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A través del Mar Sangriento

El primero en volver en sí fue Caramon; la cabeza le dolía terriblemente. Tenía la vaga sensación de haber estado soñando algo…, algo de encontrarse en una alta torre azotada por fuertes vientos y una lluvia torrencial. Sólo que no era una torre, sino el árbol más alto de un bosque que se mecía y se doblaba mientras él se agarraba de manera precaria de las ramas altas. Un rayo se descargó sobre el árbol y lo partió por la mitad; Caramon empezó a caer. Pero podía salvarse; todo cuanto tenía que hacer era cogerse al ancla de un barco plateado que pasaba volando por encima; un ancla que brincaba y colgaba a escasos centímetros de sus dedos…

Gimió. El aguamiel de los marineros era peor que el aguardiente de los enanos. Caramon quiso darse un masaje en el puente de la nariz, pero algo le sujetaba la mano. Abrió los ojos despacio, con gesto de dolor, y reparó en que, por alguna razón que escapaba a su comprensión, estaba atado a un poste junto a Sturm y Tas, que seguían inconscientes. Caramon cerró de nuevo los ojos y se relajó. Sólo era un mal sueño. Todo desaparecería cuando se le pasara el efecto del aguamiel.

El sonido de la tormenta decreció y fue reemplazado por los chillidos de gaviotas, el susurro del viento y el suave balanceo de un barco. Luego, al cabo de un rato, otros sonidos se hicieron audibles de manera gradual: gruñidos bajos, chirridos y el crujido de remos.

Caramon abrió los ojos abotargados e intentó valorar la situación. Para empezar, ¿dónde demonios estaba? ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué Sturm, Tasslehoff y él estaban atados al mástil del barco?

Sturm se recostaba contra él, con la cabeza echada hacia atrás y la boca entreabierta. Detrás de ellos, si Caramon se giraba un poco, alcanzaba a atisbar a Tas. El kender tenía una fea contusión purpúrea que le ocupaba casi toda la frente. Caramon dio un codazo a Sturm, pero no hubo reacción por parte de su amigo. Oyó que Tasslehoff empezaba a moverse y a gemir.

Los tres estaban atados como fardos al palo mayor del Verana. Hasta donde Caramon alcanzaba a ver, no había nadie más a bordo del barco, que parecía ir a la deriva, impulsado suavemente por la corriente.

El joven hizo memoria para ver si recordaba cómo habían ido a parar allí. De lo último que se acordaba era que se encontraba en cubierta, intercambiando historias y compartiendo aguamiel con algunos de los marineros. Hacían el viaje de vuelta desde Eastport; estaba anocheciendo, y la hermosa puesta de sol presagiaba una de esas noches claras y bellas en las que todo parece estar en armonía.

Estrechó los ojos e intentó en vano localizar el sol, pero dedujo que debía ser de día. Hacía calor y humedad. El astro tenía que encontrarse allí arriba, en alguna parte, detrás de la cortina de nubes grises. Más que nubes, era una calina que envolvía todo en su manto opaco, de manera que Caramon sólo alcanzaba a ver un corto trecho del barco delante de él.

De improviso, los sonidos que había estado escuchando cesaron y fueron reemplazados por otros, más cercanos y precisos. Pisadas. Tintineo de armas. Voces.

—¿Qué es eso? —susurró, aturdido, Tas—. ¿Qué ha pasado?

—¡Chist!

La bruma se aclaró un poco y Caramon atisbo manos aferradas a la batayola del Verona y figuras que trepaban por la borda y subían al barco. En grupos de dos y tres empezaron a avanzar con sigilo, aproximándose más y más, de manera que Caramon supo que pronto podría distinguir sus rasgos.

—¡Sturm, despiértate! —susurró con vehemencia por encima del hombro. Sintió que el joven solámnico movía la cabeza y empezaba a volver en sí.

Al irse aproximando las figuras, Caramon vio que formaban un grupo heterogéneo en el que había varios humanos de aspecto criminal, unos cuantos ogros, una tropa de minotauros y una misteriosa figura encapuchada, encorvada, que se quedó en la popa, casi fuera del alcance de la vista. Caramon no pudo distinguir bien a este personaje furtivo que, de vez en cuando, siseaba órdenes al resto y daba la insólita impresión de que se trataba de una criatura serpentina.

Caramon volvió su atención a los ogros. Estaba convencido de que eran ogros y, sin embargo, eran raros y distintos de otros malnacidos de su raza. Eran más bajos y gruesos, con cabellos rubios y tiesos como cerdas, piel grisácea y grasienta y las manos y los pies palmeados. Caramon no salía de su asombro al ver juntos a ogros y minotauros, pues en tiempos remotos los minotauros habían sido esclavos de los ogros y las dos bestiales razas se tenían por enemigas irreconciliables.

Los humanos vestían ropas andrajosas y chillonas. Eran flacos y estaban curtidos por el sol, pero resultaba evidente su fortaleza. De sus cinturas colgaban machetes y diversos utensilios propios de los marineros. Los ogros y minotauros llevaban asimismo pertrechos y armamento.

Caramon dio otro empujón con el hombro a Sturm y, en esta ocasión, sintió que su amigo levantaba la cabeza con movimientos torpes, como si siguiera atontado. Sintió a Tas forcejear con las ataduras, pero el guerrero sabía por experiencia que los esfuerzos del kender eran en vano.

Los minotauros tomaron el mando del grupo de abordaje y se abrieron paso al frente por medio de codazos. Aunque sólo eran cuatro o cinco, las bestiales criaturas, ataviadas con faldas cortas, arneses y aros enjoyados que traspasaban sus feos hocicos, dominaban al resto. Un vello corto, de color herrumbroso, les tapizaba el corpachón, y de la amplia frente se alzaban en una curva los cuernos. Sus pezuñas resonaban en la cubierta con un fuerte golpeteo.

Dos de los minotauros se dirigieron hacia el trío de prisioneros y se detuvieron a unos cuantos pasos de distancia. Hablaron entre sí en lo que para ellos era voz baja, si bien aquellos tonos graves y profundos llegaron fácilmente a oídos de Caramon.

—¿Son éstos? —retumbó uno, que iba armado con varias hachas y un cuchillo de aspecto atroz.

—¡Necio! Por supuesto que lo son. ¿Crees que el Amo de la Noche cometería tal error?

El fétido hedor de las criaturas actuó como unas fuertes sales aromáticas en Caramon, despejándolo del aturdimiento previo.

El joven supuso que el segundo que había hablado debía de ser el jefe. En torno al grueso y musculoso cuello del minotauro brillaba un collarín de gemas pulidas. Llevaba ceñido a la cintura una especie de taparrabos de metal y la única arma que portaba era un mayal guarnecido con lengüetas.

—Su aspecto es insignificante. No veo cómo podrían representar una amenaza.

—Me limito a cumplir las órdenes del señor, Dogz. No leo sus pensamientos.

—¿Cuál es el que quiere?

—Eso es lo que debemos averiguar.

Los otros se quedaron atrás formando un círculo, como lobos agazapados al borde de una llameante hoguera de campamento. Con su corpulencia y sus más de dos metros de altura, los minotauros obstruían el campo visual de Caramon. La figura encapuchada permanecía en un segundo plano, envuelta en la bruma, de manera que el joven apenas si distinguía su silueta. Sólo los siseos y sonidos silbantes que articulaba de vez en cuando le recordaban que había alguien, o algo, allí detrás.

Tras conseguir, no sin esfuerzo, sentarse más derecho, Caramon reparó en otra nave, cuya silueta se insinuaba en la lejanía. Sólo distinguió con claridad la vela cuadrada que asomaba entre la niebla arremolinada. Calculó que estaba a unos treinta metros de distancia.

—¡Caramon! ¿Qué ocurre? —inquirió Sturm.

Desde su posición, el solámnico no podía ver mucho y, por el tono de su voz, resultaba evidente que todavía estaba aturdido.

—Minotauros y unos cuantos desechos humanos —susurró Tas, a pesar de que podía ver mucho menos que Sturm.

—Piratas —masculló Caramon.

—¡Silencio! —bramó el cabecilla, a la vez que hacía restallar su mayal. El golpe alcanzó al guerrero en la mejilla y le abrió un profundo corte—. ¡No somos piratas, necio!

Dicho esto, los dos minotauros retrocedieron hasta donde se encontraba la figura encapuchada. A juzgar por los apagados gruñidos que llegaban a través de la niebla, los minotauros estaban consultando al extraño personaje. Los otros se acercaron más al mástil, estrechando el cerco en torno a los tres prisioneros. Sus ojos tenían una mirada sanguinaria que despertó en Caramon una gran inquietud.

—¿Dónde estamos? —inquirió Sturm en voz baja, que ahora sonaba más despejada.

—Confiaba en que tú tuvieses la respuesta a esa pregunta —repuso el guerrero sombríamente.

—Si pudiese consultar mis mapas… —intervino Tasslehoff.

Caramon guardó silencio. Más valía tener la boca cerrada, pensó para sus adentros. No tenía sentido permitir que esta banda de piratas descubrieran lo desconcertados que estaban. El fornido guerrero tenía la impresión de que cualquier signo de debilidad por su parte sólo empeoraría la ya apurada situación en la que se encontraban.

Regresaron los dos minotauros que habían estado conferenciando con el embozado y se detuvieron frente a Caramon. El que se llamaba Dogz alargó sus enormes manazas hacia el guerrero y tanteó su pecho y su espalda, buscando algo. Caramon se resistió, pero era poco lo que podía hacer estando atado. Escupió, desafiante, a la faz del enorme y maloliente minotauro.

Oyó las risitas burlonas de los demás cuando Dogz echó atrás la cabeza, sorprendido, y después, con la fuerza de un martillo de herrero, le propinó una patada en el rostro. Caramon escupió un diente ensangrentado y se dobló de dolor.

—¡Por mi honor que vivirás para lamentar esta acción cobarde! —gritó Sturm.

—¡Mi amigo me ha quitado las palabras de la boca! —chilló Tasslehoff—. ¡Cuando su hermano se entere de esto, tendrás suerte si no te convierte en un sapo cornudo! ¡Te…!

—¡Déjalo ya, Tas! —dijo sin resuello Caramon.

Pero Dogz no hacía caso del kender y se acercó a Sturm; se inclinó sobre él y registró las ropas y el equipo del joven caballero con sus toscas manos. «Tampoco es éste»; pensó Dogz. El humano no llevaba nada, ni armas ni bolsa de dinero.

Rezongó al ver que se había manchado la mano con la sangre reseca de la herida que Sturm tenía en la parte posterior de la cabeza. Asqueado, abofeteó al joven. El solámnico soportó el golpe con estoicismo, igual que había hecho con el registro, sin pronunciar palabra.

—¡Ahora sí que te la has buscado! —chilló Tasslehoff mientras forcejeaba en vano por soltarse—. ¡Sturm jamas ha hecho daño a una persona indefensa en toda su vida, al menos desde que lo conozco! Y de eso hace años, o como poco uno o dos. Y es un tipo noble e íntegro donde los haya, sólo comparable a mí.

Esta vez la voz del kender pareció sorprender al minotauro, como si no se hubiese dignado reparar en Tas hasta entonces. Caramon oyó el respingo de Dogz, que retrocedió unos pasos para hablar con el cabecilla.

—El tercero es un kender, Sarkis —dijo con su retumbante voz.

—¿Y qué?

—Los kenders son inmundos. Vagan por el mundo viviendo del robo y la infamia. Se dice que tocarlos es atraer sobre uno mismo el menosprecio y, lo que es peor, el contagio. No creo que sea necesario registrarlo a él.

Detrás de los minotauros sonó un siseo furioso. A espaldas de Caramon se alzó la indignada voz de Tas.

—¡Inmundos! ¿Cómo te atreves, cabestro cornudo? Entérate de que me baño con regularidad. Para ser exactos, ayer me lavé la cara. Es decir, si es que hoy es el día siguiente de ayer, lo que no sé con seguridad porque no tengo ni idea de dónde estoy ni cuánto tiempo he tardado en llegar aquí. ¡Pero, si quieres sacar a colación la higiene personal, te sugiero que cojas tus dos ollares descomunales, te agaches y te huelas a ti mismo!

Sturm tuvo que morderse la lengua.

Caramon puso los ojos en blanco.

La escoria humana y los ogros prorrumpieron en risotadas.

El llamado Sarkis se apartó de Dogz, y su corpachón se difuminó en la niebla al aproximarse a la figura encapuchada. En esta ocasión, Caramon no distinguió ninguna palabra, sólo bestiales resoplidos entremezclados con sílabas guturales y sonidos siseantes. El cabecilla conferenciaba, obviamente, con la misteriosa figura.

Por la mente de Caramon pasaron en rápida sucesión distintos pensamientos, que se detuvieron al recordar a su gemelo. Raistlin y él habían adquirido gran experiencia en aunar fuerzas para superar situaciones comprometidas. Con una abrumadora nostalgia, el joven guerrero deseó que su hermano estuviese ahora con él. ¿Qué haría Raistlin en estas circunstancias?

Sarkis regresó y habló con Dogz en tono despectivo.

—¡Bah, Dogz! Es verdad que los kenders son infames, pero todo el mundo sabe que son inmunes a cualquier clase de enfermedad. Corres el mismo peligro de contagio con él que con el tocón de un árbol. ¡Lo registraré yo, tonto supersticioso!

Tasslehoff pudo retorcerse un poco para ver cómo Sarkis se inclinaba sobre él, con las enormes manos extendidas.

—¡Tú, repulsiva cara de verrugas, jeta de cerdo, cretino baboso! Soy tan honorable como el que más… Bueno, quizá no tanto como Sturm o incluso Caramon, que lo es a su manera sencilla. ¡Pero soy dos o cien o hasta mil veces más honorable que todos vosotros juntos! Y os advierto que podría contagiaros cualquier enfermedad si me lo propusiera y… ¡Eh, alto ahí! ¡Estate quieto! ¡Me haces cosquillas! Ja, ja, ja, ja!

«Este kender loco habla más de lo que le conviene por su propio bien», pensó Sturm. Desde su posición vio que Sarkis había encontrado los paquetes y saquillos de Tasslehoff. El minotauro esbozó una mueca que dejó al descubierto su amarillenta dentadura.

A continuación se acercó a su subordinado, sosteniendo en alto los saquillos, y le dirigió una mirada feroz.

—Bueno, ¿qué pasa? —preguntó Dogz, abochornado por el rapapolvo que acababa de recibir.

Los humanos y los ogros se carcajearon hasta que una mirada severa de Sarkis los hizo enmudecer. El cabecilla minotauro volvió junto a la figura envuelta en la niebla. Su conversación se redujo a más siseos y gruñidos apagados. Poco después, Sarkis regresaba a donde lo aguardaba Dogz.

—Es él —anunció.

Dogz dio un paso hacia adelante, pero su superior lo agarró por el hombro.

—No le hagas daño. Cógelo y —Sarkis le tendió las pertenencias del kender— encárgate de sus saquillos.

Dogz se acercó presuroso a Tasslehoff. Un chillido penetrante y agudo hendió el aire. Caramon y Sturm se debatieron contra las ataduras, pero no podían hacer nada para ayudar a su amigo.

El minotauro dio la vuelta al mástil sosteniendo por el copete al furioso kender, que no dejaba de retorcerse y echar pestes, y manteniéndolo tan lejos de él como se lo permitía la longitud de su brazo. Parecía que el minotauro llevaba un conejo cogido por las orejas, pero el supuesto conejo, en este caso, profería una sarta de insultos y juramentos a cada cual más grosero.

—¡Auch! Por todos los… ¡Cabeza plana con pezuñas de barro y aliento apestoso a ajo! Mira dónde pones tus… ¡Auch! ¿Dónde me…? ¡Auch! ¡Alcornoque obtuso, vaca seca! ¡Auch! ¡Por si no te has dado cuenta, es mi pelo de lo que estás tirando! ¡Eh! ¿Qué pasa con Caramon y Sturm? ¡Yiiiau!

Caramon y Sturm vieron que el minotauro entregaba al pataleante kender a dos de los humanos, que pasaron por encima de la batayola y desaparecieron, presumiblemente, en un bote de remos que esperaba abajo. Esbozando una mueca de satisfacción, Dogz se volvió de cara a Sarkis.

Caramon escuchó un ruido sigiloso, y atisbó, aunque con dificultad, a la figura encapuchada que retrocedía hacia la batayola y desaparecía por la borda como si se la tragase la niebla. Los demás, humanos, ogros y minotauros, se apresuraron a hacer otro tanto.

—¿Qué hacemos con éstos? —preguntó amenazadoramente Dogz mientras se adelantaba.

Sarkis se encogió de hombros, indiferente.

—No son importantes. Arrójalos por la borda y prende fuego al barco.

Los pocos humanos que quedaban a bordo se adelantaron despacio. Uno de ellos, un gigantesco hombretón con barba roja que tenía la marca de una soga en el cuello, lanzó a Dogz una mirada anhelante. El minotauro asintió con la cabeza.

Los dos hombres toros dieron media vuelta y también desaparecieron por el costado del barco.

Los humanos se abalanzaron sobre Caramon y Sturm y los golpearon con puños y garrotes cortos. Incapaz de defenderse, Caramon intentó protegerse los ojos agachando la cabeza. A su lado, Sturm gimió al recibir los primeros golpes, pero después el solámnico soportó la paliza en silencio.

El gigantón marcado por la cuerda de la horca empezó a patear el mástil. Tras varias patadas, el palo cedió por la base; entre él y otros humanos lo levantaron y arrastraron a Sturm y a Caramon hacia la borda del Verona.

Se oyeron crujidos que denunciaban el hundimiento provocado del velero y a continuación un chisporroteo seguido de un sonido siseante y una súbita bocanada de calor y el crepitar del fuego.

Todavía atados a la fracturada sección del mástil, Sturm y Caramon fueron levantados en vilo. Los hombres entonaron un soniquete rítmico mientras balanceaban a los prisioneros atrás y adelante varias veces antes de arrojarlos por la borda con un último grito. Sturm, Caramon y la sección del mástil salieron impulsados por el aire y se precipitaron al agua en un confuso revoltijo de cuerpos, madera y cuerdas.

En el mismo instante en que tocó el agua, Caramon se esforzó por reaccionar. Parecía que tenía los brazos enredados en la madera del mástil y sus manos estaban firmemente atadas. Incluso sin estas desventajas, la natación no era su punto fuerte. Se habría ahogado en el lago Crystalmir unos meses atrás si Sturm no lo hubiese rescatado. Desde aquel día, había hecho algunos adelantos en su estilo de nadar, pero ahora se limitó a patear con todas sus fuerzas.

A causa del modo en que habían caído al agua, Sturm se encontró atrapado bajo la superficie y le costó varios segundos emerger. Mientras inhalaba para coger aire, el solámnico se debatió para soltarse los brazos pero, al igual que Caramon, no lo consiguió y tuvo que limitarse a nadar con las piernas haciendo un movimiento de tijeras. Por fortuna para los dos, la sección del mástil los ayudó a mantenerse a flote.

—¡No patees tan fuerte o te agotarás enseguida! —se las arregló para advertir a Caramon entre jadeos—. Tómatelo con calma de momento.

El agua estaba extrañamente cálida y arremolinada, con un color pardo en lugar del habitual azul verdoso, turbia por los sedimentos en suspensión. El pataleo de los dos jóvenes creaba burbujas y sacaba a la superficie plantas viscosas que se agarraban a sus piernas. En el aire flotaba un olor a agua estancada y putrefacta.

De improviso, un estallido tremendo retumbó en sus oídos. Los dos jóvenes volvieron la cabeza al mismo tiempo y vieron, a través de la bruma, cómo el Verona estallaba en medio de una gran bola de fuego y humo. La corriente ya los había alejado del barco varios centenares de metros. La otra nave, la que Caramon apenas había atisbado, se había desvanecido en la niebla.

Caramon y Sturm siguieron observando durante varios minutos mientras los restos del barco ardían y se hundían bajo las olas. Entonces, como si hubiese esperado esta señal, la calina descendió opresiva sobre el agua ocultando todo salvo la agitada inmensidad del océano.

Mientras se esforzaban por mantenerse a flote, Caramon y Sturm se hicieron para sus adentros las mismas preguntas.

¿Dónde estaban? ¿Por qué les había ocurrido esto? ¿Cómo demonios iban a encontrar y rescatar a Tasslehoff? ¿O cómo se salvarían ellos?

* * *

Aunque echaba de menos a sus buenos amigos, Caramon y Sturm, e indudablemente necesitaba que lo rescataran, Tasslehoff lo estaba pasando bastante bien.

Cierto que estaba metido en un reducido calabozo con barrotes de hierro, en la bodega del barco minotauro, que olía peor que una montaña de mofetas muertas. Y también era cierto que estaba prisionero de los minotauros, de los ogros con extremidades palmeadas —a los que había oído llamar orughis— y de la escoria humana de los mares que podían darle muerte en cualquier momento.

Pero hasta ahora lo habían tratado bastante bien, considerando las circunstancias. Sarkis le había devuelto sus mochilas y saquillos. De hecho, el capitán del barco actuaba como si las posesiones del kender fueran sacrosantas y se encontraran más seguras bajo la protección de Tas. Éste podía pasarse horas enteras examinando sus diversas pertenencias y ahora tenía tiempo de sobra para dedicarse a ello. Deseó no haber enviado a Raistlin la botella mágica de mensajes, pues ésta habría sido una ocasión mucho mejor para utilizarla.

Tas pasaba mucho tiempo durmiendo, y sus capturadores lo alimentaban razonablemente bien, dada su situación; la dieta consistía sobre todo en un guisado de carne grasienta y dura que, una vez que uno se acostumbraba, no sabía mal. A veces los cuencos de guiso se los llevaba alguno de los numerosos monos que viajaban en el barco y que actuaban como ayudantes del cocinero. A uno de ellos en particular, un animal peludo que tenía la cara en forma de pera, llegó a conocerlo bastante bien. Lo apodó «Oh-Tick» en honor a cierto posadero al que recordaba con cariño; cuando conversaba con Oh-Tick, Tas tenía la sensación de que el mono, con la cabeza ladeada como si estuviese muy atento, casi podía entender lo que le decía.

El kender tuvo montones de visitas interesantes. Muy pocos de los que viajaban a bordo del barco habían visto un kender hasta entonces. Por tanto, bajaban a la bodega, de uno en uno o de dos en dos, para mirarlo abobados o, en algunos casos, para lanzarle pullas y, en un par de ocasiones, para arrojarle corazones de frutas y excrementos.

Tas respondía arrojándoles de vuelta los asquerosos proyectiles, pero lo que más le gustaba era cuando venían a zaherirlo. Realmente, la escoria humana sabía algunos buenos insultos y esto, a su vez, estimulaba la inventiva del kender. Tas replicaba con algunos de los denuestos más ofensivos que se le ocurrían, superándose a sí mismo. Consiguió enfurecer de tal modo a algunos de sus visitantes que sus semblantes se ponían purpúreos y se marchaban echando chispas.

Los minotauros actuaban con más dignidad, a pesar de que olían peor. Se acercaban con un aire casi respetuoso y lo contemplaban en su solitaria celda. Tas sólo vio a Sarkis otra vez, cuando el cabecilla bajó a la bodega sin compañía y lo estuvo observando varios minutos, sumido en un mutismo impasible; sus penetrantes ojos recorrieron la figura del kender con detenimiento, desde el copete hasta las botas de suave piel. Tas no consiguió sacar una sola palabra a la enorme y fea bestia.

Con Dogz era diferente. Desdeñoso y arrogante, también él bajó a echar un vistazo a Tasslehoff. Después de su primer encuentro, que estuvo marcado por un desagradable intercambio de comentarios punzantes, Dogz regresó una y otra vez. Tas empezó a mantener conversaciones con la enorme bestia que resultaron instructivas a pesar de su tono afectado. El minotauro parecía sentir tanta curiosidad por Tas en algunos aspectos como el kender la sentía por todo y, desde luego, daba la impresión de estar más atemorizado por Tas que a la inversa. Poco a poco, se estableció entre ambos una extraña, casi amistosa, relación.

Resultó que Dogz era primo de Sarkis y profesaba una admiración y lealtad absolutas a su pariente de alto rango. Sarkis consideraba la amistad de Dogz con el kender como otra señal del patético carácter débil denotado por su primo y, en consecuencia, Dogz tenía que visitar al kender a hurtadillas.

—Así que te gusta realmente ser un minotauro, ¿eh? —preguntó Tas, pasmado ante el fiero orgullo exhibido por el arrogante hombre toro. El kender encontraba fascinante a Dogz, si bien tenía muy presente que, a pesar de que Dogz parecía ignorarlo, su raza era despreciada a todo lo largo y ancho de Krynn.

—Es… un gran honor ser minotauro —retumbó Dogz, vacilante.

—¿Cuál es la parte positiva? —inquirió, intrigado, Tas—. Me refiero a que, si eres un kender, te mueves por el mundo como si fuera tu casa. Tienes amigos y familiares en todas partes, salvo, quizás, en Thorbardin, entre los theiwars. Aunque estoy seguro de que incluso ellos acabarían apreciándome. Y sabes hacer los mejores mapas y, si tienes suerte, tienes un atractivo copete…

Tas hizo una pausa al comprender que el minotauro no lo interrumpiría ni respondería hasta que él se callara. Por tanto, Tas hizo lo que rara vez hacía: se calló, dando pie a Dogz para que tomara la palabra.

—Luchamos para vivir y vivimos para luchar —manifestó el minotauro al cabo de unos segundos. Hablaba con cierto titubeo, pero su tono era emotivo. Sus ojos, pensó Tas, tenían una expresión casi llorosa—. No nos inclinamos ante nadie. Nuestro destino es regir el mundo.

—Una carga muy pesada —opinó Tas, pensativo. Estuvo tentado de añadir «incluso para una bestia de carga», pero pensó que sería mejor no decir eso.

—Sí —repuso Dogz, cuya mirada buscó la de Tas.

Transcurrida, más o menos, una semana, Tas cayó en la cuenta de que no había visto a su mono favorito, Oh-Tick, desde hacía varios días, y preguntó por él a su habitual visitante.

—Guiso de mono —contestó Dogz mientras señalaba el cuenco que Tas sostenía en las manos—. Para eso llevamos a bordo a esas asquerosas criaturas. ¿Acaso creías que eran mascotas? —Dogz soltó un resoplido risueño.

La muerte de Oh-Tick lo hizo sentirse a Tas ruin y avergonzado. De repente había perdido el apetito. Dogz reparó en que había dejado de comer.

—¿Los kenders no soléis comer monos? —preguntó en un tono bastante delicado si se tenía en cuenta su vozarrón.

—No —respondió Tas desconsoladamente.

—¿Qué coméis los kenders? —inquirió, interesado, el minotauro.

—Casi de todo, excepto monos. Y en especial si es un mono amigo —añadió con diplomacia.

—Nosotros comemos siempre guisado de mono —explicó Dogz—. Son unos animales estúpidos. —Luego, con tono más compasivo, terminó—: Lo siento.

—Yo también. —Tas metió la cara entre los barrotes para ver bien a Dogz—. Supongo que podría fingir que son gachas de afrecho o cualquier otra cosa. Me encantan unas buenas gachas de salvado. ¡Sueño con un plato de gachas de salvado calientes, con grosellas y miel! No tendréis por casualidad afrecho común y corriente en el barco, ¿verdad?

Dogz sacudió la cabeza. Tas suspiró y apartó la escudilla a un lado. Transcurrieron varios minutos en completo silencio antes de que el minotauro inquiriera vacilante:

—¿Te importa que me coma el guisado si tú no lo quieres?

Tas empujó el cuenco por debajo de los barrotes.

Cuando los camaradas de Dogz bajaban para ver al kender, éste aprovechaba la ocasión para observarlos también. A Tas le resultaba excitante contemplar tan de cerca a los minotauros, pero sobre todo a los ogros de extremidades palmeadas, que caminaban con un peculiar bamboleo. Eran bajos, gordos y muy cortos de entendederas y le gritaban insultos en su lengua, por lo que Tas, al replicarles en Común, tenía que limitarse a hacer todo lo posible para ponerse a su altura en cuanto al tono injurioso y el nivel de decibelios.

El kender tenía que conformarse con echar una rápida ojeada a algunos orughis, quienes, tras gruñir sus insultos, salían disparados antes de que Tas tuviera tiempo de replicarles. A Tas le encantaba cuando se demoraban un poco y así tenía oportunidad de examinar el arma tradicional que la mayoría de ellos llevaba sobre el hombro: una especie de bumerán de hierro con una larga cuerda metálica. Dogz le dijo que se llamaba tonkk y que lo utilizaban para cazar animales voladores. Al kender le habría gustado probarlo, lo que le trajo a la memoria su arma favorita: la jupak.

Tasslehoff conservaba todavía la suya, pues la llevaba sujeta a la espalda cuando lo habían capturado a bordo del Verona. Sarkis no había mostrado el menor interés en quitársela y, además, tampoco le era de mucha utilidad a Tas mientras permaneciese encerrado en el reducido calabozo.

Una tarde, unos siete días después, el kender notó que el barco perdía velocidad. Hubo mucha agitación en cubierta cuando la nave atracó con una sacudida. Tas oyó que descargaban mercancías y después el sonido apagado de las pisadas de la tripulación que desembarcaba. Durante varias horas Tas escuchó ruidos de actividad arriba, pero en todo ese tiempo nadie bajó al calabozo.

El kender empezaba a pensar que se habían olvidado de él cuando, por fin, Dogz y Sarkis descendieron a la bodega hablando entre ellos con sus bajas y guturales voces. Llevaban una pequeña jaula de madera que olía a mono y que le trajo a Tas el triste recuerdo de Oh-Tick.

Los dos minotauros entraron en el calabozo y metieron al kender, casi a presión, en la reducida jaula. A continuación pasaron dos largos palos entre los barrotes y alzaron la jaula sobre sus hombros. De esta guisa llevaron a Tas a cubierta y a lo largo de la pasarela, desde donde el kender vislumbró por primera vez la legendaria isla de Mithas.

Con la jaula balanceándose sobre sus hombros, Dogz y Sarkis desfilaron con Tas por las calles de la ciudad de Lacynes. A Tas le pareció un lugar fascinante y estaba impaciente por contárselo a sus amigos… si era lo bastante afortunado para salir con vida de esta experiencia.

El puerto estaba abarrotado de galeras de guerra, barcos de carga y botes de pesca. Un sistema de cuerdas y poleas descargaba de las naves grandes bultos de maderos y otras mercancías esenciales. La fuerza motriz la proporcionaban esclavos humanos bajo la supervisión de minotauros pertrechados con látigos. Mercaderes de aspecto fiero y piratas humanos discutían en los muelles. Una espesa capa de algas y desperdicios flotaba en el agua.

La ciudad en sí empezaba al final de los muelles. Las sucias callejas de Lacynes, llenas de rodadas y baches, estaban pavimentadas con tierra prensada, que, a causa de la lluvia y el denso tráfico, se había convertido en un espeso y pegajoso barrizal. Toscos edificios de madera, mayores que todos cuantos había visto Tas en Ergoth del Sur, se agrupaban en manzanas. Escalas exteriores suplían las escaleras interiores y los accesos eran unos agujeros cuadrados abiertos en los tejados.

Tas tuvo que girar a uno y otro lado repetidas veces a fin de no perderse nada de la extraña, maravillosa actividad. Había muchos humanos, que parecían tener el monopolio de las tabernas de las esquinas. Muchos de ellos tenían aire de salteadores de caminos, con su ostentoso alarde de joyas y anillos. Iban armados con sables de aspecto siniestro y una especie de garfios. La población humana, una minoría en la isla, se mezclaba con los minotauros, pero Tas no dejó de advertir que, de vez en cuando, tenía lugar algún altercado entre miembros de ambas razas y la discusión daba paso a peleas.

El ambiente era tan frenético que la presencia de Dogz y Sarkis llevando al enjaulado kender pasó inadvertida para casi todos, pero algunos repararon en ellos. Los rufianes humanos señalaban y reían a mandíbula batiente. Los minotauros se limitaban a observarlos con curiosidad y expresaban su desagrado con gruñidos. Tas señaló, se carcajeó y gruñó a su vez, dejando a su paso una estela de risotadas.

Giraron por una calle más ancha y se encaminaron hacia una plaza bulliciosa, atestada de puestos y tenderetes, donde el olor a pescado y sudor era abrumador. Los gritos de regateos apagaban los demás ruidos.

—Nuestro mercado —dijo Dogz en tono jactancioso e inclinando la cabeza hacia Tas—. Aquí se pueden comprar las piezas de plata más fina de todas las islas de los minotauros. Pero hay que tener cuidado. También abundan los objetos sin valor.

—¡Deja de hablar con el kender! —bramó Sarkis—. Es signo de debilidad.

Tas se giró un poco en la jaula y decidió no decir nada, aunque se sentía fuertemente tentado a hacer lo contrario.

Aquí, en la plaza del mercado, con sólo unas pocas horas restantes de luz diurna, los negocios se realizaban de una manera caótica y pintoresca. Pocos repararon en Dogz y Sarkis mientras éstos se abrían paso entre la muchedumbre a codazos y empujones. Tas atisbo diversas mercancías puestas a la venta: joyas exóticas, armas, lana, ropas y una extensa variedad de pescado, ya fuera ahumado, en conserva, fresco y no tan fresco.

Giraron por otra calle menos concurrida y se dirigieron hacia un impresionante edificio de la ciudad de Lacynes: la residencia estacional del rey de los minotauros. Era una mansión de estilo recargado, con columnatas de mármol, jardines espaciosos y dependencias, que se alzaba en una pequeña elevación de terreno desde donde se dominaba la atestada metrópoli.

Pasaron junto a un contingente de esclavos humanos, desfigurados por cortes y sangre reseca, que cavaba zanjas para desagüe bajo la atenta vigilancia de unos guardias minotauros equipados con látigos. Estos humanos, en la mayoría de los casos con aspecto demacrado y tez amarillenta, despertaron la compasión de Tas. Trabajaban duramente bajo el látigo y ni siquiera se atrevieron a levantar la vista para mirar al kender mientras pasaba frente a ellos.

Cuando llegaron al portón principal de la muralla exterior de palacio, Tas vio formaciones bien ordenadas de soldados minotauros que hacían la instrucción en los terrenos de entrenamiento. Había apostados centinelas a intervalos a lo largo de la muralla y todo el mundo parecía conocer a Dogz y a Sarkis. Los guardias se cuadraron y los dejaron entrar.

A decir verdad, Tas empezaba a cansarse de este recorrido turístico en la apretada e incómoda jaula y tenía mucha curiosidad por saber adonde lo llevaban. Por lo tanto, el kender se sintió feliz cuando, tras descender un largo tramo de escalones hacia un nivel inferior de uno de los edificios, los minotauros se detuvieron por fin. Sarkis abrió la jaula y Tas salió dando tumbos. Apenas tuvo tiempo de estirarse antes de que Sarkis lo empujara al interior de una celda oscura y húmeda, aunque mucho más espaciosa.

Sin mediar palabra, Sarkis resopló, giró sobre sus talones y empezó a subir la escalera. Dogz remoloneó un momento, siguiendo con la mirada la figura de Sarkis que se alejaba, y después se volvió hacia el kender.

—Adiós, amigo Tas —le dijo tristemente, y se dio media vuelta para marcharse.

—¡Espera! ¿Qué va a pasar ahora? —gritó Tas, pero era demasiado tarde, ya que Dogz había remontado los peldaños con rapidez.

Pasaron una o dos horas. Era difícil calcular el tiempo en esta tediosa celda. La incomodidad del kender no se debía a que el calabozo estuviese sucio, que sí lo estaba, y bastante, ni porque oliese tan mal, ya que Tas casi se había acostumbrado a la peste de los minotauros. Si Tas estaba aburrido como una ostra era porque todo el mobiliario consistía en un camastro y un pozal, sin nada más que ver o hacer, y el kender estaba tan desalentado, algo poco corriente en él, que ni siquiera tenía ganas de revolver y examinar el contenido de sus saquillos. En comparación, el barco minotauro había sido una fiesta entretenida.

Las cosas mejoraron cuando sonaron pisadas y dos minotauros, a los que no había visto hasta entonces, bajaron la escalera acompañados por Sarkis, que llevaba un mayal en las manos. Uno de los minotauros desconocidos vestía una capa carmesí y una fina banda de oro ciñéndole la frente. Tas se preguntó si sería oro de verdad y deseó sostener la banda en sus manos, aunque sólo fuera un minuto, para comprobarlo. El otro minotauro era feo como casi todos sus congéneres, pero iba vestido con una falda corta y no portaba ninguna arma.

El de la banda dorada tenía aire de autoridad. Se adelantó a los otros y miró a Tas. La expresión de su bovino semblante era impasible. Su aliento apestoso hizo que el kender retrocediera al fondo del calabozo. Sus dientes amarillos relucieron.

—Así que éste es el kender hechicero —dijo.

—Sí, majestad —respondió Sarkis.

¿Kender hechicero?, pensó Tas. ¿De qué demonios hablaban estos obtusos cabestros?

—El Amo de la Noche se sentirá muy complacido —dijo el rey, que acto seguido giró sobre sus pezuñas y empezó a subir los peldaños.

Tas se había quedado tan pasmado por el breve intercambio de frases que apenas tuvo tiempo de decir nada.

—¿Qué Amo de la Noche? —preguntó a gritos a la figura que se alejaba—. ¿Qué rey? ¡Si eres el toro que está al mando, entonces más te vale que me pongas en libertad antes de que mis amigos descubran dónde me encuentro! ¡Y tengo muchos amigos! ¡Muy numerosos! ¡A montones! Si te han elegido rey debe de ser porque tienes el peor aliento de Lacynes… no, mejor de Mithas. O, mejor aún, de todo Ansalon, ¡marrano pomposo de jeta atocinada, ojos de huevo y cola hendida!

El kender deseó tener espacio suficiente para utilizar su jupak. Ojalá no se interpusieran estas barras de hierro entre él y los minotauros. Tas agarró su jupak y la blandió con gesto amenazador.

Sarkis y el otro minotauro, el que vestía la falda corta, seguían allí parados, observándolo con indiferencia, esperando a que callara. Finalmente, Tas enmudeció.

—Nunca había visto un kender —retumbó el minotauro de la falda con un tono sorprendentemente civilizado—. Y, desde luego, nunca conocí a un kender hechicero.

—Sí, Cleef-Eth —dijo Sarkis—. Cumpliendo las órdenes recibidas, lo he traído para dejarlo a tu custodia.

Tas aguardó impaciente lo que Cleef-Eth diría a continuación. Sarkis lo trataba con deferencia, eso era evidente. Y Cleef-Eth parecía ser un minotauro de rango y más inteligente que los demás.

—Torturadlo hasta que revele sus secretos —ordenó Cleef-Eth, sin apartar sus bovinos ojos de Tasslehoff—. Pero no lo matéis… de momento, al menos. Pero hacedle daño para que sepa que vamos en serio.

Sarkis golpeó con el mayal en la palma de su otra mano.

—Será un placer, Cleef-Eth —repuso Sarkis con manifiesto agrado.