No es mi intención, ni sería posible aunque así me lo propusiera, el contar ad seriatim las cosas que sucedieron en las siguientes doce horas. Pero aún así, lo contaré todo. O’Keefe se mantuvo con su mismo buen humor.
—Después de todo, Doc —me dijo—, vamos a tener una buena pelea. Lo peor que me puede pasar, ya me lo advirtió el leprechaum. Le debería de haber contado a los Taitha De lo de la llegada de la banshee; pero se me fue de la cabeza. El hombrecillo verde me dijo que mantendrían a la chica mala y a su clan fuera de este juego; y le aseguro que esto va a poner a los Tres muy contentos.
Lakla le dijo, con los ojos brillantes y la voz temblorosa:
—Tengo otras obligaciones para voz que os van a gustar muy poco, Larry… mi vida. Los Silenciosos dicen que no habréis de participar en la batalla. Deberéis permanecer aquí, junto a mí y a Goodwin… por que si… si el Resplandeciente quiebra nuestras filas, debemos estar aquí para hacerle frente. Y no debéis de luchar contra él, Larry.
Las últimas palabras las dijo casi en un susurro, y mirándolo con vergüenza.
La boca de O’Keefe se abrió tanto que casi se le desencajó la mandíbula.
—Esto va a ser más duro de lo que pensaba —respondió lentamente—. Aún así, lo veo claro: la oveja lista para el sacrificio no debe hacer frente a los leones. No os preocupéis, querida, mientras me mantenga dentro del juego, seguiré sus reglas.
Olaf sentía un júbilo salvaje por la batalla que se aproximaba.
—Las Nomas[32] están terminando de tejer su velo —murmuró—. ¡Ja! ¡Y las tramas de Lugur y de la prostituta del Diablo se encuentran entre sus dedos, listas para ser rotas! Thor estará a mi lado, y he construido un martillo a mayor gloria de Thor.
En sus manos sostenía un enorme martillo de metal negro, con un mango de al menos un metro de largo, y una impresionante cabeza. Haré que mi relato de un salto de doce horas.
En el extremo de la carretera por la que circulaban los corial había una zona de arbustos que llegaba casi hasta la entrada de la caverna, deteniéndose al borde del terreno de color rubí que circundaba su boca. Allí se encontraban emboscados cientos de akka, con sus lanzas de puntas empapada en aquel horrible veneno putriscente y sus mazas de grandes cabezas claveteadas. Estaban ahí para atacar a los murianos en cuanto desembarcasen de sus vehículos. No esperábamos más que provocar una pequeña confusión y una demora entre las fuerzas de Yolara, ya que éramos conscientes de que los capitanes del ejército muriano no tendrían ninguna dificultad en utilizar sus conos keth y sus otras misteriosas armas. Sabíamos también que todos los artesanos y todas las forjas estaban ocupados construyendo una armadura diseñada por Marakinoff y que serviría para neutralizar las armas naturales de los anfibios… y Larry y yo sabíamos de lo que era capaz el ingenio de Marakinoff.
Fuera como fuera, debíamos disminuir el número de nuestros enemigos al comienzo de la batalla.
A continuación, bajo las órdenes del rey de los anfibios, las levas, comandadas por los oficiales habían construido altos muros a lo largo de la probable ruta de los murianos a través de la caverna. Estas construcciones servirían para proteger a los grupos de akka que acosarían al enemigo con dardos y lanzas… resulta curioso notar que esta civilización jamás desarrolló el arco y la flecha.
A la salida de la caverna, habían construido una altísima barricada que se desplegaba casi hasta ambos extremos de la boca; he dicho casi, pues no dio tiempo material para cerrar la construcción.
Y de un lado a otro del inmenso puente, desde su arranque en las orillas del mar púrpura hasta medio centenar de metros antes de la puerta dorada, se desplegaban una barrera tras otra.
Tras la muralla que defendía la entrada de la caverna se desplegaban un millar de akka. Al extremo sin cerrar de la misma, se agolpaban varios batallones, y a izquierda y derecha de la falda del acantilado, donde comenzaban los bosques, se alineaban más legiones, listas para cerrar cualquier brecha.
Multitudes de guerreros copaban las barreras del puente; cientos de ellos ocupaban sus puestos sobre los torreones y los contrafuertes de la isla que casi se adentraban en las púrpuras aguas; la fortaleza esférica era un hervidero de anfibios. Si se me permite una metáfora, diré que todas las rocas y todos los jardines estaban dispuestos para la defensa.
—Ahora —dijo la doncella—, ya no queda nada más que podamos hacer… excepto esperar.
Nos condujo a través de un saliente que salía del gran ventanal y recorría el jardín exterior.
A través del silencio, nos llegó un sonido, un suspiro, un susurro ominoso que se perdió en la lejanía.
—¡Ya han llegado! —gritó Lakla con el fuego de la batalla brillando en sus ojos.
Larry la rodeó por la cintura, la izó en un estrecho abrazo y la besó.
—¡Esto es una mujer! —exclamó O’Keefe— ¡Esto es una mujer… y es mía!
Junto con el sonido de la apertura del Portal, se produjo un movimiento entre los akka; las puntas de las lanzas centellearon, la luz bailó sobre los clavos de las mazas, los espolones golpearon contra el suelo y los gritos de batalla se elevaron en el aire.
Y esperamos… esperamos interminablemente, con las miradas prendidas sobre la muralla que se alzaba contra la boca de la caverna. De repente recordé el cristal a través del cual había estado observando el pa isa je cuando los asesinos penetraron en nuestra habitación. Al mencionárselo a Lakla, soltó una exclamación de contrariedad y envió a su fiel ayudante a buscarlo; que no tardó en regresar con una bandeja llena de cristales. Al llevarme el mío frente a los ojos, vi que las fuerzas más próximas a la caverna entraban en una frenética actividad: un guerrero anfibio tras otros trepaban sobre la muralla y saltaban al otro lado. Relámpagos de luz verde mezclados con fogonazos de intensa luz lunar concentrada brillaban al otro lado, alcanzando a los anfibios y quemándolos con un intenso fuego.
—¡Ya vienen! —susurró Lakla.
En los extremos de la muralla había comenzado una terrorífica carnicería. Estaba claro que en aquellos puntos los akka eran muy superiores; muy en la distancia, vi que los caídos eran reemplazados inmediatamente por nuevos combatientes.
Sobre el campo de batalla, en los extremos de la muralla y sobre la misma, comenzó a elevarse una neblina compuesta de brillantes átomos danzarines; diminutas motas de polvo diamantino que se elevaban en el aire formando pequeños remolinos.
Lo que una vez había sido la guardia de Lakla ¡se precipitaba a la no existencia!
—¡Dios, qué difícil se me hace estar aquí cruzado de brazos! —exclamó O’Keefe.
Olaf parecía poseído por el espíritu de un berserker[33]: mostraba los dientes a través de los labios contraídos en la misma mueca de ira guerrera que debieron mostrar sus antepasados cuando desembarcaban de sus naves para arrasar pueblos y ciudades. Rador estaba lívido de ira; el rostro de la doncella estaba tenso, asomándose a sus ojos toda la rabia contenida en su alma.
De repente, mientras aún observábamos a través del cristal, la pared de roca que habían construido los akka frente a la boca de la caverna ¡Desapareció! Se desvaneció como si una mano gigantesca la hubiera barrido del suelo a gran velocidad. Junto a ella desapareció también el gran número de anfibios que la protegía.
Inmediatamente después comenzó a caer una intensa lluvia de piedras y trozos de carne cubiertos de escamas; sobre el Mar Púrpura, levantando inmensos géiseres de color rubí, sobre la planicie, rebotando sobre el gran puente, aplastando a nuestras fuerzas.
—Es la fuerza que hace que las cosas caigan hacia arriba —nos susurró Olaf—. ¡Es lo que vi en el jardín de Lugur!
Era el objeto de destrucción que Marakinoff le había revelado a Larry, la fuerza que anula la gravedad y envía todo directamente al espacio.
Y ya, sobre las ruinas del muro, golpeando con largas espadas y apuñalando con sus dagas, con sus capitanes disparando sus rayos verdes, moviéndose en ordenadas escuadras, llegaron los soldados del Resplandeciente.
Palmo a palmo empujaron a los guerreros de Nak; pero saltando sobre las fuerzas enemigas, empalándolas en sus lanzas, destrozándolos con sus colmillos y sus garras, aplastándolos con sus mazas, los akka luchaban como demonios. Sin dejar de combatir eran abatidos por los rayos del keth, que los enviaba al olvido.
Ya solo quedaba una delgada línea de anfibios frente al borde de los acantilados.
¡Y sobre ellos se concentraron los rayos desintegradores, convirtiéndolos en átomos de luz!
La línea de akka desapareció, y aunque todos murieron, ninguno abandonó la existencia sin el cadáver de un muriano entre sus brazos.
Dirigí mi mirada hacia la base de los acantilados. A lo largo de la costa se extendían, como una amplia cinta de inexplicable belleza confeccionada por una multitud de pulsantes lunas prismáticas, las gigantescas medusas, alimentándose de anfibios y enanos por igual… Creciendo, haciéndose cada vez más brillantes.
¡A través de las aguas nos llegó el grito de triunfo de los ejércitos de Lugur y Yolara!
¿Y fue mi imaginación, o la luz disminuyó adquiriendo un tono más rosáceo? Oí una exclamación de Larry; al mirarlo, vi que algo parecido a la esperanza crecía en su rostro mientras señalaba hacia la cúpula donde residían los Tres ¡Y lo vi!
Saliendo de la gran ventana transversal a través de la cual los Silenciosos observaban la caverna, el puente y el abismo, comenzó a brotar un torrente de luz opalescente. Cayó en cascada, como si se tratara de una catarata, y comenzó a adoptar extrañas formas: remolinos, columnas y torbellinos, nubes y jirones de niebla en cuyo interior explotaban una miríada de luces. Se desplegó sobre la isla como un sudario, cubriéndolo todo, rechazando la luz púrpura como si estuviera compuesta por una sustancia impenetrable… y aún así, no obstruyó en absoluto nuestra vista.
—¡Dios del Cielo! —jadeó Larry— ¡Mirad!
La luz opalescente marchaba… marchaba… por el gigantesco puente. Se movía suavemente, demostrando algún misterioso tipo de inteligencia. Engulló a los akka y, lenta pero inexorablemente, se cernió sobre los hombres de Yolara que habían alcanzado el pie del puente.
De sus filas brotó un relámpago tras otro de luz verde ¡disparados contra la nada!, ya que a medida que la luz golpeaba la opalescencia, era absorbida hasta desaparecer. La chispeante niebla parecía alimentarse del rayo del keth, consumiéndolo, disipándolo.
Lakla suspiró profundamente.
—Los Silenciosos han perdonado mis dudas —susurró, y una vez más su rostro adquirió color y esperanza, al igual que Larry.
Los anfibios ganaban posiciones. Revestido por la armadura de la niebla, empujaron fuera del puente a los invasores. Observé otro movimiento de masas en los extremos de la caverna, y vi que las legiones de Nak chocaban contra los murianos por la retaguardia. Y reforzando aquel inmenso cepo de fuerzas, los anfibios que aguardaban en los jardines bajo nosotros se volcaron sobre el Portal aún abierto.
—¡Están acabados! —exclamó Larry— ¡Están…!
Con una rapidez tal que no pude seguir el movimiento de su mano, extrajo su pistola automática y disparó una vez, y otra, y otra. Rador extrajo su espada y se precipitó hacia el paseo del jardín, mientras que Olaf, enarbolando su martillo y gritando como un guerrero de antaño, le seguía de cerca. Yo me apresuré a desenfundar mi pistola.
Por el paseo llegaban una veintena de guerreros de la guardia de Lugur, mientras que desde la fronda pude oír su voz que gritaba:
—¡Aprisa! ¡No matéis a la doncella o a su amante! ¡Apr isa! ¡Matad a todos los demás!
La doncella corrió hacia Larry, se detuvo y silbó profundamente… una vez y otra. La pistola de Larry estaba vacía, pero en el momento en que los enanos se dirigían hacia él, pude derribar dos con mis disparos antes de que se encasquillara, quedando inútil. Corrí a su lado. Rador estaba abajo, batiéndose con varios hombres de Lugur. Olaf, el viejo vikingo, hacía girar su martillo, destrozando armadura, carne y hueso.
Larry estaba rodeado y Lakla se precipitó en su ayuda; pero el escandinavo, sangrando ya por una docena de heridas, la vio correr hacia el irlandés, alargó una mano y de un empujón la envió rodando bajo unos arbustos. Al ver a salvo a la doncella, se dedicó a machacar los cráneos de aquellos que empujaban a O’Keefe paseo abajo.
Oí un grito de Lakla… los enanos la habían atrapado y se la llevaban a pesar de sus esfuerzos. Derribé a uno con la culata de mi ya inútil pistola antes de ser derribado por un guerrero.
A través de los gritos escuché el alarido de los akka, cada vez más cerca; luego, un grito de Lugur. Realicé un enorme esfuerzo, levante una mano y hundí los dedos en la garganta del soldado que intentaba apuñalarme. Girando sobre mi espalda, me situé sobre mi enemigo, encontré el puñal que llevaba al cinto y se lo clavé hasta la empuñadura.
O’Keefe, protegiendo a Lakla espada en mano, se batía con media docena de enemigos. Me dirigí hacia su posición, pero me golpearon y caí al suelo. Me levanté atontado… me apoyé sobre un codo y observé sin poder moverme. Los soldados habían sido masacrados, y Larry, sosteniendo a Lakla fuertemente, miraba a su alrededor: a todo lo largo del paseo se amontonaban los akka, que habían acudido diligentemente a la llamada de su doncella.
Todos miramos hacia Olaf, teñido de rojo por la sangre de sus heridas, y a Lugur, vestido con una armadura roja, que se golpeaban, pateaban y empujaban en el pequeño espacio que habían dejado a su alrededor los akka. Me arrastré hacia O’Keefe, que apuntó con su pistola y la bajó.
—No puedo disparar sin correr el riesgo de alcanzar a Olaf —susurró.
Lakla le hizo una señal a los akka, que avanzaron hacia los dos; pero Olaf los vio, asió a Lugur de las hombreras y lo envió volando a una docena de metros de distancia.
—¡No! —gritó el escandinavo, con los pálidos ojos brillando de ira, la sangre corriéndole por la cara y goteando de sus manos—. ¡No! ¡Lugur es mío! ¡Nadie lo matará: yo! Y ahora… Lugur.
Mientras se precipitaba sobre su enemigo, emitió tales juramentos sobre él, Yolara y el Resplandeciente que me son imposibles repetir sobre el papel.
Los insultos avivaron al enano, que se precipitó sobre Olaf con la misma locura que el escandinavo. Olaf le propinó un puñetazo que habría matado a un hombre normal, pero Lugur se limitó a encajarlo y gruñir; agarró a Olaf por la cintura con un brazo y lo levantó en vilo; la otra mano agarró el cuello de Huldricksson.
—¡Cuidado, Olaf! —gritó O’Keefe, pero Olaf hizo caso omiso.
Esperó hasta que la mano de Lugur estuviera pegada a su pecho y entonces, con un movimiento increíblemente rápido (algo que sólo había visto anteriormente en las luchas cuerpo a cuerpo en Papúa), le dio la vuelta a Lugur; lo giró de manera que el brazo de Olaf abrazaba su enorme pecho mientras su mano izquierda reposaba sobre su nuca. De repente, el escandinavo se tiro hacia delante, rodeó una pierna de Lugur con su pierna izquierda y apoyó su rodilla derecha entre los omóplatos de su enemigo.
Durante un segundo o dos, el escandinavo miró al de rojo, sin moverse, paralizándolo. Y entonces, lentamente, comenzó a romperlo.
Lakla gritó brevemente y comenzó a dirigirse hacia los dos, pero Larry la apretó contra su pecho y le tapó los ojos. Luego levantó la mirada y la fijó en los dos luchadores, pálido, inmutable.
Lenta, muy lentamente, comenzó Olaf a tirar. Dos veces gimió Lugur; al final gritó de manera espantosa. Se escuchó un chasquido, como si se partiera una rama gruesa.
Huldricksson se alzó en silencio. Levantó el cuerpo roto de la Voz, aún no muerto, ya que pude ver que sus ojos se movían y su boca se contraía, lo alzó sobre su cabeza, se dirigió al parapeto y lo arrojó a las púrpuras aguas.