Me encontraba reposando en el seno de una perla de color rosa, flotando, flotando; no, me encontraba mecido dentro de una nube rosada del atardecer que flotaba en el vacío. La consciencia regresó lentamente, en realidad me encontraba en brazos de uno de los anfibios, que me transportaba como si fuera un bebé, y atravesábamos un lugar cuya luz poseía una calidad perlada o que estaba cubierta por blancas nubes. Tal justificaba mis delirios.
Delante nuestro caminaba Lakla, que estaba conversando en voz baja y con gran urgencia con Rador, y me produjo gran alegría verla una vez más. La joven se había despojado de su túnica metálica; sus espesos rizos rubios de brillantes reflejos de color bronce estaban recogidos con una sedosa corona de color verde; pequeños rizos se escapaban del recogido y golpeaban su delicada y blanca nuca, como si se la besaran avergonzados de su osadía. De los hombros le colgaba una brillante túnica suelta sin mangas de color verde sujeta por un brillante de metal dorado cuya falda caía muy por encima de las rodillas.
También se había despojado de su anterior calzado y sus pies de pronunciado arco calzaban unas sandalias. Por entre las amplias aberturas de la túnica pude ver unos maravillosos pechos marfileños de perfectas formas, tan perfectos como los de aquella que habíamos dejado atrás.
Algo llamaba mi atención en los bordes de mi consciencia… algo trágico. ¿Qué era? ¡Larry! ¿Dónde se encontraba Larry? Recordé, levanté la cabeza bruscamente y vi a otro ser de aquellos llevando en brazos a O’Keefe; tras él caminaba Olaf, con rasgos amargados, siguiendo a Larry como si de un perro fiel que hubiera perdido a su amado amo se tratara. Al sentir mi movimiento, el monstruo que me transportaba se detuvo, me miró curioso y emitió un ronco y profundo sonido que contenía la cualidad de una interrogación.
Lakla se giró; sus claros ojos estaban tristes y su dulce boca tenía un gesto de amargura, pero su amabilidad, su gentileza, aquella indefinible síntesis de ternura que parecía rodearla a cada instante con una atmósfera de lúcida normalidad aplacaron mi pánico.
—Bebed esto —me pidió mientras sostenía un vial sobre mis labios.
El contenido del pequeño frasco era aromático, extraño pero asombrosamente efectivo, ya que tan pronto como lo tragué sentí cómo resurgían mis fuerzas, cómo regresaba mi consciencia.
—¡Larry! —grité—. ¿Está muerto?
Lakla meneó la cabeza, aunque seguía manteniendo aquella mirada triste.
—No —me respondió—; es un muerto en vida… pero aun así, no…
—Bájame —le pedí al monstruo.
El ser apretó aún más su presa, mientras miraba con sus inmensos ojos redondos a la dorada doncella. Ella le habló, en sonoros y reverberantes monosílabos… y de pronto me vi en pie. Salté junto al irlandés. Reposaba laxo, con una flaccidez inquietante, anormal, como si cada músculo hubiera perdido toda su firmeza. Gracias a Dios, era la antítesis del rigor mortis; aunque su estado se encontraba en una situación diametralmente opuesta a aquél: un síncope como jamás había presenciado. Tenía la piel fría como una piedra, el pulso a penas era perceptible y se producía a largos intervalos; la respiración apenas existía y las pupilas estaban enormemente dilatadas. Era como si la vida hubiera abandonado cada nervio.
—Una luz brilló desde la carretera. Le golpeó la cara y pareció como si se desmadejara —le dije.
—Yo también lo presencié —me respondió Rador—, pero ignoro de qué se trata; creía conocer todas las armas de nuestros gobernantes —me miró con curiosidad—. Alguien me contó que Doble Lengua, el extraño que vino con vosotros, está fabricando nuevas herramientas de destrucción para Lugur —finalizó.
¡Marakinoff! ¡El ruso trabajando en este mundo de energías devastadoras, modernizando armas para llevar a cabo sus planes! La visión apocalíptica volvió a golpearme el cerebro.
—No ha muerto —la voz de Lakla era conmovedora—. No ha muerto, y los Tres poseen maravillosos poderes curativos. Podrán curarlo si lo desean… ¡Y lo desearán, lo han de desear! —Permaneció en silencio durante un momento—. Ahora Lugur y Yolara han conseguido el apoyo de sus dioses —susurró—; pues suceda lo que deba suceder, ya sean los Silenciosos fuertes o débiles, si él muere, os aseguró que caeré sobre ellos y he de dar muerte a esos dos… sí, aunque yo también haya de caer.
—Yolara y Lugur tienen que morir —dijo Olaf con los ojos ardientes—. Pero yo tengo que matar a Lugur.
La piedad que había observado en el rostro de Lakla cada vez que miraba a Olaf se desvaneció ante el odio que brotaba de los ojos del escandinavo. La doncella se giró a toda prisa, como si huyera de su mirada.
—Caminad junto a nosotros —me dijo—, a menos que aún os sentáis débil.
Negué con la cabeza y eché un último vistazo a O’Keefe; no podía hacer nada. Me situé junto a ella, y enlazó su brazo con el mío de forma protectora, mientras posaba su blanca mano de largos y estilizados dedos en mi muñeca. Mi corazón latió por ella.
—Vuestra medicina es potente, doncella —le dije—. Y un toque de vuestra mano sería suficiente para hacer que mis fuerzas retornasen, incluso aun cuando no hubiera bebido el líquido —le dije imitando lo mejor posible las maneras de Larry.
Ella bajó los ojos avergonzada.
—Bien es cierto que sois un hombre sabio, tal y como afirmó Rador —me dijo riendo. Ante el sonido de su risa mi corazón se aceleró. ¿Es que un hombre de ciencia jamás podría hacer un cumplido sin que pareciera tan extraño como encontrar una rosa de Damasco fresca en un laboratorio de fósiles?
Haciendo acopio de toda mi filosofía, le devolví la sonrisa. Una vez más observé su blanca frente, con los delicados rizos rubios acariciándola delicadamente; las finas y delicadas cejas pelirrojas que dotaban a su cara de un curioso toque de inocente picardía a su adorable cara… arrebatadora, pura, de elevada cuna, con aquel toque de grandeza, de sutil madurez que cubría su inocencia de doncella como un delicado velo. Y las amplias aberturas de su túnica, desnudando sus redondos y firmes pechos…
—Siempre me habéis gustado —me susurró inocentemente—, desde la primera vez que os vi en el lugar por donde sale a vuestro mundo el Resplandeciente. Y me complace que mi medicina os guste y la consideréis tan efectiva como aquellas que portabais en la caja negra que abandonasteis.
—¿Cómo sabéis eso, Lakla? —jadeé.
—De vez en cuando iba a veros, a él y a vos, mientras dormíais. ¿Cómo lo llamáis, a el? —se interrumpió.
—¡Larry! —le dije.
—¡Larry! —Repitió en un excelente inglés—. ¿Y vos?
—Goodwin —intervino Rador.
Me incliné ante ella como si saludara a una encantadora dama de mi anterior mundo, alejado ya eones de nosotros.
—Sí… Goodwin —continuó hablando la doncella— de vez en cuando os visitaba. Algunas veces imaginé que me habíais visto. Y él… ¿Soñó alguna vez conmigo? —me preguntó esperanzada.
—Lo hizo —le respondí—, y os buscó —de repente me sentí asombrado—. ¿Pero cómo pudisteis llegar hasta nosotros?
—Por extraños caminos —me susurró—. Para ver si estaba bien… y para mirar en su corazón; por que temía a Yolara y a su belleza. Pero vi que ella no estaba en su corazón —de repente, enrojeció tan violentamente que hasta sus casi desnudos pechos adquirieron un tono rosa—. Son extraños caminos —continuó hablando con rapidez—. Muchas veces lo he recorrido y he visto al Resplandeciente llevar a sus presas al estanque azul; vi a la mujer que él busca —me dijo señalando brevemente a Olaf—. Soltó a una criatura que llevaba en brazos como último gesto de amor; vi a otra mujer que se precipitaba al regazo del resplandeciente para salvar al hombre que amaba ¡Y no pude ayudarlas! —su voz se tornó más profunda, conmovida—. ¡Tengo para mí que fue el amigo que os envió aquí, Goodwin!
Permaneció en silencio, caminando como alguien que tiene visiones y que escucha voces inaudibles para los demás. Rador me hizo un gesto de advertencia; reprimí todas mis preguntas y miré a mi alrededor. Caminábamos sobre una franja de arena muy fina, como si se tratara de la playa de un mar largamente desecado. Se trataba de piedra roja finamente molida, cuyos granos brillaban chispeantes. A los lados las distancias se perdían en la lejanía, el suelo estaba cubierto por una rala vegetación… que se extendía hasta perderse en la rosada niebla, al igual que el cielo.
Flanqueándonos y siguiéndonos se encontraban los anfibios, más de medio centenar, cubiertos de lustrosas y brillantes escamas negras y púrpuras que resplandecían a la rosada luz. Los redondos ojos les brillaban con una fosforescencia verde, púrpura y roja; las garras de sus pies tintineaban contra el suelo mientras caminaban bamboleándose de una manera grotesca y a la vez impresionante.
Más adelante, la niebla se condensó en un brillo más mate; comenzó a aparecer una línea oscura… pensé que se trataba de la boca de una inmensa caverna a través de la cual debíamos de pasar. Se encontraba frente a nosotros, sobre nosotros ¡Nos encontrábamos sumergidos en un flujo de rubescencia!
De repente, un mar se mostró ante nuestros ojos… un mar púrpura, brillando como el color rojo y como la sangre del Dragón Flamígero que Fu S’cze colocó sobre el cenador que construyó para su raptada doncella del sol… al verlo, la joven pensaría que el sol se elevaba sobre los mares estivales. Sin perturbaciones producidas por olas y remolinos, reposaba como si se tratara de un lago en medio del bosque cuando la noche desciende sobre el mundo.
Parecía derretido… o como si una colosal mano hubiera estrujado la tierra y exprimido todas las potencias hasta extraerles sus esencias.
Un pez rompió la superficie; era largo como un tiburón, con la cabeza despuntada y brillante como el bronce y blindado con escamas muy perfiladas como si las hubieran recortado para colocárselas. Saltó muy alto, levantado gotas de rubí; cuando cayó, levantó un géiser de esplendorosas gemas.
Moviéndose lentamente sobre las aguas, cruzó flotando a través de mi línea de visión media esfera luminosa y diáfana. Su iridiscencia cambiaba del turquesa al amatista; del naranja al escarlata manchado de rosa; del bermellón a verde translúcido y al negro finalmente, para comenzar de nuevo con su código de colores. Tras él flotaban otros cuatro globos, el último de éstos de tres metros de diámetro, mientras que el más grande tenía un diámetro de 30. Pasaron flotando como si se tratara de burbujas de jabón emitidas por un gigantesco titán. De repente, de la base de uno de ellos emergió una larga madeja de enmarañadas cuerdas, estilizadas como puntas de látigos que se agitaron un instante en el aire antes de volver a sumergirse en la purpúreas aguas.
Lancé una exclamación, ya que había identificado al animal como un ganoide, la más antigua y, quizá, la más inteligente forma de vida sobre nuestro planeta durante el periodo devónico, pero que había desaparecido hacía largas eras y cuyos restos sólo podían encontrarse en forma de fósiles sumidos en el abrazo de las piedras que una vez fueron el lecho marino. Las semiesferas era medusae; pero de un tamaño, una luminosidad y un color desconocidos hasta el momento.
Lakla se cubrió la boca con las manos y emitió una aguda nota. La franja de arena sobre la que nos encontrábamos continuaba unos centenares de metros antes de adentrarse en un abrupto desnivel en la púrpuras aguas. A nuestra derecha e izquierda se cerraba en un gran semicírculo; hacia la derecha, en dirección hacia donde había enviado su llamada la doncella, vi como se elevaba, a un kilómetro o más de distancia, y velado por la rosada neblina, un arco iris; un gigantesco arco prismático achatado para alguna extraña cualidad extraña de la atmósfera. Arrancó de la prehistórica playa, se elevó sobre las aguas y descendió a cuatro kilómetros, reposando sobre un farallón de roca negra que se adentraba en la profundidades.
Y muy por encima de la cima del arco vimos un inmenso domo de oro viejo, ciclópeo, que desafiaba a los ojos y a la mente con una extraña calidad inhumana, desconcertante; como si se tratara de una señal proveniente de alguna remota estrella largamente apagada, envió, atravesando eones de espacio, directamente a nuestras mentes, una serie de sonidos coherentes, tranquilizadores, vagamente familiares e imposibles de traducir en palabras o símbolos de nuestro torpe lenguaje.
El mar de laca púrpura, con sus flotantes lunas de brillantes colores… este arco iris de piedra prismática que formaba un pasillo coronado por aquella anómala y áurea excrecencia… los monstruosos anfibios semi humanos… el bosque encantado que habíamos atravesado siendo testigos de sus mara villas y honores ocultos… Sentí que los fundamentos de mis cuidadas creencias se tambaleaban. ¿Era todo un sueño? ¿Se encontraba mi cuerpo carnal tirado en algún lugar, agitado por grandes fiebres? ¿Era todo esto producto del delirio de una mente abrasada? Las rodillas comenzaron a fallarme. Involuntariamente grité.
Lakla se giró alarmada, y me miró con preocupación. Me rodeó con un suave brazo y me sostuvo hasta que se desvaneció el vértigo.
—Paciencia —me dijo—. Los que han de llevamos se acercan. Pronto descansaréis.
Miré. Descendiendo por el arco iris se aproximaba otro grupo de anfibios semihumanos. Algunos transportaban literas parecidas a palanquines.
—¡Asgard! —exclamó Olaf junto a mí, mientras le brillaban los ojos y señalaba al arco—. El puente Bifrost, afilado como una espada, sobre el que se trasladan las almas para llegar al Valhala. Y ella… ella es la Valquiria… la doncella de la espada ¡Ja!
Agarré la mano del escandinavo. Estaba caliente, y un brote de remordimiento nació de mi interior. Si este lugar me había impactado tan profundamente ¿Cómo habría golpeado su visión a Olaf? Mientras lo miraba, observé con alivió que, siguiendo mansamente las delicadas órdenes de Lakla, se tumbaba sobre una litera y cerraba los ojos, cayendo inmediatamente dormido. Dos de los monstruos tomaron el transporte y los levantaron hasta apoyarlo en sus escamosos hombros. Sin menos alivio, me introduje yo en otro y descansé mi cabeza sobre una suave almohada de terciopelo.
La caravana comenzó a moverse. Lakla había ordenado que colocaran a O’Keefe a su lado, y se sentó con las piernas cruzadas mientras colocaba la cabeza del irlandés en su regazo y comenzaba a acariciar con los dedos los frondosos rizos rubios.
Mientras la observaba, alzó una mano, desató los lazos de las cortinas, y dejó caer éstas para que los ocultaran a ambos.
Antes de que desapareciera de mi vista, vi que inclinaba la cabeza y oí un delicado sollozo… aparté la vista con el corazón partido ¡Dios es testigo de ello!