El hombre destrozado
Algo agarró a Sturm. Sin fuerza, el solámnico levantó la vista; sus ojos estaban borrosos. Sintió que lo alzaban en vilo.
De lo siguiente que tuvo conciencia, a través de la bruma de dolor que lo envolvía, fue de que estaba tumbado en el fondo de un pequeño bote, al lado de Caramon. Las ropas de su amigo estaban hechas jirones, y tenía el cuerpo cubierto de llagas encostradas y magulladuras. La piel que le quedaba intacta tenía un profundo color bronceado. Sturm observó al joven guerrero, cuyos ojos permanecían cerrados. El caballero advirtió con alivio que su compañero respiraba de forma regular. Entonces, también, Sturm perdió el conocimiento.
Un viejo pescador acartonado, llamado Lazario, los había sacado del mar; tras cortar las ataduras, los echó dentro de su bote.
Ahora, el enjuto pescador los contemplaba con gesto pensativo, la barbilla apoyada en la mano. Lazario había esperado capturar un cordel de anguilas aquella mañana y venderlas al final del día en el mercado de Atossa, una ciudad situada en la costa norte de Mithas. Pero, si sabía llevar bien el asunto, estos dos humanos le reportarían mucho más dinero que una docena de cordeles de anguilas.
Su aspecto, sin embargo, era deplorable; parecían encontrarse al borde de la muerte. Tenía que asearlos lo mejor posible. Se quitó la chaqueta de cuero y se la echó encima al menos corpulento. A continuación les lavó la cara y limpió sus heridas en la medida de lo posible. Tenían muchas, pero Lazario podía mejorar su aspecto; ninguno de los dos jóvenes estaba en condiciones de presentar resistencia. Quizá su barco había naufragado o había sido abordado por piratas. En tal caso, habían tenido mala suerte, pero lo que para ellos era una desgracia, para él representaba un golpe inesperado de fortuna.
Los dos compañeros volvieron en sí unos instantes, atragantados, cuando Lazario vertió un poco de agua fresca en sus gargantas, y después los obligó a ingerir unos trozos de pescado seco. El más corpulento, el primero que había sacado del agua, alzó la vista hacia él con expresión interrogante mientras engullía con ansia, aunque todavía aturdido; unos momentos después, volvía a perder el sentido. El otro parecía encontrarse en peor estado. Lazario sólo consiguió que se tragara unos pocos bocados.
Actuando con rapidez, el pescador se dedicó a hacer unos remiendos improvisados en las ropas de los dos náufragos y les embadurnó la piel con un ungüento casero para las quemaduras del sol. Un toquecito por aquí, un parche por allá, y los dos humanos recuperaron un aspecto normal. Bueno, no tanto, pero casi.
—Te has equivocado de oficio, Lazario —se dijo el viejo pescador riendo entre dientes—. Deberías haberte dedicado a la práctica de las artes curativas.
Acto seguido agarró los remos y bogó con fuerza; a pesar de remar en contra de la ligera brisa que soplaba, al cabo de una hora el pequeño puerto de Atossa estaba a la vista.
Ninguno de los dos compañeros había recobrado el conocimiento. Era de esperar. Al aproximarse al puerto, Lazario cubrió con una lona las dos figuras inconscientes, de forma que ninguno de sus competidores viera su insólito cargamento. Ya en el muelle principal, el viejo pescador localizó a un golfillo y le ofreció al muchacho una moneda de cobre por ir a buscar al minotauro que estaba al mando de la zona portuaria.
El pequeño puerto era un hervidero de actividad. Piratas humanos y mercenarios se codeaban con los hombres toros que gobernaban la isla. Esclavos —en su mayoría humanos, pero también de otras razas— transportaban cargamento bajo la vigilancia de minotauros, que recorrían los muelles con aire arrogante y, a la menor oportunidad, descargaban los látigos sobre sus espaldas.
Un fornido minotauro, de ojos feroces e imponente cornamenta, apareció al final del muelle seguido por el golfillo, que tenía que correr para mantener su paso. Lazario le dio al chico la moneda de cobre y lo despachó con un gesto. El minotauro se cruzó de brazos y aguardó; en su rostro bestial había una expresión impaciente y severa. El viejo pescador esbozó una mueca astuta, enseñando los dientes.
Conocía de vista al minotauro, si bien hasta ahora había procurado no cruzarse con el capitán de puerto de Atossa, aunque para ello tuviera que dar un rodeo. Se llamaba Vitila, y hatúa sido designado para el cargo por el propio rey. Todos los pescadores, así como cuantos eran habituales de la zona portuaria, conocían su brutalidad y el modo en que dirigía el puerto con mano férrea. Él era el encargado de administrar justicia en los muelles, recaudar los tributos —guardando una parte para sí mismo— y mantener el contingente de esclavos necesario para realizar los trabajos. Era él con quien Lazario tenía que negociar.
El pescador retiró la lona y dejó a la vista a los dos humanos. Levantó los ojos hacia Vitila, con aire expectante.
—¿Qué? —inquirió, burlón, el minotauro—. Has capturado un par de carpas humanas, pescador. ¿Por qué pensabas que me iban a interesar?
Lazario tragó saliva y se obligó a esbozar una mueca.
—Excelencia —empezó, sin estar muy seguro del tratamiento que debía dar al capitán de puerto—, sus heridas son superficiales. Creo que son dos humanos muy fuertes a los que, si se les atiende para que recobren la salud, puede sacárseles buen partido como esclavos. Ahora están débiles, pero sólo necesitan comer y beber para recuperar las fuerzas. Entonces podrán trabajar de firme… hasta que mueran. Por eso pensé que podría interesaros, ¿no?
Vitila soltó un resoplido bestial; sus ojos parecieron atravesar a Lazario.
—Vuelve a arrojarlos al agua, viejo pescador, y dedícate a tus capturas habituales. Pesca algo que, al menos, puedas poner en tu plato para la cena. —Su garganta emitió un retumbo que podía ser una risa burlona.
Lazario hizo acopio de valor y de nuevo esbozó una sonrisa astuta.
—Creo que éste —el pescador dio unas palmadas en el hombro de Caramon— podría ser entrenado para los juegos. Podría ser un gladiador; tiene las hechuras. Pero te lo vendería gustoso a un precio razonable. Piensa en lo complacido que se sentirá el rey si le ofreces un gladiador rescatado del mar. Tal vez te valga otra distinción en tu brillante carrera.
Vitila se quedó pensativo. Saltaba a la vista que la idea le resultaba atractiva al capitán de puerto.
—Los humanos nunca duran mucho en los juegos —manifestó, desdeñoso, el minotauro.
—Pero —continuó el pescador, que se felicitaba por su tacto y la habilidad con que estaba llevando el trato— ofrecen un buen espectáculo, incluso cuando pierden.
Caramon y Sturm rebulleron levemente y después levantaron las cabezas. Ambos se preguntaron, y no por primera vez en los últimos días, dónde se encontraban. Después de las interminables jornadas flotando a la deriva en aquel salvaje mar, la escena que se desarrollaba ante sus ojos no tenía sentido para ninguno de los dos.
Un viejo pescador, con el cabello del color de las zanahorias, estaba de pie en el bote, manteniendo el equilibrio sobre sus arqueadas piernas, y hablaba en voz baja con un minotauro corpulento que se cernía sobre él con su imponente estatura. El minotauro vestía una falda de cuero y diversos correajes y cinturones, y llevaba un bastón toscamente tallado. Se advertía en él un aire de autoridad, plantado allí, sobre el muelle; a juzgar por las apariencias, sostenía un regateo por algo con el pescador.
No obstante, sus cerebros estaban demasiado embotados y la discusión entre el viejo y el minotauro les llegaba tan apagada y lejana que Caramon y Sturm no entendieron lo que decían.
El capitán de puerto echó un vistazo a los dos compañeros y reparó en que tenían las cabezas ligeramente levantadas, en su dirección, pero al momento las dejaban caer. Lazario asintió con un gesto y sonrió alentadoramente.
—Toma, viejo pescador —gruñó Vitila, que metió la mano en uno de sus bolsillos y arrojó un puñado de monedas a Lazario—. Te quitaré de encima esta escoria humana. Quizá pueda refrescarlos. O tal vez no.
El capitán de puerto giró sobre sus talones y llamó por señas a un carro.
Otro minotauro, al extremo del muelle, hizo restallar el látigo. Dos esclavos humanos empezaron a tirar de un carromato grande, con ruedas de madera, en dirección a Vitila.
Lazario se precipitó a recoger las monedas, algunas de las cuales, advirtió el viejo pescador con consternación, habían caído en la espumajosa agua del puerto y se habían hundido fuera de su vista y de su alcance.
Mientras Lazario se afanaba en recoger el dinero, Vitila flexionó los músculos, se inclinó y levantó a Caramon y a Sturm, rodeando firmemente, con cada brazo, los torsos de los dos amigos. Demasiado debilitados y aturdidos para resistirse, el guerrero y el solámnico sintieron que los levantaban en vilo y los arrojaban en un carro, donde cayeron despatarrados uno sobre el otro.
Un látigo restalló, los esclavos humanos giraron en dirección contraria, y el carromato rodó muelle adelante.
—¡Eh! ¡Son todas monedas de cobre! —protestó Lazario, que, al recoger el dinero y contarlo, comprendió que lo había estafado—. ¡Esto es el precio de esclavos, no de gladiadores!
El viejo pescador dio un paso hacia la escalerilla del muelle. Ése fue su segundo error. El primero había sido levantar la voz, con rabia.
Vitila se volvió hacia él; la ira asomaba a sus ojos, y Lazario se quedó paralizado.
—Pero éste no es el precio por gladiadores —gimió débilmente el pescador. Quería volver a su bote. Quería regresar mar adentro, en medio del océano, y capturar su cordel de anguilas diario. Pero su pie tanteó el aire, sin encontrar el peldaño de la escalerilla.
Vitila agachó la cabeza y cargó contra el pescador; sus afilados cuernos empalaron al viejo. Alzando la cabeza en el aire, el capitán de puerto bramó coléricamente y después giró sobre sí mismo varias veces antes de agachar de nuevo la cabeza y sacudirla con brusquedad. El cuerpo salió lanzado hacia el agua.
Lazario se retorció y pateó mientras surcaba el aire y luego se precipitó con un chapoteo; se quedó flotando, inmóvil. Las gaviotas se zambulleron para picotear el cuerpo del pescador.
El golfillo mensajero, que se había refugiado detrás de un barril, se adelantó gateando para recoger las monedas de cobre que el pescador había dejado caer. Ni siquiera echó un vistazo al cuerpo de Lazario. Tales estallidos de violencia eran frecuentes en el puerto de Atossa y no sorprendían a nadie. Con Vitila, sobre todo, eran de esperar. Los pocos que repararon en el incidente se limitaron a hacer un breve alto en sus asuntos, y acto seguido volvieron a vender y comprar, a discutir y pelear, como si nada hubiese pasado. Nadie miró con fijeza.
No habría sido prudente hacerlo.
* * *
Al mismo tiempo que Tasslehoff Burrfoot era torturado en su celda, en la capital del reino minotauro, Lacynes, Sturm Brightblade y Caramon Majere eran encarcelados en una mazmorra a menos de cincuenta kilómetros, en el enclave más pequeño de Atossa.
Aliviados por haber sido rescatados de una muerte segura en el Mar Sangriento, Sturm y Caramon no opusieron resistencia. A decir verdad, no les quedaban fuerzas ni ánimos para hacerlo.
Fueron arrojados a un sucio calabozo, uno de los muchos que había en la cárcel subterránea de Atossa, y los dos amigos se desplomaron en el suelo. Durmieron el resto del día y la noche siguiente y, cuando despertaron, comieron con voracidad. Los guardias minotauros llenaban las escudillas con carne y agua de dos cubos enormes que llevaban de celda en celda. A despecho del poco apetitoso aroma de la carne, Caramon y Sturm no pusieron reparos. Jamás habían estado tan hambrientos.
A la segunda noche, ya se sentían lo bastante recuperados para sentarse y cambiar impresiones. Aunque sus ropas colgaban en jirones de sus mugrientos cuerpos, en los que abundaban las señales de su penosa experiencia, Sturm y Caramon tenían a su favor su juventud y fortaleza, y se recuperaban con pasmosa rapidez.
—Por lo que he podido oír, así como por la identidad de los que nos han capturado, creo que nos encontramos en la isla de Mithas —le dijo Sturm a su amigo mientras conversaban en voz baja esa noche—. De algún modo, hemos sido transportados en el Verona miles de kilómetros, desde el estrecho de Schallsea hasta el otro extremo del Mar Sangriento. Quienquiera que haya llevado a cabo esa increíble hazaña, capturó a Tasslehoff por alguna razón y nos arrojó por la borda a nosotros, para que muriésemos. —Sturm hizo una pausa, recordando los días que habían pasado flotando a la deriva en el turbulento mar—. Sea cual sea el destino que nos aguarda aquí, tenemos suerte de estar vivos. El Mar Sangriento no renuncia fácilmente a las víctimas de naufragios.
—¿Y qué crees —preguntó Caramon despacio— que le ha ocurrido a Tas?
Por toda respuesta, el solámnico sacudió la cabeza tristemente.
La tercera mañana de su estancia en la celda, dos minotauros bestiales vinieron y los miraron fijamente. Uno de ellos llevaba una insignia con apariencia de rango oficial, y escuchó lo que el otro le decía en un quedo gruñido, señalando de manera alternativa a Caramon y a Sturm.
—Fíjate en la rapidez con que se están recuperando de sus heridas. Son luchadores excelentes. Si les damos tiempo para que recobren las fuerzas, nos proporcionarán un buen espectáculo en los juegos. Y, si no valen para gladiadores, siempre podemos aprovecharlos como esclavos.
Caramon los observó con actitud indiferente. Se sentía débil y en pésimas condiciones, y, además, apenas entendía lo que estaban diciendo. Encontrándose a miles de kilómetros de Solace, tanto daba si lo destinaban a ser un esclavo de minotauros o un gladiador condenado a tener un rápido final.
Sturm se levantó, se asomó entre los barrotes y miró de hito en hito a los minotauros.
—¡Estaría encantado de luchar contra cualquiera de vosotros dos ahora mismo —dijo, colérico, el joven solámnico— si me dejáis salir de este calabozo! Jamás seré un esclavo, y, en lo referente a vuestros juegos… puag! —Escupió en su dirección.
En un abrir y cerrar de ojos, el minotauro de la insignia lo abofeteó antes de que Sturm tuviese tiempo de retirarse tras los barrotes. El golpe lo tiró de espaldas, con el labio sangrando, pero el solámnico siguió mirando con fijeza al feo hombre toro.
—Éste es bastante estúpido —retumbó el minotauro importante—, pero le bajaremos los humos. —Se rascó la mejilla con la mano, enorme y velluda, sin dejar de mirar a los compañeros—. Aliméntalos bien durante unas cuantas semanas y después veremos lo fuertes que son.
»Haz que ése —señaló a Caramon— ayude con los baldes de comida y que vacíe las aguas residuales. Es en recompensa por tener la boca cerrada —dijo con una sonrisa de satisfacción—. A diferencia de su amigo, tendrá oportunidad de estirar las piernas y desentumecer los músculos. Así, cuando llegue el momento de luchar por su vida, puede que dure un poco más.
* * *
A la mañana siguiente, los guardias minotauros despertaron con brusquedad a los compañeros. Uno de ellos sostenía una espada casi pegada a la garganta de Sturm, en tanto que el otro llamó por señas a Caramon para que saliese de la celda. El guardia entregó al guerrero dos enormes baldes con carne y agua y le dio instrucciones de que sirviera una ración a cada uno de los prisioneros encerrados en las celdas que jalonaban los oscuros y húmedos corredores, que partían en las cuatro direcciones: norte, sur, este y oeste.
Al tambalearse por el peso de los baldes, Caramon comprendió lo debilitado que había salido de su experiencia en el mar. Los guardias minotauros se rieron de él cuando tuvo que afanarse para levantar los cubos y después echar a andar, en medio de trompicones, para llevar a cabo la tarea asignada. Uno de los guardias regresó a su puesto, en tanto que el otro seguía de cerca a Caramon y blandía una espada para asegurarse de que el ridículo humano cumpliese las órdenes recibidas.
A lo largo de tres horas, el guerrero recorrió los corredores de la prisión, sirviendo con un cucharón las raciones en una especie de abrevaderos que había fuera de las celdas. Desde dentro, los prisioneros extendían el brazo y se llevaban la comida y el agua a la boca con la mano.
Entre los cautivos había minotauros y humanos, comprobó con sorpresa Caramon. A despecho de la humillación que significaba estar prisioneros, los cautivos minotauros contemplaban al guerrero con profundo desprecio. Aunque les llevaba la comida y el agua que ansiaban desesperadamente, Caramon sabía que consideraban a los humanos una raza inferior.
La mayoría de los prisioneros eran renegados, piratas o algo peor. Algunos estaban demasiado cansados o enfermos o heridos para reaccionar siquiera cuando el joven les servía sus alimentos. Al menos en uno de los casos, Caramon tuvo la seguridad de que el cautivo, hecho un ovillo en un rincón y cubierto de insectos, llevaba cierto tiempo muerto. Se lo advirtió al guardia minotauro, que siempre se encontraba cerca, vigilándolo. El guardia manifestó indiferencia, pero miró con más detenimiento al prisionero e hizo una anotación en una libreta que llevaba colgada a un costado.
Al final de uno de los oscuros corredores había una celda aislada, separada varias decenas de metros de la más inmediata. Éste era el caso más raro de todos. Una figura miserable estaba sujeta con cadenas a la pared del fondo, de pie, sin posibilidad de sentarse o tumbarse. Parecía tener el cuerpo destrozado y la cabeza estaba caída sobre el pecho. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para alzar la vista cuando Caramon llegó cargado con los baldes.
El guerrero apenas alcanzaba a ver algo en la penumbra de la celda, pero sí distinguió que la cabeza del hombre tenía forma oval y sus ojos eran pequeños agujeros negros. De los hombros y la espalda manaba sangre y pus, como si le hubiesen arrancado del cuerpo algún apéndice vital. Por su aspecto, costaba creer que pudiese estar vivo siquiera, allí, colgado; no obstante, alzó la vista hacia Caramon e incluso se las compuso para esbozar una sonrisa extraña, valerosa.
Caramon se preguntó cómo se las arreglaría el maltrecho prisionero para soltarse y comer la carne y beber el agua. El guerrero soltó los baldes, vacilante.
—Vamos, no te pares —gruñó el guardia minotauro, que se encontraba unos cuantos pasos detrás de Caramon—. Lo dejamos comer un poco de tanto en tanto, y, cuando no le toca, puede mirar la carne y olerla mientras se pudre. Es parte del servicio de alojamiento que damos aquí.
Con deliberada lentitud, Caramon sirvió la carne y el agua en el abrevadero del hombre. Como había imaginado que haría, el guardia minotauro se dio media vuelta y caminó unos cuantos pasos corredor abajo, abandonando la estrecha vigilancia que mantenía sobre él.
—¿Por qué estás encadenado? —preguntó en voz queda.
—Para evitar que me mate a mí mismo —repuso el hombre malherido—. Prefiero la muerte a la esclavitud.
—¿Por qué te tienen aquí?
—Me están interrogando —contestó el hombre con un curioso tono divertido.
—¿Qué hiciste?
—No ser uno de ellos. Eso es suficiente.
Caramon se dio media vuelta.
—¡Aguarda! —susurró el cautivo—. ¿Eres uno de los humanos recién llegados?
El guerrero se quedó atónito. Echó un fugaz vistazo al guardia minotauro. El hombre toro no les prestaba la menor atención; estaba de espaldas a ellos y golpeaba ociosamente su espada contra las paredes del corredor. Caramon se acercó a los barrotes.
—¿A qué te refieres?
—¿Eres uno de los humanos rescatados del mar?
—Sí —repuso el joven, desconcertado—. ¿Cómo sabes eso?
—Chist. Ahora no. En otro momento.
El guardia minotauro se volvió, aburrido de esperar.
—¡Eh, tú, deja de hacerte el remolón! ¡Date prisa!
Con un leve movimiento de la cabeza, el hombre encadenado se despidió del guerrero. A regañadientes, Caramon fue en pos del minotauro. Le dolían los hombros y los brazos de acarrear los pesados baldes.
* * *
Aunque no los tenían sometidos a una estrecha vigilancia, Caramon y Sturm preferían hablar de noche, en susurros. El guerrero le contó a su amigo lo del extraño hombre encadenado, que parecía estar enterado de que unos humanos habían sido «rescatados del mar». Sturm reflexionó sobre ello, pero no consiguió explicarse cómo había podido saberlo el prisionero. Llegó a la conclusión de que los confundía con otros.
También hablaban con nostalgia de Solace y de sus amigos, Tanis, Flint y Raistlin, el gemelo de Caramon.
Se preguntaban qué habría sido de Tasslehoff y por qué los minotauros que habían abordado el Verona querían capturar vivo al kender. Barajando posibilidades, Sturm dijo que si, en efecto, Tas seguía con vida, no serviría muy bien como esclavo y tampoco mucho mejor como gladiador contra oponentes minotauros.
—Sobre eso, yo no estaría tan seguro —se mostró en desacuerdo Caramon, al tiempo que esbozaba una amplia sonrisa—. Si dejan que Tas improvise con su jupak, descubrirán que no es un hueso fácil de roer.
Ambos se echaron a reír al imaginar al kender blandiendo la jupak contra uno de los enormes hombres toros.
Sturm cayó en la cuenta de que era la primera vez que cualquiera de los dos había sonreído o reído desde hacía más de una semana.
—¿Cuánto tiempo crees tú que ha pasado desde que el capitán del Verona nos traicionó y fuimos transportados a esta parte del mundo? —preguntó a Caramon.
—He perdido la cuenta. Diría que unos doce días.
—Sí, debe de hacer ese tiempo, más o menos —comentó el joven solámnico con desaliento—. ¿Crees que Raistlin y los otros nos estarán buscando? ¿Crees que saldremos de aquí alguna vez?
Caramon observó a su amigo, sorprendido por el tono tétrico de su voz. En la oscuridad, sólo podía ver el brillo esporádico de los ojos de Sturm. En esta ocasión, era el guerrero quien se sentía optimista. Alargó la mano y tocó el hombro del joven solámnico.
—Confiemos en los dioses —le dijo.
—Sí, confiemos en los dioses —repitió Sturm.
Durmieron lo mejor que pudieron sobre el suelo de piedra, pegadas espalda contra espalda para mantener el calor corporal.
Pasaron otros cuatro días y sus noches con desesperante lentitud. A veces oían gritar a otros prisioneros. Otras, escuchaban lo que parecían ser cadáveres sacados a rastras.
En una ocasión el minotauro importante de la insignia volvió para mirarlos otra vez. Esta vez iba acompañado de un esclavo humano, escuálido, que vestía harapos y calzaba unas sandalias bastas. El minotauro no pronunció una palabra y se limitó a mirarlos fijamente, con los brazos cruzados, valorándolos. La expresión de su faz era impasible. El esclavo humano, a sus pies, hacía fiestas como un perro a su amo, mascullando palabras incomprensibles. El minotauro le dio unas palmaditas en la cabeza. Por fin giró sobre sus talones y se marchó. El esclavo humano trotó en pos de él.
En esta ocasión Sturm contuvo la lengua durante la inspección; había tomado la determinación de no dar rienda suelta a su cólera hasta que tuviese una verdadera oportunidad de luchar.
Caramon era el afortunado. Una vez al día se le permitía salir de la celda y se le encomendaba la tarea de acarrear los baldes de carne y agua para los otros prisioneros. El ejercicio dio nuevo vigor a sus músculos, y cada día que pasaba los baldes parecían pesar menos y el trabajo ser más fácil.
Era una rutina siempre igual: dos guardias lo sacaban de la celda, después uno de ellos volvía al puesto de guardia, cerca de la entrada de las mazmorras, en tanto que el otro acompañaba a Caramon en el recorrido, rondando por las inmediaciones.
Había, al menos, una docena de minotauros armados en el puesto de guardia a cualquier hora del día o de la noche. Abalanzarse sobre ellos habría sido un suicidio, por lo que las oportunidades de escapar parecían nulas.
Al segundo día de realizar su nueva tarea, Caramon vio al hombre malherido otra vez. Resultaba evidente que lo habían torturado durante la noche. Sus hombros y espalda sangraban con profusión; colgaba inerme de las cadenas, inconsciente. De nuevo, Caramon le habló en susurros, pero en esta ocasión no tuvo respuesta.
El guardia le gritó al guerrero que se diera prisa.
Al día siguiente, las condiciones del hombre malherido no eran mucho mejores.
Al cuarto día, el rostro ovalado se levantó para mirarlo y sus labios se movieron, pero las palabras sonaron como un galimatías a los oídos de Caramon. El hombre hablaba en un lenguaje desconocido, no en Común. Después de soltar sus balbuceos delirantes, la cabeza del hombre cayó sobre su pecho, inerte.
Caramon y Sturm volvieron a hablar acerca del hombre torturado esa noche. La mayoría de los demás cautivos eran, indudablemente, la escoria habitual que se encuentra en cualquier prisión. Sin embargo, este hombre despertaba la compasión del guerrero, así como también su curiosidad. Pero los dos compañeros no llegaron a ninguna conclusión en cuanto a quién era el cautivo o cómo se había enterado de su llegada.
Al quinto día, el hombre parecía encontrarse más reanimado, con más fuerzas. Daba la impresión de que estaba esperando a Caramon y le indicó por señas que se aproximara. El guerrero echó una ojeada sobre el hombro al guardia minotauro, que esperaba al extremo del corredor, sentado en el suelo, con la espalda recostada en la pared. El guardia se estaba volviendo descuidado con la vigilancia. Después de todo, Caramon no iba armado y no había posibilidad de que escapase.
—Ya está arreglado —musitó el hombre, haciendo acopio de fuerza.
—¿Qué? —preguntó el guerrero, desconcertado. Empezó a servir la carne y el agua con la mayor lentitud posible, disimulando, por si acaso el guardia minotauro lo estaba vigilando. Caramon se acercó más a los barrotes, asomando entre ellos el rostro—. ¿Cómo sabes lo que nos ocurrió a Sturm y a mí? ¿Y qué es lo que ya está arreglado?
—He hablado con mis hermanos. Podemos sacarte de aquí.
El corazón de Caramon latió con rapidez.
—¿Por qué yo y no tú?
—Estoy atrapado —repuso el hombre lastimosamente—. Nunca abren mi celda, salvo para los interrogatorios y las palizas… y para darme comida alguna que otra vez. —Señaló con la barbilla el abrevadero—. Pero mi gente conoce tu situación y la de tu amigo. Me avisaron de vuestra llegada. Te ayudarán.
—¿Por qué a mí? —repitió Caramon.
—Porque no eres minotauro —contestó el hombre—. Porque has sido enviado. Pero sobre todo —consiguió esbozar una sonrisa— porque puede hacerse.
El guerrero echo otra ojeada por encima del hombro y vio que el guardia tenía la cabeza inclinada sobre el pecho. Estaba echando un sueñecito. Aquello le proporcionó a Caramon unos segundos muy valiosos.
—¿Cómo te comunicas con tu gente? —preguntó. Tenía que ser precavido, recelar, y, sin embargo, la verdad es que el valeroso cautivo se había ganado su confianza.
Aunque le resultó doloroso hacerlo, el hombre levantó una mano hasta donde se lo permitía la cadena que lo sujetaba y se señaló la cabeza.
—Telepatía.
—¿Telepatía? —repitió el guerrero, dubitativo.
El cautivo asintió con la cabeza. A despecho de sí mismo, Caramon deseaba creerle.
—¿Y qué pasa con mi amigo, con Sturm?
Pasaron unos segundos en los que reinó el silencio.
—Tendrás que abandonarlo —dijo por último el hombre malherido, con gesto severo.
—¡No puedo hacer eso!
—No hay más remedio.
—¿Cuándo?
—Mañana.
Un ruido a sus espaldas le hizo comprender a Caramon que el guardia se había incorporado y se dirigía hacia él.
—¡Eh! —se oyó el ya familiar gruñido—. ¿De qué habláis vosotros dos?
Caramon recogió los baldes y se dio media vuelta para ponerse de frente al minotauro. El guerrero respiró hondo.
—Lo mismo que todos los demás —dijo con un tono que esperaba sonase un tanto fastidiado—. Protesta por la comida.
El guardia miró a Caramon con recelo y después desvió los ojos hacia el cautivo, al que contempló fijamente. Desvanecidas sus sospechas, propinó un empujón a Caramon para que reanudara el recorrido. El joven se tambaleó un instante antes de recuperar el equilibrio; luego echó a andar corredor adelante sin volverse a mirar atrás. Oyó los pasos del minotauro a poca distancia.
—Así que no le gusta la comida, ¿eh? —gruñó el guardia—. Muy bien. Le permitimos alimentarse sólo como recompensa, y algo me dice que hoy va a pasarse todo el día atado.
* * *
Más tarde, esa noche, Sturm y Caramon hablaron sobre lo ocurrido. No lo entendían, ni tampoco creían que fuera posible escapar.
—De todos modos —dijo el guerrero tercamente— no me iría sin ti.
—No tienes otra opción —repuso Sturm con aire solemne—. No está en nuestras manos elegir. Si uno de nosotros está libre, habrá esperanza para el otro. Si estuviese en tu lugar, me marcharía.
—¿De veras? —preguntó Caramon, escéptico,
—Sí —mintió Sturm.
El guerrero reflexionó durante largo rato.
—Si, de algún modo, consigo huir, juro que regresaré para sacarte de aquí.
El joven solámnico estrechó la mano de su amigo.
* * *
Al día siguiente, como era habitual, los guardias dejaron salir a Caramon de la celda a la hora de comer. El guerrero cogió los dos pesados baldes e inició su recorrido diario por los húmedos corredores de la prisión. Tuvo mucho cuidado en seguir la rutina acostumbrada para no despertar las sospechas del guardia minotauro, que lo vigilaba indiferente a unos doce metros de distancia. Caramon no tenía ni idea de qué le iba a pasar, pero se había propuesto estar alerta ante cualquier posibilidad.
Tras dos horas de servir comida y agua a los prisioneros, el guardia empezó a quedarse más retrasado, seguro de que Caramon llevaba a cabo su tarea de manera adecuada.
Para cuando el joven llegó al final del pasillo donde estaba aislado el hombre malherido, el guardia minotauro se había quedado bastante rezagado. Se sentó en el suelo y se entretuvo en acuchillar a un bicho que se cruzó en su camino.
A Caramon le dio un vuelco el corazón al ver que el hombre había sido golpeado y torturado de nuevo. La sangre manaba de las heridas. Daba la impresión de que tuviese la espalda hecha trizas, y su rostro estaba cubierto de contusiones purpúreas y negras.
El guerrero dejó caer los dos baldes con tal brusquedad que derramó parte de su contenido; corrió hacia la celda y metió el rostro entre dos barrotes.
El hombre encadenado alzó un poco la cabeza y la volvió en dirección a Caramon, pero tenía los ojos cerrados por la hinchazón.
Lejos, en el corredor, el guardia minotauro, aparentemente ajeno a lo que ocurría en la celda, ensarto con el cuchillo a otro bicho en el suelo.
—¿Qué…? —empezó Caramon con un tenso susurro que tuvo que interrumpir para que no se convirtiera en un grito colérico.
—Lo de siempre, amigo mío —jadeó el hombre con voz quebrada y débil.
—¿Por qué te torturan de ese modo?
—No soy uno de ellos. Eso es suficiente.
Caramon agachó la cabeza, abrumado por la piedad y la vergüenza. Al hacerlo, se fijó por primera vez en los pies del hombre. Las largas piernas terminaban en unas garras semejantes a las de un ave. El guerrero se quedó boquiabierto por la sorpresa.
—No hay tiempo para más explicaciones —jadeó el hombre—. ¡Deprisa! Pon los baldes uno sobre otro, a la derecha de la puerta. ¡No…, allí! Tranquilo. Asegúrate de que están bien equilibrados y luego te subes en ellos.
Caramon parecía poco convencido.
—¡Deprisa!
Sin saber por qué, el joven hizo lo que le decía. Se encaramó sobre los baldes. Echó una ojeada al guardia por encima del hombro y vio que seguía entretenido con el jueguecito de torturar al pobre bicho.
—¿Y tú? —preguntó, indeciso.
—Si tengo suerte, me dejarán morir.
Entonces el guerrero oyó el chirrido rasposo de piedra al deslizarse. Alzó los ojos y vio que una de las losas del techo había sido removida de su sitio, por encima de su cabeza.
—¡Extiende los brazos!
Mientras lo hacía, Caramon echó un último vistazo a su salvador. El rostro del hombre encadenado se iluminó con una momentánea expresión de triunfo antes de que su cabeza cayera pesadamente sobre el pecho.
Unas manos fuertes, ásperas, tiraron de Caramon hacia arriba.
* * *
La losa se deslizó lentamente hasta ocupar de nuevo su sitio.
En medio de la oscuridad, todo cuanto Caramon alcanzaba a atisbar era una silueta borrosa que se movía. Se encontraba en un túnel bajo y estrecho. El corpulento guerrero tuvo que agacharse, casi en cuclillas, para avanzar. Quienquiera —o lo que quiera— que lo precedía se volvía hacia él cada diez o doce metros y le chillaba en un lenguaje inhumano. Era un sonido penetrante, brusco, que lo inducía a avanzar deprisa, a pesar de que Caramon no entendía su significado.
La persona o la cosa se escabullía con facilidad por el angosto túnel y se mantenía a tal distancia que a Caramon le resultaba imposible distinguir sus rasgos.
Las piedras salientes arañaban la cabeza y la espalda del guerrero. Raíces y telarañas le rozaban el rostro. Las articulaciones empezaban a dolerle por la postura forzada.
—¡Eh! —llamó en un susurro—. ¿Quién eres? ¿Adonde vamos?
La silueta se detuvo un instante, se volvió y gritó algo a Caramon; después reanudó la marcha, con más rapidez si cabe. El guerrero tuvo que esforzarse para no perder de vista a su guía, que avanzaba con movimientos bamboleantes por el oscuro túnel.
Una o dos veces llegaron a sitios donde el pasaje se bifurcaba, y, si Caramon no hubiese tenido a la vista al extraño personaje, no habría sabido por dónde ir. Comprendió que no podría encontrar el camino de vuelta, aun en el caso improbable de que quisiera regresar a la prisión.
Tras una hora de ardua marcha, el túnel empezó a ascender de manera gradual. Caramon siguió a la figura que lo precedía, buscando huecos donde apoyar los pies y raíces a las que agarrarse. Doloridos los músculos por el desusado ejercicio, el guerrero deseó poder hacer un alto para descansar.
Por fin, casi de manera inesperada, Caramon notó que el desnivel del suelo se hacía más pronunciado, casi vertical. Subió gateando y salió a la superficie, a la radiante luz del sol. Hacía tanto tiempo que no veía el astro que, momentáneamente, se quedó cegado. Antes de que el guerrero tuviese tiempo de acostumbrar los ojos a la luz y echase un vistazo a su salvador, un saco de arpillera le pasó por la cabeza y alguien tiró de la cuerda que lo cerraba, atándoselo a los pies. Caramon se fue de bruces.
Pero no llegó a caer al suelo porque, en ese mismo instante, alguien lo agarró, lo sostuvo en vilo y se remontó en el aire con él.
* * *
El guardia minotauro, que no había cumplido con la sencilla obligación de mantener vigilado a Caramon, fue ejecutado a la mañana siguiente.
El minotauro de la insignia visitó otra vez las mazmorras y, con su patético esclavo humano trotando a su lado y haciendo fiestas, repitió el recorrido efectuado por Caramon. Deambuló por los corredores arriba y abajo, observando y pensando. Se detuvo frente a la celda donde el guardia dijo haber visto al guerrero por última vez. Contempló al miserable ocupante del calabozo, a quien apenas le quedaba un soplo de vida, y repasó con detenimiento las paredes, el techo y el suelo.
Era un minotauro muy inteligente pero, aunque en ello le fuera la vida, no alcanzaba a imaginar cómo había escapado el humano que estaba siendo alimentado con vistas a un glorioso futuro como gladiador. ¿Adonde podía haber ido?
Él y su ayudante descargaron su frustración con el otro humano, el llamado Sturm. Le propinaron una paliza brutal para que confesara cómo había escapado su compañero. Debieron de excederse con los golpes, porque el rostro del humano se hinchó de tal manera que no habría podido decirles nada aun en el caso de que hubiese querido. De todos modos, tampoco podía revelarles mucho, ya que Sturm no tenía la más remota idea de adonde había ido Caramon o cómo había conseguido escapar.
Después de golpearlo, el oficial minotauro llegó a la conclusión de que el tal Sturm no debía de saber nada, o en caso contrario habría hablado. En consecuencia, lo mejor que podía hacerse era alimentarlo bien para que recuperara la salud.
Si tenían suerte, aún cabía la posibilidad de sacar algún beneficio de este jaleo, contando, al menos, con un gladiador.
Luego, con un hondo suspiro, el minotauro dictó un comunicado a su obsequioso esclavo humano. Dicho comunicado se enviaría a la capital, Lacynes, al rey en persona. Aunque la idea no le resultase muy placentera, tenía la obligación de informar de un suceso tan insólito como era la huida de un prisionero de la cárcel de Atossa.