Comienzo a narrar este capítulo con grandes dudas, ya que he de narrar una experiencia tan contraria a las leyes físicas conocidas que todo ello me parece increíble. Hasta aquel momento, y vayan por delante todas mis reservas, el misterio del Morador había sido, bajo mi perspectiva, explicable de una forma científica. En pocas palabras, no se trataba de nada que fuera más allá de los dominios de la ciencia; no se trataba de nada que dudara en ocultar a mis colegas de la Asociación Internacional para la Ciencia. Los fenómenos que había presenciado hasta el momento, por más desconocidos o avanzados que fueran, se mantenían dentro de los límites de lo posible; residentes en regiones aún vírgenes para las investigaciones del ser humano, pero aún así, alcanzables.
Pero lo que sucedió… bien, he de confesar que tengo una teoría científica; pero tan abstrusa, tan complicada de encajar dentro de los confines de este escaso espacio que se me ha concedido para explicarlo, tan dependiente de conceptos que incluso los científicos más brillantes encontrarían difícil de explicar, que entro en la más profunda de las desesperaciones.
Por tanto, he decidido contar los hechos tal y como ocurrieron, y afirmar que sucedieron de la manera que los voy a narrar y que yo fui testigo.
Aún así, haciéndome justicia, debo allanar ciertos caminos que llevarán al lector a una profunda perplejidad. Y el primer camino que he de allanar es para comunicar que nuestro mundo no es, en realidad, tal y como lo vemos. Para respaldar esta afirmación, he de referirme a un discurso titulado «La gravitación y el Principio de la Relatividad» que el distinguido físico Dr. A.S. Eddington ofreció ante el Real Instituto[27].
Naturalmente, soy consciente de que no tiene ninguna lógica el afirmar que «Nuestro mundo no es, en realidad, tal y como lo vemos, y que, por tanto, todo lo que nosotros consideramos imposible puede suceder». Aún cuando fuera diferente, estaría gobernado por leyes. Lo verdaderamente absurdo es afirmar que, algo al ser imposible, y por tanto no regido por las leyes, no puede existir.
El quid de la cuestión es el determinar si lo que consideramos imposible puede o no puede ser posible bajo leyes más allá de nuestro conocimiento.
Espero que sabrán disculparme por esta digresión académica, pero la he considerado necesaria y al menos ha conseguido que yo me sintiera más cómodo. Y ahora he de comenzar mi relato.
Larry y yo habíamos estado observando como los anfibios arrojaban a las púrpuras aguas los cadáveres de los asesinos de Yolara. Como cuervos que se precipitaran sobre la carroña, comenzaron a llegar, flotando majestuosamente, docenas de brillantes globos. Extrajeron sus estilizados y multicolores tentáculos, y las iridiscentes burbujas se precipitaron sobre los cadáveres. A medida que los tentáculos les tocaban los cuerpos comenzaron a pudrirse, incluso los huesos, de la manera que yo había visto pudrirse la fruta bajo el pinchazo del dardo aquel día que le salvé la vida a Rador… y las medusas comenzaron a alimentarse de aquel horror, pulsando lentamente, con sus maravillosos colores rielando, cambiando, creciendo y haciéndose más fuertes; maravillosas lunas élficas, pero lunas que habían adquirido su esplendorosa belleza alimentándose de la muerte, seres de encanto cuya gloria era sorbida del horror.
Enfermo, aparté la vista… O’Keefe estaba tan pálido como yo; regresé por el corredor que se abría a la balconada desde la que habíamos estado observando, y vimos que Lakla se acercaba corriendo en nuestra busca. Antes de que pudiera hablar, se escuchó en el aire un leve susurro, que creció hasta convertirse en un murmullo que pasó por nuestro lado y se perdió en la distancia.
—El Portal ha sido abierto —nos dijo la doncella. Un levísimo susurro, como el eco del sonido anterior, flotó sobre nosotros—. Yolara se ha ido, el Portal se ha cerrado. Ahora debemos apresuramos… ya que los Tres han ordenado que vos, Goodwin, junto con Larry y conmigo, recorramos los extraños caminos de los que os hablé, y por los que viajaron las amadas de Olaf… y deberemos recorrerlo sin la compañía de Olaf para evitar que se le rompa el corazón, y estar de regreso antes de que él y Rador crucen el puente.
Su mano buscó la de Larry.
—¡Venid! —nos dijo Lakla.
Nos internamos por las entrañas de la fortaleza, bajando y bajando, atravesando una sala tras otra, recorriendo enormes tramos de escaleras. Nos introdujimos tanto en las profundidades que bajamos más allá de las raíces de las montañas. Lakla se detuvo tras pasar una curva, presionó suavemente sobre un bloque de piedra púrpura, esté giró y pasamos a través del hueco antes de que se cerrara.
La habitación… el nicho de roca en el que nos encontrábamos estaba facetado en forma de diamante, y sus paredes brillaban suavemente como si hubieran sido talladas en esa piedra preciosa. Su forma era oval, y una escalera conducía a su pulida base, de al menos veinte metros de diámetro. Al echar un vistazo por encima del hombro, vi que no existían trazas de la entrada, salvo los escalones por los que habíamos llegado al suelo de la cámara. Mientras miraba hacia atrás, vi que los escalones giraban desapareciendo, dejándonos en medio de un círculo aislado y rodeados por la paredes facetadas, en las que nos reflejábamos los tres. Daba la sensación de que nos hubieran metido en un inmenso diamante vuelto sobre sí mismo.
Aún así, el óvalo no era perfecto: a mi derecha una pantalla cortaba su simetría. Una pantalla que reverberaba con una luminiscencia fantasmal y que se elevaba desde el suelo hasta el techo; su superficie era levemente convexa y estaba cruzada por millones de líneas parecidas a las de un espectroscopio, pero con una leve diferencia: que cada línea parecía estar compuesta por una multitud de líneas más finas, casi microscópicas, que se extendían hasta el infinito, unas líneas que debían haber sido talladas con un instrumento tan preciso y delicado que, en comparación, nuestro instrumento más preciso habría parecido la guadaña de un segador.
A una distancia aproximada de medio metro, habían instalado algo parecido al pie de un compás en cuya caja acristalada se movían vaporosos anillos concéntricos de un color fantasmalmente azulado. Sobre la superficie de la caja se encontraba un dial, y por encima de él un pequeño teclado de cristal con ocho pequeñas muescas.
La doncella colocó sus estilizados dedos sobre las muescas, miró al disco y apretó un dígito del teclado. De repente, la pantalla giró en silencio, adoptando un nuevo ángulo.
—Rodead mi cintura con el brazo, Larry, mi vida, y permaneced cerca de mí —murmuró—. Vos, Goodwin, rodead mis hombros con vuestro brazo.
Titubeante, hice lo que me ordenaba; ella hizo una pausa, y colocó los dedos de la otra mano sobre las demás muescas. Tres anillos de vapor se iluminaron brillantemente y comenzaron a girar más deprisa entrelazándose entre ellos. La pantalla, ahora a nuestras espaldas, comenzó a emitir un brillo que contenía todos los espectros luminosos… no sólo los visibles al ojo humano, si no también los invisibles. El brillo creció y de repente salió disparado de la pantalla ¡Atravesando nuestros cuerpos como un rayo de sol atraviesa el cristal de una ventana!
Las facetas más cercanas a la pantalla comenzaron a chispear, y en las paredes pude ver nuestras figuras, sacudidas y desgarradas como un gallardete desgarrado por un huracán. Comencé a darme la vuelta, para mirar a mis espaldas, cuando me detuvo la doncella:
—¡No os giréis… por vuestra vida!
La radiación a nuestras espaldas creció de intensidad, convirtiéndose en una tempestad de luz en la que yo no era más que la sombra de una sombra. Oí, pero no con mis oídos… ni tan siquiera con mi mente, una inmenso rugido; un tumulto enviado desde los confines del universo; un huracán que se aproximaba a nosotros desde el mismo corazón del cosmos… más cerca, cada vez más cerca. Cuando llegó sobre nosotros, se desgarró a sí mismo con garras inhumanas.
Y brillante, cada vez más brillante, crecía la luz.
La paredes facetadas comenzaron a desaparecer; las que se encontraban frente a mí se fundieron, se tornaron diáfanas, como un muro de gelatina intentando contener una explosión de fuego; a través de ellas, bajo el torrente de abrasadora luz, a través del monstruoso tornado luminoso, comencé a moverme, lentamente, pero cada vez más deprisa.
El rugido aumentó aún más su intensidad y la radiación se movió con mayor velocidad. Mi extensión corporal avanzó hacia una pared de roca, la escorzó y atravesó su materia. Pude ver unos jardines élficos, que giraron sobre sí mismos, se contrajeron hasta formar una finísima película de color que se unió a mi esencia. A acercarme a otra pared de piedra, ésta se contrajo de la misma manera que el bosque y su esencia pasó a formar parte de la mía, como si se tratara de una carta introduciéndose en una baraja.
A nuestro alrededor flameaban desgarradas nubes escarlatas, mientras la fuerza que nos impulsaba hacia delante no cesaba en ningún momento.
Atravesamos una nueva barrera de rocas y nos sumergimos en blancas aguas que fueron absorbidas por nuestras proyecciones, al igual que las tierras del musgo y las rocosas paredes de los acantilados, que se introdujeron en nuestra esencia como había ocurrido anteriormente. Nuestro vertiginoso vuelo perdió velocidad, pareció que nos deteníamos, flotando durante unos instantes, y volvimos a avanzar… lentamente, con precaución.
De repente, una neblina comenzó a formarse frente a nosotros. Nos detuvimos una vez más, flotando suavemente, y la niebla se aclaró.
Miré al frente, y pude ver que mi vista alcanzaba hasta el lejano y verde horizonte. Un brillo prismático me cegó; oleadas y pulsaciones de luz parecidas a las que se producen cuando el sol brilla sobre el verde mar tropical al medio día golpearon mis ojos. Etéreos y danzarines velos chispeantes compuestos por una infinitud de átomos de luz flotaban, giraban y se retorcían en profundidades de nebuloso esplendor.
Pude ver que Lakla, Larry y yo no éramos más que vagas sombras posadas sobre el saliente de pulida roca que se alzaba unos cuarenta metros… una superficie alfombrada con pequeños capullos blancos que rielaban con suave fosforescencia, como si fueran volutas de humo del fuego lunar. Eramos sombras… y aún así poseíamos sustancia; nuestra materia estaba compuesta, en parte, por las rocas que habíamos atravesado y aún así éramos sangre y carne vivas. Nos extendimos… no encuentro otra forma de expresarlos… nos extendimos a lo largo de kilómetros y kilómetros de espacio que daba, a la par, la misma espantosa sensación de inmensas distancias horizontales y una absoluta falta de espacios verticales y de materia. ¡Permanecíamos allí, sobre la superficie de la roca; y al mismo tiempo estábamos aquí, frente a la pared afacetada de la sala oval de espaldas a la furiosa radiación!
—¡Manteneos sereno, Goodwin! —Oí que me decía Lakla junto a mí; aunque sabía que me había hablado desde la sala—. ¡Manteneos sereno, Goodwin… y mirad!
Los velos de luz desaparecieron y abismales distancias se extendieron ante mí. Resplandeciendo al fondo, y aferradas con sus raíces a algún sustrato más denso que el aire, vi grandes masas vegetales: árboles frutales, árboles cuajados de pálidos capullos parecidos a la fruta marina del olvido (las uvas de Lethe[28] que crece en las laderas de cavernas de las Hébridas.
A su alrededor y por su interior pululaba y se arremolinaba una horda (tan numerosa como aquella que comandó Tamerlán cuando cayó sobre Roma, tan vasta como aquella con la que Genghis Khan arrolló a los califas) de hombres, mujeres y niños vestidos con andrajos, o completamente desnudos. Vi que había orientales de ojos rasgados, malayos de ojos oscuros, isleños negros, cobrizos y amarillos; feroces guerreros de las Salomón con extraños abalorios fantásticamente prendidos de sus caras, nativos de Papúa, de Java, dayakos de la costa y las montañas. Entre ellos se mezclaban fenicios de narices aguileñas, romanos, griegos de nobles rostros y vikingos de siglos pasados junto a murianos de negro pelo. También vi gente de rasgos occidentales (hombres, mujeres y niños) que vagaban y andaban ciegamente; y en todos ellos observé aquel gesto de horror y arrobamiento, vi reflejados en sus ojos el terror y el éxtasis, como si Dios y Satán hubieran trabajado mano con mano sobre ellos. ¡El sello del Resplandeciente! ¡Los muertos en vida, los desaparecidos!
¡Las presas del Morador!
Miré con el alma enferma. Nos dirigieron terroríficas miradas, nos hicieron gestos, nos alargaron sus manos… multitud tras multitud de caras pasaron bajo nosotros, se detenían y nos miraban. Hasta donde me alcanzaba la vista, mareas de seres alargaban sus brazos hacia nosotros ¡Mirando, mirando fijamente!
De repente sentí otro movimiento… muy, muy lejos. La multitud comenzó a moverse con aborregados movimientos; los muertos en vida oscilaron, se apartaron y formaron una larga avenida hacia cuyo comienzo miraron todos con una insistencia ávida, ansiosa.
Al principio pude ver solamente una nube luminosa, un poco más tarde comenzó a aproximarse por la avenida un girante pilar de esplendorosos colores. Era el Resplandeciente. A medida que pasaba, los muertos en vida comenzaron a introducirse en su materia, como hojas arrastradas por un remolino de viento; y cuando el Resplandeciente los alcanzaba y los golpeaba con sus espirales y sus tentáculos, sus víctimas brillaban con un terrorífico resplandor inhumano… como jarrones de alabastro en los que se hubieran introducido velas encendidas. Y una vez que pasaba y los liberaba, volvían a miramos fijamente con aquellos ojos de pesadilla.
El Morador pasó bajo nosotros.
¡De pronto vi el cuerpo de Throckmartin entre el enjambre de cuerpos! Throckmartin, mi amigo, aquel por el que yo había viajado hasta la puerta de la luna pálida; mi amigo, aquel a cuya llamada yo había respondido con tanta diligencia. Sobre su cara vi la odiosa marca del Morador: sus labios estaban desangrados; tenía los ojos muy abiertos, brillantes y pálidos por una extraña fosforescencia… unos ojos que no mostraban alma alguna.
Me miró directamente, sin parpadear, sin reconocerme. Junto a él se encontraba una mujer, joven y bella… bella incluso a causa de la máscara en la que se había convertido su cara. Y sus ojos, como los de Throckmartin, brillaban con aquellos diabólicos y mortales fuegos. Se acercó más al hombre; y a pesar de que la horda empujaba hacia todos lados, ambos permanecieron juntos, como si los unieran lazos indisolubles.
Supe que la joven era Edith, su esposa, ¡aquella que en un vano sacrificio por salvarlo se había arrojado al abrazo del Morador!
—¡Throckmartin! —grité— ¡Throckmartin, estoy aquí!
¿Me oyó? Ahora sé con seguridad que no fue así.
Pero en aquel momento esperé… con la esperanza de que las garras que atenazaban mi corazón se disolvieran.
Jamás me han abandonado aquellos ojos. De repente, se produjo otro movimiento de la masa, otra oleada humana, y desaparecieron entre la multitud, fundiendo sus cuerpos con el gentío, sin apartar su mirada.
En vano los busqué con la mirada, en vano me esforcé por encontrar algún signo de reconocimiento, alguna chispa de vida en su interior. Pero se habían ido. Por más que lo intenté no pude volver a verlos… tampoco me había sido posible ver a Stanton ni a Thora, que había sido la primera de aquella trágica expedición en ser llevada por el Morador.
—¡Throckmartin! —grité una vez más, desesperado. Las lágrimas me cegaron.
Sentí que Lakla me tocaba suavemente.
—Tranquilo —me dijo llena de piedad—. Tranquilo, Goodwin. No podéis ayudarlos… ¡Por ahora! Tranquilizaos y… observad.
El Resplandeciente se había detenido bajo nosotros… girando, retorciéndose, vibrando con su diabólica y horrible belleza. Se había detenido y nos contemplaba. Ahora pude ver claramente su núcleo, su corazón, atravesado por relampagueantes venas de luz, su glorioso centro siempre cambiante atravesado por retazos de luz, nubes brumosas, suaves opalescencias, vaporosas espirales o fantasmagóricos fuegos prismáticos. Sobre él se encontraban las siete pequeñas lunas amatista, azafrán, esmeralda y azul y plata, de rosa y blanco lunar. Se dispusieron formando una diadema… serenas, tranquilas, expectantes… e introdujeron en el interior del Morador diminutas agujas y espirales y remolinos, metieron en su interior pequeños rayos más finos que la más fina de las telas de araña, y a través de sus filamentos vi correr energía que salía de los siete globos, como si se tratara de los siete chorros en miniatura que descargaron llamas lunares desde los cristales septicromáticos que colgaban del techo del Estanque de la Luna.
¡Y a través de aquella tormenta emergió… la cara!
Era un hombre y una mujer al mismo tiempo… como alguna antigua deidad andrógina de los Etruscos largo tiempo olvidada, al mismo tiempo hombre y mujer; humano e inhumano, seráfico y siniestro, bondadoso y diabólico… como una llama, que al mismo tiempo es belleza y destrucción; como el viento, que al igual acaricia los árboles o los derriba; o como una ola, que no pierde su belleza mientras refresca o ahoga.
Sutil, indefiniblemente, parecía estar en nuestro mundo, y al mismo tiempo parecía estar en un mundo más allá. Sus lineamentos afloraron de otra esfera, adoptaron repentinamente una forma vagamente familiar… y con la misma rapidez que la habían adoptado, se transformó en algo amorfo, inhumano; un dios desconocido, indescriptible, imposible de mirar, que vagara por la profundidades del espacio más allá de las estrellas; y aún así, poseía una esencia humana, como si todas las almas mortales nos observaran, atrapadas en su interior, diabólicamente retenidas.
Aquel ser poseía ojos… ojos que sólo eran sombras oscurecidas por el brillo que los rodeaba, pero aquel brillo cesó como si se tratara de una cortina que se corriera, y aquella cortina reveló lo desconocido: dos profundos estanques azules, azules como el mismo Estanque de la Luna. De repente relampaguearon, y fue entonces cuando el rostro adquirió su aspecto más humano, mientras sus ojos se transformaban en dos estrellas gemelas, tan grandes como las propias esferas que coronaban la cara, revelando la entrada a mundos prohibidos, extraños, mortales para el hombre.
—¡Manteneos firme! —me llegó la voz de Lakla mientras sentía cómo su cuerpo se pegaba al mío.
Hice un esfuerzo por mantener serena mi mente y miré una vez más. Vi que el Resplandeciente no poseía un cuerpo, al menos no un cuerpo como lo entendemos nosotros… no poseía tal cosa, sólo aquel núcleo pulsante, luminoso, cruzado por rapidísimos estallidos de luz multicolores; y rodeándolo todo, sin detenerse jamás, arropándolo, aquella columna arremolinante de luz nacida de la unión entre el cielo y el infierno.
Así, el Morador se detuvo… y nos miró.
De repente, elevándose hacia nosotros, comenzaron a reptar unas espirales buscando nuestra presencia.
Sentí bajo mi mano que los hombros de Lakla se estremecían; los muertos en vida se desvanecieron junto con su amo… yo me vi impulsado hacia atrás, me retorcí por el interior de las rocas y sentí que me encogía, que me disolvía. Capa tras capa, los muros de piedra, las plateadas aguas, los jardines élficos se fueron separando de mi sustancia como si se trataran de cartas que abandonaran su mazo. Uno detrás de otro giraron en la nada, volvieron a su antigua posición a medida que yo volvía a pasar por sus emplazamientos.
Jadeante, atormentado, débil, me vi de pie en la cámara oval, con el brazo aún sobre los hombros de la doncella. Larry, que había rodeado su cintura con una mano, se asía al cinturón de Lakla como si se tratara de un salvavidas.
El aullante e impalpable vendaval cósmico se había retirado a más allá del espacio, el cegador flujo de furiosa luz se apaciguó, perdió intensidad y murió.
—Ya habéis sido testigos —nos dijo Lakla—. También os felicito por vuestra travesía. Ahora debéis oír, pues así lo ordenan los Silenciosos, qué es el Resplandeciente… y cómo llegó a ser lo que es.
Los escalones volvieron a aparecer, mientras la puerta de acceso a la cámara se abría.
Larry y yo seguimos a la doncella en silencio.