5

El oráculo y el portal

El suelo del frondoso bosque estaba alfombrado con ramas de árbol caídas, en las que se enroscaban las enredaderas y proliferaba el musgo, haciendo difícil la marcha. Impetuosos torrentes, que sugerían la existencia de algún vasto río subterráneo, surgían y fluían durante un trecho para después volver a desaparecer bajo la enmarañada capa de vegetación.

El terreno ascendía de manera gradual. Los picos de las montañas rodeaban el bosque allí donde el suelo se quebraba en abruptos declives y promontorios. Acá y allá los pálidos rayos de sol rompían el uniforme matiz verde azulado que envolvía la floresta.

Los tres amigos avanzaban despacio a través de la espesura, semejante a una selva. Con tajos bruscos a derecha e izquierda, Flint y Tanis desbrozaban la lujuriosa vegetación para abrirse paso. El semielfo rezongaba por verse obligado a utilizar su espada en tales menesteres, en tanto que Flint, que se había pasado toda la mañana refunfuñando, hallaba ahora cierta satisfacción en blandir su afilada hacha corta que, por lo general, permanecía colgada a su costado, sin utilizar. Detrás de ellos Raistlin esperaba en silencio cada vez que se detenían, apoyado en el sólido bastón de madera de cedro que Flint le había hecho varios meses antes. Su pálido semblante estaba surcado por arrugas de preocupación y tensión, pero aceptaba aquellos retrasos con más paciencia que sus dos compañeros.

Las indicaciones de la dirección a seguir, dadas por el maestro hechicero, habían sido muy precisas. A pesar de lo secreto de su emplazamiento, conocido sólo por un privilegiado y escaso número de hechiceros, la cueva del oráculo se encontraba a poco más de media jornada desde Solace. Morath había advertido a Raistlin que anduviese con pies de plomo ya que, pese a las engañosas apariencias, el oráculo poseía poderes fabulosos y no daba buena acogida a los extraños que llegaban sin ser invitados.

Fuera de Solace, la calzada de grava que conducía hacia el sureste se dividía en dos caminos más pequeños de guijarros; uno se internaba en el terreno montañoso del sur y el otro giraba hacia el este. Siguiendo las instrucciones de Morath, los tres amigos tomaron la bifurcación oriental. Recorridos unos diez kilómetros, el sendero se dividía en numerosas direcciones, ofreciendo al caminante la opción de varias sendas de tierra bastante transitadas. Sin el asesoramiento del maestro hechicero, nunca habrían elegido la más angosta, una trocha embarrada que, al cabo de varios kilómetros, conducía a lo que en apariencia era un paraje sin salida: una densa barrera de vegetación baja que rodeaba una floresta de árboles gigantescos de hoja caduca y troncos enormes en los que las primeras ramas crecían muy bajas.

Durante media hora se abrieron paso desbrozando la exuberante maleza y después zigzaguearon entre los inmensos árboles arracimados, sorteando las ramas entrelazadas. Al otro lado de la barrera, como predijera el maestro hechicero, reaparecían los borrosos vestigios de una antigua senda.

A ratos agachándose y otras veces gateando por encima o por debajo de los obstáculos que representaban las rocas y árboles caídos, el trío pasó una hora avanzando trabajosamente por la tortuosa senda sembrada de piedras.

Raistlin caminaba con tenacidad. Su determinación de llegar hasta el oráculo impresionaba a Tanis, que había apartado a Kitiara de su pensamiento, ocupado ahora en la tarea que tenía entre manos. Flint aprovechaba todas las ocasiones que se le presentaban para quejarse y refunfuñar.

—¡Más vale que ese maestro tuyo no esté equivocado! —protestó el enano en cierto momento mientras se enjugaba la frente con un pañuelo que, para entonces, estaba lleno de polvo y sudor.

Raistlin le dirigió una mirada penetrante.

—Si tienes alguna duda, puedes darte media vuelta —replicó con voz áspera el joven, que estaba tan fatigado por la caminata como el enano, y mucho menos acostumbrado a tal esfuerzo. Su semblante estaba pálido y brillante—. Aunque pensaba que esta excursión, para alguien con tu experiencia en los bosques, seria un juego de niños.

Flint, furioso, frunció el entrecejo, pero contuvo la lengua. Dio la espalda a Raistlin y continuó desbrozando la senda. A Tanis también le habría gustado tener la certeza de que no andaban extraviados, pero reparó en el brillo colérico que asomaba a los ojos de Raistlin y prefirió guardar silencio.

Finalmente, la borrosa senda pareció acabar en un pequeño claro herboso. A un extremo de éste se alzaba un gigantesco abeto cuyo tronco daba la impresión de estar fundido con otros árboles y con los peñascos encajados en su parte posterior. En la base del inmenso abeto había una oquedad negra que semejaba unas fauces monstruosas. Éste era, evidentemente, el lugar que buscaban, ya que de la cavidad salían unos jirones de niebla acompañados por un extraño olor salobre.

Tanto Flint como Tanis vacilaron, pero Raistlin los adelantó y siguió caminando, escudriñando los alrededores con cautela. El joven mago, seguido por sus amigos, llegó a la boca de la impresionante cueva.

—¡Hola! —llamó Raistlin audazmente mientras se inclinaba hacia la oscuridad. Su voz sonó brusca y fuerte en la quietud del bosque—. ¡Somos amigos y venimos de visita! ¡Morath, el maestro hechicero, envía sus saludos!

La única respuesta fue el silencio. Mientras Raistlin hablaba, unos jirones de niebla, fríos y blancos, se enroscaron en sus pies y subieron en espiral rodeándole las piernas y el cuerpo, sin llegar a tocar al mago, pero oscilando con pulsaciones rítmicas, como si reaccionaran con el calor de su sangre.

Tanis observó la escalofriante niebla con los ojos desorbitados y luego miró a Flint, que asintió con gesto sombrío. Estaban unos cuantos pasos detrás de Raistlin y ambos desenvainaron sus armas. El joven mago giró la cabeza y les dirigió una mirada severa. De mala gana, el enano y el semielfo las enfundaron de nuevo.

Pasado un largo rato, Raistlin sacudió la cabeza, irritado, y tomó una decisión. Sin mediar palabra, inclinó el bastón, se agachó y se introdujo en la negra cavidad. Casi de inmediato la niebla se dispersó y fue absorbida al interior de la cueva, junto con el joven. Flint y Tanis tuvieron que darse prisa para no quedarse retrasados.

Nada más cruzar la oquedad, los tres amigos chocaron. Raistlin se había detenido para que sus ojos se habituaran a la escasa iluminación del interior. Al principio ninguno de ellos pudo ver gran cosa en aquella sombría oscuridad. La niebla blanquecina giraba a su alrededor, ondulando y cambiando de forma. Aun recurriendo a su visión nocturna, Tanis apenas atisbaba nada. La niebla, a pesar de su apariencia insustancial, creaba una barrera impenetrable a la vista, Sin embargo, no entorpecía la audición y los tres amigos captaron el sonido de unas voces que gemían algo incomprensible desde alguna parte más al fondo, en la oscuridad.

Tampoco obstruía su sentido del olfato.

—Aquí huele peor que un troll muerto —susurró Tanis a Flint, que se había tapado la boca y la nariz con un trapo, intentando protegerse del hedor.

—¡Silencio! —siseó Raistlin.

El joven mago alzó el bastón y tocó el techo. Informó a sus compañeros que se encontraban en un túnel bajo y luego avanzó muy despacio, tanteando como un ciego y seguido de cerca por sus amigos. El trío, muy apiñado, continuó adelante durante varios minutos, tropezando cada dos por tres, hasta que giraron en un angosto recodo. Entonces divisaron una luz mortecina, al frente, y avanzaron con más facilidad.

La luz aumentó de intensidad progresivamente hasta que por fin emergieron en una especie de aposento cuyo perímetro era más redondo que rectangular; el único acceso existente en las paredes rocosas era el túnel de entrada. En la estancia no se oían voces extrañas ni había nada que presagiara peligro para los recién llegados. Tanis levantó la vista hacia la luz del sol que se filtraba desde arriba.

El suelo de tierra apelmazada estaba seco y barrido. Una silla, un catre y un baúl grande hecho con fibras trenzadas denotaban que la estancia estaba habitada.

Al otro extremo del cuarto había un caldero enorme del que salía vapor y un sonido borboteante. La niebla retrocedió y se quedó cernida sobre el caldero. No se veía por ninguna parte al propietario u ocupante. El olor pestilente y pútrido flotaba en el aire.

Algo más tranquilo, Tanis miró intrigado la pared y alargó la mano para tocarla. Estaba veteada con suaves matices, pero no parecía ni madera ni piedra. A pesar de ello, su contextura era dura al tacto.

—Alguna clase de madera petrificada —susurró Flint, admirado, mientras se atusaba la canosa barba. Dio un codazo a Tanis y señaló con un gesto a Raistlin.

Los dos observaron, algo perplejos, al joven mago, que había avanzado poco a poco hasta el catre, se había puesto en cuclillas frente a él y ahora parecía estar hablando con el suelo.

—No venimos como enemigos —musitaba Raistlin, con la vista agachada. Tanis y Flint apenas alcanzaban a oír sus palabras—. Y, si así fuera, estoy seguro de que nos derrotarías con facilidad, Chen’tal Pyrnee.

Al mirar con más detenimiento, el semielfo atisbo debajo del catre una musaraña blanca agazapada, que agitaba furiosamente los bigotes. Flint reparó en la pequeña criatura al mismo tiempo. El animal, que tenía unos ojillos rojos y penetrantes, corría de un lado a otro y lanzaba chillidos.

—No tengas miedo de nosotros —añadió Raistlin, que seguía acuclillado—. Hemos venido a presentar nuestros respetos y a pedirte un favor. Sé que hemos irrumpido en tu morada, pero escucha lo que tenemos que decirte. Si quisieras podrías echarnos, o incluso acabar con nosotros. Mi maestro, Morath, de Fondo de la Charca, me ha dicho que puedes hacer ambas cosas, ya que tus poderes son extraordinarios.

Se produjo un estallido en el aire, seguido de un ruido siseante y un chisporroteo. La musaraña desapareció. Cerca del caldero, como si emergiera de una brecha en el aire, que se cerró de inmediato tras ella, se materializó una vieja ogro: el oráculo. Removió el contenido del caldero, sin apartar de Raistlin uno de los malignos ojos rojizos, observándolo con una mirada calculadora. El otro estaba cerrado, y del párpado fruncido rezumaba pus.

Tanis, receloso, retrocedió un paso. Flint tanteó el mango de su hacha con nerviosismo. Raistlin se puso de pie otra vez.

—¡También podría utilizar vuestros huesos para hacer sopa! —dijo la ogro, con una risita aguda—. No penséis que no. ¡Sólo tengo que levantar un dedo! —Tenía una voz ronca y estridente. Siguió removiendo el caldero con gestos enérgicos mientras ladeaba la cabeza, para mirar a Raistlin—. ¿Cómo está ese viejo estúpido de Morath? Sólo tengo noticias de él cuando necesita que le haga un favor. ¿Y quién eres tú para hacer alarde de su nombre?

Cnen’tal Pyrnee era una ogro increíblemente fea. Habría resultado imposible calcular su edad o peso. Envuelta en ropas sueltas y numerosos chales de dispares tonos descoloridos, era tan corpulenta como un oso. Su figura parecía llenar la cueva y proyectaba una sombra ominosa sobre los compañeros.

Su rostro estaba salpicado de verrugas y bultos. En la nariz y la barbilla le crecían pelos largos y rizados. Le faltaban dientes, y los que tenía estaban cariados. El cabello, tieso como cerdas y de un color pajizo, asomaba bajo un gorro tejido. El colmo de su horrible apariencia era el ojo cerrado, que parecía ser el resultado de un accidente o una enfermedad. El olor nauseabundo provenía más de ella que del contenido del caldero envuelto en la niebla.

—Fui su alumno —repuso Raistlin al tiempo que hacía una leve inclinación de cabeza—. Morath confía en mí y por ello me ha dicho cómo y dónde encontrarte. No disponía de tiempo ni medios para enviar un mensaje por anticipado. Tenemos una misión de cierta urgencia.

La fea ogro sacó un cucharón de lo que quiera que fuera el repugnante líquido que había estado moviendo y lo probó, frunciendo el entrecejo. Mientras lo hacía, el ojo sano contempló a Raistlin con desdén. A Tanis le maravilló la presencia de ánimo del joven mago. El hermano gemelo de Caramon aguantó la mirada hostil del oráculo sin un pestañeo y sin dar la menor señal de desagrado.

—Ese hechicero es un chismoso que tiene una lengua muy larga, si quieres saber mi opinión —rezongó Chen’tal Pyrnee—. Siempre me manda jovencitos sabelotodo para trapichear con mis hechizos. Hacen cola a mi puerta, en grupos de tres o cuatro, suplicando mi ayuda. Me compadezco de unos pocos y les echo una mano, sólo por ser amable en consideración a Morath. Pero a la mayoría los transformo en facoqueros o en culebras. Y, si son incapaces de recobrar su forma por sí mismos…, ¡entonces es que no merecen ser magos, para empezar!

—El maestro me dijo que no te había enviado a nadie desde hacía varios años —repuso, afable, Raistlin, sosteniendo sin vacilaciones la mirada del legañoso ojo del oráculo.

—Ja! —Chen’tal Pyrnee movió los labios como si estuviera masticando algo. Miró de hito en hito a Raistlin—. Sí, tal vez, tal vez. No llevo cuenta del tiempo. Pero esa no te da excusa para que me contradigas. Vosotros, jóvenes y probos mocosos sabelotodo, sois todos iguales. ¿Quiénes son los otros dos? No creo que el maestro hechicero acepte también ahora a enanos y elfos. —Con un dedo largo y lleno de arrugas señaló desdeñosamente a Tanis y a Flint.

El enano, de buena gana, habría aporreado la cabeza de la vieja bruja con el mango de su hacha, pero Tanis lo agarró por la túnica. El semielfo miró de soslayo a Raistlin, que frunció levemente el entrecejo y les indicó con un gesto que debían tratar al oráculo con respeto. Tanis inclinó la cabeza humildemente y dio un codazo a Flint para que hiciera otro tanto.

Raistlin había dejado claro lo importante que era esta moradora de la caverna para llevar a buen fin su misión de rescatar a Tas, Sturm y Caramon. También había dejado muy claro lo peligrosa que Chen’tal Pyrnee podía llegar a ser si se enfadaba.

—Son mis amigos —contestó Raistlin.

La mirada de la ogro se volvió otra vez hacia el joven mago.

—Amigos, ¡bah! Es fácil reconocer a un enemigo —manifestó Chen’tal Pyrnee con aire enigmático—. Pero no tan fácil como equivocarse con un amigo. Un enemigo prueba que lo es con una sola acción. Un amigo tiene que demostrarlo una y otra vez.

—Estoy totalmente de acuerdo —dijo Raistlin.

Observando recelosa al joven mago, Chen’tal Pyrnee sacó otro cucharón de líquido del caldero y a continuación, inesperadamente, arrojó el caldo contra la pared de la cueva, tan cerca de Raistlin que el joven tuvo que retroceder un paso a toda prisa para evitar que lo salpicara. El líquido abrasó la madera petrificada y escurrió, siseante, por la pared. A su paso, la capa exterior se quemó y dejó una huella de brillantes tonos cobrizos y turquesas. Por un breve instante, la estancia se inundó de luz y color. Después parpadeó y se apagó.

Tanis tuvo que emplearse a fondo para contener a Flint. Raistlin, tenso el semblante, guardó silencio. Sabía que la hechicera intentaba intimidarlo. A decir verdad, estaba impresionado y más que asustado. Morath le había advertido que Chen’tal Pyrnee podía ser muy voluble.

El oráculo siguió moviendo el guiso mientras calibraba la reacción de Raistlin. La niebla vibró sobre el humeante caldero. La pared siseaba todavía. El ojo sano de la ogro recorrió la cueva, estudiando a los compañeros. Por fin rompió el silencio.

—Podría estar haciendo trucos como ése todo el día —se jactó, rompiendo la tensión del momento. A despecho de sí misma, se sentía satisfecha por la actitud respetuosa de estos tres compañeros tan dispares. De pronto, dejó de remover el guisado—. Pero —añadió mientras hacía un guiño conciliador a Raistlin— tenéis prisa y asuntos que atender. ¿Qué os trae a la cueva de la vieja Chen’tal? Más vale que sea algo importante o, al menos, interesante. No me gusta perder tiempo con visitas aburridas. No demasiado, de todos modos. —Soltó una risa disonante.

Raistlin se adelantó un paso, sacó de la mochila un trozo de queso moteado, envuelto en una hoja de tosco papel blanco, y se lo ofreció.

—Te traemos un regalo —dijo con amabilidad.

Chen’tal lo cogió y lo desenvolvió con rapidez. Su ojo sano relució de placer al ver la gruesa porción de queso en su mano nudosa. Lo único que pensó Flint mientras la observaba es que se le había abierto un gran apetito de repente y que era una pena desperdiciar así un estupendo queso. El enano confio en que la vieja bruja no oyera los rugidos de su estómago.

Chen’tal Pyrnee arrancó un trozo de queso y se lo metió en la boca; lo masticó ferozmente, dejando caer algunas migajas.

—Mmmmm… sabroso —manifestó el oráculo, a regañadientes. Levantó la mano muy alto y el resto del queso se hundió con un chapoteo en el humeante caldero.

Flint tragó saliva, decepcionado. Tanis le leyó el pensamiento y contuvo una sonrisa a duras penas.

—Morath recordaba cuánto te gusta el queso de la ciudad —continuó Raistlin suavemente—. Y esto es lo que traigo como pago por el favor que te pedimos. —El joven mago le tendió una bolsita atada con una cinta. Saltaba a la vista que estaba repleta de monedas.

—¿Qué favor? —preguntó Chen’tal Pyrnee con curiosidad en tanto cogía la bolsa. Tintineaba y pesaba mucho, por lo que no necesitó vaciarla y contar las monedas para saber que era pago suficiente por los servicios que solían solicitarle.

—Por el maestro hechicero he sabido que posees la llave de un portal que podría transportarnos a Alianza de Ogros, a orillas del Mar Sangriento. Nuestros amigos, entre los que se encuentra mi hermano, han sido capturados en esa parte del mundo y corren un gran peligro. No queda tiempo para hacer el viaje por tierra o mar y necesitamos desesperadamente otro medio de transporte más rápido. Venimos a ti con la esperanza de que comprendas la urgencia de nuestra misión.

El feo rostro de la ogro asumió una expresión de reproche y agitó un dedo en dirección a Raistlin.

—Morath no debería ir por ahí diciendo a la gente que conozco el acceso a un portal. Tendría que saber a qué atenerse. —Bajó la voz a un tono conspirador y se inclinó hacia Raistlin, de manera que sus cabezas se encontraron a unos palmos de distancia. Su boca se retorció, como si ensayara una extraña sonrisa. Su aliento olía peor que el de un caballo. El ojo púrpura parecía a punto de salirse de la órbita—. Los portales existen merced a la benevolencia de los hulders. No son para utilizarlos a la mera conveniencia del primero que llega. Los hulders imponen ciertas condiciones. La magia involucrada es del más alto nivel de poder.

—Pero ¿existen de verdad los hulders? —interrumpió Tanis, a espaldas de Raistlin—. ¿No son una simple leyenda?

El ojo púrpura giró hacia el semielfo y clavó en él una mirada escrutadora. Tanis había hablado sin pensar y se preparó para escuchar los insultos del oráculo, pero Chen’tal Pyrnee parecía más divertida que enfadada por su irreflexiva intervención.

—Oh, yo diría que los hulders sí existen. —La ogro soltó una risa aguda—. No hay prueba fehaciente, por supuesto, como tampoco la hay de otras muchas cosas. Se dice que los hulders son invisibles durante el día y esquivos por la noche. Aun así, creo que están siempre con nosotros, observando y esperando. Hay que ser consecuente y obrar conforme a nuestras creencias. —Se encogió de hombros—. En cuanto a mí, creo en los hulders.

En este punto, se esforzó por esbozar otra sonrisa. Dos en un mismo día; probablemente un récord, se dijo Flint para sus adentros.

La fea ogro se volvió hacia Raistlin, sopesando de nuevo la bolsa del dinero. Su sonrisa se desvaneció. Con un giro de muñeca, la lanzó en su dirección. La bolsa cayó a los pies del joven mago.

—Ni siquiera por una carreta llena de monedas correría el riesgo de poner a prueba la paciencia de los hulders —manifestó de manera tajante—. Sería mi propia vida lo que pondría en juego. —Se inclinó otra vez sobre Raistlin para hablar en voz baja, con su aliento fétido—. La magia aumenta el riesgo y el nivel de las apuestas. Con esto no quiero decir que conozco la localización de un portal, pero tampoco lo niego. En caso afirmativo, aceptaría un artilugio mágico a cambio de concederte lo que pides. Ninguna suma de dinero me hará cambiar de opinión. Pero si tuvieses algún objeto mágico, cualquier fruslería, podríamos seguir hablando. Considerando que eres un pupilo aventajado de Morath y todo lo demás, tal vez de la casualidad que tengas una chuchería así. En tal caso, sería prudente que negociaras con ella.

La vieja bruja sonrió satisfecha y volvió a su anterior ocupación de remover el caldero hirviente. Soltó una risita aguda y masculló algo para sí misma. Su ojo púrpura no se apartó un instante de Raistlin.

El joven mago permaneció inmóvil; en su pálido semblante había una expresión de derrota. Empezó a decir algo, pero lo pensó mejor y calló. El silencio que reinaba en la estancia se tornó opresivo.

—¡Raistlin! —susurró el semielfo, al tiempo que lo llamaba con un ademán.

El mago se acercó a su amigo para conferenciar. Flint, que estaba harto de la ogro, se reunió con ellos.

—¿Qué me dices de la botella de mensajes que te envió Tas? —preguntó Tanis—. Es un artefacto mágico, ¿no?

—La llevas contigo, ¿verdad? —metió baza el enano.

—Sí —fue la sucinta respuesta de Raistlin.

—Ya no nos hace falta —añadió Tanis—. Tal vez le interese.

—No lo entiendes —dijo, obstinado, el joven mago.

—¡Puedo oír prácticamente cada palabra que decís! —se carcajeó la ogro. Chen’tal Pyrnee se llevó una mano al oído, se inclinó en dirección a los amigos y soltó otra risita aguda—. Prácticamente casi todas —rezongó para sí, malhumorada, sin dejar de remover el caldero.

Los tres compañeros se alejaron de ella y formaron un corro apiñado.

—No me importa desprenderme de la botella —susurró el joven mago—. Pero dársela a Chen’tal Pyrnee va en contra de mis principios. Esta ogro trafica con cualquiera que pague su precio. En el pasado estuvo aliada con el Mal y puede hacerlo otra vez. Ningún artefacto mágico, por sencillo que sea, debe caer en sus manos.

—Pero ya tiene, al menos, otro artefacto mágico: la llave o lo que quiera que sea que abre el portal —razonó Flint—. Por consiguiente ¿no sería admisible entregarle el nuestro a cambio? De ese modo, no aumenta su poder realmente.

—Eso es cierto —admitió Raistlin, vacilante.

—Después de todo —añadió Tanis—, es la vida de Caramon lo que está en juego.

—Y la de Sturm —intervino Flint—. Por no mencionar a Tasslehoff.

Raistlin frunció el entrecejo.

—Supongo que tenéis razón —dijo por fin.

El mago volvió junto a Chen’tal Pyrnee, que no había dejado de observarlos, intentando escuchar a escondidas la conversación de los tres amigos. Su ojo púrpura brillaba por el interés.

Raistlin rebuscó en su mochila y sacó la botella de mensajes. Chen’tal Pyrnee la cogió con presteza y la sostuvo en alto con las dos manos. La satisfacción iluminaba su horrible faz.

—¡Una botella de mensajes! —exclamó—. ¡Qué bonita es! ¡Hacía eones que no veía una! Sin embargo, no son muy prácticas. Cada propietario puede utilizarlas una sola vez, pero resultan socorridas en ocasiones. —De repente frunció el entrecejo—. Espero que tenga dentro un buen mensaje, para así no aburrirme mientras tanto.

—Si te gustan los kenders, te encantará su cont… —empezó a decir Flint antes de que Tanis le tapara la boca con la mano.

Chen’tal Pyrnee se volvió a mirar al enano con suspicacia, pero Raistlin se apresuró a intervenir, haciendo un ademán tranquilizador.

—Es de un kender en un viaje marítimo y…

Al escuchar a Raistlin, Chen’tal Pyrnee asintió muy excitada.

—¡Oooh! ¡Un kender! —chilló con regocijo—. Nada podría complacerme más. Son unas criaturas tan divertidas… Contraté a uno para que limpiara y barriera la casa, hace unos siete años, pero no funcionó porque un día… Oh, no importa. Es una larga historia, como siempre lo son las historias de los kenders, y, si no recuerdo mal, tenéis un poco de prisa.

Moviéndose con pasmosa rapidez, la ogro corrió hacia el baúl y lo abrió, cuidándose de que su amplio trasero sirviera como pantalla para ocultar lo que había en su interior. Revolvió entre el contenido, apartando cosas a un lado, ruidosamente, hasta que por fin se puso derecha y se dio media vuelta, sosteniendo con aire de triunfo una reluciente gema negra que colgaba de una cadena de plata.

—¡Aquí está! —proclamó el oráculo mientras se la tendía a Raistlin—. Es muy poderoso, así que utilízalo con buen juicio.

—El Amuleto de la Oscuridad —dijo Raistlin, maravillado, en tanto que lo sostenía en alto para que los otros lo vieran. La gema giraba lentamente en la cadena, captando la pálida luz del cuarto.

Flint pensó que se parecía mucho a un montón de otras gemas negras que había visto a lo largo de su vida. Tanis advirtió que Raistlin la reconocía como una pieza única.

—Desde luego —añadió, pensativa, Chen’tal Pyrnee—, nunca he tenido ocasión de utilizarlo yo misma, de manera que sólo puedo sugerirte cuál es el mejor modo de usarlo.

—Creía que el Amuleto de la Oscuridad se había perdido para siempre —musitó el joven mago.

—Perdido, tal vez —comentó la ogro—, pero no para siempre. Además, yo no he dicho que sea el Amuleto de la Oscuridad, o que no existan más. Lo has dicho tú. Lo único que garantizo es que os llevará a través del portal hasta Alianza de Ogros. Eso sí lo hará, lo sé. Por lo que a mí concierne, lo puedes llamar el Amuleto de Empanada de Mostaza.

—¿Cómo funciona? —preguntó Raistlin.

La horrenda ogro miró en derredor con aire cauteloso, se inclinó hacia el mago y le susurró algo al oído. El joven asintió con la cabeza e hizo un gesto a sus amigos para señalar que estaba satisfecho. Acto seguido se guardó el amuleto.

—¿Dónde encontraremos el portal? —inquirió Tanis.

—Es fácil —repuso Chen’tal Pyrnee, que se lanzó a recitar un montón de instrucciones tan complicadas que dejaron aturdido al semielfo. Más o menos, se trataba de ir primero hacia el este, girar en la peña con forma de perro, seguir la línea de árboles hasta llegar a un alto precipicio, a una repisa azotada por el viento, y después…

—Conozco el sitio —dijo Flint.

La ogro dejó de hablar y contempló con suspicacia al enano. Los otros dos compañeros también lo miraron sorprendidos.

—He pateado esta zona durante treinta años —dijo Flint con orgullo—. He escalado o, al menos, he visto cualquier pico que nombréis.

Tanis miró de soslayo a Raistlin.

—Entonces pongámonos en marcha —dijo luego con impaciencia.

—Sí —se mostró de acuerdo el mago. Hizo otra leve reverencia al oráculo—. Gracias por tu ayuda.

Los tres amigos retrocedieron hacia el túnel, sin perder de vista a la vieja bruja tuerta que seguía removiendo el caldero humeante con una mano y sosteniendo en la otra, feliz, el recipiente mágico.

—¡Gracias por la botella de mensajes del kender! —gritó Chen’tal Pyrnee cuando ya se perdían de vista—. ¡Buena suerte con el portal! Con los portales, nunca se sabe. ¡Y si acaso topáis con ese viejo gruñón de Morath, decidle que no me mande más visitantes hasta dentro de una década por lo menos! ¡Estoy completamente agotada!

Cansados y de mal humor, los tres compañeros acamparon a pocos kilómetros de la cueva del oráculo. La visita a la extraña y maloliente bruja no había mejorado los ánimos con respecto a la empresa que les aguardaba. Tanis recogió leña para el fuego y Flint se ocupó de preparar una sopa de linaria para la cena. Raistlin se sentó apartado del semielfo y del enano y comió su ración sosegadamente; el agotamiento se reflejaba en su semblante y la preocupación asomaba a sus ojos, que miraban fijamente las danzarinas llamas de la fogata.

Por fin, los continuos refunfuños de protesta de Flint acabaron con la paciencia del mago.

—¡Si quieres volver, hazlo! —espetó Raistlin—. ¡Podéis marcharos los dos! ¡Encontraré el portal e iré solo a Alianza de Ogros si es preciso!

—No he dicho nada de volver —replicó el enano—. ¡Estaba hablando del lugar adonde nos dirigimos mañana!

—Flint dice que es una repisa en lo alto de un escarpado precipicio —explicó, diplomático, Tanis—. Muy difícil de escalar.

—¿A qué distancia está? —preguntó Raistlin, que ya había recobrado su habitual compostura.

—No muy lejos —gruñó Flint entre sorbo y sorbo de sopa—. Ése no es el problema. Yo puedo escalarlo y supongo que Tanis también. Pero… —Vaciló y sus ojos se posaron en el mago, cuya constitución no era precisamente fuerte—. Tal vez no sea… eh… accesible para alguien en tus… eh… condiciones.

—¿A qué distancia está? —insistió el mago.

—A una o dos horas, sólo —contestó Tanis.

—Bien.

—¿Cómo sabemos que el oráculo nos dijo la verdad? ¿Cómo sabemos que hay un portal allí arriba? ¿Cómo sabemos que no vamos a conseguir otra cosa que perder el tiempo miserablemente? —La voz del enano se alzó con vehemencia.

—Fue sincera —musitó Raistlin—. Morath me dijo que si se avenía a hacer el trato, actuaría con honradez.

—Pero ¿cómo esperas poder escalar una pared rocosa tan difícil?

—Deja de preocuparte por mí —ordenó el mago—. ¡Y duerme un poco!

Flint resopló furioso y no añadió una palabra más. Desenrolló su petate, se tumbó de espaldas a los otros y, en cuestión de minutos, sus sonoros ronquidos retumbaban en el aire. Durante el incómodo intermedio, Tanis y el joven mago no cruzaron una palabra.

Lunitari y Solinari brillaban en extremos opuestos del cielo, ascendiendo una al encuentro de la otra, lentamente, siguiendo trayectos gemelos que, en esta época del año, finales de verano, no se interpondrían. A esta altitud, se veía el cielo cuajado de estrellas. La vegetación había disminuido de manera considerable, y la pendiente estaba salpicada de peñascos esculpidos. La luz de las estrellas y las lunas alumbraba los escasos árboles atrofiados que quedaban enmarcados por los cercanos picos nevados.

En la quietud de la noche se escuchaban los furtivos sonidos de las criaturas nocturnas. Un viento suave agitaba las copas de los árboles. Tanis respiró hondo el aire vivificante que olía a pino y a tierra.

El semielfo volvió la vista hacia Raistlin, que estaba sentado, con las manos unidas, absorto. Su actitud denotaba una gran preocupación y parecía tan agotado que daba la impresión de que un soplo de brisa lo derribaría. Mientras Tanis lo estaba observando, el joven mago suspiró, se puso de pie y empezó a pasear alrededor de la fogata. El semielfo conocía bien las limitaciones físicas de Raistlin, sobre todo comparándolo con su robusto gemelo. Pero también sabía que el mago emprendía aventuras arriesgadas junto a Caramon de manera regular. Y, en más de una ocasión, Tanis había percibido en el joven el mismo fuego que animaba a su hermanastra, Kitiara. No, Flint se equivocaba al subestimar a Raistlin, pensó Tanis, ya fuera en el aspecto físico o en cualquier otro.

En aquel momento el mago levantó la vista y sus ojos se encontraron con los del semielfo; le sostuvo la mirada, desafiante.

—Lo que en realidad incomoda a Flint —expresó Tanis suavemente— es la idea de cruzar el Mar Sangriento. Sabe que puedes aguantar bien el viaje, pero él siente verdadero terror por cualquier extensión de agua, desde aquella desafortunada excursión a orillas del lago Crystalmir.

Raistlin soltó una risa queda y tomó asiento otra vez. El esfuerzo físico del día lo había dejado extenuado.

—Es posible —repuso el mago.

Unos meses atrás, Flint y Tasslehoff habían organizado una excursión a orillas del lago Crystalmir, donde pensaban acampar para hacer noche. Caramon y Sturm pasaron todo el día aprendiendo técnicas de caza y rastreo con el viejo enano. Tasslehoff se pegó a los talones de Raistlin, que se dedicaba a buscar hierbas y flores para sus componentes de hechizos. Fue ese día, irónicamente, cuando Tas le habló de su buen amigo Asa y del insólito minotauro herbolario de Ergoth del Sur al que conocía Asa.

Un tiempo magnífico contribuyó a hacer memorable la expedición, una de sus primeras aventuras como compañeros, que un incidente echó a perder. Al otro día, por la mañana, Tas «encontró» un bote y convenció a los demás para dar un paseo por el plácido lago Crystalmir. Ya a cierta distancia de la orilla, Caramon atisbo un pez que pasaba nadando con movimientos perezosos junto a la barca, y, con su habitual fogosidad e irreflexión, se jactó de que podía cogerlo con la mano. Pero el gemelo de Raistlin se inclinó demasiado y el bote volcó.

La mente despierta del joven mago discurrió con rapidez y emergió debajo del bote, en la bolsa de aire que allí se había formado. Tas y Sturm eran buenos nadadores y lograron dar la vuelta al bote. Flint se sumergió para rescatar al fornido Caramon, que no sabía nadar y se había hundido como una piedra. Los largos segundos se convirtieron en minutos mientras el trío aguardaba expectante. Por fin, Sturm y Tas se zambulleron de nuevo en el agua. Sturm sacó a la superficie a Caramon, que tosía y escupía. Poco después, Tas emergía sosteniendo a Flint por el cuello de la camisa. El enano, medio ahogado y helado hasta los huesos, juró que, ni por nada ni por nadie, volvería a subirse a un bote en lo que le restara de vida.

—Teniendo en cuenta que nadar no es su fuerte —dijo Tanis—, fue una heroicidad por su parte intentar salvar a tu hermano.

—Y también una insensatez —gruñó Raistlin, pero su tono se había suavizado.

Tanis, que contemplaba abstraído el rítmico balanceo de las copas de los árboles, no reparó en que el joven mago se tumbaba en la manta y se arrebujaba en su capa.

—Sí —rio el semielfo—. Heroicidad e insensatez. Dos palabras que se complementan bien. —Levantó la vista a la belleza desplegada por las lunas y las estrellas, y colmó su espíritu de la paz y tranquilidad del panorama—. Flint ha mencionado ese incidente en varias ocasiones —musitó—. Lo tiene grabado en la mente. Quizá lo peor para él sea el hecho de que fue Tasslehoff quien lo rescató. Lo mires como lo mires, le debe la vida al kender. Pagar esa deuda tal vez sea lo único que lo induzca a aventurarse en una masa de agua… aunque se trate del espeluznante Mar Sangriento.

El semielfo hizo una pausa mientras sus pensamientos volvían por un instante a Kitiara. Lo asaltó una oleada de perturbadoras emociones. Tanis nunca se había sentido capaz de hablar con Raistlin sobre ella. Éste podía ser un buen momento para hacerlo.

—Dime, Raistlin —empezó. Entonces escuchó una suave y rítmica respiración, volvió la cabeza y vio que el joven mago dormía profundamente.

Se acercó a él y lo arropó con otra manta. El aire empezaba a ser frío. Tanis se sentó de nuevo, se echó la capa sobre los hombros y suspiró. Aunque no debía de existir peligro en esta zona, decidió que sería mejor hacer guardia durante unas horas antes de echar una cabezada.

* * *

A última hora de la mañana, al día siguiente, después de seguir un sendero empinado y accidentado que ascendía hacia las montañas, los compañeros llegaron al lugar descrito por la ogro y que Flint conocía de viajes anteriores. Al pie de un estrecho barranco, el enano señaló hacia arriba, a una agrupación de erosionados farallones de piedra arenisca, que se alzaba contra el cielo como una fortaleza. En la cumbre de uno de ellos, divisaron una repisa que sobresalía hacia el este, donde la espectacular conformación quedaba empequeñecida por los picos de la cordillera.

Con Flint a la cabeza, el grupo empezó a escalar la escarpada pared rocosa, siguiendo la línea de árboles retorcidos que se aferraban tenaces a las grietas y fisuras de la piedra. Tanis iba en segundo lugar y Raistlin cerraba la marcha. Se habían atado unos a otros con una cuerda alrededor de la cintura.

La grieta por la que escalaban debía de tener unos ciento veinte metros de altura. El avance era lento, y lo hacía aún más lento el hecho de que Flint insistía en dirigir la escalada y hacer las cosas a su modo. Con meticulosidad, subía palmo a palmo, introduciendo a golpes unas clavijas de hierro cortas, a unos cincuenta centímetros por encima de su cabeza, y atándose firmemente antes de buscar otro hueco donde meter el pie. Raistlin había estado acertado al sugerir que el enano llevase todo lo necesario para hacer frente a una expedición por las montañas.

Gracias a la ruta que iba abriendo el enano, la escalada era más fácil para Tanis y Raistlin. Con todo, era un trabajo arduo aun para un escalador experto. Pocos eran los huecos que ofrecían un agarre seguro. Los dos jóvenes tenían que aferrarse a estrechos salientes para auparse y trepar poco a poco. Cerca ya de la cima, la temperatura bajó sensiblemente, y unas repentinas ráfagas de aire les azotaron la espalda.

Flint tuvo que admitir que Raistlin tenía coraje. El joven mago no había proferido una sola queja.

En una ocasión, el agotamiento pudo más que él y resbaló. Tanis estaba alerta y sostuvo tensa la cuerda, con lo que frenó la caída del joven mago, en tanto que con la otra mano se afianzaba al tramo que lo unía con Flint. Raistlin consiguió trepar por la cuerda y se asió a la pared rocosa. Con un ademán indicó al enano que continuara. Flint no se había equivocado al pensar que el nervudo semielfo no tendría problemas para salvaguardar a Raistlin.

Después de casi dos horas de dura escalada, los tres alcanzaron la cima. Se desplomaron en el saliente, agotados, faltos de aliento, antes de volver los ojos para contemplar lo que había más allá. La repisa era justo lo bastante grande para que cupieran los tres. Por el lado este del precipicio se alzaba el macizo montañoso, con escarpaduras formidables y pináculos nevados.

Directamente debajo de ellos había un profundo barranco de paredes irregulares. El vapor que salía de las fisuras de la roca impedía ver el fondo. Caer por aquel precipicio escabroso significaba una muerte segura.

Mientras Flint se incorporaba, temblorosas las piernas, reparó en que las fuertes ráfagas de aire lo azotaban desde dos direcciones, este y oeste. La repisa estaba en el punto de colisión entre dos fuerzas encontradas de la naturaleza. Los vientos lo azotaban con violencia. Indicó con un gesto a los otros que esperaran y gateó tambaleante hacia el extremo opuesto del saliente, donde aseguró una de sus clavijas de hierro. Bajo las atentas miradas de Tanis y Raistlin, clavó varias más y después afianzó la cuerda a fin de que todos pudieran incorporarse, bien amarrados al risco, sin ser arrastrados por el ventarrón.

Los compañeros se asomaron al precipicio.

—¿Es ahí donde se supone que está el portal? —inquirió Tanis con tono escéptico. Tuvo que repetir la pregunta para hacerse oír sobre el clamoroso aullido del viento.

—Sí —gritó Raistlin con voz ronca.

—No quisiera tener que fiarme sólo de una suposición —dijo Flint.

Los otros dos guardaron silencio, porque tampoco les gustaba la idea, pero no tenían otra alternativa.

El enano cogió una piedra y la sostuvo sobre el vacío mientras miraba a sus amigos. Tanis asintió y Flint la dejó caer.

Esperaron varios minutos, esforzándose por oír el impacto contra el fondo a pesar del aullido del viento. Por fin al enano le pareció escuchar un golpe apagado en las rocas de abajo.

—No hay portal —dijo sombrío.

—Era un objeto inanimado —argumentó Raistlin, que tuvo que gritar otra vez para hacerse oír—. ¡El portal no admite objetos inanimados que no vayan acompañados por un ser mortal, y, de todos modos, no se abrirá hasta que realice el correspondiente conjuro!

—¿Cómo podemos estar seguros? —preguntó el semielfo tras una larga pausa.

Raistlin no respondió de inmediato. Los tres permanecieron de pie sobre la repisa rocosa, en lo alto del risco, asomados al borde de la pared irregular que se precipitaba en un vacío de centenares de metros. El ventarrón los zarandeaba, agitando sus cabellos y sus ropas. Las cuerdas evitaban que los arrastrara el viento, pero a pesar de ello tenían que esforzarse para mantener el equilibrio.

—De ninguna forma —gritó por fin el enano.

—¿Es eso cierto? —inquirió Tanis, mirando al mago.

—Sí.

El semielfo y el enano intercambiaron una mirada. Flint puso los ojos en blanco. Tanis desenvainó un cuchillo.

—Adelante, pronuncia el conjuro —dijo el semielfo.

Raistlin cerró un instante los ojos a fin de concentrarse y después los abrió. Murmuró unas palabras arcanas que resultaron incomprensibles para Flint. Luego, en el lenguaje corriente que sus dos amigos entendían, gritó:

—¡Ábrete, portal!

Tanis cortó con el cuchillo las cuerdas que los sujetaban a las clavijas y enfundó el arma con rapidez. Mientras lo hacía, los tres avanzaron hacia el borde y saltaron al vacío, el semielfo en medio, con Raistlin agarrado a un brazo y Flint al otro. Un chillido inarticulado escapó de sus labios.

Ya fuera por el viento o por la falta de coordinación, los tres compañeros se enredaron mientras caían a plomo, de cabeza, hacia las puntiagudas rocas del fondo.