6

A merced de las olas

Flotaron a la deriva durante días. Puesto que Sturm y Caramon no sabían dónde se encontraban, no tenía sentido nadar en una dirección en particular. Además, las cuerdas que los ataban al mástil roto estaban tensas por el agua salada. No podían hacer otra cosa que mantener las cabezas sobre las olas y mover las piernas.

El cielo conservaba su tono gris plomizo y la niebla envolvía todo con un manto impenetrable que no les permitía ver nada.

A pesar de que el sol no brillaba en ningún momento, una luz difusa atravesaba la niebla y hacía más calor que en pleno verano en Solace. La densa bruma era sofocante y les quemaba la piel y los ojos, implacable en su constancia.

Las noches no eran mucho mejor. Los dos amigos habrían recibido de buen grado la llegada del anochecer, que aliviaba el calor, de no ser porque los sumía en una oscuridad total. Apenas si se veían el uno al otro y, mucho menos, las lunas gemelas, Lunitari y Solinari. En esta parte del mundo, donde quiera que fuese, el cielo era monolítico, opresivo.

Ni siquiera el agua les proporcionaba consuelo. Turbia, casi fangosa, mantenía una temperatura desagradablemente cálida durante la noche, y el incesante olor acre les irritaba la nariz y el paladar. Había un fuerte oleaje, pese a que el viento apenas soplaba. Era como si alguna turbulencia de fondo agitara constantemente la superficie.

Durante dos días, no vieron signos de vida: ni barcos en el horizonte, ni aves marinas, ni peces. Durante dos días, no tuvieron nada con lo que saciar el hambre y la sed, ni tampoco pudieron dormir. Durante dos días, procuraron nadar moviendo las piernas, colgados del trozo de mástil, minándose de manera gradual su fuerza de voluntad y su resistencia física por igual.

—Podría ser peor —había dicho Caramon el primer día.

—¿Cómo? —preguntó Sturm.

—Imagina que fuese Flint, en vez de yo, quien estuviese aquí —repuso Caramon. Se las compuso para esbozar una sonrisa—. Es el peor nadador que conozco.

Sturm le devolvió la sonrisa. Estaba resuelto a no pensar en su cuerpo, dolorido, debilitado por el hambre y la sed. Aun así, empezaba a temer que ninguno de los dos pudiese sobrevivir mucho más tiempo.

—Me pregunto… —empezó Sturm.

—¿Qué? —instó Caramon.

—¿Dónde estamos?

Al tercer día la niebla se espesó progresivamente, de forma que a mediodía apenas veían lo que había cuatro metros más allá. Los dos amigos intercambiaron miradas inquietas cuando se empezaron a escuchar crujidos y chirridos. El ruido aumentó de intensidad y, un instante después, aparecieron maderos rotos, trozos de tablazón y bolas de algas que el fuerte oleaje arrojó contra ellos.

Sturm se estiró un poco y consiguió coger algunas plantas marinas con la boca.

—¿Qué haces? —preguntó, pasmado, Caramon.

—Son comestibles —farfulló su amigo en un susurro apenas audible mientras masticaba con dificultad. Eran, en efecto, algas comestibles, aunque su textura, basta y correosa, hacía que al paladar fueran peor aún que insípidas—. Quién sabe qué y cuándo será nuestra próxima comida.

Caramon lo pensó un momento y después se lanzó a coger la siguiente bola de algas, de un color púrpura pardusco y salpicada de porquería, que pasó flotando por su lado. Intentando no pensar en ello, el joven masticó con determinación, pero no lo pudo soportar. Sufrió una arcada y escupió, asqueado.

Con una mirada severa en sus ojos castaños, Sturm siguió masticando.

Tras unos instantes de reflexión, Caramon se lanzó de nuevo a coger otra bola de algas, pero falló. La corriente la arrastró fuera de su alcance.

El ruido de crujidos y chirridos se intensificó, acompañado por el estruendo y los chasquidos de… ¿qué? Parecía como si un barco chocase contra algo; era un sonido de madera rompiéndose, como una quilla que se resquebrajara al chocar contra un bajío oculto. El estruendo aumentaba y disminuía alternativamente, levantando ecos fantasmagóricos.

Algunas gotas de lluvia se mezclaron con la niebla, que parecía restregarse contra sus rostros. El oleaje se calmó hasta el punto de que el mar se quedó como una balsa. Todo era un fantasmal vacío gris blanquecino.

—¿Ves algo? —preguntó Caramon con voz ronca y quebrada.

—Nada. ¿Y tú?

—Menos.

De repente, una masa enorme, un conjunto inmenso y formidable de formas, surgió entre la niebla. Por un instante, Caramon fue presa del pánico al creer que un monstruo marino gigantesco se les echaba encima. Después enfocó mejor la mole y, a pesar de su agotamiento, reparó en que era un amasijo de varios barcos y los restos de otras naves que crujían mientras flotaban a la deriva en medio de las aguas extrañamente calmas.

Los cascos podridos, blancos como la tripa de un pescado muerto, estaban acribillados de agujeros y el maderaje manchado de sangre, óxido y un limo amarillo verdoso. Extraños escaramujos y otras especies de crustáceos se adherían a sus costados. Jirones de velas colgaban de los mástiles. El viento gemía en los aparejos. Parecía imposible que estos barcos pudieran mantenerse a flote.

—¡Mira! —gritó Caramon.

Una forma oscura se deslizaba en su dirección: la nave más grande de la flota de barcos naufragados. Una figura solitaria, encapuchada, se erguía ante el timón. Tres esqueletos colgaban de una verga alta, meciéndose con suavidad. Al aproximarse la nave a menos de cuatro metros de ellos, la figura embozada giró e inclinó la cabeza para mirar, aparentemente, a los dos amigos.

La figura señaló a Sturm y Caramon. El barco fantasma estaba tan cerca que Caramon alcanzó a ver sus ojos: unas pupilas rojas que relucían ardientes en las negras cuencas oculares de un rostro carente de facciones. El huesudo dedo del fantasma encapuchado —pues no podía ser otra cosa, pensó Caramon— los llamó con señas.

La nave se encontraba tan próxima que los dos compañeros podrían haberla tocado con sólo extender los brazos, de no tenerlos atados. Aquí y allí sobresalían del costado tablones podridos. Caramon tuvo que patear en el agua para evitar que uno de ellos lo embistiera.

Mientras el barco pasaba a su lado, se desprendieron algunos pedazos que cayeron sobre cubierta o en el mar. El fantasma embozado no se movió, pero sus ojos continuaron fijos en los dos amigos. Caramon sintió la terrible mirada clavada en él y en Sturm.

Entonces, tan repentinamente como había aparecido, la flota fantasmal desapareció engullida por la niebla. De inmediato, las aguas turbias de residuos se agitaron de nuevo en torno a Caramon y a Sturm a medida que el viento se levantaba y su soplo se convertía en bramido. Una fuerte corriente tiró de las piernas del guerrero. Las olas rompieron sobre ellos, haciendo que les entrara agua por la nariz y la boca. La extraña corriente los arrastraba hacia abajo.

Caramon movió las piernas con la escasa fuerza que le restaba, luchando para no hundirse, respirando a boqueadas, y vio que su amigo pasaba por peores apuros que él. Sturm estaba hecho un nudo, casi encima de él, con los pulmones a punto de reventarle. Caramon procuró mantenerlo a flote por todos los medios, al tiempo que se debatía contra el tremendo tirón del agua.

Sturm estaba sin fuerzas, pero el caballero no se dejó dominar por el pánico. Lamentaba morir, pero el mar había demostrado ser un digno adversario. La muerte le brindaba un bienvenido descanso. Notó que las olas se cerraban sobre su cabeza en lo que, daba por sentado, sería la última vez. De improviso, la turbulencia se agotó por sí misma y las aguas se calmaron un tanto.

Sturm y Caramon salieron a la superficie, tosiendo. El mar seguía alborotado a su alrededor, pero sin ser tan amenazador. También había reaparecido la niebla. Los dos compañeros se aferraron con dificultad al mástil que los tenía aprisionados y los mantenía a flote por igual. Medio ahogado, Sturm se sumió en un estado semiinconsciente, en tanto que Caramon, agotado, luchaba contra el apremiante deseo de dormir.

Consiguieron, de algún modo, resistir. En la mañana del quinto día, los dos jóvenes empezaron a perder la esperanza. La sal ribeteaba sus resecos labios. Sus rostros estaban abrasados, con la piel agrietada, y segregando un líquido viscoso. La humedad se les agarraba al pecho y, en cambio, tenían la boca seca como estropajo.

Siguieron a la deriva, unidos al mástil por las ataduras. Las olas marrones rompían sobre ellos desde todas las direcciones del mar infinito, despiadado.

Los calambres agarrotaban las piernas de Caramon, de forma que sólo podía moverlas a duras penas. A Sturm se le habían hinchado los ojos hasta convertirse en meras rendijas. El continuo esfuerzo de mantener la cabeza fuera del agua les había embotado la mente, además de hacer estragos en sus cuerpos.

—Si… si pudiese desatar estas cuerdas —jadeó Caramon. El agua le entró en la boca al abrirla para hablar—. Quizá tendrías más oportunidades si estuvieses solo.

—¿Qué? Jamás te abandonaría! —declaró, escandalizado, Sturm—. Sería una indignidad.

—De todos modos —admitió Caramon mientras dirigía una mirada de soslayo a su amigo—, no puedo desatarlas, así que tendremos que seguir juntos.

Los dos compañeros guardaron silencio durante varios minutos.

—El mástil es una maldición —dijo por último Sturm, sombrío—. Nos mantiene a flote, pero sólo lo imprescindible para que resulte una tortura. Ahogarse sería preferible. —Hizo una pausa y miró a lo lejos—. ¡Allí! ¡Ahí están de nuevo!

Dos depredadores acuáticos habían estado nadando en círculo a su alrededor durante las últimas veinticuatro horas. Dos pares de ojos, redondos y negros, situados en unas frentes macizas, asomaban de vez en cuando a la superficie cuando las criaturas emergían para coger aire. Los indefensos compañeros alcanzaban a ver la piel gruesa y llena de bultos de las criaturas, así como las garras palmeadas. También atisbaban unas mandíbulas poderosas, armadas con hileras de dientes triangulares. Aunque las criaturas eran grandes, con lomos macizos y al menos dos metros y medio de longitud, se habían mantenido a una distancia prudencial; hacía un día que nadaban en círculo y se sumergían bajo el agua durante largos intervalos para después reanudar su vigilancia mientras daban vueltas en torno a los náufragos.

—Son vodyanois… emparentados con los hulks pardos —comentó Caramon con voz ronca—. Había oído contar que habitan en aguas profundas. ¿Por qué no nos atacan?

—Los vodyanois son astutos —repuso Sturm en un susurro apenas audible—, pero también son cobardes. Éstos deben de ser macho y hembra, una pareja. Si fueran en manada, puedes apostar a que estaríamos muertos a estas alturas. Pero saben que nos estamos agotando y que no duraremos mucho. Sólo tienen que esperar. Es mas fácil que luchar.

Haciendo acopio de fuerzas, Sturm pateó en la dirección de los corpulentos animales marinos. Los dos vodyanois abrieron sus enormes fauces, lanzaron penetrantes chillidos y se sumergieron en el agua.

—No te hagas ilusiones —murmuró el caballero mientras cerraba un instante los ojos—. Volverán.

Sturm no creía que Caramon y él llegaran vivos al final del día. El estómago le ardía, emponzoñado. Las piernas le colgaban flaccidas, como un peso muerto. Una o dos veces volvió la cabeza hacia Caramon y vio que estaba casi dormido, con la barbilla apoyada de manera precaria sobre el mástil. Quiso advertir a su amigo que se mantuviese alerta, pero su reseca boca no logró articular las palabras.

Una sombra se proyectó sobre el agua, delante de Sturm. El joven miró a lo alto y creyó ver un punto negro que giraba en el brumoso cielo, pero no estaba seguro. Pensó que ya había atisbado esa silueta oscura antes… ¿Ayer? ¿Qué era? Otro depredador, como los vodyanois, dedujo, sólo que éste vigilaba desde el aire, esperando a que murieran.

Se repitió el graznido que le parecía haber oído ya con anterioridad. Parecía provenir de la silueta negra. ¿Acaso se trataba de un ave gigante que se mofaba de ellos?

De improviso, algo cayó en el agua con un chapoteo, casi directamente delante de Sturm. Era cuadrado, con acanaladuras, y de varios centímetros de grosor; parecía una especie de pan aplastado y flotaba muy cerca del solámnico.

El joven alargó el cuello y lo cogió con los dientes. Tenía la consistencia de madera, pero no era un trozo de madera, sino una gruesa loncha de pan. Le dio un hambriento mordisco y empujó con el hombro a Caramon.

El corpulento guerrero rebulló y entreabrió los ojos. Sturm soltó la mitad del pan en el agua y lo empujó hacia su amigo. Caramon tuvo la suficiente capacidad de reacción para cogerlo con los dientes y devorarlo en unos cuantos mordiscos.

Se oyó de nuevo el graznido, más lejano en esta ocasión. Los dos amigos miraron al cielo, con los ojos entrecerrados, y vislumbraron a duras penas la silueta negra mientras trazaba un arco sobre ellos y luego se perdía de vista.

El pan, compacto y duro, no tenía comparación con las patatas picantes de Otik, pero, en las circunstancias actuales, casi les supo igual de bien.

La temperatura cálida del agua y el efecto aletargador de la niebla los adormecía y agotaba sus fuerzas. El monótono vaivén de las olas embotaba sus sentidos.

Como sumidos en un trance, flotaron a la deriva.

Sturm soñó con su padre y se preguntó qué habría sido del valeroso Angriff Brightblade. Algún día lo encontraría y sabría la respuesta. Por ahora, las pistas eran escasas e inconexas, como pasaderas esparcidas a lo ancho de un estanque interminable. Cada vez que Sturm plantaba el pie en una de aquellas piedras, se convertía en un flexible nenúfar y el joven se hundía hasta el fondo.

Caramon soñaba con una cálida posada y una moza bien parecida.

Ninguno de los dos advirtió que la niebla empezaba a levantarse y que el agua estaba perdiendo su color pardusco.

* * *

El kender iba y venía por el perímetro de su celda de piedra, en un anexo subterráneo de palacio. Tasslehoff Burrfoot parecía ser el único prisionero en esta parte del edificio. Dogz le había dicho que era un prisionero especial del rey minotauro. Tas se sentía orgulloso de ello, aunque significara que le tenían reservados un interrogatorio y una tortura también especiales.

No era Dogz quien le aplicaba el tormento. Una vez al día le llevaba la escasa ración de sopicaldo que los minotauros permitían que comiese. Era asqueroso, incluso para el paladar de Tas, quien, como la mayoría de los kenders, no tenía prejuicios con la comida.

El que lo tenía a su cargo, Cleef-Eth, tampoco era quien lo torturaba, sino quien le hacía las preguntas entre sesión y sesión.

Cleef-Eth quería saber por qué había comprado Tasslehoff la raíz de jalapa al herbolario minotauro, Argotz. Cleef-Eth se había apropiado de la planta triturada, al igual que del contenido de los restantes saquillos del kender, pero lo que en realidad parecía estar interesado en saber era la razón por la que Tas había buscado el peculiar ingrediente para hechizos.

Si hubiese sabido la respuesta, el kender habría respondido; pero solamente Raistlin la conocía. Por regla general, Tas intentaba ser cortés y atento, pero no olvidaba que Argotz había sido asesinado y que después de acabar con él los apestosos minotauros habían ido tras él y sus dos amigos y, de algún modo, habían invocado una tormenta mágica —tenía que acordarse de preguntar a Raistlin sobre el mecanismo de esta clase de tormentas— que los había transportado hasta el extremo oriental del Mar Sangriento.

Por consiguiente, Tas no respondió a sus preguntas y los minotauros lo estaban torturando desde hacía días.

Pobres cabestros, miserables, feos y estúpidos. Les hacía falta que alguien les echara una mano con sus técnicas de tortura. Desde el punto de vista de Tas, los verdugos minotauros no tenían muy claro hasta qué punto podían hacerle daño a fin de obtener la información que querían sin provocarle daños irreparables o la muerte. Si lo mataban o lo incapacitaban antes de haberle sacado la información necesaria, alguien llamado el Amo de la Noche se iba a enfadar mucho.

—¡Tened cuidado, necios! —manifestó Cleef-Eth en varias ocasiones durante las sesiones de tortura—. ¡El Amo de la Noche ha dado instrucciones estrictas de que debe mantenerse vivo al kender hasta que hable!

Lo cual significaba que no podían cortarle la lengua y era una pena, reflexionaba Tas, ya que se trataba de un recurso muy efectivo en la tortura.

Después de que los verdugos emplearan un par de días dándole puñetazos y patadas sin más resultados que las contusiones y la sangre, el kender intentó echar una mano a Cleef-Eth y a sus subordinados con algunas sugerencias más ingeniosas,

—¿Por qué no me colgáis del copete en alguna parte? —aconsejó.

A Cleef-Eth le pareció una buena idea y durante un día y una noche, en la que apenas durmió, Tas estuvo colgado de su copete, por un gancho clavado en el techo. La sangre se le agolpó en la cara y faltó poco para que muriese ahogado. El kender tuvo que admitir que era realmente doloroso. Felicitó a Cleef-Eth por su excelente método de tortura, pero no le sacaron lo que querían saber.

—Cortadme el copete, para que me sienta avergonzado —sugirió Tas, improvisando sobre la marcha—. Un kender sin el cabello largo es una lacra social, un marginado. Como si un cabestro como vosotros no tuviese cuernos.

Cleef-Eth consideró que merecía la pena intentarlo y, en consecuencia, los verdugos minotauros cortaron de raíz el copete de Tas. El kender se sintió tremendamente avergonzado… durante unos cinco minutos. Después, cayó en la cuenta de que los únicos que lo iban a ver sin copete eran estos malolientes minotauros. También llegó a la conclusión de que a su nuevo aspecto no le faltaba cierto atractivo y que, tal vez, debería cortarse el copete más a menudo. No obstante, educado por encima de todo, felicitó a los minotauros por su habilidad como torturadores y por su buena disposición para probar nuevas técnicas.

Ni qué decir tiene que Cleef-Eth y los verdugos tenían también sus propias ideas. Tas hubo de admitir que algunas de ellas tenían su mérito.

Intentaron reducirlo por el hambre, aunque, en cualquier caso, el kender detestaba el sopicaldo de la prisión. La única tortura que le infligía el no comer era no ver a Dogz, a quien había cobrado bastante afecto. Últimamente, sin embargo, cuando Dogz le traía comida, lo hacía bajo la mirada vigilante de Cleef-Eth y, por lo tanto, no corría el riesgo de hablar con Tasslehoff.

Los verdugos minotauros le rompieron a Tas todos los dedos de una mano, uno por uno, usando un martillo de piedra con el primero, doblándole hacia atrás el segundo hasta que chascó, y así sucesivamente. Fue muy doloroso. Pero los dedos de un kender, largos y delgados, tienen los huesos como los de un bebé humano y se curan con rapidez. Tasslehoff lo sabía y puso todo su empeño en soportar el dolor con dignidad, como probablemente habría hecho su amigo Sturm.

¿Dónde estarían Sturm y Caramon, por cierto? ¿Habrían muerto? Mientras lo torturaban, el kender procuraba pensar en sus compañeros y preocuparse por su suerte. Sin duda estaban en apuros y necesitaban que alguien los rescatara. Cuando saliera de este embrollo, pondría todo su empeño en encontrarlos.

Los verdugos probaron suerte sumergiendo a Tas en agua helada. Para mantenerle la cabeza bajo el agua de la enorme tina, tuvieron que sujetarlo entre tres corpulentos minotauros. Lo mantuvieron sumergido mucho, mucho tiempo. Tas contuvo la respiración cuanto le fue posible, hasta que no pudo aguantar más. Hubo de admitir que había estado a punto de ahogarse. Éste podría haber sido el mejor sistema de tortura si los hubiese clasificado por la efectividad. Aun así, el kender no reveló a Cleef-Eth lo que quería saber. El interrogatorio era siempre igual.

—¿Eres hechicero? ¿Por qué buscabas ese componente de conjuros? Si no eres mago, ¿en nombre de quién actúas?

Naturalmente, Tas no podía responder estas preguntas porque, de hacerlo, habría metido a Raistlin en un buen lío. Pobre Raistlin… Tal vez no era la clase de persona que a uno le gusta invitar a una fiesta, pero a Tas le caía bien y sabía que el mago no lo pasaría muy bien en una situación de este tipo.

Entonces, de improviso, cesaron las torturas.

Durante varios días, dejaron en paz a Tasslehoff. Su único visitante fue Dogz. Al día siguiente de que los minotauros dejaran de torturarlo, Dogz bajó la escalera y llevó al kender el primer cuenco de sopicaldo que le proporcionaban desde hacía tiempo. El minotauro soltó la escudilla con cuidado, fuera de la celda de Tas, y la pasó por debajo de los barrotes.

Debido a que el ojo derecho del kender estaba cerrado por la hinchazón y el izquierdo lo tenía pegado con sangre y suciedad, y dado que tampoco tenía mucho apetito, no corrió a recoger la escudilla para dar buena cuenta del sopicaldo. Ni siquiera levantó la cabeza ni dijo una palabra a Dogz. Por tanto, no vio la reacción del minotauro.

Abatido, Dogz se marchó en silencio. Fue sólo varias horas más tarde, al decidir que probaría un poco, cuando Tas descubrió que el cuenco no contenía el habitual potingue, sino gachas de salvado. Estaban frías, pero no tenían mal sabor, considerando que las había preparado un minotauro. ¡Ah, ese Dogz!

Después de aquello, durante varios días, Dogz le llevó gachas de salvado y Tasslehoff se recuperó poco a poco. Los cortes y contusiones se curarían con el tiempo y ya empezaba a salirle una pelusilla donde antes tenía el copete. Él y Dogz reanudaron sus conversaciones.

—¿Por qué han dejado de torturarme, Dogz? —preguntó el kender.

El minotauro miró furtivamente por encima del hombro hacia la escalera.

—No sé si debo decírtelo —respondió con su retumbante voz.

—¿Por qué no? —inquirió Tasslehoff, adoptando una expresión inocente—. Me cuentas todo lo demás. Ya sé un montón de cosas sobre tu hermano, que murió en una reyerta de taberna. Y sobre tu tío, que fue miembro del Consejo Supremo antes de que lo mataran en el estadio de gladiadores, durante un combate. Y sobre la mujer de tu primo, que discutió con un forjador y éste sacó un cuchillo y… ¡Oye! ¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez que tu familia puede estar bajo una maldición? Parece que los matan a todos. —Tas hizo una pausa y lamió la cuchara de madera con gesto satisfecho. A estas alturas ya sabía que tenía que dejar de hablar si quería que Dogz le respondiera—. Bueno, dime: ¿por qué han dejado de torturarme?

—Porque el Amo de la Noche ha enviado un emisario especial para que te interrogue —retumbó Dogz.

—¿Un qué?

—Uno de los discípulos principales de su culto.

—Oh. ¿Y eso es bueno o malo?

La faz del minotauro se arrugó en un gesto de reflexión.

—No lo sé —admitió con sinceridad—. Pero es un gran honor para Lacynes tenerlo como huésped. No es habitual que el Amo de la Noche envíe a uno de los Tres Supremos desde Karthay. No recuerdo cuándo fue la última vez.

—¿Por qué no viene él mismo? —quiso saber Tasslehoff.

Dogz emitió una risa queda, larga, que dejó a la vista sus amarillentos dientes.

—El Amo de la Noche sólo abandona Karthay en contadas ocasiones —explicó—. Es su dominio.

—¿Lo has visto alguna vez?

—Por supuesto que no —resopló Dogz.

—Entonces, ¿cómo sabes que existe?

—Esto no es cosa de broma, amigo Tas —repuso, ceñudo, el minotauro—. Es el sumo sacerdote de nuestra religión. Es el eslabón que nos une con Sargonnas, el dios al que veneramos.

—Mmmmmm… Sargonnas, consorte de Takhisis… —Tas terminó de lamer la cuchara, la puso en la escudilla y empujó ambas por debajo de los barrotes de la celda.

—Sí —dijo Dogz con fervor—. Servidor fiel de la Reina de la Oscuridad. No sabía que eras tan entendido en materia de dioses.

—Oh, estoy al tanto de muchas cosas. Dondequiera que voy, recojo información. A propósito: si ese Amo de la Noche vive en la isla de Karthay y nunca sale de allí, ¿qué lo mantiene tan ocupado?

Dogz vaciló, indeciso, y después sacudió la cabeza.

Llegó un grito desde arriba. Tas reconoció la voz de Sarkis, que nunca se encontraba lejos, sobre todo cuando tenía ocasión de ser mandón con Dogz.

Con gestos nerviosos, Dogz recogió la escudilla vacía y la cuchara y corrió escalera arriba.

* * *

Pocos días después, Dogz volvió a llevarle el asqueroso sopicaldo. Tas lo interpretó como señal de que el emisario del Amo de la Noche había llegado.

Unas horas más tarde, un ruidoso grupo de minotauros descendió por la escalera y observó a Tasslehoff. Aparte de un par de verdugos conocidos, estaban Sarkis y Cleef-Eth, cuya presencia hacía parecer humilde e inferior al primero, y un nuevo personaje que se distinguía de los demás.

Tas estudió con atención al recién llegado. Por su aspecto parecía una especie de chamán; era joven y musculoso e iba ataviado con pieles y un tocado de plumas. Tenía unos cuernos enormes que casi rozaban el techo.

Los otros se mostraban deferentes con el chamán, que paseó arriba y abajo, con la cabeza ladeada, sin dejar de observar a Tas.

—Manifiesta más entusiasmo, kender —gruñó Sarkis—. Tienes una visita importante.

El minotauro chamán alzó la vista, con el entrecejo fruncido. Cleef-Eth lanzó a Sarkis una mirada iracunda.

Tas, a quien siempre alegraba tener compañía, hizo cuanto estuvo en su mano para ofrecer una apariencia atractiva y brillante en favor del distinguido visitante, cosa nada fácil si se tenía en cuenta que estaba cubierto de vendajes, sus ropas hechas jirones y sus pies descalzos y con ampollas. Miró directamente a la cara del recién llegado, quien a su vez lo observó con intensidad.

—Lo hemos intentado todo con este mequetrefe cargante, Fesz —se quejó Cleef-Eth—. Se niega en redondo a colaborar. Creo que lo mejor sería matarlo y acabar de una vez.

—No se te paga para que pienses —retumbó Fesz, con un tono casi afable, en opinión de Tas—. Si fuera ése el caso, tendrías un salario muy bajo, no te quepa duda.

Cleef-Eth resopló, pero no dijo nada. Fesz se volvió hacia los barrotes de la celda. Puesto que el kender apenas le llegaba al pecho, el minotauro se puso en cuclillas para mirarlo cara a cara, con intensidad.

Tas percibió el fétido aliento del chamán, el apestoso olor a sudor de sus axilas, el penetrante tufo de sus ropas de piel, pero era demasiado educado para hacer algún comentario al respecto en este preciso momento.

—Eres un personajillo encantador —ronroneó Fesz mientras alargaba su mano, enorme y fuerte, para acariciar la mejilla de Tas. Su voz sonaba melodiosa y producía un efecto tranquilizador en el kender. El tacto de su mano resultaba agradable, tuvo que admitir Tas—. No eres nuestro enemigo, sino nuestro amigo. Me doy cuenta. Es injusto que te hayan tratado tan mal. —Dirigió una fugaz mirada de reconvención a Cleef-Eth—. Una injusticia y una crueldad. Esta gente de ciudad tiene unos métodos primitivos. Me llena de pesar ver que te han infligido dolor. Vengo en representación del Amo de la Noche, quien me envió tan pronto como supimos lo apurado de tu situación.

Tas escuchaba atento. Aunque el aliento del chamán seguía siendo asqueroso, sus palabras resultaban reconfortantes. Y, en el fondo de los enormes ojos de Fesz, le pareció ver un atisbo de amabilidad que le dio esperanzas.

—Te he traído un remedio que te restaurará las fuerzas, Tasslehoff Burrfoot —retumbó Fesz con un tono tranquilizador—. Realizará el trabajo con mucha más consideración que la tortura. Te convertirá en mi amigo y, por ende, hará de mis amigos los tuyos, y de mis enemigos tus enemigos. Tienes una inclinación natural hacia el Bien que es comprensible. No obstante, este bebedizo te pondrá de mi parte: del lado del Mal.

Los enormes dedos del minotauro se adelantaron un poco más y agarraron a Tas por el cuello, con firmeza pero sin apretar demasiado, de manera que pudiese respirar. El kender se retorció, desasosegado, cuando el minotauro tiró de él hacia sí. Atrapado no sólo por el cuello, sino también por la compulsiva mirada del chamán, Tas vio que Fesz hacía un gesto imperioso con la otra mano. Uno de los minotauros del séquito, que llevaba una copa ornamentada, se acercó presuroso. Con aire prepotente, Cleef-Eth le quitó la copa de las manos y se situó detrás del chamán.

Fesz obligó al kender a abrir la boca mientras Cleef-Eth vertía el líquido dorado verdoso de la copa en la garganta de Tas. No sabía mal, pensó Tasslehoff. En cuanto a convertirse en un ser malvado, era una posibilidad que lo intrigaba. Esto fue lo último que Tas pensó.

Su cabeza se inclinó cuando el bebedizo empezó a hacer efecto. Fesz lo dejó caer al suelo.

El chamán se incorporó y contempló a Tasslehoff con aire satisfecho.

—Llevadlo a mis aposentos —ordenó—. Me encargaré personalmente de él. A partir de este momento, es uno de nosotros.

Cleef-Eth se volvió para bramar unas órdenes, pero Fesz lo agarró por el hombro y lo obligó a girarse hacia él. El chamán abofeteó al carcelero; la fuerza del golpe lo derribó. Cleef-Eth se incorporó tambaleante mientras se frotaba la mejilla, sombrío, pero no osó responder a la agresión. Por el contrario, hizo una ligera reverencia.

Sarkis y los otros minotauros sonrieron a sus espaldas.

—¡Este kender no es hechicero! —espetó Fesz a Cleef-Eth, iracundo—. ¡Hasta un imbécil se daría cuenta!

* * *

Durante centenares de años se había creído que la isla de Karthay estaba deshabitada. Pocos viajeros llegaban allí. Los que lo hacían se arriesgaban a ser recibidos por insectos gigantes, enjambres de langostas, hulks pardos de movimientos lentos y mortíferas criaturas de la arena que reptaban entre las dunas y las rocas. Pocos podían sobrevivir al viento ululante y la punzante arena, por no mencionar el tórrido calor de los interminables días y el frío glacial de las torturantes noches de la isla.

Muchos siglos atrás —nadie sabe exactamente cuándo— había existido en esta isla una gran ciudad, una ciudad legendaria que también se llamaba Karthay. Poseía magníficos edificios, calles limpias y ordenadas y una civilización floreciente. Se decía que había albergado una gran universidad y una biblioteca famosa por el elevado número de volúmenes que guardaba.

Entonces, hace cientos, quizá miles de años, alguna catástrofe desconocida acaeció en Karthay. Ahora la urbe yacía enterrada bajo toneladas de roca, producto del derrumbamiento de un risco, en la costa meridional de la isla. Aquí y allí asomaban escombros y partes identificables de edificios. Con el derrumbamiento de la gran urbe se formó una red de numerosos túneles y pasajes subterráneos, algunos de ellos peligrosos por los gases atrapados en su interior, otros por estar sembrados de pozos de arena suelta, si bien muchos más se extendían ininterrumpidamente a lo largo de kilómetros sin el menor escollo.

El ambiente inhóspito de las tétricas ruinas hacía de éstas el marco idóneo para el asentamiento del Amo de la Noche. Aunque habían surgido unos cuantos problemas enojosos, estaba progresando su plan de convocar a Sargonnas con el propósito de traer al mundo al dios de la Venganza y forjar alianzas con las razas hostiles y perversas de Ansalon.

El Amo de la Noche había instalado su refugio en un área ahuecada de las ruinas, donde antaño se alzaba una biblioteca. De lo que en el pasado había sido un receptáculo de sabiduría sólo quedaban unas pocas columnas desperdigadas y hojas sueltas de libros antiguos que volaban impulsadas por el viento. Un círculo de fogatas rodeaba el campamento del Amo de la Noche, que estaba a cielo raso.

Siempre cerca del Amo de la Noche, satisfaciendo su más mínimo deseo y aprendiendo hasta del más ínfimo de sus actos y palabras, estaban los dos chamanes restantes que formaban la tríada de los Tres Supremos. En torno al perímetro del refugio, a una distancia respetuosa, acampaba un grupo de fieles discípulos y un pequeño ejército de minotauros, estoicos y leales, que se encontraban en Karthay a las órdenes del Amo de la Noche.

Aquella noche el campamento recibía a un peculiar visitante que traía información vital al Amo de la Noche. Dicho visitante, una criatura escamosa con pequeñas alas y un feo hocico, se había sentado en una pared derruida, cerca del sumo sacerdote de los minotauros, y saciaba su sed con un fuerte aguardiente, después de su largo viaje. Su apariencia era sólo conocida por el Amo de la Noche y los Tres Supremos. En cuanto a los discípulos y soldados que rondaban por las cercanías, si hubiesen intentado atisbar algo en la oscuridad sólo habrían visto una figura pequeña, cubierta de pies a cabeza con capa y embozo.

—Adopté un disfraz ingenioso —informó la criatura escamosa con voz áspera y penetrante—, y pregunté a todos los que encontré en ese lugar tedioso y atrasado, pero nadie sabía adonde se habían ido ni por qué.

La criatura llenó de nuevo la copa de piedra y echó un trago largo, con aire satisfecho.

Un olor acre y sulfuroso emanaba del extraño personaje, y el viento lo arrastró hasta donde estaban acampados los minotauros. Varios de aquellos hombres toros, notorios por su hedor personal, intercambiaron miradas de desagrado.

El Amo de la Noche cambió de postura mientras escuchaba el informe. Sus enormes ojos denotaban una gran inteligencia. Unas campanillas minúsculas tintineaban cada vez que se movía. Se había echado sobre los hombros una gruesa capa de pieles. Suspiró, esperando a que el sujeto escamoso reanudara el relato.

Se levantó el viento, que aulló entre las ruinas y lanzó arena y polvo a sus rostros. El calor abrasador del día había dado paso al riguroso frío de la noche.

—No obstante, a través de mis contactos —siseó la criatura—, he descubierto que uno de ellos envió un mensaje a una joven que, al parecer, es su hermana. ¡Y dicha joven viene de camino hacia aquí!

—¿Aquí?

El extraño personaje echó una ojeada cautelosa sobre su hombro antes de inclinarse y susurrar al oído del Amo de la Noche que la tal Kitiara había recibido el mensaje y había partido sin demora. Calculaba que llegaría a la isla en unos cuantos días. Con un guiño espantoso, la criatura escamosa aseguró al Amo de la Noche que sus fuentes de información eran impecables y que podía confiar en la veracidad de estas noticias.

Hinchado por la arrogancia y el orgullo, el visitante echó otro largo trago.

El Amo de la Noche observó a la criatura con gesto impasible.

—Entonces, crees que el que busco es ese joven mago de Solace, no el prisionero de Lacynes —dio por sentado, con su voz retumbante.

—En efecto —siseó el visitante—. Y el joven mago ha desaparecido. Él y otros dos amigos han partido de Solace. Ellos, también, pueden estar de camino hacia aquí.

El Amo de la Noche suspiró y levantó la cabeza; sus inmensos cuernos apuntaban a lo alto mientras sus ojos contemplaban el oscuro firmamento, en busca de presagios. No estaba preocupado. Por encima de todo, tenia una confianza absoluta.

Se estaba preparando algo, pero no podía ser nada serio. No eran más que pequeñas molestias. Había enviado a Fesz para ocuparse del prisionero de Lacynes. Y él mismo estaría preparado para dar un buen recibimiento a la muchacha. A los otros se los encontraría, dondequiera que se hubiesen metido. De todos modos, ¿qué peligro podían plantear al ineludible regreso de Sargonnas?

—Has hecho bien tu trabajo —le dijo el Amo de la Noche a la criatura escamosa.

El visitante bebió otro trago de aguardiente. Partiría antes del alba. Nadie podría atestiguar que lo había visto. Nadie podría decir quién —o qué— era aquel servidor del Amo de la Noche.