Había estado durmiendo profundamente y sin sueños. Me desperté lentamente en la gran cámara a la que nos había conducido Rador a O’Keefe y a mí tras la intensas horas vividas que había culminado con el encuentro con los Tres.
Poco después, mirando aún tumbado el alto techo de la cámara, oí la voz de Larry.
—Parecen pájaros —evidentemente se refería a los Tres. Permaneció un instante en silencio, y continuó hablando—. Sí, parecen pájaros… y su mirada es como, y lo digo con absoluto y total respeto, es como la de los lagartos —volvió a quedar en silencio—. Parecen de alguna manera dioses y, por el sagrado brazo de Brian Boru, ¡también parecen humanos! Y tampoco son nada de eso, así que… qué… ¿Qué son, por Santa Brígida? —De nuevo quedó en silencio, y de repente habló en un tono de absoluta convicción y reverencia—. ¡Por supuesto que sí, eso sí que lo son! Eso es lo que son… todo encaja… no pueden ser más que eso…
Realizó un movimiento circular, y una almohada me pasó rozando la cabeza.
—¡Arriba! —me gritó Larry— ¡Levantaos viejo caldero rebosante de fosilizadas supersticiones! ¡Levantaos, asustado hombrecillo lleno de desconocimiento científico!
Me levanté bajo una lluvia de almohadas y elaborados insultos, sintiéndome durante unos segundos verdaderamente irritado; el irlandés permanecía tumbado boca arriba y arrebatado por tal ataque de aullante risa que mi irritación desapareció al instante.
—Doc —me dijo muy serio—. ¡Sé que son los Tres!
—¿Sí? —le respondí con estudiado sarcasmo.
—¿Síííí…? —me imitó—. ¡Sí! Sísísí… —De pronto se calló, bajo mi mirada amenazante—. Sí, lo sé —continuó hablando—. Son de los Tuatha De, los antiguos, el pueblo grande de Irlanda. ¡Eso es lo que son!
Naturalmente, yo conocía la leyenda de los Tuatha De Danann, las tribus del dios Danu, el clan medio histórico, medio legendario, que establecieron su hogar en Erin casi cuatro mil años antes de la era Cristiana, y que habían dejado una huella tan indeleble en la mente céltica y sus mitos.
—Sí —volvió a decirme Larry—, los Tuatha De… los Antiguos que poseían hechizos que podían competir con Mananan, el espíritu del mar, y con Keithor, el dios de todos los seres vivos vegetales, e incluso con Hesus, el dios invisible, cuyo pulso es el pulso del firmamento; sí, y con Orchil también, que se sienta entre la tierra y las olas tejiendo con la rueca del misterio y las tres madejas del nacimiento, la vida y la muerte… ¡Incluso Orchil se sometería a sus órdenes!
Permaneció largo rato en silencio, luego continuó hablando:
—Son ellos… los poderosos… ¿Qué otra cosa me habría obligado a arrodillarme ante ellos si no hubiera sido el espíritu de mi madre? ¿Qué otra cosa habría impulsado a Lakla, cuya melena dorada es la melena de Eilidh el Hada, cuya boca es la dulce boca de Deirdre, y cuya alma ha estado caminando junto a la mía durante eones por entre el fragante y verde mirto de Eirin, que otra cosa la habría impulsado a servirlos? —me susurró con ojos soñadores.
—¿Tiene alguna idea de cómo han llegado hasta aquí? —le pregunté.
—No he pensado en ello —me respondió como excusándose—. Pero en este momento, oh, mi excelente hombre sabio, se me ocurren unas cuantas cosas. Una de las cosas es que este grupo de tres se hubiera detenido aquí en su camino a Irlanda y, por buenas razones que sólo les competen a ellos, decidieron quedarse un ratito; otra idea es que vinieran una vez les llegaran noticias de la que estaban liando aquí esas ratas de ahí fuera, y decidieran quedarse a luchar para evitar que invadieran Irlanda… bueno, y el resto del mundo también… naturalmente —añadió magnánimamente—, pero Irlanda en particular. ¿No le convence ninguna de estas razones?
Meneé la cabeza.
—Vale ¿Y usted qué cree? —me preguntó desafiante.
—Creo, le respondí con cautela —que somos testigos de unos seres extremadamente inteligentes evolucionados a partir de fuentes ancestrales muy separadas de aquellas de las que desciende el hombre. Esos seres semi humanos, los anfibios que denominan los akka, nos demuestran que la evolución en estos espacios cavernosos ha seguido un camino radicalmente diferente a los que se ha seguido en la Tierra. Wells, el escritor inglés, escribió una obra de desbordante imaginación en la que describía la invasión de la Tierra por marcianos, a los que describió como unas sepias perfectamente especializadas. No existe nada inherentemente improbable en la obra de Wells; el hombre es el regente de la Naturaleza por causas meramente accidentales. Bajo otras circunstancias, el ser dominante podría haber sido el elefante, o la araña, o las hormigas.
«Creo», continué hablando aún con más cautela, «que la raza a la que pertenecen los Tres nunca se mostró sobre la superficie de la Tierra; su desarrollo se llevó a cabo aquí abajo, sin estorbos a lo largo de los eones. Y si esto se probara ser cierto, la estructura de sus cerebros, y en consecuencia todas sus reacciones, serían muy diferentes a los nuestros. De aquí sus conocimientos y su gobierno sobre energías desconocidas para nosotros… y de aquí todas las preguntas que se desatan: si tienen un sentido completamente diferente sobre los valores, la justicia… y todo esto me preocupa». Finalicé.
Esta vez fue Larry quien meneó la cabeza.
—Los últimos acontecimientos echan por tierra sus argumentos, Doc —me dijo—. Tuvieron suficiente sentido de la justicia como para ayudarme… y le puedo asegurar que conocen el amor… por que vi cómo miraban a Lakla; y piedad, por que no la pudieron ocultar en sus rostros. No. Pertenecen al viejo pueblo. El leprechaum supo el camino para venir, y le apuesto lo que quiera a que fueron ellos quienes enviaron el mensaje. Y si la banshee de O’Keefe viene hasta aquí… ¡Y ojalá no encuentre el camino!… le aseguro que primero se presentará ante los Silenciosos antes de que ella y su clan se pongan a la faena. Además, se sentirá como en casa, con sus viejos amigos. No, Doc, no, estoy en lo cierto; todo cuadra demasiado bien como para equivocarme.
Hice un último y desesperado intento.
—¿Existe algo en algún lugar de Irlanda que demuestre que los Tuatha De se parecían a los Tres? —le pregunté… y una vez más hablé sin haber meditado antes.
—¿Que si lo hay? —gritó—. ¿Que si lo hay? Por el kilt de Cormak MacCormack, me alegro de que vos me lo recordarais, mi querido doctor. Sabía que me olvidaba de algo. Estaba Daghda, que tenía la cabeza de un jabalí y el cuerpo de un pez gigante y podía partir las olas y partirle las pelotas a quien se enfrentara contra Erin; y estaba Rinn que…
Si me disponía a escuchar el árbol genealógico completo del Antiguo Pueblo, nunca lo supe, por que en aquel momento se apartaron las cortinas y entró Rador.
—Puedo observar que habéis descansado bien —nos sonrió—. La doncella me ha enviado a llamaros. Comeréis con ella en su jardín.
Atravesamos largos corredores y fuimos a salir a un jardín colgante tan maravilloso como los que habíamos visto en el palacio de Yolara; florecido, pulsante, fragante, construido sobre los acantilados que basaban el castillo en forma de domo. Había una mesa fabricada en jade lechoso en un rincón, pero la dorada doncella no estaba. Un paseo atravesaba el jardín y se perdía en las alturas, cubierto por la vegetación. Lo observé largamente, Rador sorprendió mi mirada, la interpretó correctamente, y me condujo por él hasta llegar a un alto otero.
En aquel lugar me encontraba por encima de la vegetación, y alrededor se extendía una clara vista del pa isa je. A mis pies se extendía el increíble puente, con el pueblo de los anfibios yendo de un lado para otro. Un bosquecillo que se encontraba a un lado ocultaba a mi vista el abismo. Mis ojos siguieron el contorno de la caverna; por encima de ella todo era roca rosada, pero en sus extremos crecía una exuberante vegetación, que se extendía desde los bordes del mar púrpura hasta una distancia a la que mi vista no llegaba a alcanzar. El follaje era marrón, rojo y verde, salpicado aquí y allá por manchas de un verde parecido al de las coníferas; parecía un bosque otoñal. A unos diez kilómetros de distancia, el bosque se perdía en la niebla.
Me giré y observé la inmensidad sin pausa de las aguas púrpuras; si alguna vez existió un auténtico mar, era aquel. Sopló una suave brisa… el primer viento auténtico que había sentido en aquellos lugares; bajo la superficie; bajo su efecto, el líquido parecido a laca fundida rielaba y se estremecía. Pequeñas olas rompían contra la roca, alzando al aire una rociada de perlas rosas y rubíes. Las gigantescas medusas comenzaron a derivar lentamente, como luminosas lunas élficas caleidoscópicas.
Al mirar hacia abajo, alrededor del otero del acantilado, vi el jardín colgante que rielaba con el reflejo de las olas. Las flores brillaban con igual intensidad (en realidad, parecían poseer luz propia), emitiendo brillos escarlatas, bermellones, malvas y azules más luminosos que las propias aguas. Resplandecía y relumbraba como un pequeño lago de joyas.
Rador rompió el hilo de mis pensamientos.
—¡Lakla se acerca! Descendamos.
Era una Lakla casi avergonzada la que se aproximaba lentamente a través del paseo; al aproximarse a Larry enrojeció violentamente y le tendió las manos. El irlandés las tomó, las posó sobre su corazón y las besó con una ternura que nada tenía que ver con las zalamerías medio burlescas medio obscenas con las que había regalado a la sacerdotisa. La joven enrojeció aún más, tomó las manos de él y las posó sobre su propio corazón.
—Me gusta el roce de vuestros labios, Larry —susurró—. Me dan calor aquí —volvió a tocarse el corazón—, y hacen que me recorran el cuerpo pequeñas chispas.
Sus pestañas aletearon en perplejidad, acentuando su aspecto inocente, delicado y fascinante que hacían algo inigualable de su rostro.
—¿Es cierto? —le preguntó Larry con fervor—. ¿Es cierto, Lakla?
Se inclinó sobre su cara, pero ella vio la mirada divertida de Rador y se apartó de él casi con altanería.
—Rador —le dijo—, ¿no es el momento de que vos y el poderoso, Olaf, comencéis con los preparativos?
—Ciertamente lo es, doncella —le respondió él con bastante respeto, aunque casi sin poder contener una carcajada—. Pero como bien sabéis, el poderoso, Olaf, deseaba encontrarse con sus amigos antes de partir… y he aquí que ya se aproxima —añadió mirando hacia el paseo, por donde se acercaba con largas zancadas el escandinavo.
Cuando pude observar sus rasgos, me maravillé del cambio que había experimentado. Habían desaparecido la pena y la desesperanza. Parecía relajado, y cuando vio a la dorada doncella, se inclinó profundamente. Nos tendió la mano a O’Keefe y a mí.
—Va a haber guerra —nos dijo—. Me marcho con Rador para reunir los ejércitos del pueblo de los anfibios. En lo que a mí respecta… Lakla ya ha hablado. No existe ninguna esperanza de vida para… para mine Helma, pero existe esperanza de que podamos destruir al Diablo Resplandeciente y podamos hacer que ella repose en paz. Y con eso me conformo, ¡Ja! ¡Muy contento! —De nuevo nos apretó las manos—. ¡Nosotros lucharemos! —murmuró— ¡Ja! ¡Y yo tendré mi venganza!
Su cara volvió a adoptar su antigua dureza; y con un saludo él y Rador se marcharon.
Dos grandes lágrimas descendieron por las mejillas de Lakla.
—Ni tan siquiera los Silenciosos pueden curar a aquellos que ha tomado el Resplandeciente —nos dijo—. Me preguntó… y consideré que lo mejor era decirle la verdad. Es parte del… castigo… a los Tres, pero pronto aprenderéis todo —continuó más deprisa—. No me preguntéis nada a cerca de los Silenciosos. Pensé que lo mejor sería que Olaf marchara con Rador, para que se mantuviera ocupado, para alimentar a su alma con algo más que pena.
Por el paseo se aproximaban cinco mujeres batracio, portando bandejas y aguamaniles. Sus brazaletes y pulseras enjoyados brillaban; sus piernas estaban cubiertas por largas faldas tejidas en lana y cubiertas de luminosos abalorios.
Y ahora permítaseme decir que si en algún momento llegué a pensar que los akka eran simples ranas gigantes, lo lamento. Verdaderamente eran seres batrácicos, y de aquí que así los considerara… pero estaban tan lejos de las ranas como el hombre del chimpancé. Me atrevo a afirmar que provenían de los stegocephalia, los ancestros de la rana, los akka[24] debieron seguir una línea de evolución diferente y adquirieron su postura erguida de la misma manera que el hombre.
Los grandes ojos brillantes y la forma de la boca eran propios de las ranas, pero su cerebro y la forma de su cráneo marcaban una gran diferencia. La frente, por ejemplo, no estaba hundida ni retraída… su arco frontal estaba perfectamente definido. La cabeza la tenían bien proporcionada; y en las hembras, el gran caparazón óseo que yo había tomado al principio por fantásticos cascos armados con cuernos estaba muy modificado, al igual que las afiladísimas garras, tan formidables en los machos; la pigmentación de la piel también era diferente. El torso estaba erguido, mientras que las piernas las tenían levemente arqueadas, cosa que les proporcionaba una curiosa forma de caminar… Pero me estoy apartando de mi relato.
Ambas dispusieron su carga sobre la mesa, mientras Larry las miraba con interés.
—Ciertamente que tenéis a esos animales bien entrenados, Lakla, le dijo.
—¡Animales! —La doncella se levantó con los ojos brillando de indignación—. ¡Habéis llamado a mis akka animales!
—Sí… —le respondió embarazado—. ¿Cómo los llamáis vos?
—Mis akka son personas —le respondió—. Tanto como lo son la gente de vuestra raza o la mía. Son bondadosos y leales, poseen un lenguaje y practican las artes; no matan, a no ser que sea para procurarse alimento o para defenderse. Creo que son maravillosos, Larry ¡Maravillosos! —remarcó con un golpe del pie en el suelo—. Y vos los llamáis… ¡Animales!
¡Maravillosos! ¿Esos seres? Pues sí. De alguna manera grotesca lo eran. Y para Lakla, rodeada por ellos desde su infancia, no eran seres extraños. ¿Por qué no habría de pensar que eran maravillosos? El mismo razonamiento debió golpear a O’Keefe, ya que este enrojeció violentamente.
—Yo también creo que son maravillosos, Lakla —le dijo lleno de remordimientos—. A causa de no hablar bien vuestra lengua, a veces me confundo. Es cierto, creo que son maravillosos… se lo diría a ellas si conociera su idioma.
Lakla apretó fuertemente los labios, y de pronto rompió a reír con una cantarina risa… les dijo algo a las camareras con aquellos extraños sonidos que evidentemente era un idioma, ambas adoptaron una postura más femenina, miraron a O’Keefe con increíble coquetería y comenzaron a hablar entre las tres.
—Dicen que le gustáis más que los hombres de Muria —le dijo Lakla riendo.
—¡Jamás me habría imaginado a mí mismo intercambiando cortesías con unas señoras ranas! —me dijo O’Keefe en murmullos—. Recupérate, Larry… ¡Mantén tus ojos sobre tu maravillosa princesa irlandesa! —se dijo a sí mismo.
—Rador va a reunirse con uno de los ladala que trae noticias —nos comunicó la doncella mientras nos dirigíamos a comer—. Luego, Nak, él y Olaf va a reunir a los akka… por que se aproxima la guerra y debemos estar preparados. Nak —añadió—, es aquel que penetró conmigo en el salón cuando estabais abrazado a Yolara, Larry —le dijo con una mirada maliciosa—. Es el jefe de todos los akka.
—¿Qué número de fuerzas podremos levantar cuando nos ataquen, mi vida? —le preguntó Larry.
—¿Mi vida? —la muchacha no había captado el significado de la palabra— ¿Qué queréis decir?
—Es una palabrita que significa Lakla —le respondió—. Así es… cuando yo lo digo; cuando vos lo digáis querrá decir Larry.
—Me gusta la frase —dijo pensativa Lakla.
—¡Si lo deseáis podéis decir «Larry, mi vida»! —le sugirió O’Keefe.
—¡Larry, mi vida! —dijo Lakla—. Cuando lleguen, dispondremos primero de mis akka…
—¿Son capaces de luchas, mavourneen? —la interrumpió Larry.
—¡Pueden luchar! ¡Mis akka! —Una vez más, sus ojos se encendieron—. Lucharán hasta el último de ellos… con las lanzas que provocan la lenta putrescencia, ya que están cubiertas con la savia de los saddu que veis allí… —nos señaló, a través del acantilado, la superficie del mar, donde flotaba uno de los animales globulares (y ahora me explico por qué Rador estuvo tan agradecido con Larry)— Lucharán con las lanzas, y los garrotes, con los dientes, las uñas y los espolones… son un pueblo fuerte y valeroso, Larry… mi vida, y aunque disparen los keth contra ellos, son armas muy lentas ¡Y mi pueblo seguirá luchando a medida que los precipiten a la nada!
—¿No disponemos de ningún keth? —Le pregunté.
—No —me respondió meneando la cabeza—. No tenemos aquí ninguna de esas armas… a pesar de que fueron los Antiguos quienes les dieron forma.
—¿Los Tres pertenecen a los Antiguos? —le pregunté casi poniéndome en pie—. Entonces ellos podrán…
—No —me interrumpió la muchacha lentamente—. No… hay algo que debéis saber… y pronto; y me han dicho los Silenciosos que entonces entenderéis. Sobre todo vos, Goodwin, que respetáis y amáis la sabiduría.
—Entonces —dijo Larry—, tenemos los akka, tenemos a cuatro hombres, tres pistolas y unos cien cartuchos… y… y el poder de los Tres… ¿Pero qué me decís del Resplandeciente y sus fuegos artificiales?
—Lo ignoro —una vez más, la indecisión que había notado en sus ojos cuando Yolara le lanzó su desafíos regresó—. El Resplandeciente es poderoso… y posee… ¡Esclavos!
—Vale, pues más vale que nos pongamos en marcha ¡Rápida y eficientemente! —la voz de O’Keefe adoptó un tono militar.
Lakla, por alguna razón íntima, no pudo aguantarse por más tiempo; el miedo desapareció de sus ojos y éstos comenzaron a brillar de nuevo.
—Larry, mi vida —murmuró—. Me gusta el toque de vuestros labios…
—¿En verdad? —susurró. Todo pensamiento había volado de su mente, a excepción de la belleza de la doncella, cuyo rostro estaba tan cerca del suyo—. Entonces, acushla[25] ¡Vais a tener una buena ración! ¡Dese la vuelta, Doc! —me dijo.
Me di la vuelta. Se produjo un largo silencio, sólo roto por unos susurros y algo parecido a risas sofocadas que provenían de las doncellas. Eché un vistazo por encima del hombro. La cabeza de Lakla reposaba sobre el hombro del irlandés, sus dorados ojos se habían convertido en profundos lagos de amor y adoración; y O’Keefe, con un nuevo aire de confianza y poder en sus bien cortadas facciones, miraba dentro de ellos con esa mirada que sólo se produce la primera vez que nuestra alma es tocada por un amor poderoso y sincero, que es el verdadero pulso del universo, la verdadera música de las esferas que soñó Platón; un amor que es mucho más fuerte que la propia muerte, inmortal como los grandes dioses y tan sincero como el alma de ese misterio que llamamos vida.
Entonces Lakla elevó las manos, tomó la cabeza de Larry y lo besó entre los ojos, dejando posteriormente caer la cabeza hacia atrás entre risas frente al asombro de él.
—Le presento a la futura señora de Larry O’Keefe, Goodwin —me dijo con una sonrisa bobalicona.
—Los tomé de las manos… ¡Y de pronto Lakla me besó!
Se giró hacia las murmuradoras y sonrientes doncellas y les dio alguna orden, por que comenzaron a alejarse por el paseo. De repente, me sentí un tanto inoportuno.
—Si me disculpan —les dije—, creo que voy a dar un paseo por el jardín.
Pero ya estaban tan embebidos el uno en el otro que no debieron escucharme… así que me alejé en silencio, subiendo de nuevo al otero al que me había conducido Rador. El movimiento de anfibios sobre el puente había cesado. Muy a lo lejos, vi la construcción de un fortín. Mis pensamientos volaron hacia Lakla y Larry.
¿Se aproximaba el fin?
Si salíamos victoriosos, si éramos capaces de salir de este mundo ¿Podría vivir la doncella en el nuestro? Un ser de este mundo cavernoso, con sus atmósfera y luz tan particulares y sus alimentos y bebidas… ¿Cómo reaccionaría ante unos alimentos desconocidos, ante una luz y un aire diferentes?
Lo que era más importante: hasta donde había sido capaz de analizar el medio ambiente, aquí no existían bacilos malignos… ¿Qué inmunidad presentaría, entonces, Lakla a esos demonios microscópicos, cuya inmunidad se contraía sólo a lo largo de generaciones de enfermedad y muerte? Comencé a sentirme preocupado. Probablemente ambos ya estarían saciados el uno del otro, así que volví a descender.
Oí a Larry.
—Es una tierra verde, mavourneen. Y el mar caracolea y gira a su alrededor… tan azul como el cielo, tan verde como la misma isla, y sus espumas forman caballos que galopan sobre blancos cascos, y los grandes y límpidos vientos soplan sobre ella, y el sol ilumina su superficie con el mismo brillo de vuestros ojos, acushla…
—¿Y vos sois el rey de Irlanda, Larry mi vida? —dijo Lakla— ¡Pero ya era suficiente!
Cuando ya regresábamos a nuestros aposentos, y en el momento en que paseábamos por un recodo del paseo, volví a ver lo que al principio me había parecido un lago de joyas. Lo señalé mientras le preguntaba a la doncella:
—Esas flores son espectaculares, Lakla —le dije—. Jamás había observado nada parecido en el sitio del que provenimos.
Ella siguió la dirección de mi dedo y rió.
—Venid —nos dijo—. Permitidme que os lo muestre.
Se dirigió corriendo hasta un cruce de paseos y nosotros la seguimos hasta que fuimos a desembocar a un pequeño mirador que daba al jardín, a una altura de unos dos metros. La voz de la dorada doncella se elevó en una especie de llamada que tremoló como un gorjeo.
El jardín de joyas comenzó a estremecerse, como su hubiera pasado sobre su superficie una brisa, tembló, se sacudió y comenzó a moverse lentamente ¡Un brillante torrente de brillantes flores se elevó y cayó frente a nosotros! La joven volvió a emitir su llamada, y el movimiento cobro más velocidad. La cascada de flores se aproximó más a nosotros… cada vez más cerca; estremeciéndose, oscilando, temblando… hasta que llegó hasta nuestros propios pies. Sobre su superficie brillaba una tenue niebla. La joven se inclinó, habló suavemente, y de la brillante masa se elevó un zarcillo verde con cinco flores del color del rubí más puro; salió volando y se posó sobre su mano mientras se enredaba en su blanco brazo ¡Mientras el quinteto de flores nos observaba detenidamente!
Se trataba del ente que Lakla había llamado yekta, el objeto con el que había amenazado a la sacerdotisa, la cosa que había acabado de manera tan terrorífica con los hombres de Rador ¡Y ella lo sostenía como si se tratara de un ramo de rosas!
Larry soltó una exclamación y yo examiné más detenidamente aquello. Se trataba de un hidroide, la evolución de aquel extraño ser mezcla de animal y vegetal que, casi siempre de tamaño microscópico, nada por las profundidades del mar como si se tratara de un racimo de flores, y que paraliza a sus presas con la misteriosa fuerza que reside en sus flores[26]
—Suéltalo, Lakla —la inquietud de O’Keefe se reflejaba en el temblor de su voz.
Lakla se rió divertida; pero observó la seria preocupación en los ojos del irlandés. Abrió la mano, emitió de nuevo aquel agudo sonido, y el ser regresó de un salto con sus congéneres.
—¡Pero, Larry, jamás me atacaría! —exclamó ella—. ¡Me conoce!
—¡Haz que se retire! —le dijo él con seriedad.
La joven suspiró y emitió otro largo y agudo sonido: El lago de gemas (rubíes, amatistas, esmeraldas y azulísimas turquesas) se estremeció y tembló como antes… ¡Y regresó mansamente al lugar que ocupaba antes de la llamada!
Luego, con Larry y Lakla caminando ante mí, con los brazos enlazados en las cinturas, él hablando exultante de su tierra natal y la joven riendo cantarinamente, atravesamos el pontón y penetramos en el castillo.
Mirando sobre el acantilado, volví a ver el extremo más alejado del puente; observé que en el fortín se producía un repentino movimiento de tropas, precedido por un relampagueo de color verde en el metal de las lanzas. Me pregunté despreocupadamente a qué podía deberse aquel reflejo, cuando de repente me golpeó otro pensamiento más realista que me encogió el corazón por aquella pareja que había encontrado el paraíso en el mismo lugar en el que Olaf había encontrado su infierno.