cabeza atrás y arremetía de nuevo contra el barco. La cubierta se inclinó en un ángulo pronunciado. Con cada arremetida del nudibranch, el Castor se escoraba más y más.

«Se está abriendo paso a mordiscos al interior del barco», dijo Raistlin.

«Comen de todo —dijo Yuril—. Plantas, carroña, desperdicios: todo».

Un marinero, una mujer de piel negra y pelo corto, lanzó un grito y saltó sobre la espalda de la babosa gigante; acto seguido asestó un golpe con su espada, de arriba abajo.

Pero el nudibranch tenía un pellejo grueso, correoso, y la hoja de acero apenas lo hirió. El monstruo hizo un alto en sus ataques al Castor y, con sorprendente agilidad, se las compuso para girar la cabeza hacia atrás, agarrar a la valerosa mujer con las fauces, despachurrarla, y después lanzar su cuerpo al océano, a varias decenas de metros de distancia.

Sin tramar plan alguno, Flint, Kirsig, Yuril y yo nos abalanzamos sobre la criatura y arremetimos con nuestras espadas, pero sólo le propinamos algunos golpes poco efectivos. Otros marineros se nos unieron. La babosa gigante se retorció y se revolvió, derribando a varios marineros y rociando a otro con su abrasadora saliva. Tuvimos que emplearnos a fondo para esquivar del mejor modo posible a la criatura y ponernos fuera de su alcance.

Vi a Raistlin en la otra punta del barco, muy ocupado haciendo algo. Se volvió y llamó a Flint.

El enano corrió presuroso hacia él. Los dos se agacharon y empezaron a arrastrar un objeto en nuestra dirección y en la de la babosa gigante. Cuando dos marineros acudieron en su ayuda, Raistlin soltó el objeto y corrió hacia el timón, donde el capitán Nugetre se afanaba para mantener bajo control el barco escorado. El joven mago habló brevemente con él, y Nugetre asintió con un cabeceo a lo que Raistlin le decía.

Ahora podía ver que lo que Flint y los marineros arrastraban era el ancla nueva. Kirsig, Yuril y yo corrimos para ayudarlos a levantarla. Luego, a una señal de Flint, arremetimos con ella contra la cabeza del monstruo.

Como Raistlin había supuesto, el nudibranch, que no destacaba por su inteligencia, abrió las fauces de par en par para coger lo que empujábamos en su dirección. Soltamos el ancla en el último momento y luego nos escabullimos a una distancia más segura.

Una expresión casi de sorpresa asomó fugaz al rudimentario rostro de la babosa gigante cuando el capitán Nugetre giró el timón con brusquedad en dirección contraria a la criatura. El repentino movimiento hizo que el nudibranch resbalara hacia atrás en el barco y cayese al agua. Arrastrado por el peso del ancla, se hundió rápidamente en las tenebrosas profundidades hasta que la única evidencia visible del monstruo fue la explosión de burbujas que ascendieron a la superficie.

El Castor salió del ataque con serios daños que precisaban reparación. Tres marineros habían muerto, como nos recordaba la sangre que manchaba la cubierta, y Flint tuvo que dedicarse a la tarea de fabricar otro rezón con chatarra.

DÉCIMO DÍA

El capitán Nugetre dice que nos encontramos a medio día de viaje de la costa de Karthay, incluso al paso lento que nos vemos obligados a mantener ahora. El Castor está inutilizado. Sólo nos mantenemos a flote merced a los continuos turnos rotativos para achicar agua. Es una tarea agotadora para la tripulación, que ha quedado reducida a la mitad. Flint, Raistlin, Kirsig y yo hemos echado una mano.

Aunque el viaje a través del Mar Sangriento ha sido tan rápido como cabía esperar, el capitán duda que la tarifa cobrada compense la pérdida de marineros y los daños sufridos por el barco.

«No correré el albur de atracar en Karthay —anunció el capitán—. No quiero exponer a mi tripulación y a mi barco a más riesgos. Os daré un bote para que boguéis hasta la costa. Y podéis consideraros afortunados de que lo haga».

A pesar de las súplicas de Kirsig, Nugetre se ha negado en redondo a cambiar su decisión.

Raistlin le ha pagado el doble de la tarifa, como prometió, y no ha insistido en que nos lleve hasta la costa. El capitán había cumplido con creces su parte en el trato, dijo Raistlin, que le dio las gracias.

Kirsig anunció su intención de acompañarnos. Flint procuró por todos los medios hacerla cambiar de opinión, pero fue en vano. La semiogro insistió en que no quería abandonar a «su guapo enano».

La sorpresa nos la dio Yuril, al anunciar que deseaba unirse a nuestro grupo. El capitán Nugetre se enfureció con ella, pero no le sirvió de nada. La contramaestre alegó que nos debía la vida —pues la habíamos salvado al menos en dos ocasiones— y que deseaba ayudarnos a llevar a cabo nuestra empresa. Su decisión pareció entristecer e irritar por igual al capitán. No por primera vez, pensé que entre estos dos había existido en el pasado algo más que la simple relación de capitán y contramaestre.

Tres miembros de la tripulación, todas ellas mujeres y más leales a Yuril que a Nugetre, dijeron que también vendrían con nosotros.

Con ellas éramos ocho, y el encolerizado Nugetre tuvo que proporcionarnos dos botes para que pudiésemos desembarcar y llegar a tierra.