La desaparición
Tasslehoff Burrfoot estaba solo. Habiendo llegado, por el momento, a los limites de exploración que permitía un barco de tamaño medio como el Verana, el kender había regresado al camarote que compartía con Sturm Brightblade y Caramon Majere. No pudo menos que darse cuenta de que su marcha parecía complacer al capitán cuyos gritos, juramentos y amenazas lo siguieron hasta la cubierta inferior. ¡Encima de que Tas había puesto todo su empeño en ayudar con el aparejo de la vela mayor! Ya en el camarote, que en realidad era un cuartucho estrecho con tres literas prácticamente apiladas una sobre otra, Tas se sentó en el suelo con las piernas cruzadas Revolvió el petate y los incontables saquillos que siempre llevaba y examinó su contenido como si nunca lo hubiese visto hasta ahora. Su memoria acomodaticia le decía que todos eran objetos «encontrados», si bien en la mayoría de los casos había olvidado por completo dónde y cómo los había hallado.
Esparcidas a su alrededor había toda clase de cosas: una figurilla minúscula de un unicornio; una pluma de variadas tonalidades; piedras brillantes; piezas de joyería; bramante enredado; pergamino ribeteado; una flauta de madera; mapas amarillentos; botones; la deslustrada insignia de un explorador; una tira de piel con pelos grises y duros que Tas atesoraba y apreciaba porque era, juraba, un recuerdo de su legendario encuentro con un enorme y singular mamut lanudo…
Un objeto en particular, reseco y arrugado, le llamó la atención. Lo cogió y lo examinó bajo la mortecina luz que arrojaba una lámpara de aceite que había sobre un tosco anaquel fijado a la pared, debajo de la única portilla del camarote. A través de ella, Tas podía atisbar las azules aguas del estrecho de Schallsea, que subían y bajaban en un rítmico balanceo.
—Eh… ¡Esto no lo recuerdo! —musitó meditabundo mientras contemplaba la arrugada posesión—. Me parece una oreja de ogro, aunque no recuerdo haber cortado ninguna… Una oreja de ogro, se entiende. Tal vez Flint me la dio, aunque tampoco recuerdo haberle visto cortar una oreja a un ogro. Sí recuerdo que, una vez, le cortó el pie a un ogro, pero eso es diferente. —Escudriñó la cosa con los ojos entrecerrados mientras llegaba a una conclusión—. No. Definitivamente, no es una oreja.
Se encogió de hombros, soltó el objeto en el suelo y continuó examinando con atención sus preciadas posesiones. La búsqueda se había iniciado con un propósito específico que ahora corría el peligro de quedar relegado al olvido en favor de una u otra chuchería brillante que atrajese la atención del kender. Por fin, con una sonrisa complacida, Tas recordó su propósito y cogió una botellita de cristal verde de aspecto corriente, pequeña y redonda, con cuello largo.
—¡Ajá! —exclamó Tas, satisfecho.
Tras una breve inspección, colocó la botella sobre el anaquel, junto a la lámpara. A su luz, adquirió, en cierto modo, un aspecto menos vulgar al brillar con reflejos iridiscentes. En el anaquel ya había preparados una hoja de tosco pergamino y una pluma; el tablero estaba lo bastante bajo y era lo suficientemente ancho para hacer las veces de escritorio.
Preciándose de ser una persona excepcionalmente bien organizada, procedió a recoger sus «encontrados» tesoros y los distribuyó en los diferentes saquillos y la mochila, prometiéndose que uno de estos días se sentaría y haría un detallado inventario de todas sus preciadas posesiones.
* * *
Arriba, en cubierta, cerca de la popa, Caramon Majere estaba sentado en el suelo con un pequeño grupo de marineros de aspecto pendenciero. Dondequiera que fuese, Caramon hacía amistad con facilidad. Sturm, Tas y él habían reservado pasaje en el bajel varios días atrás. Aunque el Verona se había hecho a la mar hacía sólo dos días en su travesía de Eastport a Abanasinia, Caramon ya llamaba a todo el mundo por su nombre de pila, desde el capitán Jhani Murloch hasta el último hombre de la tripulación. El desaliñado grupo de cubierta compartía un rato de vocinglera camaradería y un jarro de aguamiel bajo el cielo de la tarde.
El anochecer se acercaba, pero el sol poniente llenaba el firmamento de una brillante luz roja anaranjada. Ninguna nube estropeaba el panorama y una suave brisa empujaba suavemente al velero. Ninguno de los marineros reunidos tenía la inminente obligación de hacer guardias nocturnas. Parecían una bandada en torno a Caramon, atraídos por su vitalidad y buen humor. Incitaban al musculoso joven, que se jactaba de sus numerosas conquistas femeninas.
—Caergoth tiene las mejores mujeres de cualquier puerto de Krynn —afirmó un fornido marinero que lucía grandes patillas.
—Están de buen año, puedes jurarlo —replicó uno de sus compinches, un tipo bizco. Su comentario provocó un coro de risotadas—. A mí me gustan delgadas y airosas, y para eso el mejor sitio es Flotsam.
—Nunca olvidaré a Ravinia —intervino, extasiado, Caramon, a quien la bebida había puesto melancólico. Su comentario atrajo las miradas de los marineros—. ¿Conocéis a la camarera de Eastport? —Uno de los hombres asintió con un gruñido—. Es muy tacaña con sus besos —protestó el mocetón, que hizo una pausa efectista antes de añadir—: ¡Pero yo fui más que generoso con los míos!
Unas carcajadas estruendosas acogieron su comentario. Caramon echó atrás la cabeza y se unió al jolgorio, riendo con tantas ganas que se le saltaron las lágrimas. Le pasaron el jarro de aguamiel y tomó un buen trago antes de pasarlo a su vez. El recipiente recorrió media docena de manos con sorprendente rapidez y acabó de nuevo en poder de Caramon.
Complacido con la impresión que causaba en los marineros, el joven se retiró el cabello castaño dorado de los ojos y echó otro buen trago. No reparó en que, desde hacía un rato, él era el único que bebía del jarro.
* * *
Las risotadas y los comentarios picantes procedentes de popa pasaban casi inadvertidos a Sturm Brightblade. Con las manos entrelazadas y apoyado en la batayola, el joven, cuya ambición era convertirse en Caballero de Solamnia, estaba sumido en cavilaciones, con la mirada prendida en las aguas cada vez más oscuras. Ninguna luz se reflejaba en sus límpidos ojos castaños.
Durante largos minutos, Sturm permaneció tan inmóvil que se lo podría haber tomado por una estatua. Era el menos sociable de los tres compañeros a bordo del Verona y mantenía una actitud reservada que podía interpretarse, como así había sido en muchas ocasiones, como arrogancia. Pero en este anochecer, con su silueta recortada contra el rojizo horizonte, más que arrogante, Sturm daba la impresión de ser un hombre solitario, aislado no sólo de los desconocidos, sino también de sus amigos.
La travesía lo había puesto melancólico. Su vida había sufrido un dramático giro a bordo de un barco. Cuando no era más que un muchachito, él, su madre y su séquito habían huido del ancestral castillo familiar en Solamnia, dejando atrás a su padre para enfrentarse al enfurecido populacho que se había levantado contra los caballeros.
Aunque por entonces era demasiado joven para recordar detalladamente la historia por sí mismo, Sturm llevaba la experiencia profundamente arraigada en su mente porque su madre le había relatado lo ocurrido con frecuencia. La imagen de su padre, obligándolos a abandonar el hogar aunque fuera por su propia seguridad, estaba grabada a fuego en su alma. A una edad temprana, Sturm había conocido el doloroso precio del honor. Pocos eran los que tenían en estima a la Orden Solámnica en estos tiempos, pero Sturm se había comprometido a vivir de acuerdo con los nobles ideales de su padre y a cumplir con el Código y la Medida.
Como reflejando su sombrío estado de ánimo, un manto de nubes se alzó en el horizonte. Se levantó un viento fuerte y frío que sacó a Sturm de sus reflexiones. Reparó de inmediato en la masa nubosa, pero sin que despertara en él un especial interés, y se limitó a pensar, como podría haberlo hecho un niño, que tenía la forma de una inmensa criatura voladora con las alas extendidas y las garras tanteando el aire. Daba la impresión de que las aguas empezaban a agitarse delante del frente nuboso. Mientras seguía mirando en aquella dirección, Sturm advirtió que la masa de nubes crecía de manera ominosa; se aproximaba a gran velocidad y estaría sobre el barco en cuestión de minutos. Sturm se obligó a salir de su inmovilidad, se apartó de la batayola y dirigió la vista hacia la popa, donde todavía resonaban las risotadas de la tripulación. Tenía que encontrar al capitán Murloch y asegurarse de que el barco estaba preparado para hacer frente a una tempestad. Después se ocuparía de Caramon y Tas.
* * *
Abajo, en la cubierta inferior, Tas había estado enfrascado en la redacción de su carta mágica a Raistlin Majere, el hermano gemelo de Caramon. ¡A Raistlin le causaría una gran ilusión recibirla! Tas llevaba mucho tiempo esperando con ansiedad que se presentara esta oportunidad… Bueno, si no mucho tiempo, por lo menos desde la noche en que habían embarcado en el Verona, cuando el contenido de uno de sus saquillos se movió y la mágica botella de mensajes se le hincó en el costado, recordándole así su existencia.
Fue entonces cuando se acordó de la botella mágica que había obtenido hacía unos años a cambio de cuentas y perfume de un comerciante de Sanction. O quizá de un primo en Kendermore. Hacía taaanto tiempo…
Fuera como fuese, a Tas le habían asegurado que la botella podía arrojarse al mayor océano y llevaría un mensaje a cualquiera, a cualquier parte del continente de Ansalon. Aquélla era exactamente la clase de pasmosas hazañas que tenían un lugar prominente en las historias que tío Saltatrampas acostumbraba contarle, y ésta era la ocasión perfecta para utilizar el artefacto mágico. Raistlin, quien era ya prácticamente un mago —no había pasado la Prueba aún, pero lo haría algún día no muy lejano—, sabría apreciar, sin duda, un método de comunicación tan singular. ¿Quién sabe? Puede que incluso el joven mago hablase de manera elogiosa acerca de la creatividad de Tas y su buen hacer digno de toda confianza al viejo enano cascarrabias, Flint Fireforge.
Sin embargo, había que ser extremadamente juicioso con lo que se escribía —o se decía— a Raistlin, pensó Tas mientras se sentaba, con la pluma cernida sobre la arrugada hoja de pergamino. Raistlin tendía a estar malhumorado y a veces incluso francamente desabrido. Un mensaje en una botella mágica podía ser la clase de cosa que le arrancaría una sonrisa, siempre y cuando el mensaje estuviese bien redactado.
Durante varios minutos, Tas contempló pensativo la hoja de papel en blanco que tenía ante sí, con el entrecejo fruncido y el copete en una absoluta inmovilidad, fuera de lo común. Por fin empezó a escribir:
«Querido Raistlin:
«¿No es extraordinario? Te estoy escribiendo a bordo del Verona, un buen barco… Al menos, lo ha sido hasta ahora (tras dos días y dos noches de navegación). Caramon está en el piso de arriba…».
Tas tachó esto último y continuó:
«Caramon está en cubierta, pasando un buen rato con sus nuevos amigos, los marineros, y Sturm probablemente esté deambulando por ahí, sumido en serias reflexiones. Ya lo conoces. Bueno, supongo que también conoces a Caramon. ¡Hola, Tanis!
»El motivo de esta carta es decirte lo que ocurrió después de que llegamos a Ergoth del Sur. Hicimos el trayecto de dos días por la costa sin incidentes, y nuestra pequeña misión tuvo éxito. Asa estaba acertado sobre el paradero del minotauro herbolario que vendía la raíz de jalapa molida que se necesita para realizar el conjuro que estás investigando. Nunca lo dudé, pues, como cualquier kender, Asa es un experto en mapas y, además, es muy buen amigo mío desde hace años y conoce a la perfección el negocio de hierbas y plantas. No te preocupes. Tengo la jalapa guardada a buen recaudo en uno de mis saquillos».
En este punto, Tas se levantó de un brinco y palmeó uno de los saquillos que había dejado sobre la litera, para asegurarse, y luego se lo guardó a la espalda mientras sus ojos iban veloces de un lado a otro del camarote. Ningún sonido llegó a sus oídos salvo el tranquilo crujir del barco y el susurro de sus propios movimientos. Satisfecho, volvió a sentarse ante el improvisado escritorio, bajo la portilla, y reanudó su misiva.
«Tal vez ya hayas deducido que esta botella es mágica. La adquirí por medios honestos y sagaces durante mi época de «ansia viajera» (creo) y, cuando reparé en ella hace dos días, se me ocurrió que podía escribiros una carta a ti, a Tanis y a Flint. ¡Hola, Flint! ¡Apuesto a que creías que me había olvidado de ti!
»Si todo marcha bien, esta misiva será rescatada del mar por algún honrado pescador que, con gran sagacidad, comprenderá su importancia y te la llevará a Solace, donde será ampliamente recompensado. De hecho, la botella transmitirá su mensaje —con mi voz— a quienquiera que la descorche. ¿Te lo imaginas? Bueno, supongo que a estas alturas ya te lo habrás imaginado.
»Sea como sea, regresamos a Abanasinia en el antes mencionado barco y llegaremos a Solace dentro de una semana o dos, dependiendo de las paradas que hagamos para descansar y divertirnos. Y ya sabes cómo le gusta a Caramon detenerse y descansar y divertirse, de manera que esta carta, probablemente, llegue antes que nosotros».
Aquí, Tas hizo una pausa y se rascó la barbilla. Éste era un buen principio. Mordisqueó el extremo de la pluma y luego la mojó en el tintero.
«En fin, la misión fue un éxito. A Caramon le gustó sobremanera la ciudad cercana, llamada Hisopo. —Asa también tenía razón en este punto—, y parece que hizo un montón de nuevas amistades, sobre todo amistades femeninas. Sturm lo acompañó en ocasiones, pero otros ratos los dedicó a explorar los muelles y el puerto de Hisopo, que es una localidad mucho más pequeña que Eastport, pero limpia y acogedora. No tiene muchos visitantes de lugares lejanos. Creo que a Sturm le gustó la ciudad, pero con él nunca se sabe.
»Hice cuanto estaba en mi mano para tenerlos vigilados a los dos, aunque también encontré tiempo para explorar un poco por mi cuenta. Hisopo está llena de tiendas, pero, al parecer, muchos de los comerciantes no habían visto nunca a un kender. Se ponían tan nerviosos cada vez que entraba en sus establecimientos que por último Sturm sugirió que no me separase de él —mejor dicho, insistió en ello— y me mantuviese lejos del distrito comercial.
»Sin embargo, en nuestro viaje han ocurrido algunas cosas ciertamente raras e inexplicables de las que me gustaría hablarte y que son el motivo de que escriba esta carta; ni que decir tiene que, de otro modo, no habría malgastado una botella mágica en un viaje aburrido.
»La tienda del minotauro herbolario era por completo diferente de cuantas conozco. Para empezar, estaba en una cueva y, si no hubiésemos tenido el mapa de Asa, nunca la habríamos encontrado. Además, el minotauro era un tipo de lo más educado y amable y tampoco olía tan mal como acostumbran los de su raza. Sturm comentó que, de hecho, había captado el aroma de jabón en el astado individuo, cuyo nombre es —o supongo que debería decir «era», aunque me estoy anticipando a los sucesos—. Argotz».
El rítmico crujido del barco cambió de manera repentina, y su suave balanceo fue interrumpido por una brusca sacudida. Una ráfaga de viento abrió de golpe la portilla. Tas se levantó de un salto y se asomó por ella, contento por la distracción. ¡Bien! ¡Se acercaba una tormenta! El kender nunca había estado en el mar durante una tempestad y estaba seguro de que sería una experiencia fascinante y divertida.
Tas volvió a sentarse frente al escritorio y se puso a escribir deprisa a fin de terminar la carta antes de subir a cubierta para contemplar la tormenta.
* * *
Sturm apenas había dado unos pasos hacia la popa cuando los primeros granizos lo acribillaron con la fuerza de cientos de minúsculos y dolorosos proyectiles. La cubierta se hundió bajo sus pies y perdió momentáneamente el equilibrio al resbalar con los pedriscos de hielo. Sturm miró hacia arriba y vio que la ominosa masa de nubes se les había echado encima con tanta rapidez que el cielo se había oscurecido de improviso a su alrededor. En lo alto, crepitó un rayo, y las llamas estallaron en el tope del mástil del Verona. Aferrándose a la batayola, Sturm avanzó agachado contra el viento y se dirigió al puesto del capitán, en la popa.
Un instante después, Sturm casi estaba cegado por la punzante lluvia que caía con sobrecogedora intensidad. Resguardándose los ojos con una mano y agarrándose a la batayola con la otra, el joven apenas conseguía avanzar.
Lo que vio al aproximarse a la popa hizo que se le pusiera un nudo en la boca del estómago. Un grupo de marineros se afanaba para botar una pequeña barca en las encrespadas olas. Sturm se dirigió trabajosamente hacia ellos; mientras lo hacía, el barco cabeceó bruscamente y lo levantó en vilo. Para cuando consiguió incorporarse y ponerse derecho, el bote salvavidas y los marineros habían desaparecido por la borda.
Sturm miraba todavía perplejo en aquella dirección cuando varios miembros más de la tripulación del Verona se deslizaron furtivamente por el lado contrario llevando bajo los brazos lo que parecían salvavidas improvisados. Sturm los llamó a voces, pero con la rugiente tormenta apenas si oyó su propia voz. Cuando alcanzó la batayola por donde los marineros habían saltado, Sturm se asomó por la borda pero no atisbo nada salvo las oscuras olas estrellándose contra el casco.
La deserción de la tripulación era un acto no sólo cobarde, sino también extraño. ¿Acaso suponían que les irían mejor las cosas en las embravecidas aguas que a bordo del zarandeado Verona? ¿Sería una especie de motín? Sturm alzó la vista hacia el puente de mando, donde solía encontrarse el capitán Murloch. La perplejidad de Sturm aumentó y dio paso al enojo y al temor. Murloch no estaba allí; no había nadie al timón, que giraba enloquecido.
Aquello era muy raro, no cabía duda. El capitán Murloch no parecía la clase de persona que incumple sus obligaciones. Había sido el propio Sturm quien lo había elegido entre los capitanes de barco cuyos veleros estaban anclados en Eastport. El semblante taciturno y hosco de Murloch denotaba experiencia. Tas lo había apodado «Cara de Morsa» debido a que los dientes le sobresalían de la descarnada mandíbula.
Un terrorífico crujido atrajo la atención de Sturm hacia lo alto. Con los gráciles movimientos de una bailarina, la parte superior del mástil se partió y se precipitó lentamente en el encrespado mar. Nadie se había molestado en arriar las velas ante la proximidad de la tormenta y ahora no había ningún miembro de la tripulación para hacer frente a este momento de crisis.
En medio de su preocupación, Sturm recordó a sus amigos y empezó a avanzar penosamente en dirección a popa, donde había visto por última vez a Caramon bebiendo con un grupo de marineros. El Verona se balanceaba salvajemente bajo sus pies; daba la impresión de que el barco estuviese girando sobre sí mismo, lo que hacía que a Sturm le diera vueltas la cabeza. El viento y la lluvia se descargaban a su alrededor con furia y creaban un abrumador estruendo.
Por fin, tras lo que le pareció una eternidad, el joven se apartó de la batayola, se lanzó hacia el pequeño camarote que había en la popa y lo rodeó, buscando el relativo refugio que ofrecía.
Sturm sacudió la cabeza consternado ante lo que contempló. Caramon estaba despatarrado en la cubierta, con los ojos cerrados; a su costado, un jarro de licor rodaba en una y otra dirección. «Embriagado», pensó Sturm con exasperación. Había aprendido a respetar a su amigo por su arrojo y sus dotes de guerrero, en tanto que reconocía que, debido a su naturaleza generosa en extremo, no siempre podía uno fiarse de su sentido común. Pero cometer tal desliz, precisamente en estos momentos, era casi inexcusable.
¿Y dónde estaban sus compañeros de jarana? Era evidente que se habían desentendido de él.
El suelo cabeceó con violencia bajo los pies de Sturm, que se agarró al costado de la estructura mientras calculaba lo difícil que le iba a resultar arrastrar a Caramon al refugio que ofrecía el interior del pequeño camarote. Después tendría que sacudirlo hasta lograr que se despertara, antes de poder ir a buscar a Tas, pensó Sturm, sombrío. Y todo ello suponiendo que quedasen suficientes miembros de la tripulación para gobernar al Verona.
Sin apartarse mucho de la pared del camarote, Sturm se agachó para agarrar a su amigo. A pesar de que la cubierta estaba resbaladiza por la lluvia, no iba a ser nada fácil arrastrar el corpachón de Caramon. Fue entonces cuando se dio cuenta de que faltaban las armas de su compañero. Antes de que tuviese tiempo de reflexionar sobre este extraño hecho, escuchó un roce a sus espaldas. Giró la cabeza, pero era demasiado tarde; el joven solámnico sintió un golpe en la sien, seguido de una sensación de estar precipitándose por un oscuro agujero sin fondo mientras el viento aullaba en sus oídos.
* * *
Tasslehoff había estado absorto terminando la carta a Raistlin. Cuando, a causa del movimiento del barco, cada vez más violento, la lámpara de aceite cayó del escritorio y se hizo añicos, el camarote se sumió en una repentina oscuridad. Tas alzó la vista con expectación, justo a tiempo de agarrar la botella mágica de mensajes antes de que rodara fuera del tablero.
—Oh… la tormenta. Lo olvidé —musitó el kender para sí mismo.
Rápidamente enrolló el pergamino y lo metió en la botella, arrancó un pellizco de corcho, lo desmenuzó y lo echó dentro; luego vio cómo la carta adquiría un fulgor dorado antes de desvanecerse. Siguiendo las instrucciones que recordaba, se apresuró a tapar la botella y la levantó. Parecía vacía.
De puntillas, Tas aplastó la nariz contra el cristal del ojo de buey; en la mortecina luz sólo distinguió que se trataba de una buena tormenta. Abrió la portilla y arrojó la botella al embravecido mar con todas sus fuerzas.
Mientras se apartaba de la portilla, el camarote se inclinó en un pronunciado ángulo, y la silla en la que Tas había estado sentado cayó y le golpeó las espinillas. Los relámpagos se sucedían al otro lado del ojo de buey con brillantes estallidos de luz blanca que se extinguían casi al mismo tiempo de surgir, seguidos de inmediato por los fuertes estampidos de los truenos. Entre el estruendo de dos rayos, Tas oyó algo más en cubierta.
Intentando, aunque sin éxito, olvidar el dolor de las espinillas, fue de un lado a otro del camarote recogiendo sus saquillos y metiéndolos a empujones en la mochila. No tenía la menor intención de dejar atrás sus tesoros.
—Quién sabe lo que puede pasar con una tormenta como ésta —reflexionó en voz alta—. Por lo que suena, en cubierta tiene que ser aún más excitante. Sturm y Caramon deben de estar pasándolo estupendamente ahí arriba. Apuesto a que están ansiosos porque me reúna con ellos. —Se tomó un momento para atarse a la espalda la jupak, el arma preferida de los kenders.
Tas abrió la puerta, se detuvo en el umbral y echó un vistazo a sus espaldas; la intensa luz de otro relámpago, a través de la portilla, lo cegó por un momento.
—Me pregunto si habré hecho bien en utilizar la botella mágica durante una tormenta —reflexionó—. Bueno, qué más da. Ya es demasiado tarde para remediarlo.
Giró sobre sus talones y recorrió el estrecho pasillo en dirección a la escalera que conducía a cubierta. Tas, que esperaba recibir una cálida acogida de sus amigos, sufrió una desilusión al no ver a nadie. No había señales de Sturm ni de Caramon y tampoco del capitán Murloch. Con la típica agilidad de los kenders, Tas se las ingenió para mantener el equilibrio a pesar de los balanceos y miró en derredor. La parte superior del mástil se había roto y, al parecer, había caído al mar. Las velas restantes se sacudían violentamente. El Verona cabeceaba como un borracho. ¿Dónde estaban Sturm y Caramon, por no mencionar a todos los demás?
Notando un movimiento a sus espaldas, Tas se dio media vuelta y se encontró frente al capitán Murloch, el viejo Cara de Morsa. El capitán esbozo una mueca que dejó a la vista sus dientes salientes. «Fenomenal —pensó Tas—. A pesar del peligroso aprieto en el que está su barco, Murloch no ha perdido el buen humor».
—¡Hola, capitán! —gritó para hacerse oír sobre el viento y la lluvia—. Menudo chubasco, ¿eh? Apuesto a que va a dar algún problema al barco. Me quedaré contigo y te echaré una mano. He estado en muchos barcos en circunstancias semejantes. Bueno, no tantos, a decir verdad. Siete u ocho, sin contar éste. Sturm y Caramon pueden ser también una gran ayuda. ¿Sabes dónde están? Es una suerte que nuestro amigo Flint no se encuentre aquí, porque…
Mientras hablaba, Tas se había adelantado unos pasos para asegurarse de que el capitán lo oyese. Sin embargo, a juzgar por la expresión del sonriente semblante de Murloch, daba la impresión de que no estuviese escuchando una sola palabra de lo que le decía. Perplejo y distraído. Tas no reparó en que el brazo del capitán se levantaba ni en el garrote que trazaba un arco hacia su cabeza hasta que fue demasiado tarde.
—¡Condenados kenders! Ni siquiera en pleno huracán dejan de darte la tabarra con su cháchara —rezongó el capitán. Pero el garrote había silenciado la verborrea de Tas, que yacía inconsciente a los pies de Murloch. El capitán lo cogió por el copete y lo arrastró hacia lo que quedaba del mástil. Debajo de las velas rasgadas, yacían inconscientes Sturm y Caramon.
El capitán arrastró los cuerpos laxos junto al mástil y empezó a atarlos, siguiendo las instrucciones recibidas. Trabajó tan deprisa como se lo permitía la furia de la tormenta. Por fin, cuando hubo terminado, contempló un instante el resultado de sus manipulaciones. Unos nubarrones densos, de color entre negro y púrpura, encapotaban el cielo sobre su cabeza. El maderamen del Verona crujía con fuerza.
El capitán Murloch había cumplido su parte en el trato. La generosa gratificación que había recibido lo compensaba ampliamente por la pérdida del Verona y el riesgo que corría su propia vida. Al igual que muchos viejos lobos de mar, Murloch amaba a su barco y lamentaba perderlo. Casi habría preferido perder la vida.
—Bueno, viejo amigo, lo pasamos bien juntos —musitó el capitán.
Murloch se agachó y sacó un grueso aro de corcho de una escotilla que había cerca del mástil. Se lo metió por la cabeza y lo aseguró con una cuerda a la cintura. Echó otro vistazo a los tres cuerpos inconscientes y después volvió la vista hacia las oscuras y turbulentas aguas.
Se encaramó a la batayola y se zambulló en el mar.
Había conseguido alejarse nadando varios metros del barco cuando los feos nubarrones cernidos sobre el Verona descendieron sobre la nave en medio de una furiosa descarga de relámpagos y granizo.
Luego, con un temible y creciente rugido, la nube empezó a elevarse lentamente, llevándose consigo al Verona. Desde la seguridad que significaba su posición alejada, Murloch apenas distinguía la silueta del casco, pero lo vio girar como una peonza mientras era absorbido por el vórtice.
* * *
Medio día después, el traidor capitán Murloch, arrastrado por la marea, atisbó en la distancia la costa de Abanasinia. Pronto estaría a salvo y en casa.
Se sentía cansado y hambriento, pero lo confortaba la perspectiva de ser un hombre rico el resto de su vida. Con el flotador de corcho bien sujeto a la cintura, el capitán Murloch empezó a bracear y a impulsarse con las piernas en dirección a la costa.
Un ruido extraño atrajo su atención hacia el cielo. El sol brillaba tan radiante que tuvo que protegerse los ojos; daba la impresión de que unas motas bailaran en el aire.
De repente, el capitán Murloch dejó de nadar y se quedó paralizado por la impresión. Lo que parecían ser motas era en realidad un enjambre de insectos voladores. Mientras los contemplaba horrorizado, reparó en que se habían cernido sobre él y se movían en su misma dirección. En ese momento, el enjambre se zambulló en picado.
Eran abejas gigantes: cientos, miles de ellas, zumbando, girando, picando. El capitán Murloch alzó un brazo fútilmente con la intención de espantarlas a manotazos. En un visto y no visto, su brazo quedó cubierto por las salvajes criaturas.
El aullido que lanzó el capitán fue un grito de total impotencia. Las abejas gigantes se introdujeron en su boca, le cubrieron el rostro, buscaron sus oídos y sus ojos. Crearon una alfombra viviente sobre el capitán Murloch, bullendo afanosas mientras llevaban a cabo su mortífera tarea.
En cuestión de segundos, el corazón del hombre cesó de latir y las abejas remontaron el vuelo hacia el sol.
Abajo, el rostro del capitán era una máscara de hinchazones rojas. Tenía la lengua colgando, negra y tumefacta, cinco veces más grande que su tamaño normal. Los brazos le colgaban fláccidos en el agua. La marea arrastró al capitán Jhani Murloch hacia la costa.
* * *
A miles de kilómetros de distancia, en un lugar accidentado y desolado —una tierra cubierta con parches de sal resecos por el tórrido sol y rodeada por un inhospitalario mar—, una figura corpulenta se inclinó para interpretar los signos de los brillantes objetos que había colocado cuidadosamente sobre el suelo llano de una meseta.
Había tardado medio día en la escalada desde su campamento de las secas y asoladas tierras bajas. No obstante, hacía este trayecto dos veces por semana a fin de ponerse en contacto con los dioses…, con un dios en particular.
La imponente figura levantó la cabeza al cielo y observó el modo en que la luz del mediodía se refractaba en los coloreados prismas cristalinos y en los plateados fragmentos de espejo.
A cierta distancia, agrupados en una tríada, se hallaban sus tres discípulos de más confianza y afinidad, a los que se conocía simplemente por los Tres Supremos. En el pasado, él también había sido uno de los Tres Supremos; ahora, era su líder incuestionable. Era inevitable que, algún día, uno de ellos lo sucediera en el cargo y continuara las sagradas funciones.
Detrás de los Tres Supremos, colocados en círculo a su alrededor, detrás de atalayas rocosas y formaciones escarpadas, se encontraban docenas de acólitos de rango inferior; el sol iluminaba sus monstruosos y retorcidos rasgos y arrancaba destellos de sus armas, de aspecto brutal y mortífero. Sus bestiales semblantes no dejaban entrever emoción alguna y sus ojos, enormes y redondos, miraban fijamente, vidriosos, como en trance.
Detrás de los acólitos se alineaban docenas de individuos; éstos no eran más que guardias y soldados, pero igualmente leales y temibles, atentos a la menor señal de su cabecilla para entrar en acción.
Harían cualquier cosa que les pidiera. Vivían exclusivamente para servir al Amo de la Noche.
Éste caminaba en círculo alrededor de los brillantes objetos de cristal, se inclinaba y observaba cada uno de ellos, fascinado por los destellos y cambios de luz. Protegiéndose los ojos con una mano sobre el prominente entrecejo, alzó la vista al sol ardiente y al cielo blanquecino para confirmar lo que había observado y descubierto en los cristales.
De su inmensa cabeza astada colgaban plumas y pieles, y unas campanillas repicaban al menor movimiento que hacía. En sus grandes manos portaba un palillo fino y largo de incienso que dejaba una estela de humo y un penetrante aroma dulzón. Fue de objeto a objeto, estudiando los signos.
Tenían que tomarse todavía ciertas precauciones y llevar a cabo ciertos preparativos. Había que ocuparse de los renegados e intrusos. Organizar los recursos. Nada debía interferir en la ejecución del conjuro.
Sargonnas aguardaba.
El Amo de la Noche contempló fijamente los dibujos de luz en los cristales coloreados y supo que el momento de actuar estaba próximo.