CAPÍTULO XXV

Los Tres Silenciosos

Cada vez nos aproximábamos más al arco… y en mi propia ansiedad me olvidé de Larry y de todo lo que me rodeaba. Por que no se trataba de un arco iris; no era nada nacido de la luz y el agua, tampoco era el Puente Bifrost de la leyenda ¡No! Era un arco flotante de piedra, pavimentado con teselas púrpuras, escarlatas, azules tan oscuras como las aguas del Golfo; de color zafiro tan claro como el cielo de mayo salpicado de brillos de cromo y verde… la paleta de pintor de un gigante, un puente hecho de brujería; un centenar de veces; no, un millar de veces más grande que el de Utah, también un arco iris de roca, que los navajos llaman Non Negozche y al que adoran como si se tratara de un dios.

El puente arrancaba de la orilla y se alzaba a una altura prodigiosa, en una curva baja, sobre la superficie del mar púrpura, como si en un antiguo paroxismo telúrico lo hubieran arrancado de las entrañas de la tierra y aún conservara todo el brillo y la intensidad del flamígero corazón del planeta.

Más y más nos acercábamos mientras yo miraba hechizado. Ya nos encontrábamos sobre su arranque, y los porteadores comenzaron a subir su curva. Tendría más de mil metros de anchura, y su superficie era l isa como la de una carretera y se curvaba suavemente en sus bordes, mientras que su interior estaba a más profundidad; como si hubieran acanalado el centro.

Más y más avanzamos; los inmensos acantilados sobre los que se apoyaba el puente nos observaban con gesto ceñudo. El enigmático domo dorado se hacía cada vez más grande. Alcanzamos el otro lado y atravesamos una plaza rodeada por completo, a excepción de un cañón que se abría frente a nosotros, por las inmensas cúspides de los negros farallones.

En el cañón se abría otra arcada, de aproximadamente un kilómetro de anchura, que contenía una amplia plataforma que conducía a dos inmensas puertas encastradas en la cara de uno de los acantilados y fabricadas de oro mate, al igual que el domo que se alzaba más arriba. Este arco más pequeño atravesaba un precipicio, un abismo cuya falda la constituían los precipicios que habíamos observado anteriormente.

Nos aproximábamos rápidamente. Una vez que penetramos en la plataforma, mis porteadores bordearon el abismo, por lo que me incliné para mirar hacia abajo… ¡El vértigo me golpeó con ensañamiento! Mi vista no fue capaz de abarcar semejante profundidad, tal inmenso abismo… un abismo que finalizaba en la base del mundo, como aquel en el que creían los babilonios que se contorsionaba Talaat, la serpiente que engendró el Caos ¡Un abismo tal que horadaba el mismísimo corazón de la tierra!

¿Qué era aquello que brillaba en el interior de tal profundidad insoslayable? Era un brillo verdoso, que recordaba la esencia misma de la vida. ¿Qué me recordaba? ¡Lo supe! Se parecía a la corona del sol cuando era observada durante un eclipse… el resplandor expansivo que aparece cuando nuestra luminaria queda velada por la luna durante un glorioso instante en el que un velo de negrura cae sobre los cielos.

¡Extraño, muy extraño! Me recordaba a la belleza del Resplandeciente cuando giraba lanzando sus luminosas espirales y resplandecientes rayos en medio de aquella tormenta de sonidos cristalinos.

El abismo quedó atrás y nos detuvimos frente a las puertas de oro, que poco después se abrieron hacia adentro. Ante nosotros se abrió un amplio pasillo iluminado por una tenue luz; y en el umbral, extraña, cubierta de gemas amarillas y con la enorme boca retorcida en lo que evidentemente era una sonrisa de bienvenida… nos esperaba la mujer batracio que habíamos visto en la pared del Estanque de la Luna.

Lakla asomó la cabeza, apartó los sedosos cabellos de su cara y me miró con ojos velados por el llanto. La mujer con aspecto de anfibio se acercó suavemente, miró a Larry, y habló, habló, con la dorada doncella con sonoros y delicados monosílabos. Lakla le respondió de la misma manera. Su palmeada mano reposó sobre la cara de O’Keefe y sobre su corazón; meneó la cabeza y señaló hacia el pasillo.

Aún subidos en la litera continuamos adelante, torciendo pasillos, ascendiendo hasta que nos detuvimos en una inmensa sala cubierta por fragantes juncos e iluminada por la luz púrpura del exterior que penetraba por estrechos ventanales.

Me precipité al lado de Lar y; su estado no había experimentado cambios: aún mantenía aquella impresionante laxitud, aún su corazón latía a lentísimo ritmo. Rador y Olaf, a quien parecía que había abandonado la fiebre, se acercaron en silencio.

—Voy a presentarme ante los Tres —nos dijo Lakla—. Esperad aquí.

La joven atravesó unas cortinas y, tan rápido como había salido, regresó, con la cabellera trenzada; una gavilla de dorado heno.

—Rador —dijo—, llevad a Larry en brazos… ya que los Silenciosos podrían mirar en vuestro corazón. Y no temáis nada —añadió al observar la reacción, casi de terror, del hombrecillo de verde.

Rador se inclinó con respeto, pero fue apartado por Olaf.

—No —dijo el escandinavo—. Yo lo llevaré.

Levantó a Larry como si se tratara de un niño y lo apoyó contra su pecho. Rador miró de reojo a Lakla, pero la doncella asintió.

—¡Seguidme! —nos ordenó.

De aquella experiencia guardo escasos recuerdos. Sólo me viene a la memoria el paso de un corredor a otro; la sucesión de inmensos salones y cámaras, algunas alfombradas con juncos y otras con alfombras tan mullidas que se hundían los pies; espacios iluminados por luces rojizas y espacios en los que la luz era expulsada.

Nos detuvimos frente a un bloque de piedra del mismo color púrpura que aquella a la que Rador había llamado el Portal. Sobre su superficie estaban tallados los mismos símbolos. La doncella presionó sobre uno de sus lados, y la piedra se deslizó suavemente, dejando que brotara un torrente de luz opalescente… y como en un sueño, penetramos.

Supe que nos encontrábamos bajo el domo; pero, cegado durante unos instantes por el resplandor que nos envolvía, apenas pude ver nada… Era como estar en el centro de un ópalo hecho de fuego… tan brillante y cegador era el entorno. Cerré los ojos y volví a abrirlos; El resplandor se derramaba de las paredes de la cámara globular; frente a mí se abría una de las paredes, y a su través pude ver, muy en la lejanía pude ver el comienzo del puente por el que habíamos llegado y la inmensa boca de la caverna por la que habíamos llegado al mar; la luz púrpura del exterior chocaba contra el resplandor que nos envolvía, y se detenía bruscamente como impedido por una barrera física.

Sentí que Lakla me tocaba. Me volví.

Un centenar de pasos más allá se elevaba un estrado a casi diez metros del suelo. De su borde surgía, elevándose, una chispeante bruma opalescente recorrida, como en el caso del resplandor del Resplandeciente, por innumerables relámpagos y centellas de luz lunar. Se elevaba como si se tratara de una fantasmagórica pared.

Sobre nosotros miraban tres caras desde lo alto… dos claramente masculinas, una femenina. Al principio pensé que se trataban de estatuas, pero sus ojos me sacaron de mi error; estaban vivos, terriblemente vivos y, si me permitís el término, sobrenaturalmente vivos.

Tenían tres veces el tamaño del ojo humano, y eran triangulares, con el vértice en la parte superior, negros como el azabache, sin pupilas, recorridos por diminutas llamas rojas.

Más arriba se alzaban las frentes; pero no eran frentes como las nuestras… altas, amplias, sobresalientes. Sus bordes caían hacia los lados en un rompiente vertical, como un borde prominente parecidos a las frentes de algunos grandes saurios… y las cabezas, alargadas, estrechas por la parte de atrás ¡Eran dos veces el tamaño de una cabeza humana!

Sobre la frente pude distinguir unos bonetes… aunque con terrible sospecha, supe que no se trataba de ningún aditamento… largos, recorridos por anchas bandas de color amarillo hechas con escamas diminutas como lentejuelas. Las narices eran afiladas y curvas, como el pico de un cóndor gigante; las bocas, pequeñas y austeras; las barbillas afiladas, prominentes y poderosas. La carne de los rostros era de un blanco más pálido que el más puro mármol. Y envolviéndolos, cubriendo sus cuerpos, se alzaban los místicos fuegos opalescentes.

Olaf quedó rígido por la impresión, mi corazón latió salvajemente. ¿Qué eran aquellos seres?

Me forcé a mirar de nuevo… y pude ver en sus miradas un fuerte espíritu de seguridad, de bondad; no, de inmenso poder espiritual. Pude ver en sus ojos que no eran seres feroces, ni violentos, ni inhumanos a pesar de su poder; no, eran seres amables, de alguna forma indefinible benignos y llenos de piedad ¡Tan piadosos! Di un paso adelante y les devolví la mirada sin sentir temor alguno. Olaf inspiró profundamente y también avanzó para mirarlos; la dureza de su mirada, su desesperación, desaparecieron súbitamente.

Lakla se acercó al estrado; los tres pares de ojos la miraron fijamente, con una inefable ternura. Me pareció que un silencioso mensaje se transmitía entre los Tres y la doncella dorada. La joven se inclinó profundamente y se volvió hacia el escandinavo.

—Colocad ahí a Larry —le dijo suavemente—. A los pies de los Silenciosos.

Señaló hacia la neblina brillante. Olaf comenzó a andar, dudó, miró de Lakla a los Tres, buscó durante un instante sus ojos… y algo parecido a una sonrisa se reflejó en las inmensas caras. Dio otro paso adelante y depositó a O’Keefe dentro de la luz. Ésta ondeó, se elevó, giró alrededor del cuerpo y se aplacó. ¡Larry había desaparecido!

Una vez más la neblina tembló, se estremeció y pareció elevarse, cubriendo las barbillas, las narices y las frentes de aquella increíble Trinidad… pero antes de que cesara de elevarse, me pareció ver que las tres cabezas se inclinaban y elevaban algo del suelo.

La niebla descendió y los inescrutables ojos volvieron a quedar a la vista.

Y saliendo de aquel extraño brillo, deteniéndose al borde del estrado y saltando ágilmente al suelo, apareció Larry, riendo, lleno de vida, parpadeando como alguien que saliera de la oscuridad a la luz del sol. Vio a Lakla, corrió hacia ella, y la estrechó entre sus brazos.

—¡Lakla! —gritó—. ¡Mavourneen![23]

Ella se deshizo del abrazo, sonrojada, y miró medio avergonzada medio temerosa hacia los Tres. Y una vez más pude ver que los colosales ojos brillantes de la mujer se llenaban de ternura, y también vi que los ojos de los otros dos seres se enternecían… como si reconocieran a un querido niño.

—¡Estuvisteis en el seno de la Muerte, Larry! —exclamó—. Y los Silenciosos os arrancaron de ella. ¡Haced homenaje a los Silenciosos, Larry, por que son buenos y son poderosos!

Le giró la cara con una de sus largas y blancas manos… y el irlandés miró fijamente a las caras de los Tres; los miró largamente, y se estremeció como anteriormente le había sucedido a Olaf y me había sucedido a mí. Me pareció como si lo hubiera invadido la misma oleada de poder y de ¿Cómo lo llamaría? De santidad que exhalaban los tres seres.

En ese momento, y por primera vez, vi que una auténtica reverencia lo invadía. Permaneció mirándolos durante un instante más… y calló sobre una rodilla, inclinando la cabeza ante ellos como lo haría un orante ante la capilla de un santo. Y… no me avergüenza afirmarlo… me uní a él; y junto a nosotros se arrodillaron Lakla, y Olaf, y Rador.

La niebla opalina se espesó aún más y cubrió a los Tres, ocultándolos.

Con un largo y profundo suspiro de felicidad, Lakla tomó la mano de Lar y, lo levantó, y en silencio la seguimos hasta el exterior de aquel salón maravilloso.

Pero, mientras salía, no pude evitar sentir la plena seguridad de que los Tres, desde el lugar en que se elevaban, vigilaban la boca de la caverna por la que habíamos llegado; al igual, que observaban detenidamente las inconmensurable profundidades de aquel abismo en el que pulsaba aquella flor mística, colosal, increíble, hecha de verde fuego que me había parecido contener la esencia misma de la vida.