Huida de Alianza de Ogros
Raistlin, Flint y Tanis aterrizaron uno sobre otro en el suelo de una habitación rectangular, pequeña y modesta, con las paredes blanqueadas. Aunque sólo habían transcurrido segundos desde que habían saltado por el precipicio, parecía que el tiempo se hubiese detenido, dilatándose durante la caída. Los tres compañeros estaban jadeantes, mareados y desorientados. Flint fue el primero que se incorporó, tambaleándose, seguido por el semielfo y por el joven mago.
Ninguna ventana o tronera rompía la lisa uniformidad de las paredes y del techo del cuarto en el que se encontraban. El único acceso parecía ser una sólida puerta de roble. Aturdido todavía por la reciente experiencia de viajar a través del portal, Tanis se acercó lentamente, sigiloso, y pegó la oreja contra la puerta, pero no oyó nada.
En el centro de la habitación estaba el único objeto de interés: un cristal grande, ovalado y brillante, que semejaba un espejo, aunque no lo era. La pieza ovalada se apoyaba en una base de madera, inclinada en un ángulo pronunciado. La superficie reflectante se combaba en su parte más ancha a causa de una abolladura, en cuyo centro aparecía una grieta, fina como un cabello.
Raistlin llevaba colgado el amuleto que la ogro le había dado y aferró con fuerza la gema negra mientras se aproximaba al objeto ovalado. Musitó un misterioso encantamiento al que siguió una orden sucinta: «cierra la puerta».
En la superficie se produjo un movimiento apenas perceptible, como un fugaz parpadeo, y la sutil fisura desapareció. Raistlin se quitó el amuleto, lo envolvió en un paño y lo guardó entre los pliegues de la túnica.
—Por supuesto, me alegro de que no nos hayamos estrellado contra las rocas del fondo —comentó Flint—, pero ¿dónde estamos?
El mago, ocupado en guardar el amuleto, no respondió. Tanis, de pie junto a la puerta, probó a girar el pestillo de metal, pero el intento resultó infructuoso.
—Está cerrada —informó.
—Lo suponía —dijo Raistlin.
—A cal y canto —continuó el semielfo mientras se agachaba para mirar por el ojo de la cerradura—. No hay corriente de aire y sólo alcanzo a ver un pasillo oscuro y otras cuantas puertas.
—¿Por dentro o por fuera? —preguntó Flint, acercándose.
—¿Qué? —inquirió Tanis.
—Que si la puerta está cerrada por dentro o por fuera.
—Por fuera, supongo. Es lo lógico, ¿no? —repuso el semielfo, desconcertado.
—No estés tan seguro de ello —advirtió el mago mientras se acercaba para examinar la puerta. Tuvo que recostarse contra la pared y sacudió la cabeza, como despejándose de un momentáneo mareo. Flint y Tanis intercambiaron una mirada preocupada—. Creo que aún estoy un poco aturdido —explicó el joven mago.
—Está cerrada por dentro —declaró el enano con indiscutible certeza, después de echar un vistazo al mecanismo.
—¿Cómo es eso posible? No tiene sentido.
Pero Flint había dejado de prestar atención al semielfo. Desenvainó una daga fina y larga, así como una aguja de coser, y empezó a hurgar dentro de la cerradura. No era menester que el enano se agachara mucho para tener a la vista el mecanismo en el que trabajaba. Transcurrieron varios minutos en completo silencio mientras manipulaba la improvisada ganzúa.
—Lástima que Tas no esté con nosotros —comentó Tanis. Sonrió al caer en la cuenta de que echaba de menos al kender—. Habría despachado esa cerradura en un visto y no visto. Flint hizo una pausa para mirar al semielfo.
—Ese kender cabeza hueca perdería tanto tiempo en contarte cómo salió del apuro su tío Saltatrampas cuando se encontró en una situación similar, que al final habría olvidado lo que se suponía que tenía que hacer.
Acto seguido reanudó su tarea. A poco soltaba un gruñido de satisfacción al oír el chasquido tan esperado y empujó hacia arriba con la aguja. La puerta se abrió apenas una rendija.
—Por no mencionar que Tas es el responsable de que tuviéramos que cruzar ese portal para aparecer en un cuarto cerrado —añadió Flint, con toda la razón.
Raistlin se apartó de la pared, recobrado ya del mareo.
—Tened cuidado —advirtió el joven mago antes de entreabrir la puerta y salir, sigiloso, al pasillo.
Tanis fue tras él rápidamente.
—¡Esperadme! —gritó Flint, que guardó las herramientas a toda prisa y los siguió.
En tanto que en la habitación cerrada la luz era mortecina, una total oscuridad se cerró sobre los tres compañeros al salir al pasillo. Un recuadro de luz los atrajo hacia un extremo del corredor. Era una ventana, y Raistlin se acercó presuroso para asomarse a ella.
Tanis y Flint, que lo seguían de cerca, se arrimaron a él para echar un vistazo por encima de su hombro.
El panorama que vieron era un mar ilimitado, azul oscuro, casi negro, de aguas agitadas. La costa era irregular, con playas arenosas en algunos tramos. En otros, las olas rompían contra las rocas de unos riscos impresionantes.
Los tres amigos se encontraban en la torre más alta de una fortaleza edificada en la cima de un escarpado promontorio. Una carretera polvorienta serpenteaba hasta perderse de vista. No pudieron menos que reparar en los cuerpos y esqueletos, empalados en picas, que bordeaban los lados del camino. En el terreno circundante, agrietado y erosionado, crecían matorrales raquíticos y unos cuantos árboles retorcidos.
Al pie de la torre había una puerta con rastrillo que guardaba un lado del puente que se extendía sobre una profunda zanja. El semielfo y sus compañeros vieron que por el foso seco rondaban osos. En la puerta había guardias, pero no eran humanos, observó Tanis.
Grandes y de apariencia bestial, dotados con poderosos músculos, las criaturas tenían narices achatadas, orejas puntiagudas y penetrantes ojos rojizos. El cabello, largo y desgreñado, les caía sobre los hombros. Se cubrían con prendas de cuero y capas de pieles, e iban armados con cimitarras y lanzas.
Eran ogros.
Uno de los guardias se dio la vuelta, ocioso, y levantó la vista en su dirección. Se agacharon con rapidez, ocultándose.
—El oráculo tenía razón —siseó Raistlin a sus amigos en voz baja, a pesar de que estaban a una distancia más que suficiente para que los ogros no los oyeran—. Ésta es la costa del Mar Sangriento. Nos encontramos dentro de Alianza de Ogros, en una torre de la fortaleza. Tenemos que salir de aquí de algún modo, pero hacerlo significa que habremos de luchar o eludir un pequeño ejército de ogros, sus secuaces y espíritus malignos.
—Fantástico —rezongó Flint.
—Yo iré primero —se apresuró a decir Tanis mientras se daba media vuelta para desandar el camino, pasillo adelante—. Busquemos una bajada.
—Seré el siguiente —manifestó el mago, que echó a andar tras el semielfo.
—Encantado de cerrar la marcha —rezongó Flint.
Al pasar frente al cuarto donde habían aparecido, Raistlin se detuvo un instante para cerrar bien la puerta y comprobó que el pestillo no giraba. Satisfecho, esperó que los ojos se le acostumbraran a la oscuridad y después reanudó la marcha.
Al frente, una escalera angosta descendía en espiral. Tanteando la pared, fría y húmeda, para guiarse —y la otra mano sobre la empuñadura de la daga, por si acaso—, Tanis empezó a bajar los peldaños muy despacio. Raistlin lo seguía, con la mano apoyada sobre su hombro. Flint hizo otro tanto con el mago.
Descendieron durante varios minutos hasta que llegaron a un descansillo del que partían tres corredores; cada uno de ellos parecía conducir a varias habitaciones o, al menos, a varias puertas. Desde abajo llegaban voces y ruidos apagados, pero no se oía nada en las cercanías. La luz del día penetraba en los corredores que, a primera vista, estaban desiertos.
Flint abrió una de las puertas con precaución; daba a una habitación carente de decoración y en la que todo el mobiliario se reducía a una cama sencilla, una mesa, un baúl y un armario. La cama tenía señales de haber sido utilizada recientemente, probablemente la noche anterior, pero el cuarto estaba vacío. A juzgar por el silencio reinante, también lo estaban las otras habitaciones.
—Creo —dijo Raistlin, que salió al pasillo en primer lugar— que son dormitorios de invitados. Calculo que la tarde ya está avanzada y, si hay visitantes, se encontrarán en otro lado, ocupándose de sus asuntos. Aquí estaremos a salvo hasta que regresen.
—Fantástico —resopló Flint—. Lo único que tenemos que hacer es esperar a que caiga la noche y escoger un ogro con el que compartir la cama.
—O abrirnos paso luchando —dijo Tanis con temeridad.
En ese momento los tres escucharon un ruido al final del pasillo. Antes de que ninguno de ellos tuviese tiempo de reaccionar, vieron una figura que salía de un cuarto y soltaba algo en el suelo. Los tres compañeros retrocedieron en tropel hacia la habitación de invitados vacía.
—¡Chist! —dijo Tanis al enano, que, con las prisas, entró trastabillando y chocando con los demás.
Raistlin cerró la puerta a sus espaldas.
—Y ahora, ¿qué? —susurró Flint.
El mago se aproximó sigiloso a la ventana, tomando precauciones para no ser visto. Al oeste divisó un terreno salpicado de hierba agostada y flora marchita. En lontananza se alzaban unos cerros escarpados y cubiertos con el oscuro dosel del bosque.
La fortaleza se asomaba al borde de un declive rocoso y quebrado. Allá abajo, los guardias patrullaban por las murallas interiores y exteriores.
—La persona que vimos al fondo del pasillo era sólo una mujer de la limpieza —dijo Tanis, malhumorado, mientras se frotaba el pie que, en su precipitación, le había pisado Flint.
—¿Cómo lo sabes? —espetó el enano. Ni corto ni perezoso, se sentó en la cama.
—Visión elfa —repuso Tanis con un atisbo de sonrisa, a la vez que se señalaba los ojos.
Flint barbotó una sarta de maldiciones.
Antes de que terminase su retahila, la puerta se abrió de par en par. Una figura pequeña y gruesa se recortó en el umbral, perfilada por la claridad del pasillo. Tanis saltó como un relámpago sobre la figura, pero lo frenó un seco golpe en la barbilla, propinado por el mango de un friegasuelos. Flint, un paso por detrás del semielfo, rodeó con los brazos la cabeza del intruso. Sintió que le mordía la mano y retrocedió de un salto. Raistlin se apartó de la ventana y avanzó hasta el centro del cuarto.
El recién llegado irrumpió en la habitación, blandiendo el friegasuelos mientras dirigía una mirada furibunda a los tres amigos.
Tanis y Flint retrocedieron otro par de pasos. El enano se sentó en la cama, encogido. Ante lo absurdo de la situación, Raistlin sufrió un ataque de risa. El intruso, en efecto, era una mujer de la limpieza; una mujer musculosa, de nariz ancha y chata, semejante al hocico de un cerdo, y cabello castaño, largo y lacio. Sin embargo, sus ojos eran penetrantes e inteligentes.
—Bien, ya me estáis diciendo quiénes sois y qué hacéis aquí. ¡Y como no sea convincente vuestra explicación, por la mañana estaréis decorando la pica de un ogro!
Tanis tanteó su espada con nerviosismo. Flint se frotó la mano. Los dos estaban pasmados al encontrarse cara a cara con una semiogro, una combinación de mestizaje que ninguno de ellos había visto hasta entonces en sus largos viajes. A pesar de su aspecto indiscutiblemente fiero, en los ojos de la mujer había un brillo divertido. Aun cuando era fea y bestial, para los cánones de una sociedad civilizada, sus ropas de cuero estaban limpias e iba razonablemente bien acicalada.
Mientras Tanis echaba un vistazo a Raistlin por encima del hombro, la semiogro examinó con más detenimiento a Flint. De pronto lanzó un chillido regocijado y avanzó hacia el enano, apartando de un empellón al sorprendido semielfo.
La mujer acercó su rostro al de Flint, que se retiró hacia atrás, perplejo y, a fuer de ser sincero, un poco asustado. El aliento de la semiogro le rozó la cara como una bocanada de aire caliente.
—¡Caray! ¡Un enano! ¡Nunca había visto uno… vivo, quiero decir! He visto toda clase de esqueletos y huesos de enanos, pero no es lo mismo ver uno vivo.
La mujer alargó sus regordetas manos y acarició la barba del enano, larga y poblada.
—¡Caray, qué barba tan bonita!
Flint frunció el entrecejo. Sus ojos se volvieron, suplicantes, hacia Tanis y Raistlin.
La semiogro giró sobre sus talones para ponerse de cara a los otros dos compañeros y se llevo un dedo a los carnosos labios.
—Mejor será que el jefe no se entere. Mataría al enano aquí mismo y me haría limpiar la habitación veinte veces para librarse del hedor…, y perdona que lo diga —añadió, con una cortés inclinación de cabeza dirigida a Flint—. Y después se comería su corazón para desayunar. —Reflexionó un instante—. Probablemente le daría las entrañas a los otros, pero el corazón sería para él, sin lugar a dudas. La cabeza, por supuesto, la haría colocar en un lugar prominente, clavada en una pica. —Sacudió la cabeza al tiempo que chasqueaba la lengua. Flint estaba mortalmente pálido—. Un enano tan guapo… Me siento atraída por él, no lo puedo remediar. —Su semblante se ensombreció y miró a Raistlin y a Tanis con aire conspirador—. Debemos asegurarnos de que no lo descubran o, de lo contrario, morirá a ciencia cierta.
Flint abrió la boca, pero el mago adelantó un paso y rodeó con su brazo los hombros de la mujer.
—Entonces ¿puedes ayudarlo… ayudarnos… a escapar de Alianza de Ogros? —preguntó.
La semiogro estrechó los ojos, pensativa.
—Supongo que podría… Y creo que lo haré. No me gustan mucho esos ogros, ¿sabéis? He sido su esclava desde que asesinaron a mi padre, un pobre granjero, y si a mí me perdonaron la vida fue sólo para que les sirviera, haciendo la limpieza. Y os diré que, para ser una pandilla de gamberros, estos ogros se muestran muy tiquismiquis con la limpieza.
»No me considero una de ellos, desde luego. Sólo soy semiogro. Me llamo Kirsig. ¿Cuáles son vuestros nombres?
Raistlin hizo las presentaciones, aunque Kirsig parecía más interesada en Flint.
—Flint Fireforge —musitó, brillándole los ojos.
El enano se había sentido desvalido muy pocas veces en su vida, pero ésta era una de ellas. Miró a Tanis, pidiendo ayuda, pero el semielfo se limitó a encogerse de hombros.
—¿Podrías ayudarnos a contratar los servicios de un capitán para que nos lleve con su barco a través del Mar Sangriento? —inquirió Raistlin.
Kirsig batió palmas como si fuera una chiquilla.
—¡El Mar Sangriento! ¡Caray, veo que sois una cuadrilla de intrépidos! ¿Por qué queréis cruzar el Mar Sangriento? Es una travesía extremadamente peligrosa. Hay que bordear el Remolino, y para ello se precisa mucha pericia en la navegación. Se necesita un capitán audaz y diestro en su oficio, que sin duda exigirá una buena bolsa.
—Pagaremos conforme al alcance de nuestras posibilidades —repuso Tanis, cauteloso—. ¿Conoces a un capitán que reúna esos requisitos?
—Si se lo puede encontrar —contestó Kirsig, elusiva, adoptando una expresión reservada—. Pero no me es posible abandonar el alcázar hasta después de la medianoche, cuando haya acabado mi tarea. Podéis quedaros aquí, pero tendréis que ser discretos. El jefe, alguno de los hombres de su cuadrilla, o de los del cuerpo de guardia; cualquiera de ellos podría aparecer por esa puerta. Se confunden con facilidad, ya me entendéis —dijo, con un guiño cómplice—. A veces vagan por el alcázar buscando sus armas o sus botas.
»Esta noche el jefe recibe a una delegación de una tribu del valle de las Víboras. Se instalarán justo encima de vosotros, en el último piso. No hagáis ruido ni os mováis hasta que todo el mundo esté dormido. Si conseguís escapar… —Hizo una pausa y rectificó—. Cuando escapéis, tendréis que quedaros escondidos hasta que consiga localizar al capitán y se hagan los preparativos.
—¿Estás segura…? —preguntó, titubeante, Raistlin.
Kirsig se echó a reír con ganas.
—Oh, no te preocupes. Es una persona muy capacitada. Más que capacitada.
—¿Cómo…, cómo escaparemos? —tartamudeó Flint. Era reacio a atraer la atención sobre sí mismo, pero la pregunta le vino a la cabeza.
Kirsig se volvió hacia él y le dedicó una mirada solícita. Luego le acarició la barba.
—Ah, sí, la huida —dijo con excitación la semiogro—. Ése es el problema. Pero lo resolveremos. Vamos a darles una lección a esos ogros estúpidos. —Llamó por señas a Raistlin y a Tanis para que se acercaran y bajó el tono de voz—. Pero sólo existen dos caminos para salir de Alianza de Ogros. Uno es estar muerto. Ése nunca falla. Y el otro… —titubeó.
«Raja más que Tasslehoff», pensó Flint.
—¿Sí? —instó Tanis.
—El otro —susurró Kirsig— es peor.
* * *
Tuvieron que planear los detalles con celeridad ya que el tiempo pasaba y echarían en falta a Kirsig si no regresaba pronto a sus tareas.
Raistlin le reveló a la semiogro el propósito de su viaje. Le explicó que su hermano, Sturm y Tasslehoff habían desaparecido, e incluso le contó que habían utilizado el portal para llegar allí. A Kirsig se le pusieron los ojos como platos al oír mencionar las islas de los minotauros. Nunca había cruzado al otro lado del Mar Sangriento, cuya reputación conocía por los cuentos populares. De hecho, jamás había salido de Tierra de Ogros. Pero recientemente, le dijo a Raistlin, algunos hombres toros habían visitado Alianza de Ogros y habían parlamentado con el jefe.
—¿Sobre qué? —quiso saber Raistlin, profundamente interesado.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —repuso Kirsig—. No soy custodio de los secretos de este lugar. Todo cuanto puedo decirte es que esos minotauros apestan y dejan sus aposentos en unas condiciones repugnantes. ¡Sucios bueyes! —Escupió. La saliva cayó cerca de los pies de Tanis. El semielfo, muy diplomático, retrocedió un paso.
Según Kirsig, la única vía para salir de Alianza de Ogros, sin tener que luchar para abrirse camino a través de la puerta principal, era por el alcantarillado. Si tenían suerte, su visita y huida pasarían inadvertidas. Nadie sospecharía que unos extraños habían estado en la fortaleza.
Tanis puso mala cara ante la idea de recorrer las alcantarillas.
—Continúa —la apremió Raistlin, notando que Kirsig no lo había dicho todo.
—Vacío las aguas sucias y las heces de este sitio, y cosas aún peores… Ya entendéis a lo que me refiero. Sé dónde termina el túnel de desagüe, cerca de la bahía. Los guardias no podrán veros desde aquí. Lo único es que… —Otra vez vaciló.
—¿Qué? —demandó el semielfo.
—Los espíritus de los muertos merodean por el alcantarillado. Fantasmas y trasgos. Lo dice todo el mundo. Será peligroso recorrerlo. Podríais morir.
—Correremos ese riesgo —manifestó Raistlin.
—En tal caso, quedaos en esta habitación y guardad silencio. —Kirsig les dirigió una mirada circunspecta—. Volveré después de que den las doce. Para entonces la mayoría de los que ocupan el alcázar estarán borrachos o dormidos. Aquí os encontraréis a salvo, pero no asoméis la nariz fuera del cuarto.
Lanzó una última mirada encandilada a Flint y retiró despacio, de mala gana, los dedos de su canosa barba. Él seguía inmóvil, como petrificado.
—Un enano tan guapo —repitió Kirsig antes de recoger el cubo y el friegasuelos. Abrió la puerta una rendija, se asomó al pasillo y después salió sin añadir una palabra.
Una vez que la puerta se cerró tras la semiogro, Tanis aguardó unos segundos antes de susurrar a Raistlin.
—¿Crees que podemos confiar en ella?
El joven mago se dejó caer en la silla mientras movía la cabeza arriba y abajo. Su gesto pareció tranquilizar a Tanis.
—Pero… —empezó Flint con un hilo de voz.
Sus dos compañeros le dirigieron una mirada guasona.
—Es evidente que jamás traicionaría a su nuevo amigo del alma —dijo el semielfo con sorna.
Flint frunció el entrecejo, se puso colorado y guardó silencio.
Al anochecer los tres compañeros escucharon jaleo en los pisos inferiores, voces ásperas, risotadas, gritos, una andanada de juramentos que crecía hasta el tumulto para, después, unirse en un coro:
¡Con estaca de acero, pico de hielo o correa de fuego>
despedazamos corazones de amigos y enemigos!
¡Despiadados y fieros son
los ogros sin excepción!
El alboroto continuó hasta mucho después de que las lunas se levantaran. Tanis llegó a temer que la jarana se prolongara a lo largo de toda la noche.
Al cabo, las sonoras pisadas de botas retumbaron por los pasillos, seguidas por los ruidos de discusiones y empujones, tintineos de armaduras y pesadas vestimentas al caer al suelo; después, por fin, se produjo una relativa calma interrumpida por ronquidos guturales. Desde la ventana de la habitación, Tanis vio el cambio de la guardia.
Finalmente el trío escuchó el sonido apagado de unas pisadas sigilosas. La puerta se abrió y apareció Kirsig.
—¡Seguidme! —gruñó la semiogro, al tiempo que los llamaba por señas.
Buscando la cobertura de las sombras, los amigos fueron en pos de ella; mientras bajaban los tres tramos de escalera, oyeron los gruñidos y la respiración de los ogros dormidos por doquier. Al otro lado de puertas entreabiertas se atisbaban pies apuntalados contra los postes de camas y alguno que otro destello de objetos metálicos colgados de los ganchos de pared. Pero nadie les dio el alto. De todos modos, por si acaso, tanto Flint como Tanis llevaban empuñadas sus armas.
Ya en la planta baja tuvieron que cruzar una gran estancia de techo alto, donde los restos del banquete nocturno —copas, huesos de animales y cosas por el estilo— aparecían esparcidos por la mesa de roble y por el suelo. Sobre las paredes colgaban tapices en los que se representaban sangrientas batallas. En la chimenea el fuego se había consumido y sólo quedaban algunas brasas.
Un trono, instalado sobre unas gradas, dominaba la sala desde la cabecera de la mesa, y en él reposaba un ogro musculoso, gigantesco, de tez amarillenta tirando a parda, con las piernas estiradas sobre uno de los reposabrazos; dormía profundamente y estaba borracho como una cuba. Su moteada piel aparecía cubierta de hinchazones y magulladuras. Tenía el hocico entreabierto y roncaba sonoramente. El único signo indicativo de su rango era una gruesa banda de plata, adornada con gamas verdes, que le ceñía la frente.
—Es Arrast, el jefe —susurró Kirsig, señalándolo—. No os preocupéis. Ha bebido tanto aguardiente que no saldrá del estupor hasta la mañana.
Como si hubiese oído que hablaban de él, Arrast rebulló un poco, se giró hacia un lado y apoyó la cara contra el respaldo del trono. Levantó un instante la cabeza, lanzó un grosero bramido y empezó a roncar de nuevo.
No del todo tranquilo, al recordar lo que Kirsig había dicho horas antes, Flint pasó presuroso frente al jefe de Alianza de Ogros.
Al otro extremo de la enorme sala, en el suelo, un enrejado cubría un pozo oscuro y profundo. Aunque el enano se asomó a él, no alcanzó a ver nada. Del fondo, muy abajo, llegaban los sonidos de arañazos y ruidos deslizantes. El fétido hedor que salía del pozo fue suficiente para que Flint sufriera un momentáneo vahído.
—El pozo de los juegos —dijo Kirsig mientras lo agarraba por el codo.
—Cardadores negros —susurró Raistlin con tono lúgubre.
Tanis se limitó a asentir en silencio.
—Sí —abundó Flint, aunque no tenía ni idea de lo que eran «cardadores negros», ni malditas las ganas que tenía de saberlo, y se apresuró a alejarse del pozo.
Pasaron bajo una pequeña arcada y descendieron por un corto tramo de escalones al nivel inferior. Estaban en las mazmorras, no cabía duda, a juzgar por la humedad, el hedor a putrefacción, los restos de huesos y armamento roto, y los montones de paja teñida con manchas de sangre seca. La titilante luz de unos hacheros alumbraba débilmente el lugar.
Kirsig señaló al frente y echó a andar. Tanis y Raistlin la siguieron de cerca; detrás venía Flint, algo rezagado. Entraron en un cuarto grande que olía a cerrado. Dos largos corredores, jalonados de celdas, partían hacia derecha e izquierda. Incluso a estas horas intempestivas, se oían gemidos y gritos apagados en los oscuros nichos; quién sabe qué clase de pesadillas alteraban el sueño de sus ocupantes.
—Ojalá pudiésemos hacer algo para ayudar a esos pobres diablos —le susurró Tanis a Raistlin.
—No sé cómo. Todavía está por ver si conseguimos salvarnos nosotros —repuso el mago.
—¡Allí! —Kirsig señalaba una especie de respiradero que había en el suelo, en el rincón opuesto del cuarto.
Fueron presurosos hacia allí. Aunque entre Tanis y Flint aflojaron con facilidad la verja que tapaba el respiradero, no resultó tan sencillo levantarla. Kirsig y Raistlin tuvieron que echarles una mano. Por fin lograron alzarla en vilo y la deslizaron hacia un lado.
Cuando Kirsig se enderezó, se encontró cara a cara con un corpulento guardia ogro. El soldado les gritó algo en un lenguaje incomprensible para los tres compañeros de Solace.
Sólo entendieron la palabra «Kirsig» y se figuraron el resto de la parrafada, manifiestamente hostil.
Tanis se abalanzó sobre el ogro, blandiendo la espada, pero el guardia lo duplicaba en tamaño y, a pesar de las apariencias, no era lento ni torpe. El soldado hizo un movimiento de barrido con el brazo, de manera que desvió la espada y arrojó al semielfo contra la pared; el encontronazo dejó a Tanis aturdido. Flint arremetió contra el ogro con su daga, pero el guardia tenía más alcance con sus largos brazos y, lo que es peor, manejaba un garrote rematado con pinchos. El ogro enarboló su arma en una trayectoria dirigida a la cabeza del enano. Flint hizo un quiebro para eludir el golpe, pero el garrote lo alcanzó en el hombro y dio con el enano en tierra.
Raistlin, cuyo rostro semejaba una máscara, retrocedió un paso y empezó a entonar una salmodia en voz baja mientras buscaba en uno de los saquillos los componentes que precisaba para ejecutar un conjuro.
El ogro reparó en el joven mago y avanzó con más cautela. Sus amarillos ojos relucían y la lengua salía y entraba entre los dientes, afilados y ennegrecidos. Sus manos, terminadas en garras, se tendieron hacia Raistlin.
De improviso, los ojos del ogro se pusieron en blanco y él se desplomó de bruces, como un fardo. Raistlin tuvo que reaccionar con rapidez para apartarse de un salto y evitar que lo aplastara. De la espalda del otro sobresalía una daga fina, por la que escurría sangre negra.
El mago miró al ogro de hito en hito. Flint y Tanis se incorporaron, aturdidos, y contemplaron boquiabiertos a la imprevisible Kirsig.
—Tengo un arma a mano siempre —dijo la semiogro, con una actitud mezcla de orgullo y timidez. Plantó un pie en la espalda del ogro y sacó la daga de un tirón; la limpió y volvió a guardarla en el interior de su falda de cuero—. Vosotros también lo haríais si trabajaseis en Alianza de Ogros y tuvieseis que tratar con esos brutos.
Tanis la felicitó por su valentía. No la veía bien a causa de la mortecina luz, pero le dio la impresión de que Kirsig se sonrojaba.
—No hay tiempo para cumplidos —repuso ella con tono enérgico—. ¡Abajo todos!
Uno por uno, los tres compañeros se metieron por el respiradero del suelo. Utilizando la lanza del ogro muerto como palanca, Kirsig se las compuso para volver a colocar la rejilla.
—¡Buena suerte! —les deseó.
A continuación arrastró el cadáver del guardia hasta un rincón y apiló sobre él paja, ocultándolo lo mejor que pudo.
* * *
Los tres amigos se encontraron metidos en un líquido asqueroso que brillaba en la oscuridad con tonalidades iridiscentes y púrpuras. A su alrededor se arremolinaban glóbulos esponjosos, espuma burbujeante y trozos flotantes de cosas que apestaban a enfermedad y muerte. Peces carroñeros se lanzaban veloces sobre los desperdicios, y sus costados escamosos rozaban contra las piernas de los compañeros. Una serpiente enorme flotaba panza arriba, sumergida parcialmente; la parte de la blanquecina tripa que asomaba a la superficie estaba tan hinchada que habrían cabido dos hombres en su interior.
Unos gritos lejanos, sobrenaturales, hendían el aire del oscuro túnel. Algunos esqueletos se habían quedado varados en los salientes de las paredes y sus blancos huesos desprendían una especie de luz escalofriante. Los compañeros oían, aunque no veían, las pisadas presurosas de las ratas por la estrecha repisa que corría a lo largo de las paredes de la alcantarilla.
Tanis llevaba agarrado a Raistlin por una muñeca, firmemente.
—¿Estáis bien? —preguntó el semielfo a sus amigos.
Flint flotaba arriba y abajo, como un corcho, al otro lado del mago. El canal de desagüe tenía una anchura inferior a los dos metros. Sus pies apenas tocaban el fondo irregular, alfombrado de desperdicios, y Flint tenía que impulsarse de vez en cuando para mantener la barbilla por encima de la viscosa agua.
—Estoy bien, no te preocupes por mí —fue la sucinta respuesta de Raistlin.
Flint contestó gruñendo. También él se encontraba bien, si estar medio ahogado en una sucia y repulsiva alcantarilla de ogros podía considerarse estar bien.
El flujo de desperdicios flotaba alrededor de los amigos, empujándolos en dirección este que, según había dicho Kirsig, era donde estaba la costa del Mar Sangriento. La corriente tiraba de ellos con sorprendente fuerza y tuvieron que emplearse a fondo para no soltarse unos de otros y mantenerse a flote.
—Agarraos —advirtió Tanis mientras apretaba los dedos en torno a la muñeca de Raistlin—. El canal debe de verter por un declive. La velocidad de la corriente va a aumentar.
Flint iba aferrado al hombro de Raistlin cuando, poco después, los tres empezaron a ser arrastrados con creciente rapidez. La náusea y el terror se apoderaron de los compañeros. Fueron transportados en medio de zarandeos y pasaron frente a toda clase de porquería y cosas muertas varadas en salientes o atoradas en las grietas de la piedra.
Los gritos que habían escuchado antes aumentaron de intensidad y casi se volvieron ensordecedores. El túnel giró y trazó un pronunciado descenso, de manera que Tanis, Flint y Raistlin fueron lanzados hacia adelante. La corriente aceleró más aún, y los sacudió a un lado y a otro, por lo que tuvieron que poner todo su empeño para no perder por completo el control.
Cuerpos flotantes —algunos de ogros y otros demasiado hinchados para resultar identificables— chocaban contra ellos en la espantosa corriente.
Los horripilantes gritos alcanzaron un tono casi insoportable cuando el túnel giró en una curva pronunciada. La corriente arrojó a Flint contra una pared de piedra. El enano gritó de dolor y se agarró la pierna. Raistlin se las ingenió para alargar la mano y cogerlo por el cuello de la camisa.
En el tumultuoso descenso, el trío pasó girando ante una criatura terriblemente desfigurada, que se aferraba a la repisa. Quizás en otro tiempo había sido humano, pero ahora era uno de los muertos vivientes. Una lengua larga salió serpenteante entre los dientes, afilados y sobrenaturalmente desarrollados. Las uñas de sus manos se habían convertido en garras tan afiladas como cuchillas. Se agarraba a la repisa con un miembro moteado de manchas y consumido, en tanto que con el otro hacía un gesto a los compañeros que resultaba amenazador y patético por igual.
Tanis levantó un brazo y se las compuso para rechazar de un empellón el brazo extendido del muerto viviente. Éste abrió las inmundas fauces y aulló un galimatías a los tres compañeros mientras pasaban ante él, eludiendo su garra.
Medio ahogados en las pestilentes aguas residuales, fueron arrastrados por el torrente y arrojados por el oscuro y fétido túnel abajo, como si se precipitaran por un tobogán. Por fin, después de lo que les pareció una eternidad, salieron disparados a una ensenada poco profunda, bordeada por rocas y asquerosos residuos, e iluminada por una luz de luna sorprendentemente brillante.
Tanis ayudó al mago a incorporarse. Agarrados el uno al otro, avanzaron tambaleantes por la orilla de la ensenada hasta un área resguardada, alejada de la boca del desagüe. A Flint no se lo veía por ningún sitio. Transcurridos varios minutos, el semielfo empezó a preguntarse qué le habría pasado. Desanduvo sus pasos y encontró al canoso enano sentado en una roca, empapado, pringado de porquería, con un humor de mil demonios, y dolorido.
—¿Dónde te has hecho daño? —preguntó Tanis, en cuya voz se advertía el cansancio.
—En la pierna —jadeó Flint—. No puedo apoyar el peso en ella. Creo que me la he roto.
El semielfo se apresuró a hacer un reconocimiento. En efecto, había una fractura en la pierna derecha, que ya se había hinchado y empezaba a adquirir una tonalidad purpúrea.
En medio de las continuas quejas del enano, Tanis se lo echó sobre los hombros y lo transportó por la orilla hasta donde aguardaba Raistlin. Luego lo soltó con cuidado en el suelo, junto al mago.
Aunque estaba visiblemente agotado, con el rostro cubierto de suciedad y surcado por pequeños cortes, Raistlin buscó por los alrededores y encontró una rama rota; acto seguido rasgó unas tiras de su túnica y entablilló la pierna de Flint del mejor modo posible.
—Qué suerte tengo —rezongó, malhumorado, Flint, haciendo muecas de dolor mientras el mago llevaba a cabo el vendaje.
—Quizá debimos dejarte con el lacedón —repuso Raistlin haciendo gala de un humor irónico insólito en él.
—¿Con el qué? —preguntó el enano.
—El necrófago que había allí atrás —comentó Tanis. El semielfo se había tumbado en la arena; estaba pringado de fango y suciedad, pero se sentía demasiado cansado para que eso le importara—. Kirsig tenía razón al decir que había muertos vivientes en el túnel.
—Desde luego, les gustarías más si estuvieses muerto. Se alimentan de cadáveres, ¿sabes? —dijo Raistlin secamente, al tiempo que finalizaba el entablillado. Sin más preámbulos, se hizo un ovillo junto a una roca y pocos minutos después se había quedado dormido.
Flint rezongó algo ininteligible.
La pequeña ensenada estaba al abrigo de un espigón rocoso, detrás del cual se extendía hasta el horizonte el oscuro e inhóspito Mar Sangriento. La luz de las dos lunas, Lunitari y Solinari, ponía pinceladas de plata en las negras aguas. El único sonido perceptible era el vaivén de las olas y el rumor al romper en la orilla.
Tanis y Flint, tiritando, esperaron a Kirsig durante horas. En cierto momento, al reparar en que Flint no había dicho una palabra desde hacia rato, el semielfo lo miró y vio que el agotado enano también se había quedado dormido, recostado contra una roca y con la pierna rota extendida. Tanis suspiró y se instaló para hacer la guardia nocturna.
* * *
Faltaba más o menos una hora para el amanecer cuando el semielfo atisbó una pequeña barca que bogaba hacia la ensenada. Kirsig iba sentada en la parte delantera, pero era otra persona quien manejaba los remos. Tanis despertó a sus amigos.
Cuando el bote llegó junto a ellos, Kirsig saltó a la orilla, seguida por el otro ocupante de la embarcación: un hombre alto, bien proporcionado, de piel negra, y reluciente cráneo afeitado. Iba con el torso desnudo y sólo llevaba puesto una especie de taparrabos y unas sandalias. Lucía un bonito collar de hueso en torno a su cuello musculoso, y un pequeño cuchillo ornamentado le colgaba de la cintura.
—Lamento haber tardado tanto —se apresuró a disculparse Kirsig—. Tuve que ir a la ciudad y localizar a Nugetre. Después fui a recoger mis cosas… —Enmudeció de repente, con los ojos abiertos como platos—. ¡Caray! ¿Qué le ha ocurrido a mi guapo enano?
Corrió presurosa hacia Flint, que permanecía sentado contra la roca, y se arrodilló a su lado para examinarle la pierna con actitud solícita. El enano frunció el entrecejo.
El tal Nugetre estaba plantado, en jarras, y miraba fijamente a Tanis y a Raistlin; sus labios se curvaron poco a poco en una mueca burlona.
—Kirsig… —empezó el semielfo.
—¿Qué has querido decir con que tuviste que ir a recoger tus cosas? —inquirió el mago.
La semiogro se volvió hacia Raistlin.
—Vaya —resopló—, me vi obligada a matar a uno de los guardias. Después de eso, difícilmente podría quedarme aquí, ¿verdad? ¡Me voy con vosotros!
—Pero…, pero… —balbuceó el mago.
—¿Una mujer en un viaje tan peligroso? —dijo Tanis.
—Si queréis saber mi opinión… —empezó Flint.
Nugetre los hizo enmudecer al soltar una fuerte carcajada.
—¿Qué le parece tan divertido? —preguntó Tanis a Kirsig, después de una larga pausa.
—Lo que me divierte, semielfo —respondió el hombre negro mientras dirigía una mirada burlona a los tres amigos—, es que más de la mitad de mi tripulación son mujeres. Y cumplen con su trabajo tan bien como los hombres.
—Conozco a Nugetre desde hace años —explicó precipitadamente Kirsig—. Compraba provisiones a mi padre para sus travesías. Es uno de los mejores marinos de la zona y está dispuesto a llevarnos a través del Mar Sangriento.
—Cobrando unos honorarios —le recordó Nugetre a la semiogro mientras agitaba el índice frente a ella.
—Además —añadió Kirsig con ardor—, necesitaréis que alguien os eche una mano con este enano… Me refiero a ayuda médica. He aprendido unos cuantos trucos con el paso de los años. No sirven para curar la peste, desde luego, pero sí aliviarán el dolor y acelerarán la recuperación de esa pierna rota.
Flint dirigió una mirada suplicante a Tanis y a Raistlin, y el semielfo y el mago se miraron el uno al otro.
—De acuerdo —aceptó, resignado, Tanis.
Kirsig y los tres compañeros tuvieron que apretujarse para entrar en la barca, y el fornido Nugetre empezó a bogar con movimientos rítmicos y seguros. En cuestión de minutos se encontraban fuera de la ensenada y a cientos de metros de la orilla. Apenas se distinguía la sombría silueta de Alianza de Ogros en lo alto del escarpado promontorio rocoso.
Una claridad pálida, rosácea, empezaba a teñir el cielo cuando llegaron al barco de Nugetre.