—¡Jamás ha existido una chavala semejante! —exclamó Larry soñadoramente apoyando la cabeza en una mano. Se encontraba recostado sobre un amplio diván en una sala a la que nos había conducido Lakla para ir a atender a los Silenciosos.
—¡Y, por el honor y el buen nombre de los O’Keefe, y por el alma de mi difunta madre, que Dios me considere a mí como yo la considero a ella! —susurró fervientemente.
Tras esto, se sumió en una profunda ensoñación.
Yo caminé por la habitación, examinándola. Esta era la primera oportunidad que tenía de inspeccionar cuidadosamente alguna sala de los dominios de los Tres. Se trataba de una sala octogonal, alfombrada con espesos tapices que brillaban suavemente con una luz azulada y que parecían tejidos con algún tejido mineral, en lugar de lana o algo semejante. Medí su diagonal con pasos: medía veinte metros. El techo, abovedado, estaba construido con algún metal de tonos rosas; recogía la luz que entraba por las estrechas ventanas y la esparcía por toda la habitación.
Alrededor de la sala octogonal corría una galería a no más de medio metro de altura, balaustrada con estilizadas columnas que daban paso a puertas cubiertas por unas espesas cortinas de color ore mate, que daban la misma sensación de tejido metálico que las alfombras Incrustado en cada una de las paredes, por encima de la galería, pude ver un enorme bloque de lapislázuli con unos indescifrables pero maravillosos diseños de color escarlata y zafiro incrustados.
El mobiliario consistía en el enorme diván en el que estaba recostado Larry, dos más pequeños, media docenas de asientos bajos y unas sillas de una madera confeccionadas con oro y lo que parecía ser ébano.
Lo más curioso eran los trípodes, grandes, macizos, con las patas parecidas a lanzas, y de dos metros de altura, sobre los que reposaban pequeños aros de lapislázuli en los que habían engarzados unos símbolos que me recordaron los ideogramas chinos.
No existían trazas de polvo… en ningún lugar de este cavernoso mundo había encontrado rastros de aquel inseparable compañero del ser humano en el mundo superior. Vi por el rabillo del ojo un brillo; al dirigirme a su fuente, encontré sobre uno de los bajos asientos un cristal liso y limpio de forma oval que me recordó a una lente. Lo recogí y me dirigí a uno de los balcones. Alzándome de puntillas, descubrí que podía ver, muy al fondo, el comienzo del puente. Desde mi posición no podía ver la fortaleza ni el brillo verdoso sobre las puntas de las lanzas. Situé el cristal frente a uno de mis ojos… y bruscamente, la caverna avanzó a mi encuentro, situándose a no más de cincuenta metros de donde me encontraba; evidentemente, el cristal era una maravillosa lente de aumento… ¿Pero dónde se encontraba la guarnición?
Miré más detenidamente. ¡Nada! Pero en aquel momento pude apreciar una docena de diminutas y danzarinas chispas. Pensé que se trataría de una ilusión óptica, por lo que dirigí el cristal hacia otro lugar. No pude ver ninguna chispa, por lo que dirigí el cristal al lugar anterior… y volví a verlas. ¿A qué me recordaban? De repente, lo recordé… se parecían a los pequeños y radiantes átomos que habían flotado durante unos instantes sobre el lugar que había ocupado Songar de Aguas Vanas tras desaparecer en la nada… y con el recuerdo me llegó la comprensión ¡Los keth!
Un grito salió de mis labios, me giré hacia Larry… ¡y mi grito murió cuando vi que la cortina situada a mi derecha comenzaba a ondular dejando paso a cuerpos invisibles que penetraban en la habitación!
—¡Larry! —grité—. ¡A mi lado! ¡Rápido!
Saltó sobre sus pies, miró a su alrededor con gesto salvaje… ¡Y desapareció! Sí… se desvaneció de mi vista como la llama de una vela frente a un huracán; o como si un objeto moviéndose a la velocidad de la luz se lo hubiera llevado por delante.
De repente, me llegaron sonidos de lucha del diván, el sonido silbante de respiraciones forzadas, la voz de Larry maldiciendo. Salté sobre la balaustrada, desenfundé mi pistola… y me agarraron dos poderosas manos. Mis codos se unieron a mi cuerpo y me vi derribado al suelo muy cerca de un pecho cubierto de vello; y a través de aquel cuerpo, translúcido, sin sombra, liviano como el aire, pude notar la lucha que se producía sobre el diván.
De repente, se escucharon dos secos estampidos y la lucha cesó bruscamente. Desde un punto a nos más de medio metro sobre la superficie del diván, como si se desangrara el mismo aire, comenzó a gotear la sangre, cada vez con mayor profusión, derramándose de ningún sitio.
Y del aire surgió, a no más de dos metros del lugar, la cara de Larry… sin cuerpo, flotando a casi dos metros del suelo, con los ojos brillantes de ira… flotando sobre la nada como un horrible fantasma.
Sus manos salieron del vacío… sin brazos, y comenzaron a moverse, apareciendo y desapareciendo, desgarrando algo. Entonces, como si lo dibujaran en el aire, comenzó a aparecer O’Keefe, con la pistola humeante en la mano, primero sin caderas, más tarde sin piernas, y finalmente sin pies.
Y aún seguía goteando aquel reguero de sangre, empapando el cojín sobre el que caía, y manchando el suelo de la habitación.
Hice un movimiento de escapar, pero me sujetaron con mayor firmeza… y, de repente, apareciendo al lado de la cara de Lar y con la misma impresión de irrealidad, se mostró la cabeza de Yolara, más cruelmente bella que antes, la maldad brillando en sus ojos como blancas llamas del infierno… ¡Y maravillosa!
—¡Manteneos todos quietos! ¡No ataquéis… a no ser que os lo ordene! —dirigió tales palabras a los invisibles guerreros que la acompañaban y cuya presencia pude sentir que llenaba la sala.
La maravillosa cabeza flotante de sedoso pelo rubio como una mazorca se dirigió hacia el irlandés. Nuestro amigo dio un rápido paso atrás, y los ojos de la sacerdotisa adquirieron un profundo tono púrpura que les hizo adquirir una apariencia aún más demoníaca.
—Así pues —le dijo—, así pues, Larri, ¡pensasteis que os libraríais de mí de manera tan infantil! —rió suavemente—. En mi oculta mano sostengo el cono del keth —murmuró—. Antes de que seáis capaz de levantar vuestro tubo de la muerte, os puedo herir… y lo haré sin duda ni dilación. Y considerad, Larri, que si la doncella, la choya, apareciera, podría desaparecer… así —y la cabeza desapareció de nuestra vista— y destruirla con el keth… ¡O podría ordenar a mi gente que la apresara y la entregara al Resplandeciente!
Diminutas gotas de sudor perlaron la frente de Larry, y supe que no estaba pensando en su propia seguridad, si no en la de Lakla.
—¿Qué deseáis de mí, Yolara? —le preguntó con voz ronca.
—Nada —le respondió con voz burlona—. Nada desea Yolara de vos, Larr… volvedme a decir aquellos dulces nombres con los que me alabasteis… Miel de Abejas Salvajes, Arrobo de los Corazones… —Su risa resonó por toda la sala.
—¿Qué deseáis de mí? —volvió a preguntar con la voz tensa y los labios apretados.
—¡Ah, tenéis miedo, Larri! —exclamó con diabólico júbilo—. ¿Qué más podría desear que regresarais a mi lado? ¿Porqué otro motivo habría atravesado el antro del gusano dragón y habría sorteado tantos peligros si no fuera para pedíroslo? Y observo que la choya no os ha guardado adecuadamente —una vez más rió—. Llegamos al final de la caverna, y allí estaban sus akka. Y los akka no vieron más que… sombras. Pero mi deseo residía en sorprenderos con mi visita, Larri —la voz se suavizó—, y temí que ellos se nos adelantaran en comunicaron nuestra llegada y despertaran antes de tiempo vuestro júbilo. Así, Larr, que disparé el keth sobre ellos… y les regalé con la paz y el descanso en la nada. Y el portón estaba franco ¡Casi era una bienvenida!
Una vez más resonó su plateada y diabólica risa.
—¿Qué deseáis de mí? —Los ojos de Larry reflejaron odio, apenas controlándose.
—¡Desear! —la voz plateada se convirtió en el silbido de una serpiente durante unos instantes, pero rápidamente recuperó su control—. ¿No les apena a Siya y a Siyana que el ritual que les ofrecí quedara interrumpido? ¿Y no desean que se complete? ¿No soy deseable? ¿Más deseable que vuestra choya?
La maldad desapareció de sus maravillosos ojos; el azul volvió a teñirlos, y el velo de invisibilidad se deslizó de su cuello y sus hombros, revelando la mitad de sus inmaculados pechos. Y asombrosa, asombrosa más allá de cualquier explicación era la belleza de aquella exquisita cabeza y aquel exquisito pecho que flotaba en el aire… y también maravillosos, siniestramente maravillosos más allá de todo calificativo. ¡Sólo Lilith, la mujer serpiente, se había mostrado tan tentadora cuando se dio a conocer a Adán!
—Y quizá, le dijo, sólo quizá, os quiero por que os odio; o quizá por que os amo… o quizá para entregaros a Lugur, o quizá para ofreceros en sacrificio al Resplandeciente.
—¿Y si voy con vos? —le preguntó él con calma.
—Entonces perdonaré a la doncella… y… ¿quién sabe? Puede que retire a mis tropas que ahora se agolpan en el portal y deje que los Silenciosos se pudran en paz en su fortaleza… desde donde no tienen poder para controlarme —añadió con retintín.
—Habréis de jurarlo, Yolara. ¿Juráis marchar sin dañar a la doncella? —le preguntó con ansiedad.
Pequeños demonios bailaron en sus ojos, yo aparté la mirada de su contaminación.
—¡No confíe en ella, Larry! —le grité, y una vez más la presión me aplastó contra la alfombra.
—¿Ese imbécil que lo está sujetando está frente a usted o a sus espaldas, viejo? —me preguntó a media voz sin apartar la mirada de Yolara—. Si lo tiene delante, podré hacer fuego… luego, usted sale volando y avisa a Lakla.
Pero no fui capaz de responder; y menos aún fui capaz al recordar la advertencia de Yolara.
—¡Decídase con rapidez! —su voz era fría como el hielo.
Las cortinas hacia las que se había ido moviendo lentamente O’Keefe se apartaron de golpe. ¡En el marco de la puerta apareció la doncella! La cara de Yolara se transformó en la de la Gorgona, tal y como había sucedido anteriormente, cuando se enfrentó a la doncella dorada. En su ciega ira olvidó cubrirse con el velo, y su mano surgió disparada de entre sus pliegues, apuntando con aplomo el plateado cono hacia Lakla.
Pero antes de que pudiera hacer puntería, antes de que la sacerdotisa pudiera liberar la tremenda energía, la doncella estaba sobre ella. Con la gracia de un blanco lobo saltó y una blanca mano asió la garganta de Yolara, mientras que la otra apartaba aquella que sostenía el cono; blancos muslos rodearon aquellos que eran invisibles. Vi que la cabeza rubia se inclinaba mientras la mano que sostenía el keth daba un violento tirón; entonces, los blancos dientes de Lakla se hincaron en la delicada muñeca, la sangre saltó y la sacerdotisa emitió un agudo grito. El cono cayó y saltó en mi dirección, con todas mis fuerzas saqué de debajo de mi cuerpo la mano que aún sostenía la pistola y abrí fuego varias veces contra el pecho que me aprisionaba.
La presa que me retenía se soltó, y un chorro de sangre me salpicó, mientras que otras gotas manchaban la alfombra; una mano salió de la nada, tembló un instante… y quedó laxa.
Yolara había sido derribada, Lakla la había derribado con la presa de sus piernas y había combatido con la furia de una madre defendiendo a su hijo frente a una manada de fieras. Sobre las dos se alzaba O’Keefe, sosteniendo en la mano una lanza que había arrancado del trípode más cercano… y dando lanzazos, tajos y golpes contra las manos que salían de la nada para sujetarlo como si sostuviera una espada bastarda. Saltaba de aquí para allá, esquivando mientras no cesaba de proteger a Lakla con sus propio cuerpo, como si se tratara de un cavernícola defendiendo a su hembra.
La lanza golpeó… y al suelo cayó el cuerpo de un hombrecillo medio descubierto; mientras se retorcía en su agonía, dejó al aire sus extremidades. Junto al caído se alzaba el trípode del que había tomado Larry su arma. Me lancé hacia él, lo derribé para arrancar uno de los soportes que quedaban ¡Y golpeé con él a uno de los atacantes, que se precipitó a mi encuentro con un cuchillo por delante! La pieza se partió, dejando entre mis manos una larga pieza de metal dorado. Salté junto a Larry, protegiendo su espalda y haciendo girar mi arma como si se tratara de un bastón. Sentí cómo golpeaba con violencia una vez… dos, destrozando huesos y músculos.
En la puerta se escuchó un tumulto, y dentro de la sala se precipitaron una docena de anfibios. Mientras que un grupo corría a cubrir las entradas, el resto se unió a nosotros, y formando un círculo a nuestro alrededor, comenzaron a golpear con los espolones y las garras y los invisibles guerreros que gritaban y buscaban una vía de escape. De repente, las alfombras azules comenzaron a llenarse de charcos de sangre, cabezas cercenadas, torsos desgarrados, brazos amputados y cuerpos destrozados, medio ocultos y medio desvelados. Finalmente, la sacerdotisa quedó en silencio, mostrando de manera extraña retazos de su desnudo cuerpo, parcialmente oculto por el velo. O’Keefe se agachó y apartó a Lakla, con lo que Yolara pudo ponerse en pie respirando afanosamente. La doncella, con el rostro aún contraído por la ira, dio un paso hacia la sacerdotisa. Con dificultad pudo controlar el tono de su voz.
—Yolara, le dijo —habéis desafiado a los Silenciosos, habéis profanado su hogar, habéis venido a asesinar a estos hombres, huéspedes de los Silenciosos y míos, que soy su doncella… ¿Por qué habéis hecho tal?
—¡Vine en su busca! —jadeó la sacerdotisa señalando a O’Keefe.
—¿Por qué? —le preguntó Lakla.
—Por que me ha sido ofrecido —le replicó Yolara, con todos los demonios asomándole por la cara—. ¡Por que se me prometió! ¡Por que es mío!
—¡Falso! —la voz de la doncella se elevó con rabia ¡Falso! Pero, él hará su elección aquí y ahora, Yolara. Y si os elige a vos, ambos abandonaréis esta plaza a salvo… Por que, Yolara, mi mayor deseo es su felicidad, y si vos sois su felicidad… saldréis de aquí juntos. Y ahora, Larry ¡Elegid!
Con un movimiento se situó junto a la sacerdotisa, y con un movimiento la despojó de los restos del velo de invisibilidad que quedaban.
Allí permanecieron ambas… Yolara con un breve retazo de tela cubriendo su maravillosa desnudez, su brillante y perfecta piel; una mujer serpiente… arrebatadora, más allá de los más desbocados sueños de Fidias, y con el mismísimo infierno brillándole en los ojos.
Y Lakla, como una doncella vikinga, como una de aquellas vírgenes guerreras que permanecían firmes y luchaban por los heridos y los niños junto a los viejos héroes de la verde isla de Larry; su cuerpo marfileño insinuándose a través de las destrozadas ropas, mientras que en sus grandes y dorados ojos brillaba la furia, pero no la furia diabólica de la sacerdotisa; si no la justa furia de un alma que, buscando el paraíso, ve que está siendo destruido.
—Lakla —la voz de O’Keefe sonó átona, herida—, no existe elección posible. Os amo, y sólo os amo a vos… desde el mismo instante en que os vi. Esto no es fácil… Dios, Goodwin, me siento como un adolescente. No existe elección posible, Lakla, finalizó mirándola a los ojos.
La cara de la sacerdotisa se congeló con una ira mortal.
—¿Qué haréis conmigo? —nos preguntó.
—Manteneos como rehén —le respondí.
O’Keefe permaneció en silencio, pero Lakla meneó la cabeza.
—Bien que me gustaría —su rostro tenía una apariencia soñadora—, pero los Silenciosos dicen… no; me han permitido que os deje marchar, Yolara.
—Los Silenciosos —rió la sacerdotisa—. ¡Vos, Lakla! ¡Vos sois la que teméis que me acerque demasiado a él si permanezco aquí!
La tormenta volvió a cernirse sobre el rostro de la doncella, que hizo un esfuerzo por contenerse.
—No —le respondió—, los Silenciosos así lo han ordenado… y por sus propios motivos. Aún así, Yolara, pienso que tendréis escaso tiempo para alimentar vuestra crueldad… decídselo así a Lugur… ¡y a vuestro Resplandeciente! —Añadió lentamente.
La burla y el escarnio emanaron de cada poro de la sacerdotisa.
—¿Me iré sola? —preguntó.
—No, Yolara, no; irás acompañada —le respondió Lakla—. Por aquellos que te protegerán y te vigilarán atentamente y con cuidado. Están aquí.
Las cortinas se apartaron y entraron en la sala Olaf y Rador.
La sacerdotisa se sintió golpeada por la fiereza y el odio que emanaban de los ojos del escandinavo… y por primera vez perdió su soberbia.
—Prohibid que él venga conmigo, jadeó mientras bajaba la mirada y la fijaba en el suelo.
—Él os acompañará —le dijo Lakla mientras arrojaba hacia Yolara un manto con el que se cubrió su exquisito y deseable cuerpo—. ¡Y atravesaréis el Portal, no os moveréis furtivamente a través del antro del gusano!
Se inclinó hacia Rador y le susurró algo al oído; él asintió. Supongo que le comunicó el secreto de la apertura del Portal.
—Venid —dijo él, y con el gigante de ojos de hielo tras sus pasos, Yolara, con la cabeza humillada, atravesó las cortinas a través de las cuales, un rato antes, se había deslizado furtivamente segura de su victoria.
Después, Lakla se dirigió hacia el entristecido O’Keefe, posó sus manos sobre los hombros de él, y miró profundamente en sus ojos.
—¿Os prometisteis a ella, tal y como ha afirmado? —le preguntó.
El irlandés enrojeció miserablemente.
—No —le dijo—. Naturalmente que la complací, pero fue pensando que así me llevaría a vos con más rapidez, mi vida.
Ella lo miró dubitativa.
—¡Tengo para mí que habéis debido ser muy complaciente! —Fue todo lo que le respondió, e izándose sobre la punta de los pies, le besó directamente en los labios, perdonándole.
Una doncella extremadamente directa era Lakla, con un sincero desprendimiento de todo aquello que no considerara esencial. Y en ese momento me demostró ser más sabia de lo que yo pensaba.
Larry se inclinó, le desaparecieron los pies y levantó algo en el aire que hizo que su mano se volviera aire.
—Uno de los mantos de invisibilidad —me dijo—. Por aquí debe haber una gran cantidad… creo que Yolara trajo consigo a todos sus asesinos. Puede que estén rotos, pero me siento más tranquilo. Y puede que en algún momento nos vengan bien… ¿Quién sabe?
Escuché un golpeteo a mis pies, y vi que surgía de la nada la cabeza de uno de los hombrecillos; rebotó dos veces en el suelo y quedó mirando fijamente hacia arriba. Lakla se estremeció y dio una orden. Los anfibios comenzaron a registrar la sala, mirando aquí y allá, levantando invisibles mantos que revelaban la presencia de miembros mutilados de lo que una vez había sido la guardia de la sacerdotisa.
Lakla nos había dicho la verdad ¡Sus guerreros eran verdaderamente letales!
La joven lanzó una llamada y vino a su encuentro su asistente. La doncella le habló brevemente, señalando a los guerreros que revolvían las invisibles vestiduras; la hembra comenzó a recogerlas… y adquirió una apariencia aún más grotesca, con retazos de su cuerpo invisibles a causa de su carga, dejando entrever retazos de su piel de brillantes escamas y de amarilla joyas a medida que los trozos de tela se agitaban a su alrededor.
Los guerreros se inclinaron, levantó cada uno el cadáver de un hombrecillo y, en fila, comenzaron a abandonar la sala en un desfile triunfal.
En aquel momento recordé el keth que había caído de la mano de Yolara, y supe que eso era lo que había estado buscando cuando clavó sus ojos en el suelo. Sin embargo, por mucho que buscamos, recorriendo cada palmo de la sala, no conseguimos dar con él. ¿Lo habría tomado uno de sus hombres y en este momento estaría siendo enterrado con él? Con ese pensamiento en la mente, Larry y yo nos precipitamos tras los guerreros de la doncella y buscamos en cada uno de los cadáveres. No estaba allí. Quizá la sacerdotisa lo había recuperado y lo había ocultado a nuestra vista.
Fuera lo que hubiese sucedido, el cono había desaparecido. ¡Y qué arma habría supuesto ese pequeño instrumento en nuestro poder!