Mi corazón… Larry —murmuraba la doncella—. Mi corazón se siente como un pájaro que abandona un nido trenzado con sufrimientos.
Estábamos caminando sobre el puente, rodeados por la guardia de los akka y escoltados por las compañías de los ladala que habían venido en nuestra ayuda. Frente a nosotros, un vendado Rador nos observaba desde una camilla, junto a él, reposando en otra, se encontraba Nak, el rey de los anfibios… tremendamente herido durante la batalla, pero vivo.
Ya habían pasado horas desde aquellos sucesos terroríficos que he narrado, cuando me dispuse a la tarea de encontrar a Throckmartin y a su esposa entre aquella legión de cadáveres caídos como hojas otoñales a lo largo del puente de piedra, sobre la planicie de la caverna y más lejos, tan lejos como podía alcanzar la vista.
Finalmente, con la ayuda de Lakla y Larry, los pude encontrar. Yacían no muy lejos del extremo del puente ¡juntos, abrazados fuertemente, una pálida cara contra la otra, la melena de ella reposando sobre el pecho de su esposo! Incluso cuando aquella vida en muerte que les había insuflado el Morador hubo desaparecido, encontraron el hálito suficiente para reconocerse y abrazarse tiernamente antes de que la piadosa muerte los llevara.
—El amor es la fuerza más poderosa —dijo la doncella mientras lloraba en silencio—. El amor jamás los abandonó. El amor tuvo más fuerza que el Resplandeciente, y cuando la maldad los abandonó, el amor siguió poseyéndolos… yéndose con ellos a donde quiera que fueran.
No encontramos a Stanton y a Thora; también he de reconocer que, tras el hallazgo del doctor y su esposa, ya no busqué más. Todos estaban muertos… y todos eran libres.
Enterramos a Throckmartin y a Edith junto a Olaf, en el jardín de Lakla. Pero antes de que colocaran a mi antiguo amigo en su tumba, procedí a realizarle un profundo examen lleno de pena. La piel era firme y suave, aunque estaba fría; pero no poseía el frío propio de los cadáveres, emanaba un frío tal que la punta de los dedos me cosquillearon dolorosamente. El cuerpo estaba vacío de sangre, y el curso de las venas y arterias estaba marcado por unas finas indentaduras blancas, como si hubieran sufrido un colapso. Los labios, el interior de la boca y la lengua estaban blancos como el papel. No existían síntomas de putrefacción, tal y como sabemos que se produce en los cadáveres al cabo de las horas; sobre la placa de mármol en que lo examinaban no quedaron manchas ni efluvios. Fuera cual fuera las fuerza que emanara del Morador o de su antro, ésta había dado una energía tal a los cadáveres que había producido una barrera contra la putrescencia. De esto estoy plenamente seguro.
Aún así, esta barrera no era de efecto alguno contra el veneno de las medusas, ya que, una vez hecha nuestra triste tarea, me asomé sobre las aguas y vi cómo los cuerpos de los poseídos por el Morador eran disueltos por aquellos impresionantes animales, que nadaban de un lado a otro cubriendo ya casi la totalidad de las aguas del Mar Púrpura.
Mientras los anfibios, aquellos que habían sobrevivido al haber estado esperando órdenes en el interior de los bosques, limpiaban de cadáveres el puente y los alrededores de la fortaleza, nosotros nos dedicamos a escuchar el informe del comandante de los ladala. Se habían levantado en armas, tal y como le prometieron al mensajero de Rador. La lucha había sido extremadamente fiera en la ciudad ajardinada a orillas del mar plateado; se habían batido contra la guarnición que Yolara y Lugur habían dejado atrás para que protegiera la ciudad. Los rubios habían sido masacrados sin piedad, recogiendo la cosecha de odio que habían estado sembrando tan largamente. No sin un pellizco de remordimientos me acordé de sus bellísimas mujeres de rasgos élficos… aun cuando habían sido seres diabólicos.
La antigua ciudad de Lara era ahora un osario. De los gobernantes, no habían conseguido escapar más que una docena, y se habían dirigido hacia regiones de un peligro tal que se podían considerar como perdidos. Tampoco los ladala se habían preocupado por detenerlos. De todos los hombres y mujeres que habían participado en la revuelta, pues las mujeres también habían empuñado las armas por la causa, no quedaban vivos más que una decena.
Y las motas de luz que danzaban sobre la ciudad formaba una espesa nube, muy espesa… susurraban.
Nos contaron que vieron al Resplandeciente atravesar el Velo a gran velocidad, con sus legiones tras él, gritando. Eran tan numerosas que no podían contarse.
También nos contaron sobre la masacre de los sacerdotes y sacerdotisa s en el templo Ciclópeo; sobre la destrucción por una poderosa luz convocada por manos invisibles, que desgarró la cortina multicolor, sobre el desplome de los brillantes acantilados; sobre la desaparición de la entrada a aquel lugar maldito donde se reunían las hordas de esclavos del Resplandeciente. ¡Y nos contaron la destrucción del antro!
Luego, una vez que hubo terminado la carnicería en la destruida Lara, y embriagados por la victoria, tomaron las armas del enemigo caído, levantaron el velo y atravesaron el Portal, acabando con las fuerzas de Yolara que huían… sólo para encontrarse con que aquí también había reinado la muerte.
¡Pero no habían visto por lugar alguno a Marakinoff! ¿Había escapado el ruso o se encontraba entre los cadáveres que rodeaban la fortaleza?
Mientras me hacía estas preguntas, los ladala comenzaron a aclamar a Lakla, pidiéndole que regresara con ellos y los gobernara.
—No quiero hacerlo, Larry mi amado —le susurró—. Quiero ir con vos a Irlanda. Pero creo que los Tres deberían permitimos permanecer aquí durante un tiempo, para que pudiéramos poner orden.
Vi que O’Keefe se sentía molesto por la idea de permanecer allí y gobernar Muria.
—Si han masacrado a todos los sacerdotes, mi amor ¿Quién podría casarnos? —se preguntó—. Y nada de ritos a favor de Siya y Siyana, os lo ruego —añadió cansado.
—¡Casarnos! —exclamó la doncella incrédula—. ¿Casamos? ¡Pero, Larry, querido, ya estamos casados!
El asombro de O’Keefe fue completo; la boca se le abrió de tal asombro que el colapso me pareció inminente.
—¿Lo estamos? —jadeó— ¿Cu… cuándo? —Tartamudeó.
—Bueno, pues cuando la Madre nos unió las cabezas en el santuario ¡Cuando nos puso las manos sobre la cabeza una vez que le hicimos la promesa del sacrificio! ¿No lo entendisteis? —le preguntó la doncella confundida.
El la miró fijamente, miró en la pureza de sus ojos dorados, en la pureza del alma que reflejaban; todo su inmenso amor reflejado en cada facción de su rostro arrebatador.
—¿Y ese ritual es suficiente para vos, mavourneen? —murmuró Larry humildemente.
—¿Suficiente? —el asombro de la doncella era completo, profundo— ¿Suficiente? Larry, mi amado, ¿qué más se puede hacer?
El inspiró profundamente y atrajo a la doncella por la cintura.
—¡Bese a la novia, Doc! —gritó O’Keefe. Y por tercera y, ¡desgracia mía!, última vez, sentí en los labios la ternura y delicadeza de la dulce boca de Lakla.
Rápidos fueron nuestros preparativos para la marcha. Rador, con su inmensa vitalidad conquistando todas la heridas, fue transportado a nuestra presencia, y cuando todas las despedidas fueron hechas, nos dirigimos hacia el bloque de piedra escarlata que era la entrada a la Cámara de los Tres. Naturalmente, sabíamos que se habían ido, siguiendo a aquellos cuyos ojos había visto a través de la niebla y que, en el último momento, habían acudido en ayuda de los Tres, desde donde quiera que ahora residieran, para unir su fuerza a la de éstos para derribar al Resplandeciente. No estábamos equivocados: cuando el gran bloque de piedra se abrió, no salieron del interior torrentes de luz opalescente. La inmensa cúpula estaba vacía, en silencio; por sus inmensas paredes curvadas ya no corrían las cascadas de luz, el estrado estaba vacío, sin murallas de fuego lunar.
Por unos momentos permanecimos en silencio, con las cabezas inclinadas con reverencia y los corazones llenos de gratitud… sí, y con cariño por aquella extraña trinidad tan diferentes a nosotros y sin embargo tan parecidos; hijos, como nosotros, de la Madre Tierra.
Y en aquel momento me pregunté cuál había sido el secreto de la promesa que había obtenido de su doncella y de Larry. Y de dónde, si los Tres habían dicho la verdad… ¿De dónde habían extraído su poder para detener el sacrificio de ambos en el mismo instante de su consumación?
«¡El amor es la fuerza más poderosa!» Había dicho Lakla.
¿Habían necesitado el poder que reside en el amor, en el sacrificio, para aumentar su propio poder y para darles fuerzas para destruir a aquel ser diabólico, glorioso, que durante tanto tiempo habían protegido con su propio amor? ¿Fue la voluntad de sacrificio, el poder de la abnegación, más fuertes que la fuerza de los eternidad, fue el poder de la esperanza, de donde obtuvieron el impulso para deshacer la guardia del Morador y golpearle en el corazón?
Es un misterio… ¡Un auténtico misterio! Lakla cerró delicadamente la piedra púrpura. El misterio de los guerreros vestidos con corazas rojas quedó desvelado cuando encontraron media docena de coria acuáticos anclados en una pequeña gruta no lejos de donde los sekta residen. Los enanos habían transportado por tierra los vehículos, y posteriormente los habían lanzado al agua sin que nos diéramos cuenta; posteriormente, habían trepado por la parte trasera de la montaña y habían intentado un golpe desesperado. Hay que reconocerle a Lugur, a pesar de toda su crueldad, un gran valor.
La caverna estaba pavimentada por los cadáveres de los muertos en vida; los akka los sacaban por centenares y los arrojaban a las aguas. Atravesamos el pasillo por el que había llegado el Morador y llegamos al fin a la explanada donde esperaban los coria. Poco después pasamos bajo el arco donde había colgado la oscuridad sobre el Estanque de la Noche.
Por insistencia de Lakla, entramos en el palacio de Lugur (aunque no entramos en el de Yolara; desconozco el motivo, pero ella se negó). Y en una de sus columnadas salas, las doncellas de pelo negro, aquellas criaturas aterrorizadas y llenas de miedo, ahora con los ojos brillantes y sonrientes, nos agasajaron.
Sentí deseos de ver con mis propios ojos la destrucción del antro del Morador que me habían relatado. Quería ver con mis propios ojos si, efectivamente, la entrada había quedado definitivamente sellada y no era posible estudiar sus misterios.
Se lo comenté a ambos, y para mi sorpresa, tanto la doncella como O’Keefe mostraron un embarazoso y precipitado acuerdo por que los dejara solos y fuera a investigar.
—¡Claro! —exclamó Larry— ¡Queda mucho para que llegue la noche!
Miró a Lakla con ojos aborregados.
—Sigo olvidando que aquí no hay noche —murmuró.
—¿Qué habéis dicho, Larry? —le preguntó ella.
—He dicho que me gustaría que estuviéramos sentados en nuestra casa, en Irlanda, observando la puesta de sol —le susurró.
Vagamente me pregunté por qué la doncella había enrojecido súbitamente.
Pero debo darme prisa en finalizar mi relato. Nos dirigimos al templo, y al menos en este lugar habían hecho desaparecer el rastro de muerte dejado por la revuelta. Atravesamos la caverna de luz azul, atravesamos el estrecho puente que pasaba sobre la corriente de agua de mar y, ascendiendo, nos encontramos sobre el marfileño suelo que rodeaba el inmenso y estremecedor anfiteatro de azabache.
A través de las plateadas aguas no pudimos ver ni la Tela del Arco Iris, ni los colosales pilares, ni las caras desencajadas que observaban el Velo cuando el Resplandeciente había aparecido girando para recibir la adoración de su sacerdotisa y su voz y para bailar con los sacrificados. No veíamos más que una masa derrumbada y amorfa de rocas brillantes contra las que chocaban las aguas del lago.
Observé el pa isa je durante largo tiempo… y me di la vuelta entristecido. Incluso sabiendo lo que había ocultado tras de sí aquella cortina, me parecía que había desaparecido algo de gran belleza sobrenatural que jamás sería reemplazado; una mara villa desaparecida, un trabajo de dioses destruido.
—Vámonos —dijo Larry bruscamente.
Me demoré un tanto observando unas estatuas… en definitiva, yo no les hacía ninguna falta. Los observé cómo se alejaban lentamente, tomados por la cintura, los rizos negros mezclados con los pelirrojos bucles. Fui tras ellos y, apenas habíamos atravesado el pequeño puente, cuando oí por encima del estruendo del agua una voz que me llamaba.
—¡Goodwin! ¡Doctor Goodwin!
Asombrado, me di la vuelta. Tras el pedestal de un grupo escultórico se agazapaba… ¡Marakinoff! Mi presentimiento había sido acertado. De alguna manera había conseguido escapar y se había arrastrado hasta aquí. Se acercó despacio, con las manos levantadas.
—Estoy acabado —murmuró—. ¡Terminado! No importar lo que ellos harán conmigo —señaló con la cabeza hacia la doncella y Larry, ahora al otro lado del puente y olvidados de todo lo demás.
El ruso se acercó más. Tenía los ojos hundidos, febriles, enloquecidos; la cara estaba surcada por profundas líneas, como si la herramienta de un tallista hubiera trabajando a conciencia sobre ella. Retrocedí un paso.
Una sonrisa burlona, como la sonrisa de un diablo enloquecido, retorció la cara del ruso. De repente, se lanzó contra mí ¡Buscando mi garganta!
—¡Larry! —grité, y mientras me retorcía para esquivar su ataque vi que ambos quedaban paralizados por la sorpresa y luego corrían en nuestra dirección.
—¡Pero usted no se llevará nada de aquí! —gritó Marakinoff ¡No!
Mi pie, al retroceder, encontró el vacío. El rugido del agua me ensordeció. Sentí cómo las gotas de agua me salpicaban la cara. Caí.
Estaba cayendo… cayendo… con el ruso estrangulándome. Golpeé el agua, me hundí; las manos que me estrangulaban relajaron su presa durante un instante. Luché por liberarme; sentí que las aguas me arrastraban a enorme velocidad… de repente lo vi todo claro… esas aguas corrían hacia algún sumidero ¿dónde? Durante un breve instante pude sacar la cabeza del agua y tomar un sorbo de aire. Volví a luchar contra el diablo enloquecido que me estrangulaba… inflexible, indomablemente.
De repente, invadió mis oídos un aullido, como si todos los vientos del universo giraran en tomo a mí… ¡Oscuridad!
La consciencia me volvió lentamente, en medio de grandes dolores.
—¡Lakla! —grité— ¡Lakla!
Una brillante luz se filtraba a través de mis párpados. Me hacía daño. Abrí los ojos, y volví a cerrarlos con lanzas y espadas clavándose en mis retinas. Una vez más los abrí, con cuidado.
¡El sol!
Me levanté tambaleándome. A mis espaldas se elevaban una inmensas murallas de basalto, de enormes bloques tallados y cuadrados. Ante mis ojos se extendía el Pacífico, calmado, azul, sonriente.
Y no muy lejos, tirado sobre la arena, inmóvil… ¡Marakinoff!
Estaba roto, muerto. Ni siquiera las aguas por las que habíamos naufragado, ni tan siquiera las propias aguas de la muerte, pudieron borrar su gesto de triunfo. Con los últimos restos de fuerzas que me quedaban, arrastré el cuerpo hasta la orilla y dejé que las aguas se lo llevaran. Una pequeña ola pasó por encima del cadáver, lo tapó y le hizo girar. Otra más lo empujó, luego otra, jugando con el cadáver. Se alejó de mi vista… aquello que había sido el doctor Marakinoff, con todos sus planes para transformar nuestro maravilloso mundo en un infierno inimaginable.
Comencé a recuperar las fuerzas. Me hice un camastro de juncos y dormí; y debí dormir durante largas horas, pues al despertarme el amanecer bañaba de rosa el horizonte. Omitiré el relato de mis sufrimientos. Será suficiente contar que encontré una corriente de agua dulce y algunas frutas, y justo antes del anochecer reuní las fuerzas suficientes para trepar sobre las murallas y observar mi posición.
El lugar era uno de los islotes más alejados de Nan-Matal. Hacia el norte distinguí las sombras de Nan-Tauach, donde se encontraba la puerta de la luna, negras contra el cielo. El lugar de la puerta de la luna… hacia allí debía dirigirme, rápidamente, por los medios que fueran.
Al amanecer del día siguiente reuní algunos troncos pequeños y lianas y construí una precaria balsa. Entonces, impulsándome con una pértiga, me dirigí hacia Nan-Tauach. Lenta, dolorosamente, me acerqué a mi destino. Era muy avanzada la noche cuando embarranqué mi balsa en la pequeña playa que se abría entre las derruidas puertas del muelle y, arrastrándome sobre los gigantescos escalones, me dirigí hacia el patio interior.
Y en el umbral me detuve, mientras las lágrimas me bañaban la cara y un sollozo de pena, desesperanza y dolor escapaba de mis labios.
Pues la gran pared sobre la que se alzaba el pálido bloque de piedra a través del cual nos habíamos adentrado en la tierra del Resplandeciente yacía sobre el suelo, destrozada. Los monolitos se habían derrumbado, la pared había caído y sobre ella brillaban las aguas, cubriéndola.
¡Ya no existía la puerta de la luna!
Casi colapsado, gimiendo, me acerqué más y caminé sobre sus destrozados fragmentos. Sólo miraba hacia el mar. Debía haberse producido un gran terremoto, un corrimiento de tierras, que había derribado toda aquella parte de la construcción… ¡El eco, la débil resonancia del cataclismo que había reventado el antro del Morador!
La pequeña isla cuadrada, Tau, en la que se encontraban ocultas las siete esferas, había desaparecido por completo. No existía la menor traza de que hubiera estado allí.
La puerta de la luna había desaparecido; el camino hacia el Estanque de la Luna estaba cerrado para mí… ¡Su cámara anegada por el mar!
No había camino de regreso hacia Larry… ¡Ni hacia Lakla!
Y allí, para mí, el mundo dejó de tener significado alguno.