El escandinavo se giró hacia nosotros. La locura había desaparecido de su mirada; en sus ojos sólo existía un tremendo agotamiento. En su rostro sólo había paz; la tortura había finalizado.
—Helma —susurró—. ¡Voy a reunirme contigo! Pronto estarás a mi lado… a mi lado y junto a nuestra yndling que nos espera… Helma ¡mine liebe!
De su boca brotó un borbotón de sangre; se inclinó hacia adelante y cayó. Así murió Olaf Huldricksson.
Miramos largamente su cadáver; ni Lakla, ni Larry ni yo intentamos contener nuestras lágrimas. Y mientras velábamos el cadáver, los akka nos trajeron la noticia de que otro poderoso guerrero había caído: Rador. Pero en él aún brillaba la llama de la vida, por lo que le atendimos de la mejor manera.
Una vez que le hubimos curado, Lakla habló.
—Le llevaremos al castillo, allí podrán ofrecerle mayores cuidados —nos dijo—. ¡Mirad! Las huestes de Yolara han sido rechazadas, y por el puente viene Nak con noticias.
Miramos sobre el parapeto. Era tal y como ella había dicho: ni sobre la planicie ni sobre el puente se veían combatientes de Muria vivos… sólo restos de la carnicería que se había llevado a cabo por todos sitios… y sobre la entrada de la caverna aún brillaban los brillantes átomos de aquellos destruidos por el rayo verde.
—¡Se acabó! —exclamó Lany incrédulo—. ¡Entonces viviremos… mi amor!
—Los Silenciosos recogen sus velos —nos dijo la doncella, señalando hacia la cúpula.
La brillante niebla se retiraba a través de la estrecha ventana, liberando el mar y las islas, arrastrándose sobre el puente con el mismo movimiento ordenado e inteligente. Tras su rastro, la luz púrpura volvía a brillar, como si se tratara de un saqueador que siguiera los pasos de un ejército.
—Y aún así… —murmuró la doncella mientras penetrábamos en su cámara. Miró a O’Keefe con ojos llenos de duda.
—No, no lo creo —le dijo—. Les hemos infligido una gran derrota…
¿Qué era aquel sonido que se oía tan levemente en la sala? Mi corazón dio un salto y pareció detenerse durante una eternidad. ¿Qué era aquello que se acercaba cada vez más? En aquel momento, Lakla y O’Keefe lo oyeron, y la sangre desapareció de sus rostros.
Cerca, cada vez más cerca… la música de una miríada de campanillas de cristal, tintineando, tintineando… ¡Una tormenta de pizzicatos ejecutados con violines de cristal! Cerca, cada vez más cerca… ni dulce, ni ensoñador, no… ¡Odioso, iracundo, siniestro más allá de cualquier descripción! Acercándose cada vez más…
¡El Morador! ¡El Resplandeciente!
Nos precipitamos hacia las ventanas y miramos al exterior horrorizados. El sonido campanilleante se hacía cada vez más nítido, como un huracán de vidrio. El crescendo del sonido fue como una conmoción. Los akka fueron derribados, cayeron al suelo y los que se encontraban sobre el puente se vieron precipitados hacia el mar. En un momento, todos fueron destruidos y sobre el campo de batalla se desplegaron seres con la mirada de los posesos, vestidos con jirones de ropa o desnudos; una horda de marionetas satánicas.
¡Los muertos en vida!
Se sacudieron y se balancearon, y luego, como agua desbordándose sobre una presa, se precipitaron hacia el gran puente. Más y más empujaron, como impulsados por una ferocidad animal. Los anfibios salieron a su encuentro, desgarrando, mutilando, amputando; pero a pesar de la horrible carnicería, aquellos seres salidos del infierno no cedieron ni un centímetro su empuje. Empujaron, empujaron irresistiblemente, como un inmenso ariete hecho de carne y huesos. Hendieron por en medio la fuerza de los akka y los arrojaron sobre el puente hacia las aguas del mar. Los forzaron hasta que tuvieron que penetrar por las grandes puertas… pues no había fuerza que pudiera oponerse a su empuje.
Entonces, los akka que quedaban vivos dieron la espalda y huyeron. Escuchamos el golpe metálico de las grandes hojas al cerrarse, pero no fueron lo suficientemente rápidos como para evitar que una parte de la horda penetrara en la fortaleza.
Ahora sobre el puente sólo se veían los miembros de aquella legión de muertos en vida: hombres y mujeres, ladala de pelo negro y polinesios de ojos rasgados, chinos y miembros de todas las razas que alguna vez habían cruzado los mares… tambaleándose, chocando y volviendo a chocar, agitándose como hojas atrapadas en un remolino de viento.
Las agudas notas se volvieron más agudas, insistentes. Una radiación comenzó a brillar con más intensidad desde la boca de la caverna… un brillo del que parecían querer huir los átomos de los destruidos por los keth. A medida que el brillo crecía y las notas aumentaban su intensidad, todas las cabezas de aquella espantosa legión se giraron al mismo tiempo, lentamente, mirando hacia el extremo del puente; los ojos fijos y atentos ¡Las caras mostrando un rictus de horror y pasión!
De repente, un movimiento repentino los agitó. Los del centro comenzaron a retroceder, cada vez con más insistencia, haciendo que los que se encontraban en el borde del puente cayeran al vacío. Retrocedieron hasta que desde las puertas doradas hasta la boca de la caverna se formó un pasillo de muertos vivientes.
El lejano brillo se volvió más intenso; pareció contraerse sobre sí mismo y se situó al comienzo del pasillo. Estaba formado por chispas y pulsos de luz polícroma. El sonido de los cristales era intolerable, perforando los oídos con diminutas y aguzadas lanzas.
¡De la caverna salió el Resplandeciente!
El Morador se detuvo y pareció observar dubitativo la isla de los Silenciosos. Luego, lentamente, como temeroso, comenzó a atravesar el puente. Cada vez se acercaba más; tras él marchaba Yolara, a la cabeza de una compañía de guerreros de su guardia, a su lado caminaba la bruja del Consejo, cuyo rostro era una copia avejentada del de la sacerdotisa.
El Morador redujo su velocidad a medida que se aproximaba a la fortaleza. ¿Noté en sus movimientos algún tipo de temor, de duda? El sonido cristalino que lo acompañaba pareció hacerse eco de su indecisión; las notas ya no eran tan contundentes, tan insistentes; al contrario, en sus tonos parecía existir una demora, una advertencia. Aun así, el Resplandeciente continuó avanzando, hasta que se situó bajo las murallas, observando con aquellos ojos que parecía observar desde desconocidas esferas la muralla, las puertas, la falda del acantilado, la masa del castillo… Y con más intensidad aún, la cúpula en la que residían los Tres.
Tras el Resplandeciente, todos los rostros de los muertos en vida se giraron a él, y los que se encontraban cerca de su brillo comenzaron a mecerse y a acariciarse.
Yolara se acercó, justo fuera del alcance de sus espirales. Murmuró algo… y el Morador se inclinó hacia ella, sus siete esferas pulsando, como si escucharan atentamente. Volvió a enderezarse y finalizó su cuidadoso escrutinio. El rostro de Yolara se oscureció, se giró violentamente y habló con un oficial de su guardia. Un guerrero comenzó a correr de vuelta a la boca de la caverna.
En aquel momento, la sacerdotisa gritó, su voz como un clarín de plata.
—¡Estáis acabados, vosotros los Tres! El Resplandeciente está ante vuestras puertas, reclamando la entrada. Vuestras bestias han sido masacradas y vuestro poder ha desaparecido. ¿Quiénes sois vosotros, demanda el Resplandeciente, para negarle la entrada a su lugar de nacimiento?
«Ya veo que no respondéis,» gritó, «¡Sabed que escuchamos! El Resplandeciente os ofrece estas condiciones: enviadnos a la doncella y a esos extraños que ella se llevó; enviadlos a nuestra presencia… y quizá aún podáis vivir. Pero si no nos los entregáis, habréis de morir… ¡Y pronto!»
Esperamos, en silencio, al igual que Yolara… y no se produjo respuesta alguna por parte de los Tres.
La sacerdotisa rió; sus azules ojos brillaron.
—¡Es vuestro fin! —gritó— ¡Si no abrís las puertas, quizá las tengamos que abrir por vosotros!
Sobre el puente comenzó a desfilar una doble fila de guerreros. Portaban un tronco pulido y con asideros cuyo extremo estaba rematado por una inmensa bola de metal. Pasaron al lado de la sacerdotisa y del Resplandeciente y se detuvieron, cincuenta guerreros a cada lado del ariete; y tras ellos… ¡Marakinoff!
Larry despertó a la vida.
—¡Vaya, gracias a Dios! —exclamó— ¡A ese demonio sí que puedo enfrentarme!
Desenfundó su pistola y apuntó cuidadosamente. Al mismo tiempo que apretaba el gatillo se escuchó un tremendo golpe metálico. El ariete golpeaba las puertas y la pistola de O’Keefe disparó. El ruso debió escuchar la detonación, o quizá el proyectil pasó por su lado silbando. Dio un salto y se refugió tras los guardias, fuera de nuestra vista.
Una vez más el impacto metálico estremeció la fortaleza.
Lakla se alzó en toda su estatura; una vez más pareció entrar en trance, escuchando. Con gravedad, inclinó su cabeza.
—Ha llegado el momento, oh amor de mi vida —se giró hacia O’Keefe—. Los Silenciosos dicen que el camino del miedo ha llegado a su fin, pero se ha abierto el camino del amor ¡Nos demandan para que cumplamos nuestra promesa!
Durante un centenar de latidos, ambos se abrazaron estrechamente; pecho contra pecho, boca contra boca. Abajo, los golpes del ariete aumentaban de intensidad, el gran tronco golpeando con más frecuencia y con más violencia las doradas puertas. Suavemente, Lakla se liberó del abrazo de O’Keefe, y durante un instante ambas almas se contemplaron fijamente. La doncella sonrió trémulamente.
—Desearía que hubiera otra manera de hacerlo, mi querido Larry —susurró—. Pero, de cualquier manera… lo haremos juntos ¡Luz de mi vida!
La joven se asomó a la ventana.
—¡Yolara! —la dorada voz corrió murallas abajo. El golpe del ariete se detuvo—. Retirad a vuestros hombres. Abriremos las puertas y nos entregaremos a vos y al Resplandeciente… Lar y y yo.
La argéntea risa de la sacerdotisa se esparció por las murallas y el puente, cruel, burlona.
—Bajad entonces, y rápido —dijo riendo—. ¡Os aseguro que tanto el Resplandeciente como yo estamos impacientes por veros! —una vez más rompió a reír con malicia— ¡No nos dejéis solos mucho tiempo!
Larry respiró profundamente y me alargó las dos manos.
—Creo que esto es una despedida, Doc —su voz era firme—. Adiós y buena suerte, viejo. Si consigue salir de ésta, y estoy seguro de que lo conseguirá, hágales saber a los oficiales del Dolphin que he muerto. Y siga adelante, compañero… y recuerde siempre que O’Keefe le quiso como a un hermano.
Le estreché las manos con desesperación. Y de repente, a través de mi ira y mi desesperación se abrió paso una enorme paz.
—¡Puede que estoy no sea un adiós definitivo, Larry! —Exclamé— ¡La banshee no ha gritado!
Su cara se iluminó con un rayo de esperanza, y volvió a sonreír con aquel gesto travieso.
—¡Es cierto! —me dijo— ¡Por Jesucristo, es cierto!
Entonces Lakla se inclinó hacia mí, y por segunda vez… me besó.
—¡Vamos! —le dijo a Larry.
Agarrados de la mano, se alejaron hacia el pasillo que conducía a las doradas puertas, tras las que los esperaban el Resplandeciente y su sacerdotisa.
Concentrados en su amor y en su sacrificio, no vieron cómo me deslizaba tras ellos. Había decidido que, si su destino era someterse al abrazo del Morador, no lo harían solos.
Se detuvieron en el Portal Dorado; la doncella empujó la palanca de apertura, y las macizas puertas se abrieron.
Con la cabeza erguida, orgullosos y serenos, salieron a la arcada exterior. Los seguí.
A ambos lados se encontraban alineados los esclavos del Morador, las caras rígidamente vueltas hacia su amo. A unos veinte metros de distancia se encontraba el Resplandeciente, girando y pulsando en toda su gloria, emitiendo brillantes espirales y flecos de luz.
Sin dudar un instante, y manteniendo la misma serenidad, Lakla y O’Keefe, cogidos de la mano como dos adolescentes, se dirigieron hacia aquella forma de pesadilla. No pude ver sus caras, pero observé que la decepción se reflejaba en los rostros de los guerreros enemigos, mientras que la duda inundaba los ardientes ojos de Yolara. Más se acercaron al Morador, cada vez más, mientras yo los seguía paso a paso. El incesante girar del Resplandeciente perdió velocidad, mientras que los relámpagos de luz que cruzaban su esencia se habían detenido. Parecía observarlos con aprehensión. Un silencio cayó sobre todos los presentes; un silencio opresivo, ominoso, espeso, palpable. Ahora ambos se encontraban cara a cara con el hijo de los Tres… tan cerca que con alargar uno de sus tentáculos, los hubiera atrapado.
¡Y el Resplandeciente retrocedió!
Sí, retrocedió… y con él retrocedió Yolara, con los ojos desencajados. La doncella y O’Keefe dieron otro paso adelante… y lentamente, paso a paso, avanzaron; el Morador volvió a retroceder. La música se había vuelto caótica, descompasada ¡Casi temerosa!
Y aún retrocedió más, aún más, hasta que alcanzó la plataforma exterior que se cernía sobre el abismo, en cuyas profundidades pulsaban los verdes fuegos del corazón de la Tierra. Y hasta allí retrocedió también Yolara; la maldad que acechaba en su alma surgió por sus ojos, un aullido de ira surgió de su retorcida boca.
Y, como si fuera una señal, el Resplandeciente se iluminó encegadoramente; sus espirales y flecos giraron locamente, su pulsante núcleo brilló como un pequeño sol. Una docena de brillantes tentáculos salieron disparados hacia la pareja, que permanecía en pie inmutable, sin resistirse, esperando el abrazo. Yo también lo esperé a espaldas de ambos.
Me invadió una gran exaltación. Aquel era el fin… y lo compartiría con ambos.
Algo nos empujó hacia atrás; hacia atrás a una increíble velocidad, pero con la suavidad con la que la brisa del verano mece las hojas de los árboles. ¡Nos hizo retroceder hasta que los brillantes tentáculos quedaron a una distancia del grosor de un pelo de nuestras caras! ¡Escuché los sonidos del Morador, eran ya una cacofonía! Oí cómo gritaba Yolara.
¿Qué era aquello?
Entre nosotros tres y ellos se había levantado un ancho anillo de llamas lunares que avanzaba hacia el Resplandeciente y su sacerdotisa ¡Empujándolos, rodeándolos!
Y de su interior surgieron los rostros de los Tres… implacables, llenos de tristeza, mostrando un poder sobrenatural.
Del anillo surgieron chispas y relámpagos de fuego blanco que penetraron la esencia del Morador, golpeando su núcleo pulsante, atravesando las siete esferas que lo coronaban.
De repente, el brillo del Resplandeciente comenzó a decrecer, mientras que las siete esferas se apagaban; los diminutos filamentos brillantes que surgían de éstas hasta el cuerpo de Morador chispearon y se desvanecieron. A través de las llamas pude ver el rostro de Yolara ¡Lleno de Terror, distorsionado, inhumano!
La horda de muertos en vida comenzó a agitarse, a retorcerse y contraerse, como si ellos mismos sintieran en sus muertas carnes el tormento de Aquel que los había esclavizado. La luz que emitían los Tres creció de intensidad, se hizo más consistente y pareció expandirse. De repente, del interior de la llamas surgieron cientos de triángulos flamígeros… ¡Docenas de ojos como los de los Silenciosos!
¡Y las siete pequeñas esferas del Resplandeciente, pequeñas lunas de color ámbar, plateado, azul y amatista y verde, rosa y blanco, explotaron y desaparecieron! Abruptamente, el cristalino sonido cesó.
Opacos, con toda su esplendorosa belleza desaparecida, marchitos y escuálidos, sus brillantes flecos de luz se oscurecieron, sus serpenteantes espirales cayeron inmóviles y aquello que una vez había sido el Resplandeciente rodeó con su abrazo a Yolara… y, sin soltarla, se arrojó, destrozado, agostado y agonizante, sobre el borde del puente… abajo, muy abajo, hacia los verdes fuegos del insondable abismo… ¡Con su sacerdotisa ardiendo en los fuegos de su núcleo!
De los guerreros enemigos que habían estado observando aterrorizados la escena surgió un grito de pánico. Nos dieron la espalda y huyeron sobre el puente, corriendo frenéticamente hacia la boca de la caverna.
Las apretadas filas de los muertos en vida temblaron y se estremecieron. De repente, de sus rostros desapareció aquella mezcla de terror y éxtasis y sus caras mostraron una inmensa paz.
Y como un campo de trigo batido por el viento, todos cayeron al suelo. Ya no eran muertos en vida, ahora sencillos cadáveres de personas muertas en paz ¡Libres al fin de aquel espíritu que los había poseído!
Repentinamente, desaparecieron de la neblina los centenares de ojos. A través de ésta sólo se observaban las cabezas de los Silenciosos, que se inclinaron ante nosotros ¡Ante nosotros! Sus ojos de ébano ya no mostraban llamas… sus pequeños fuegos se habían convertido en grandes lágrimas que corrían por sus blancos rostros de mármol. Se inclinaron ante nosotros, sobre nosotros, y su brillo nos envolvió. Mi vista se oscureció. No podía ver. Sentí que una mano se posaba suavemente sobre mi cabeza… y todo el terror, el pánico cerval y las pesadillas que había soportado desaparecieron.
También desaparecieron ellos.
La doncella estaba sollozando sobre el pecho de Larry… sollozando de forma desgarradora… pero con el llanto de alguien que se ha visto transportado desde los umbrales del mismísimo infierno hasta las puertas del paraíso.