2

Mensaje en una botella

—Veinte a cinco —dijo Tanis, malhumorado, a la vez que escribía una nueva cifra en una mesa del taller de Flint.

El canoso enano, con evidente regocijo, hizo rodar una piedra negra, redonda y pulida, que se detuvo dentro del círculo dibujado con tiza en el suelo. En el círculo había un puñado de canicas más pequeñas y de variados colores. En el instante en que la bola más grande hizo contacto, Flint se aproximó de un salto con sorprendente agilidad y recogió todas las canicas que pudo mientras se esparcían fuera del círculo.

—Veintiocho —anunció Flint con satisfacción después de contar las piedras que tenía en la mano—. Pero no es necesario que llevemos la cuenta, muchacho. Después de todo, sólo es un estúpido juego. —Tuvo que esforzarse para contener la sonrisa que curvaba la comisura de sus labios.

—Veintiocho a cinco —dijo Tanis mientras borraba la cifra anterior y apuntaba la nueva.

A pesar de ser un día laboral del que sólo había transcurrido la mitad de la jornada, Flint casi estaba retirado y abría su tienda sólo cuando le apetecía tratar con los aburridos clientes. Mantenía limpias y a punto las herramientas, pero algunas de ellas no habían sido utilizadas desde hacía semanas. El viejo enano tampoco sentía ya la misma pasión por la metalurgia que lo había llevado a ser un maestro en su oficio, cuya destreza y creatividad habían hecho que sus obras fueran muy apreciadas incluso por los elfos. De hecho, había sido el negocio metalúrgico por lo que Flint y Tanis se habían conocido años atrás, en Qualinesti, cuando el semielfo no era más que un chiquillo.

Hoy, Flint había propuesto jugar un rato a las canicas con el propósito de sacar al semielfo de su mohíno estado de ánimo, pero no estaba teniendo mucho éxito. Tanis sólo podía pensar en Kitiara, que había partido de Solace hacía unos pocos meses sin decirle adonde se dirigía. Flint, por otro lado, estaba de muy buen humor últimamente porque ese incorregible kender, Tasslehoff Burrfoot, también se hallaba ausente desde hacía unas semanas, de viaje con Caramon y Sturm.

«Qué tranquilidad cuando Tas no está», se decía Flint para sus adentros por lo menos una vez al día.

Tanis se levantó, fue hacia el círculo de tiza y colocó las canicas en el centro. Luego retrocedió a la distancia requerida antes de volverse de cara a la diana. Su figura, alta y esbelta, dio la impresión de contraerse por la concentración mientras lanzaba la bola negra con un peculiar giro de muñeca. A despecho de su técnica impecable, la piedra salió desviada y rebotó con una trayectoria oblicua en el puñado de canicas. Tanis se acercó presuroso al círculo, pero ninguna de las bolas de colorines rodó fuera del perímetro marcado.

—Oh, qué mala suerte —se lamentó Flint, cuyas gruesas cejas canosas se fruncieron en un remedo de gesto ceñudo. Aun así, un brillo regocijado le iluminaba los ojos, y no engañó a Tanis.

—Eres el ganador. Me retiro —dijo el semielfo con tono irritado y una expresión avinagrada—. No tiene sentido continuar llevando tú tanta ventaja.

—Vale, vale —repuso, apaciguador, Flint mientras recogía las bolas y las guardaba cuidadosamente en una taza de madera. A pesar de que resultaba evidente que se sentía muy complacido consigo mismo por el amplio margen de su victoria, el viejo enano dirigió una mirada comprensiva a su joven amigo—. ¡Todo esto por una mujer! —rezongó lo bastante fuerte, esperaba, para que Tanis lo oyera. Cogió la taza y la colocó en su sitio, en una de las muchas estanterías ordenadas con esmero que jalonaban las paredes del taller—. Hace más de sesenta años que te conozco y nunca te había visto comportarte así. Te he visto luchar y vencer a ogros y asaltantes. Jamás imaginé que una mujer te dominara de ese modo…

Miró de soslayo a Tanis, esperando ver alguna reacción. Pero el semielfo continuaba absorto, rumiando para sus adentros, con los brazos cruzados sobre el pecho. Se sentó en uno de los taburetes altos. Flint se volvió hacia él con gesto ceñudo.

—De todas formas, me debes una moneda de cobre —le dijo mordaz.

Aquello sacó a Tanis de su ensimismamiento.

—¡Pero si no acabamos el juego! —protestó.

—Razón de más —declaró el enano con irritación—. Tú mismo dijiste que aceptabas la derrota. Te está bien empleado por andar por ahí tan enfurruñado a causa de una mujer que ni siquiera tienes ganas de terminar una partida de canicas.

Enfadado, Tanis buscó en su bolsa de dinero, tanteó en el interior y sacó una brillante moneda de cobre. Flint la cogió con gesto avaro y la examinó detenidamente, casi con recelo, antes de guardarla en su bolsillo. Su pequeña representación casi logró arrancar una sonrisa a Tanis.

Alguien llamó a la puerta.

Flint abrió y se encontró con uno de los muchos arrapiezos de Solace, un pecoso chiquillo de diez años llamado Moya, que le tendía una nota doblada mientras se balanceaba atrás y adelante.

—Un mensaje para Flint Fireforge —anunció Moya dándose importancia, aunque, por supuesto, conocía al enano, al igual que la mayoría de los habitantes de Solace.

Flint cogió la nota pero, antes de que pudiera abrirla y leerla, Moya se la arrebató y dijo:

—El servicio cuesta una moneda de cobre, por favor.

—¡Una moneda! —se encrespó Flint—. ¡Esto es un robo!

—Es la tarifa actual —declaró Moya, lacónico, y se guardó la nota en un bolsillo, fuera del alcance del enano.

—¡Una moneda! —repitió Flint—. ¡Tendría que leerla primero y, si es de mi agrado lo que dice y quien la envía, entonces puede que te pagara una moneda! Pero ¿por qué voy a pagar dinero por algo que quizá ni siquiera me interesa?

Moya no dio su brazo a torcer. Rezongando, Flint metió la mano en su bolsa y entregó al joven mensajero la moneda de cobre que acababa de ganar a Tanis.

Echando chispas, el enano cerró de un portazo, regresó junto al semielfo y abrió la nota; por la forma peculiar en que iba doblada, en triángulos entrecruzados, ya sabía que la enviaba el gemelo de Caramon.

Tanis leyó por encima de su hombro.

Flint:

Tengo razones para creer que Caramon, Sturm y Tasslehoff corren un gran peligro. Reúnete conmigo en el sitio de costumbre junto al lago Crystalmir. Trae a Tanis.

Raistlin.

El entrecejo del semielfo se frunció en un gesto de curiosidad. No sabía qué conclusión sacar de la misiva de Raistlin. Con la ausencia de Caramon y de su hermanastra, Kitiara, Raistlin se había apartado de los restantes compañeros, volviéndose más reservado que nunca. Tanis sabía que el joven rara vez había estado separado mucho tiempo de su gemelo y el semielfo suponía que la falta de Caramon despertaba en Raistlin un estado de ánimo solitario e incluso intranquilo. El robusto Caramon parecía proyectar siempre una sombra protectora sobre su hermano más débil, pero cuando Flint y Tanis se habían encontrado con Raistlin en la posada de Otik hacía unos cuantos días, la situación había sido a la inversa. Era el joven mago quien parecía preocupado por el bienestar de Caramon, que habría debido estar ya de regreso en Solace para entonces.

—Dijo que volvería en cuatro semanas —había insistido Raistlin—. No es propio de él permanecer más tiempo ausente sin avisarme.

—Sí es propio de él —había objetado Tanis, para luego añadir pensativo—: Pero no de Sturm.

—Os diré de quién es propio hacer eso: Tasslehoff. Y es él quien está a cargo de la expedición —había manifestado Flint. Acabó su cerveza, pidió otra a Otik por señas y se inclinó hacia adelante con actitud conspiradora—. Deja que pienses que eres tú quien está a cargo, pero a donde quiera que decides ir, es él quien te conduce agarrado por la nariz. No, probablemente esto sea cosa de Tas. Es muy propio de ese kender cabeza hueca andar pindongueando por todo Ergoth del Sur sin pensar en los amigos que ha dejado en casa. No veo motivo para preocuparse. Tas siempre acaba apareciendo, y Sturm y Caramon aparecerán con él. Mi opinión es que hay que aprovechar esta tranquilidad pasajera.

Ésta era la alocución más larga que Flint, por lo general taciturno, había hecho nunca. El enano echó otro trago de cerveza y se limpió con la manga la espuma de los labios. Satisfecho y entretenido en observar lo que ocurría en el establecimiento, Flint no reparó en que Raistlin no respondía nada. El joven mago siguió sentado haciéndoles compañía, pero sin apenas pronunciar una palabra. De hecho, a medida que la tarde avanzaba y pasaban las horas, Raistlin casi no les prestó atención. Tras cambiar la posición de la silla, su mirada se quedó prendida más allá de sus amigos, como si estuviera hipnotizado con el montón de leña que Otik había encendido en la chimenea; las titilantes llamas del hogar se reflejaban en los azules iris de Raistlin, en los que había un brillo intenso.

Y ahora aparecía este mensaje enigmático para que se reunieran con el joven mago junto al lago Crystalmir.

—¿Qué te parece? —preguntó Tanis a Flint.

La respuesta plasmada en el arrugado semblante del enano era el desánimo. El mensaje no era grato, y ello le hacía lamentar más aún la moneda que había pagado por recibirlo.

Ergoth del Sur estaba sólo a un mes de viaje, ida y vuelta, y habían pasado casi tres meses desde el día en que Sturm, Caramon y Tas habían partido.

—Bah —dijo el enano mientras agitaba la mano en un gesto despreocupado—. Ese Raistlin es un alarmista. No creo que ocurra nada, pero —añadió con un suspiro— supongo que será mejor que vayamos cuanto antes al lago Crystalmir.

Como ya había hecho con anterioridad con Tanis, Flint había tomado bajo su protección, en cierto modo, a los hermanos Majere unos años atrás, al morir su madre siendo ellos todavía adolescentes. A través del enano, el semielfo había conocido a los hermanos y les había tomado aprecio… con reservas. Caramon tenía un carácter leal y abierto, pero su actitud acomodadiza y tolerante con sus propias debilidades lo llevaban a veces por mal camino. En cuanto a Raistlin, el joven y pálido mago de intensa mirada, Tanis había de admitir que eran pocas las cosas que tenían en común y le costaba trabajo mantener un trato amistoso con él cuando no estaba Caramon.

—Vamos —dijo Flint mientras empujaba a su amigo y lo conducía hasta la puerta. El enano se detuvo un momento junto a su banco de trabajo y utilizó un pedazo de carbón para garabatear algo en un trozo de corteza alisada. Guiñó un ojo a Tanis y colgó el letrero en la puerta cuando salieron. «Salí de caza», rezaba el rótulo.

Los dos amigos subieron a las pasarelas tendidas entre los gigantescos vallenwoods y se encaminaron hacia el extremo occidental de la ciudad. Si las gentes de Solace no hubiesen estado acostumbradas a verlos juntos, la pareja habría llamado la atención. Flint, rechoncho y bajo, con su andar bamboleante, casi tenía que correr para mantener el paso de su compañero, mucho más alto, que avanzaba por las pasarelas con el donaire y el andar firme y grácil innatos de la raza de su madre, los elfos qualinestis.

En esta ocasión, la imagen que ofrecían resultaba aún más cómica por la continua gesticulación de Flint y sus exclamaciones mientras relataba abominables historias sobre Tasslehoff, cuyo único propósito era sacar a Tanis de su melancólico estado de ánimo. Pero el semielfo siguió sumido en un mutismo casi absoluto y caminando a largas zancadas, en tanto que Flint se esforzaba por mantener el paso.

No era la perentoria cita de Raistlin lo que ensombrecía el ánimo de Tanis mientras se dirigían al lago Crystalmir, sino la hermanastra del joven mago, Kitiara Uth Matar. La mujer siempre estaba presente en su mente.

Su rostro risueño y su sonrisa ambigua atormentaban sus pensamientos durante el día y sus sueños por la noche.

La última vez que habían estado juntos, Tanis y Kitiara habían pasado más tiempo discutiendo que en buena armonía. Entonces, un día, varias semanas atrás, Kitiara informó a Tanis que tenía una oferta para viajar al norte con una banda de mercenarios contratados por cierto noble con algún propósito misterioso y, sin duda, ilícito. Tanis calificó la expedición como algo indigno de ella y Kitiara replicó que cualquier cosa era mejor que morirse de aburrimiento en la palurda y soporífera Solace.

Molesto ante la idea de la marcha de Kit, Tanis había cambiado de táctica y se ofreció a acompañarla, pero su proposición obtuvo como respuesta un ataque de risa por parte de Kitiara. Por fin sus risas cesaron, pero en sus ojos había un brillo colérico.

—No encajarías —declaró con un tono que sonaba insultante.

A la mañana siguiente, el semielfo se levantó temprano para despedirse de la espadachina y la encontró montada ya en su caballo cuando él llegó a los establos. Tuvo que correr y agarrar las bridas para detenerla un momento. Kit esbozó una vaga sonrisa y a continuación agachó la cabeza, de oscuros y rizosos cabellos, y lo besó con fuerza en los labios antes de alejarse a galope sin pronunciar una palabra.

El semielfo todavía podía evocar la sensación de aquel beso.

—Flint —le dijo al enano sin aminorar la velocidad de las zancadas a lo largo de las pasarelas—, ¿has estado enamorado alguna vez?

Sobresaltado por la indiscreta pregunta, el hosco enano dio un tropezón y tuvo que agarrarse al pasamanos de la pasarela.

—No te digo ni que sí ni que no —repuso Flint cuando recobró la presencia de ánimo—. Pero, si lo hubiese estado, te aseguro que habría tenido más cuidado que otras personas que conozco a la hora de elegir de quién me enamoraba.

—¿Qué quieres decir con eso? —replicó, iracundo, el semielfo.

—Quiero decir, mi joven cachorro, que Kitiara Uth Matar no es exactamente la idea que tengo…, o que tiene todo el mundo, de la mujer ideal —contestó el enano con firmeza—. He visto cómo la miras embobado y el modo en que ella te mira a ti. Son dos formas de mirar distintas por completo. Nada en común, ¿comprendes?

Flint sacudió la cabeza con exasperación. Descendieron por una rampa y giraron hacia el puente del que arrancaba el sendero del bosque por el que se llegaba al lago.

—Además —rezongó el enano—, creo recordar que habéis tenido casi una pelea diaria antes de que se largara de aquí. A mi entender, ésa fue una de las razones de su marcha.

Tanis se frenó en seco y agarró a su amigo por el brazo.

—Todavía no has respondido a mi pregunta —insistió lacónico.

—Bueno —dijo Flint mientras sus espesas cejas subían y bajaban como si fueran un par de orugas retorciéndose—, puede que haya habido alguien una vez. Una Enana de las Colinas, como yo, naturalmente. No sé si podría llamarse amor. Fue una especie de… relación romántica.

Flint se trabucó con las palabras y se puso muy colorado. Bajó la vista a los pies, rebullendo con nerviosismo; Tanis aguardó a que continuara, pero el enano se encerró en un hosco mutismo.

—¿Y bien? —inquirió por último el semielfo, al tiempo que se inclinaba hacia su amigo—. Vamos, ¿qué ocurrió? Dime.

La expresión de Flint se tornó dolorida.

—Era hija de un cazador —empezó vacilante—. Nuestras familias nos habían comprometido desde que nacimos. Eran tiempos difíciles, aquellos días. —Resopló—. Todavía lo son…

Tanis escuchaba fascinado. Por lo general, el enano se mostraba remiso a hablar de cosas personales. Tal vez su buen estado de ánimo lo había pillado desprevenido, permitiendo que perdiera su natural carácter reservado. Flint hizo una pausa, absorto, al parecer, en algún recuerdo. Sacudió la cabeza con brusquedad, como obligándose a salir de su ensimismamiento.

—Fue sólo… alguien especial. Hace mucho tiempo de eso, cuando yo era joven y estúpido, como tú —rezongó—. Ya sabes cómo son las cosas entre enanos. Los matrimonios tienen que estar concertados y aprobados por los clanes. ¿O es que no estás muy enterado de la historia de los Enanos de las Colinas y los Enanos de las Montañas? Hay un relato muy interesante…

Una tosecilla de Tanis lo interrumpió.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó el semielfo.

Flint le lanzó una mirada furibunda, pero respondió:

—Lolly Ockenfels.

Tanis esbozó una amplia sonrisa.

—Un clan respetable, el de los Ockenfels —añadió Flint a la defensiva—. Son excepcionales cazadores. Pero el asunto es que yo opinaba que no era el momento indicado para atarme…, casarme y aceptar las responsabilidades de una familia. Era un mozalbete y, aunque la había visto algunas veces, no la conocía apenas. Es decir, hasta que concertamos una cita en secreto para hablar sobre el asunto y descubrí que coincidíamos en muchas cosas.

Tanis arqueó las cejas en un gesto interrogante.

—¿Era tozuda? —aventuró.

—De carácter firme —replicó, irritado, Flint—. Y, cuando cambiamos impresiones, supe que estaba tan ansiosa como yo por romper el compromiso, sólo que…

—¿Sólo qué…?

—Haces un montón de preguntas enojosas —espetó Flint—. No sé por qué estoy contándote todo esto. —Sin añadir más, echó a andar hacia el puente, pero Tanis se interpuso en su camino, impidiéndole pasar.

—¿Sólo qué? —insistió el semielfo.

—Sólo que, después de estar con ella, así, solos, conocí mejor su forma de ser. —Flint hablaba en voz queda—. Era de carácter firme, igual que yo…

—Eso ya lo has dicho.

—Y bonita. Largas trenzas, hombros fuertes, ojos castaño oscuro que eran… eh… profundos. —Su voz se fue apagando. El enano miró de reojo a Tanis, que aguardaba impaciente el resto de la historia.

—¿Y bien?

Flint apretó las mandíbulas.

—Con ésa, son ya demasiadas preguntas, muchacho. —El enano palmeó el hombro del semielfo con tanta energía que lo hizo tambalearse—. Ya he hablado de más y Raistlin está esperándonos.

Flint echó a andar nuevamente hacia el puente; la mirada pensativa de Tanis lo siguió. Después, en un par de zancadas, alcanzó al enano.

Por el otro lado del puente venían caminando tranquilos un par de desharrapados jornaleros que se dirigían al mercado de Solace. Uno de ellos, que vestía una túnica que no se ajustaba a su talla, señaló a Tanis e hizo un comentario en voz alta sobre «orejas puntiagudas elfas» que provocó la hilaridad de su compañero.

Flint notó que Tanis se ponía tenso al acercarse a los dos hombres. Teniendo en cuenta su estado de ánimo, el semielfo podía meterse en líos, pensó Flint.

El enano actuó deprisa; desató con habilidad la presilla que sujetaba un martillo a su cinturón y dejó caer la herramienta al suelo como de forma accidental. Se las arregló para darle una patada, de manera que se deslizó hacia la desaliñada pareja y se detuvo, girando sobre sí misma, a los pies del que había hecho el comentario grosero.

El hombre se agachó a recoger el martillo, pero Flint se adelantó. Cuando el enano levantó la herramienta, «accidentalmente» golpeó con el extremo redondeado la barbilla del jornalero, que se derrumbó hecho un ovillo.

—¡Perdón! —exclamó Flint mientras él y Tanis proseguían su camino.

El otro tipo se agachó junto a su compañero y le dio unos cachetes; se volvió a mirarlos, boquiabierto por la sorpresa.

* * *

Para cuando Tanis y Flint llegaron al sendero del bosque que serpenteaba a lo largo de la ribera del lago Crystalmir, el humor de los dos amigos había cambiado por completo. Preguntándose con cierto entusiasmo qué aventura podía estar aguardándolos, el semielfo se había animado de manera considerable, en tanto que Flint, que había mantenido un monólogo acerca de lo irritante que podía llegar a ser Tasslehoff, estaba de un humor de perros.

El verano había llegado con un estallido de colores escarlata, púrpura y dorado de las florecillas que jalonaban el sendero. El cielo estaba despejado y no se movía ni el más leve soplo de brisa. El plácido lago Crystalmir se extendía ante ellos como un brillante cristal azul.

Al contemplar la tranquila superficie del lago, el humor de Flint mejoró un poco. Estaba seguro de ser capaz de vencer a Tanis lanzando piedras para que rebotaran contra la superficie. Quizá podía volver a ganar la moneda de cobre que había gastado.

Divisaron a Raistlin un poco más adelante, de espaldas a ellos, encaramado en una roca grande y plana que asomaba sobre el lago. El aspirante a mago vestía una túnica de color herrumbroso que cubría su delgada figura. Tanis y Flint sabían que al joven Majere le gustaba este sitio. Tenía algo que ver con una aventura que habían vivido allí él, Caramon y Kitiara cuando los gemelos eran unos críos. Ahora solía venir a menudo y se pasaba solo horas enteras para, como decía Flint, «ponderar lo imponderable, lo que, afortunadamente para nosotros, el resto de la gente vulgar y corriente, es un trabajo de magos».

Raistlin se volvió y se levantó para saludarlos. Tenía el semblante macilento y en tensión y su grave sonrisa desapareció enseguida. El mago les pidió con un ademán que se sentaran a su lado, en la piedra.

Flint se sumió en el silencio. Sentía los escrutadores ojos de Raistlin clavados en su rostro. No por vez primera, Tanis pensó que los pálidos iris azules del joven parecían traspasar a la gente.

—¿A qué viene tanto misterio? —preguntó el semielfo con suavidad—. ¿Por qué no nos hemos reunido en la posada de Otik?

De entre los pliegues de su túnica, Raistlin sacó una botella verde de cuello largo y aspecto corriente.

—Porque no me parece oportuno que nadie se entere de esto, salvo nosotros tres —fue su misteriosa respuesta.

Flint inclinó la cabeza para echar un vistazo más de cerca a la vulgar botella e hizo un sonido que estaba entre el resoplido y la carcajada.

—A mí no me parece tan importante ni tan excepcional —rezongó, con un asomo de decepción.

Raistlin le lanzó una penetrante mirada y dijo, lacónico:

—Observa.

Quitó el corcho que tapaba la botella. Hubo un leve siseo y un fugaz aroma de aire salino. Mientras el enano y el semielfo observaban, el cuerpo de la botella empezó a emitir un fuerte brillo. Unas motas de luz giraban en su interior y después empezaron a centellear y a formar una figura conocida. Las luces eran como diminutas y relucientes estrellas que giraban y danzaban con un efecto casi hipnótico.

La figura que formaron era la de Tasslehoff Burrfoot, la propia imagen del kender miniaturizada y animada por los titilantes puntos de luz. El kender gesticulaba. No sólo eso, sino que la inconfundible voz de Tasslehoff también resonó espeluznante en el largo cuello de la botella.

«Querido Raistlin:

».¿No es extraordinario? Te estoy escribiendo a bordo del Verona, un buen barco… Al menos, lo ha sido hasta ahora (tras dos días y dos noches de navegación). Caramon está en cubierta, pasando un buen rato con sus nuevos amigos, los marineros, y Sturm…».

El trío escuchó en silencio la primera parte del mensaje mágico. Tanis no salía de su asombro. Flint estaba boquiabierto.

—Increíble —dijo el semielfo—. ¿Dónde la conseguiste?

—Un kender en una botella —musitó Flint con ironía—. No es mala idea. Vaya que no.

—¡Chist! —chistó Raistlin—. Ahora viene la parte importante.

La imagen del kender continuó su relato:

«… tampoco olía tan mal como acostumbran los de su raza. Sturm comentó que, de hecho, había captado el aroma del jabón en el astado individuo, cuyo nombre es —o supongo que debería decir «era», aunque me estoy anticipando a los sucesos—. Argotz.

«Como te decía, Argotz tenía la raíz de jalapa y conseguí, con regateos, hacer un buen trato. Imagino que añadió una cantidad extra en señal de gratitud, porque cuando regresé a la posada donde nos hospedábamos en Hisopo advertí que tenía casi el doble de lo que había comprado y pagado.

»Sea como sea, eso no es lo extraño del asunto; recuerda que te dije que había pasado algo raro. Aunque supongo que se puede decir que ya es bastante raro de por sí el que un minotauro regente un herbolario que está en una cueva. Al menos, fue lo que comentó Asa y me parece recordar que también tú lo dijiste. Pero lo realmente extraño…».

—Ese kender ni siquiera está aquí y no para de hablar —rezongó Flint, que puso los ojos en blanco.

«Pero lo realmente extraño es lo que ocurrió a continuación. Oh, ¿te mencioné que Argotz estaba empaquetando todas sus hierbas y parecía tener mucha prisa en irse a alguna parte? Por supuesto, no le dimos más importancia hasta dos días después, cuando despertamos en nuestra última mañana de estancia en Hisopo. Ése era el día en que habíamos planeado partir y eso hicimos, pero antes de que nos fuéramos un nombre llegó corriendo a la posada y le contó a todo el mundo lo que le había ocurrido al minotauro herbolario de las afueras de la ciudad.

»Fuimos hasta allí para comprobarlo y, en efecto, lo que decía el hombre era verdad: una enorme explosión había volado la cueva y parte de la ladera de la montaña. Los productos y posesiones del minotauro aparecían esparcidos en pedazos por doquier. «Probablemente Argotz cometió un error y mezcló las hierbas que no debía», comentó uno de los genios locales. Pero, si eso era cierto, pregunté yo, ¿por qué estaba su cabeza limpiamente cortada y chorreando sangre y clavada en una pica al borde del camino que llevaba de la calzada principal a la cueva?

«Sturm, Caramon y yo pensamos que era muy curioso, pero no nos concernía y además estábamos a punto de marcharnos, así que hicimos el aburrido viaje de vuelta a Eastport y contratamos al capitán Murloch y su barco para que nos llevaran a Abanasinia. El capitán Murloch me recuerda a Flint, aunque es mucho más corpulento y humano, naturalmente, pero el capitán cree que sabe cómo hacer bien todo y no siempre acepta mis consejos.

»En fin, ésa es la historia del minotauro herbolario y la raíz de jalapa; espero que te haya gustado, ya que me ha costado utilizar esta botella mágica de mensajes. Tengo que darme prisa ahora porque se está formando una gran tormenta —inusualmente oscura y temible, si quieres mi opinión— y quiero echar la botella al mar mientras las olas están grandes y alborotadas.

»P. D.: Para quienquiera que encuentre esta botella y la destape: oirás este mensaje, pero no importa. Lleva la botella a Raistlin Majere de Solace y él te dará por lo menos cincuenta monedas de cobre por el servicio o puede que más porque es generoso y no le importa un ápice el dinero. Pregunta en la ciudad. Casi todo el mundo lo conoce.

Sinceramente tuyo,

Tasslehoff Burrfoot, de Kendermore,

recientemente de Solace».

Raistlin se apresuró a tapar la botella y la guardó de nuevo entre los pliegues de la túnica. El mago contempló a Flint y a Tanis, observando sus reacciones.

—La magia está en el tapón más que en la botella —explicó el mago a sus amigos.

Todavía pasmado ante la idea de ver a Tas dentro de una botella, Flint sólo fue capaz de sacudir la cabeza en un gesto maravillado.

—¿Cómo la conseguiste? —repitió Tanis la pregunta que había hecho anteriormente mientras estrechaba los ojos.

—Un golpe de suerte —repuso Raistlin—. Un honrado vendedor ambulante la sacó del agua cerca del muelle donde había desembarcado, en una pequeña localidad portuaria llamada Bahía de la Venganza, en la costa de Abanasinia. Después de destaparla y oír el mensaje, decidió buscarme. De todas formas, tenía planeado viajar por las cercanías, pero, por fortuna, decidió venir directamente a Solace. Llegó ayer y preguntó por mí en la posada El Último Hogar. Otik me localizó y —añadió con un tono significativo— pagué al buhonero setenta y cinco monedas de cobre sólo para probar que el kender no se equivocaba.

—¡Setenta y cinco monedas! —exclamó, escandalizado, el ahorrativo enano.

—La botella mágica es realmente singular —se mostró de acuerdo Tanis mientras se ponía de pie y se estiraba. Recorrió con la mirada el lago Crystalmir, evocando una comida campestre que Kitiara y él habían compartido una vez en la orilla—. Pero no entiendo por qué se te ha metido en la cabeza que corren peligro. Es sólo una de las cartas embrolladas de Tas. Admito que la parte del minotauro herbolario resulta un tanto extraña, pero…

—El buhonero trajo otra noticia —lo interrumpió Raistlin—. Él también venía de Eastport, donde la comidilla de los muelles era que el Verona se había perdido en el mar en una súbita tormenta inusualmente violenta. El vendedor ambulante ha hecho la travesía entre Ergoth del Sur y Abanasinia muchas veces, así que conoce de vista al capitán Murloch y jura que ha visto a algunos de los hombres de la tripulación del capitán bebiendo en las tabernas de Bahía de la Venganza. Y estaban pagando la fiesta con monedas de los minotauros.

—Qué curioso —admitió Tanis mientras se pasaba los dedos por el rojizo cabello.

—Aún más curioso —añadió Raistlin— es que el cadáver del capitán Murloch fue arrojado a las rocas de la costa al cabo de una semana. Su cuerpo estaba hinchado y el rostro, desfigurado. Tenía la cara destrozada, cubierta de llagas y picaduras extrañas. A pesar de ello, la tripulación lo reconoció como su capitán e inmediatamente repartieron lo que les quedaba del dinero minotauro y se dispersaron a los cuatro vientos.

Tanis se sentó con pesadez. Flint frunció el entrecejo.

—Han pasado más de siete semanas desde que el Verona partió de Eastport —añadió Raistlin con tono significativo.

—¿Cómo sabes que no se trata de una farsa, o alguna de las trastadas de Tas? —espetó Flint, receloso—. ¿Cómo puedes confiar en ese buhonero?

—¡No es ninguna farsa! —repuso Raistlin con impaciencia—. El vendedor sólo quería cumplir el encargo y cobrar sus monedas. Resultaba evidente. Actuaba sin doblez. El mensaje de la botella no guardaba ningún presagio para él.

Flint suspiró. Se puso de pie y lanzó una piedra sobre la plácida superficie del lago Crystalmir. Siete saltos. No estaba mal, pensó para sus adentros el enano con cierto orgullo.

Sturm y Caramon… Ese par de zoquetes no eran más que niños grandes, realmente. No se podía contar con que actuaran como personas sensatas, se dijo Flint. Vaya, y pensar que había pasado un montón de horas con ellos en los bosques, a lo largo de estas mismas riberas y por todos los alrededores de Solace, enseñándoles todo lo que sabía sobre la espesura. Eran alumnos bien dispuestos, pero si se los juntaba con Tasslehoff…

—Vale, se han retrasado unas cuantas semanas —dijo Flint con cautela—. Pero no veo motivo para preocuparse.

La expresión de Raistlin se tornó solemne.

—Hay algo más…, algo en lo que debería haber caído antes. ¿Recordáis que, por casualidad, me encontraba con Tasslehoff cuando su amigo Asa le contó que había un minotauro herbolario en Ergoth de Sur que vendía raíz de jalapa en su tienda?

»Por muy inverosímil que pudiese parecer tal información, presté atención porque había dado con un antiguo sortilegio en uno de los libros de hechizos de Morath. A pesar de que las páginas estaban desmenuzándose pude descifrar todas las frases y el conjuro me intrigó.

Tanis observó con atención a Raistlin. Como había ocurrido al oír esta historia por primera vez, el semielfo tuvo la impresión de que había algunas partes del relato que el joven mago se guardaba para sí mismo.

—Sabía que el conjuro requería raíz de jalapa —continuó Raistlin— y esa planta es difícil de encontrar en estas regiones. Se presentaba la ocasión de conseguir un poco. Sturm y Caramon se ofrecieron a acompañar a Tas en un viaje a Ergoth del Sur para comprar una cantidad para mí.

—¿Y? —lo instó Flint, que empezaba a pensar que Raistlin se estaba volviendo muy pesado últimamente. El enano sabía todo lo de la raíz de como-quiera-que-se-llamara y las razones que habían motivado el viaje a Ergoth del Sur. Apuntó y lanzó otra piedra. Nueve saltos, contó el enano con gran satisfacción.

Raistlin entrelazó los dedos y contempló a sus amigos con esa intensidad que ponía tan nervioso a Tanis.

—Después de recibir el mensaje de Tasslehoff hice una visita a Fondo de la Charca ayer y consulté con el maestro hechicero. Me recordó algo que debería haber tenido en cuenta. La jalapa crece en abundancia sólo en Karthay, una pequeña y remota isla del país de los minotauros. De acuerdo con la ley de este país, no puede ser transportada ni vendida fuera de sus fronteras. La sociedad de los minotauros considera sagrada la jalapa. Todo ello indica que quienquiera que mató al herbolario minotauro…

—Argotz —dijo Tanis, recordando el nombre.

—Quienquiera que mató a Argotz —continuó Raistlin— puede haber seguido a Sturm, Caramon y Tasslehoff e intentar matarlos.

Tanis se incorporó de un brinco, ansioso de iniciar una aventura, ansioso de hacer algo, cualquier cosa menos seguir en Solace dándole vueltas a la misma idea.

—Entonces debemos ir a Bahía de la Venganza, rastrear a esos marineros y obligarlos a que nos digan qué pasó con el Verona. Si es preciso, iremos a Eastport y buscaremos alguna pista.

Flint miró horrorizado a su amigo semielfo.

—¿Ir a Bahía de la Venganza… y a Eastport? —farfulló el enano. Estaba preocupado por sus amigos, pero esto le parecía un poco precipitado. Flint había estado planeando hacer un viaje durante el verano, pero a algún sitio bonito, tranquilo y solitario en las montañas, no a unas ciudades costeras abarrotadas de gente alborotadora y pendenciera.

—No —se opuso Raistlin, tajante—. Hace más de diez días que el buhonero estuvo en Bahía de la Venganza. Y en Eastport no sacaríamos nada en claro. Sería una pérdida de tiempo.

—Haz caso a Raistlin —se apresuró a decir Flint—. No tendría ningún sentido ir allí.

Raistlin hizo un gesto impaciente con la mano.

—Y no olvides que los marineros estaban celebrando algo con monedas de los minotauros —apuntó el mago—. No, no tendría ningún sentido ir hacia el oeste porque, si no me equivoco, el peligro para mi hermano y nuestros amigos se encuentra en el lejano este. Allí es donde debemos dirigirnos cuanto antes. Al Mar Sangriento y a las islas de los minotauros.

—¿Al Mar Sangriento? —Flint estaba pasmado y su semblante había perdido color. Tuvo que tomar asiento para recobrarse de la impresión.

—¿A las islas de los minotauros? —preguntó, sorprendido, Tanis—. Pero ¡si están a miles de kilómetros, a varios meses de arduo viaje por tierra y mar! Aun en el caso de que a Sturm, Caramon y Tasslehoff se los hayan llevado allí y corran peligro, no tenemos la menor oportunidad de llegar a tiempo.

—¿Y cómo demonios pueden haber llegado ellos desde el estrecho de Shallsea a las islas de los minotauros en tan pocos días? —inquirió Flint, perplejo.

—No sé cómo —admitió Raistlin—. Probablemente merced a la intervención de una magia muy desarrollada. Pero, si están vivos, allí es donde se encuentran. Es lo que creo. Y voy a ir allí e intentaré encontrarlos. Lo único que quiero saber es si vais o no a acompañarme.

—¿Cómo? —preguntó Tanis otra vez—. ¿Cómo podemos esperar cubrir tan larga distancia?

Los ojos del mago brillaron de excitación.

—Cuando hablé con Morath, me mencionó a un oráculo que vive cerca del Bosque Oscuro y que conoce un portal que, en cuestión de segundos, podría llevarnos a Alianza de Ogros, en la costa del Mar Sangriento.

—¡Alianza de Ogros! —farfulló el enano con desconsuelo.

—Desde allí, tendríamos que continuar el viaje alquilando un barco para cruzar el Mar Sangriento hasta el reino de los minotauros.

—¡Oh, no! —Flint se echó las manos a la cabeza—. ¡No pienso cruzar el Mar Sangriento! ¡No quiero ni oír hablar de ello! —Señaló el placentero lago Crystalmir—. Tal vez, sólo tal vez, cruzaría ese lago para salvar a mis amigos, pero puede que tampoco lo hiciera. Dependería de mi estado de ánimo y de quiénes fueran esos amigos. ¡Pero no vais a meterme en un bote para cruzar el Mar Sangriento, a pesar de ese portal, de sean cuales sean esos amigos y de cuántas monedas de cobre hayas pagado a un buhonero trotamundos astuto!

Raistlin no prestó atención al viejo enano, que estaba montando un buen escándalo dando patadas a las piedras y a los tocones. Sus ojos estaban prendidos en Tanis, que rebulló incómodo ante la intensidad de su mirada. El semielfo sospechaba que Raistlin sabía algo más que no les había contado, pero no dudaba que su propósito era sincero. Además sabía que, si Raistlin lo creía así, entonces Sturm, Caramon y Tas estaban, efectivamente, en peligro.

Tras un largo silencio, Tanis se puso de pie y tendió la mano en un gesto de aceptación.

—Ellos arriesgarían sus vidas por nosotros —dijo el semielfo con solemnidad— y estamos obligados a hacer otro tanto por ellos.

Raistlin le dio las gracias con una inclinación de cabeza.

—¿Qué me dices de Kit? —preguntó el semielfo al recordar de repente a la espadachina—. ¿No crees que alguno de nosotros debería intentar localizarla?

—Ya le he enviado un mensaje —repuso Raistlin—. No te preocupes por Kitiara. Si tiene oportunidad de reunirse con nosotros, lo hará.

—Pero ¿dónde está? —insistió el semielfo—. Quizá yo…

La mirada de Raistlin lo hizo enmudecer.

Flint estaba cerca de la orilla, con una piedra plana y totalmente redonda en la mano. La lanzó sobre el agua. Saltó una, dos veces y luego se hundió. Un mal presagio, estaba seguro.

El fornido enano se aproximó a Raistlin y a Tanis, que esperaban su decisión. Los miró a ambos a la cara, convencido de que estaba mirando a dos estúpidos. Extendió los fuertes brazos y posó sus manos nudosas en las de los dos jóvenes.

—Sólo quiero dejar una cosa bien clara —rezongó mientras miraba al mago—. ¡Hago esto por Sturm y tu hermano, pero no por ese condenado kender!

* * *

Raistlin les dijo que llevaran comida, armas, ropas, equipo para escalar y otras cosas esenciales. Flint apenas pegó ojo esa noche, atareado en meter, sacar y volver a meter cosas en la mochila de viaje, afilar su hacha y su daga y rezongar para sus adentros repitiéndose lo estúpido que era. Justo antes del amanecer, sonó una llamada en la puerta; era Tanis, con el equipaje necesario para el viaje y luciendo una amplia sonrisa. ¿Por qué demonios estaba de tan buen humor el semielfo?, se preguntó Flint.

Habían acordado reunirse con Raistlin en un recodo de la calzada que salía de Solace. Flint se dirigía presuroso a la puerta cuando recordó algo de repente; regresó corriendo al interior de la casa y salió con un trozo de corteza. Con un pedazo de carbón garabateó algo y colgó el letrero en la puerta; después, él y Tanis echaron a andar a paso vivo bajo el gris amanecer.

El letrero rezaba: «Salí de caza… indefinidamente».