CAPÍTULO XXIII

El Gusano Dragón y el Musgo de la Muerte

Esperamos lo que para mí pareció una pequeña eternidad. Entonces, con el mismo silencio que se había marchado, regresó nuestro guía.

—Todo bien —nos dijo, y noté que su voz había perdido cierto tono de preocupación—. Agarraos una vez más de la mano y seguidme.

—Esperad un momento, Rador —le dijo Larry—. ¿No conoce Lugur esta entrada? Si la conoce ¿Por qué no dejáis que Olaf y yo retrocedamos y acabemos con ellos a medida que entren? Ahí podríamos detener a un ejército… mientras tanto, Goodwin y vos podríais ir en busca de Lakla para que nos ayudara.

—Lugur es consciente del secreto del Portal… si se atreve a utilizarlo —le respondió el capitán de la guardia con una curiosa indirecta—. Pero ahora que han desafiado a los Silenciosos, sí creo que osará. También localizará nuestras p isa das… y quizá encuentre la entrada secreta.

—¡Pero, por el amor de Dios! —el empalidecimiento de O’Keefe resultó más que evidente—. Si él ya sabe todo esto, y vos ya lo sabíais ¿Por qué no me permitís acabar con ellos cuando aún tenemos la oportunidad?

Larri —el tono del hombrecillo se tornó extrañamente humilde—. A mí también me pareció una idea excelente… al principio. Y entonces oí una orden… una orden que me obligó a deteneros… que me aseguró que Lugur no debía morir ahora ¡Para que no se abortara una gran venganza!

—¿Una orden? ¿De quién? —la voz del irlandés destilaba toda la furia que sentía en su interior.

—Creo —le respondió Rador en un susurro—, ¡creo que provenía de los Silenciosos!

—¡Supersticiones! —exclamó O’Keefe al borde de la desesperación—. ¡Todos son supersticiones! ¡Y qué puedo hacer contra ellas! No importa, Rador —y afortunadamente su sentido del humor acudió en nuestra ayuda—. De todas maneras, es demasiado tarde. ¿Hacia dónde dirigimos nuestros pasos, mi querido vejete? —finalizó riendo.

—Vamos a atravesar el territorio de algo que no me atrevo ni tan siquiera a mencionar —le respondió Rador—. Pero si lo encontramos, apuntad vuestros tubos de la muerte hacia el pálido escudo que presenta en su garganta y enviad vuestro mortal mensaje hacia la flor de frío fuego que dibuja su centro… ¡No miréis en sus ojos!

Una vez más, Larry suspiró profundamente, y yo con él.

—Esto ya es demasiado complicado para mí, Doc —me susurró hastiado—. ¿Le encuentra algún sentido a todo esto?

—No —le respondí todo lo bajo que pude—, pero Rador teme algo, y ésa es la mejor descripción que ha podido hacernos.

—Claro —me respondió—, se trata de un código secreto que no soy capaz de resolver —pude sentir en sus palabras un profundo desprecio—. Vale, Rador, apuntaré a la flor de fuego frío… y nada de mirar a sus ojos —continuó con tono festivo—. ¿Pero no sería mejor que comenzáramos a movemos?

—¡Vamos! —nos dijo el soldado. Y una vez más nos pusimos en camino agarrados de las manos.

O’Keefe iba murmurando para sus adentros.

—¡Flores de fuego frío! ¡Nada de mirar a sus ojos! ¡Que me revienten! ¡Vaya supersticiones!

De repente se aclaró la garganta y comenzó a cantar muy bajo:

«Oh, mamá, corta una rosa para mí,

Dos jóvenes ranos están enamorados de mí

Cierro los ojos y evito ver lo que no vi».

—¡Sh! —Rador le llamó la atención y comenzó a hablar en susurros—. Durante medio va andaremos un camino de muerte. De sus peligros desembocaremos en otro de cuyas amenazas yo seré capaz de guardaros. Pero durante un trecho, estaremos expuestos a que nos vean desde la carretera, así que Lugur podrá vemos. Si sucede así, nos batiremos lo mejor que sepamos.

Si conseguimos recorrer estos dos caminos satisfactoriamente, se abrirá ante nosotros el camino al Mar Púrpura; y ya no tendremos temor ni de Lugur ni de nada. Otra cosa he de deciros… que Lugur ignora… cuando abra el Portal, los Silenciosos lo oirán, y Lakla y los Akka se apresurarán a darles la bienvenida a los recién llegados.

—Rador —le pregunté—. ¿Cómo sabéis vos todo esto?

—La doncella es la hija de mi única hermana —me respondió precipitadamente.

O’Keefe tomó aire profundamente.

—Tito —le dijo en inglés—, ¡te presento al hombre que se va a convertir en tu sobrino!

Y, a partir de ese momento, jamás volvió a dirigirse al enano de verde de otra forma que no fuera por su grado familiar, cosa que Rador, con su sentido del humor, se lo tomó como si fuera un título nobiliario.

Para mí todo había quedado claro. Ya veía claras las razones por las cuales Rador sabía de la aparición de Lakla en la fiesta en la cual Larry estuvo a punto de caer bajo el hechizo de Yolara; por las que casi inmediatamente había depositado su confianza en nosotros, y claro estaba por qué, a pesar de mis continuados consejos sobre la prudencia, yo mismo había sentido una simpatía inmediata hacia él.

Mis especulaciones acerca de cómo encajarían tío y sobrino tan sumamente diferentes en cuanto a su constitución y raza desaparecieron en el momento en que me percaté de que caminábamos en medio de una difusa luz. Nos encontrábamos en medio de un ancho túnel; y no muy lejos podíamos observar un pálido brillo amarillento parecido al que se produce cuando la luz invernal pasa a través de las mustias hojas de los árboles. Mientras nos aproximábamos pude ver que, efectivamente, la luz atravesaba una pantalla vegetal que ocultaba la continuación del pasaje. Rador apartó cautamente la cortina, y nos ordenó por gestos que pasáramos.

Me pareció que aquella sección del túnel estaba excavada en un material verdoso. Su base la constituía un piso firme de casi veinticinco metros de anchura, desde el que nacían unas paredes perfectamente curvadas que formaban un cilindro de gran perfección, perfectamente al isa do y compactado. La anchura máxima del túnel era de aproximadamente cuarenta metros y sus paredes se cerraban sin llegar a tocarse. Por encima de nuestras cabezas se abría una grieta de unos tres metros de ancho de bordes mellados, por la que se filtraba una luz de color ambarino; una delicada franja de luz que creaba curiosas sombras broncíneas evanescentes.

—¡Apresuraos! —nos reconvino Rador, mientras echaba a andar con paso vivo.

Ahora, con los ojos acostumbrados a la extraña luz, pude ver que las paredes del túnel estaban construidas de musgo. En su estructura pude discernir pequeñas hojas laceoladas y rizadas, conglomerados de enormes capullos (Physcomitryum), pegotes de flores que pude adivinar que se trataban de cladonias de borde rojo, conglomerados de grandes colonias de musgo, estampaciones de gigantescos dientes de león; todo embutido en el túnel como se hubiera sufrido una inmensa presión.

—¡Rápido! —me llamó Rador, ya que yo había quedado casi hipnotizado.

Él apresuró el paso hasta que casi se encontró corriendo; nosotros íbamos detrás, casi inclinados. La luz ambarina cobró mayor intensidad, a medida que la grieta se hacía más ancha. El túnel describió una curva; a nuestra izquierda apareció un profundo surco. El hombrecillo se precipitó hacia él y nos introdujo en su interior, antes de entrar él mismo, encontrándonos con que se trataba de una chimenea rocosa. Más y más trepamos por su interior, hasta que sentí que mis pulmones iban a reventar del esfuerzo y que no me era posible subir un solo metro más; de repente, el tubo finalizó y nos encontramos hundidos hasta las rodilla en un pequeño claro alfombrado de hojas muertas y rodeado de estilizados árboles.

Jadeantes y sin fuerza en las piernas, nos derrumbamos en el suelo, relajándonos y recuperando las fuerzas y la respiración. Rador fue el primero en levantarse. Por tres veces se inclinó como si hiciera reverencias.

—Les doy las gracias a los Silenciosos… ¡Ya que han vertido su poder sobre nosotros! —exclamó.

Apenas me pregunté a qué se refería, ya que el suelo de hojas sobre el que nos encontrábamos reposando hizo que diera un respingo. Me pude de pie de un salto y corrí hacia uno de los árboles. ¡No estaban hechos de madera, no! ¡Estaban hechos de musgo! La especie más enorme que yo había observado. Incluso en las junglas tropicales, éste no alcanzaba un tamaño mayor de cuatro centímetros. ¡Y este tenía una altura de seis metros! El fuego científico que se había despertado en el túnel creció de intensidad. Aparté las hojas y observé…

Mi visión me mostró miles de árboles… ¡Qué visión! ¡El bosque de la Fata Morgana! ¡Una foresta hecha con magia!

El bosque de musgo arbóreo estaba plagado de capullos de todos los colores y formas concebibles; cataratas y cascadas, avalanchas y lluvias de capullos en colores pastel, metálicos, ardientes colores calientes; algunos fosforescentes y brillantes como joyas vivientes; algunos estaban cubiertos de un polvillo opalescente, otros parecían haber sido salpicados por el polvo de los zafiros, rubíes, esmeraldas y topacios. Algunos convólvulos se elevaban al aire como las trompetas de los siete arcángeles de Mara, el rey de las ilusiones, que estaban fabricadas con el material del que está hecho el mismísimo cielo.

¡Y el musgo descendía como las banderas de los titanes desfilando; pendones y estandartes tejidos con la luz del sol; los gonfalones del Jinn; las banderas de la magia y los estandartes de los elfos!

Derramándose a través de este espectáculo policromático pude ver millones de pedículos… estilizados y rectos como saetas, o formando espirales, o curvándose en graciosas ondulaciones como las serpientes blancas de Tanith en los templos de la antigua Cartago… y todo ello estaba coronado por fantásticas cápsulas de esporas en forma de minaretes y torres, domos, espiras y conos, sombreros frigios y mitras arzobispales; y con formas grotescas e innominadas… ¡e incluso formas de enorme gracia y encanto!

Todo se balanceaba en una delicada cadencia, bamboleándose y moviéndose como los goblins que habitaban las alturas de la corte de Titania; todo ello acompañado por una cacofonía parecida a la que hubieran producido las trompetas de Catai si hubieran interpretado Las Doncellas de las Flores de «Parsifal»; ¡un sonido que hubiera provenido de las gargantas de los grotescos y deformes habitantes del panteón de Java si hubieran presenciado una bacanal de huríes en el paraíso de Mahoma!

Sobre todo el pa isa je se derramaba una luz ambarina; en la distancia se cernían unas nubes oscuras, rasgadas que se asemejaban a una tormenta que estuviera a punto de caer sobre nosotros.

Por el aire volaban miríadas de pájaros que se elevaban, planeaban y picaban como joyas que hubieran contraído vida, entrelazando sus vuelos con un millar de gigantescas e impresionantes mariposas.

De repente, un sonido llegó hasta nuestros oídos como si se tratara del susurro creciente de una riada; susurrante, creciendo a cada segundo, hasta que alcanzó una calidad insoportable que casi nos ensordeció. Rápidamente, pasó por nuestro lado, como una presencia impalpable, y se perdió en la lejanía.

—¡El Portal! —exclamó Rador—. ¡Lugur lo ha traspasado!

Se acercó a los árboles, apartó las ramas, y oteó el camino que habíamos recorrido. Mirando en su dirección, pudimos ver la barrera que habíamos atravesado: un estrecho pasaje a unos cinco o seis kilómetros de distancia cubierto de verde. Pudimos ver la grieta que atravesaba longitudinalmente el túnel como si un topo hubiera cavado su madriguera sólo por la superficie de un jardín. De vez en cuando, mirando desde lo alto del acantilado, podía ver algo parecido al brillo de unas lanzas.

—¡Se acercan! —nos susurró Rador—. ¡Rápido! ¡No debemos encontramos aquí!

Y, de repente…

—¡Bendita Santa Brígida! —exclamó Larry casi ahogándose.

Del acantilado al que iba a desembocar el túnel, casi dos kilómetros más allá de la chimenea por la que habíamos trepado, se izó repentinamente una cabeza coronada de cuernos y tentáculos… erectos, alerta, moteados de oro y púrpura, elevándose cada vez a mayor altura… y, bajo aquella masa de horror, se elevó una cabeza escarlata con dos enormes y llameantes ojos oblongos: dos pozos de púrpura fosforescente… elevándose cada vez más alto… sin oídos, sin nariz, sin rostro; de una boca lívida salió una lengua larga, estilizada, escarlata que se movía como una llama sin control. Lentamente terminó de levantarse, presentando un cuello acorazado por escamas doradas y escarlatas sobre cuya superficie la luz ambarina jugueteaba formando pequeños charcos flamígeros; y bajo el cuello pude ver algo que brillaba pálidamente, como un escudo de plata… y, en el centro del escudo, de más de cinco metros de ancho, brillando y pulsando fríamente observé una rosa hecha de llamas blancas: una «flor de fuego frío», tal y como la había descrito Rador.

Lentamente, la Cosa se izó sobre sí misma, elevándose a más de treinta metros por encima del acantilado, como si fuera una torre viviente, sus ojos buscando incesantemente. Se escuchó un siseo, la cabeza coronada de cuernos se inclinó mientras los tentáculos se movían y reptaban como los de un pulpo. Súbitamente, la inmensa masa cayo al suelo.

—Rápido —jadeó Rador, y nos precipitamos a través de los árboles, descendiendo a toda prisa por la otra ladera.

Tras nosotros se escuchó un sonido como el provocado por un torrente, seguido por un lejano grito agónico apagado, luego… silencio.

—Ya no hemos de preocupamos por aquellos que nos perseguían —nos dijo entre susurros el enano de verde mientras hacía una pausa.

—¡Bendito sea San Patricio! —exclamó O’Keefe mientras sopesaba su pistola automática—. Y esperaba que matara a ese monstruo con esto. Bueno, tal y como dijo Fergus O’Connor cuando lo enviaron a matar un toro salvaje con un cuchillo de mondar patatas: «¡Amados todos, jamás llegaréis a imaginaras cuánto aprecio la confianza que depositáis en mí!»

—¿Qué era eso, Doc? —me preguntó.

—¡El Gusano Dragón! —le respondió Rador.

—¡Era el Helve Orm… el gusano del infierno! —Croó Olaf.

—Ya estamos… —dijo Larry mientras lo fulminaba con la mirada, pero nuestro guía ya se precipitaba corriendo ladera abajo y rápidamente lo seguimos, con Larry murmurando y Olaf rumiando a mis espaldas.

El hombrecillo nos hizo una señal de precaución, mientras señalaba una abertura en un grupo de árboles musgosos ¡Íbamos a pasar al lado de la carretera! Observando atentamente, no vimos ni rastro de Lugur y nos preguntamos si también habría visto el gusano y habría huido. Rápidamente atravesamos el claro, acercándonos a los coria. Los árboles empezaron a clarear cada vez más, dejando paso a pequeños arbustos que apenas nos ofrecía cobertura. De repente, nos encontramos frente a una pantalla de helechos musgosos; lentamente, Rador la atravesó y permaneció indeciso.

La escena que se presentó ante nuestros ojos era salvajemente extraña y deprimente… de alguna manera era inciertamente terrorífica. Por qué, no sabría explicarlo; pero la impresión fue tal que no pude evitar el retroceder. Ahora, analizando detenidamente, me pregunto si la reacción me la provocó la visión de aquella enorme cantidad de hongos que se asemejaban a bestias, pájaros, incluso hombres. Nuestro camino pasaba muy cerca de ellos. A primera vista me parecieron de gran tamaño, viridiscentes, casi metálicos y cubiertos de verdín. Parecían curiosas imágenes distorsionadas de perros, venados, pájaros… e incluso enanos ¡E incluso aquí y allí vi formas de hombres anfibios! También pude ver fundas de esporas, verde amarillentas, y tan grandes como mitras y que se asemejaban misteriosamente a éstas. Mi repulsión creció hasta casi convertirse en náuseas.

Rador nos miró con una cara que estaba mucho más pálida que cuando apareció el gusano dragón.

—¡Ahora, por vuestras vidas! —nos susurró—. ¡Caminad con la suavidad que lo hago yo! ¡Y no digáis una sola palabra!

Comenzó a caminar lentamente, con un cuidado exquisito. Comenzamos a seguirlo, dejamos atrás las primeras figuras… y mi piel comenzó a hormiguear y sentí que me encogía; miré hacia atrás y vi que los demás también se encogían por efecto de aquella extraña sensación; Rador no se detuvo hasta que hubo alcanzado la cima de un altozano. Y él también estaba temblando.

—¿A qué tendremos que hacer frente ahora? —murmuró O’Keefe.

El hombrecillo extendió un brazo y apuntó rígidamente hacia más allá de un pequeño altillo sobre cuya amplia cima se alineaban cierto número de formas musgosas, orlando su superficie, con las bulbosas cabezas vueltas hacia abajo, como vigilando todo lo que pasaba bajo ellas. Desde allí pudimos ver la carretera… y de ella nos llegó un grito. Una docena de coria estaban aparcadas cerca, llenas con los hombres de Lugur, y en una de ellas el propio Lugur ¡Riéndose cruelmente!

Observamos un movimiento entre los soldados, y una docena de ellos se precipitó colina arriba.

—¡Corred! —gritó Rador.

—¡No tan aprisa! —exclamó Larry, y apuntó cuidadosamente hacia Lugur. La automática abrió fuego, y le hizo eco el arma de Olaf.

Ambas balas se dirigieron salvajemente hacia Lugur, que aún estaba riendo, y se incrustaron en la carrocería del vehículo. Siguiendo a los disparos, y desde la misma orilla de las figuras, nos llegaron una serie de explosiones amortiguadas. Por efecto del ruido de los disparos, las cápsulas habían explotado y una brillante nube de blanquecinas esporas comenzó a cubrir a los soldados… esporas tan grandes que parecían haber sido aumentadas de tamaño varias veces. A través de aquella nube pude ver que sus caras se retorcían de pura agonía.

Algunos se dieron la vuelta para huir, pero no alcanzaron a dar dos pasos cuando quedaron rígidos.

La nube de esporas comenzó a rodearlos y a pegarse a sus cuerpos; cubrió sus cabezas y bajó por sus pechos, hasta que sólo pudimos ver las piernas… ¡Y lentamente comenzaron a transformarse! Sus caras comenzaron a perder las facciones, hasta que se borraron. La masa de esporas que los cubría comenzó a tomarse amarilla, luego verde, se dilató y se oscureció. Pude ver los ojos de un soldado que giraban locamente hasta que la masa los cubrió rápidamente.

Lo que hasta hace un momento eran hombres, se había convertido en una grotesca masa musgosa, fundiéndose lentamente, tomando la apariencia de las figuras que habíamos visto más atrás… ¡Incluso comenzaban ya a tomar aquel extraño aspecto metálico!

El irlandés me había tenido fuertemente agarrado del brazo, pero fue en ese momento cuando comencé a sentir dolor.

—¡Olaf tenía razón! —Jadeó—. ¡Esto es el mismísimo infierno! Me siento enfermo.

Y por lo que pude ver lo estaba, sin disimulos. Lugur y los demás soldados parecieron salir de una pesadilla; saltaron al interior de los coria y se alejaron a toda prisa.

—¡Bien! —exclamó Rador—. ¡Ya hemos vencido dos peligros! ¡Los Silenciosos velan por nosotros!

Pronto nos encontramos entre los ya familiares (pero extraños) árboles musgosos. Sabía lo que había visto, y Larry ya no podía llamarme supersticioso. En las junglas de Borneo, yo ya había examinado un extraño hongo que crece con gran rapidez sobre el cuerpo humano y que, según dice la superstición, envían los brujos contra aquellos que osan robar una mujer de otra tribu, para que se agarren con sus minúsculos garfios a la piel e introduzcan en la carne microscópicas raíces a través de los capilares. De esta manera sorben lentamente la vida de su presa hasta que abandonan a esta desecada como una antigua momia. Aquí me encontré con un espécimen similar, pero infinitamente más evolucionado. Así se lo intenté explicar a O’Keefe mientras corríamos.

—¡Pero se transformaron en musgo ante nuestros ojos! —me dijo.

Una vez más le expliqué pacientemente. Pero no pareció encontrar consuelo en mis explicaciones científicas sobre tal fenómeno, que resultaban absolutamente naturales desde el punto de vista botánico.

—Lo sé, lo sé —murmuró—. Pero imagínese que una de esas cosas hubiera reventado mientras pasábamos por su lado ¡Dios!

Estaba intentando planear la manera de estudiar aquellos hongos sin correr peligro, cuando Rador nos detuvo. Una vez más, la carretera se extendía frente a nosotros.

—Ya hemos pasado por todos los peligros —nos dijo—. El camino está franco y Lugur ha huido…

Vimos un relampagueo que provenía de la carretera, que pasó por mi lado como un pequeño rayo de luz. Golpeó a Larry en la frente, se extendió por su cara y lo envolvió por completo.

—¡Al suelo! —nos gritó Rador mientras me empujaba.

Mi cabeza golpeó contra una roca y sentí que me desvanecía; Olaf se agachó a mi lado y vi que el hombrecillo se acercaba a rastras a O’Keefe; éste mantenía los ojos abiertos, pero su cara había perdido toda expresión. Un grito… y desde la carretera avanzaron los hombres de Lugur. Pude oír cómo este gritaba.

Escuché el ruido de pequeños pies a la carrera; de pronto olí una delicada fragancia y pude ver entre brumas que Lakla se inclinaba sobre la cara del irlandés.

La doncella extendió un brazo y vi que sostenía aquella extraña vid de flores púrpuras. Cinco llamas de brumosa incandescencia saltaron hacia las caras de los soldados que se encontraban más cerca de nosotros. Golpearon sus gargantas, las abrasaron y volvieron a golpear; abrasando, quemando gargantas, pechos, caras a una vertiginosa velocidad como si se tratara de un rayo con voluntad e inteligencia propios y cargado de odio… y aquellos a los que alcanzó quedaron rígidos como piedras, con las caras deformadas por el terror y la agonía. Aquellos que no fueron alcanzados por su furia huyeron.

Una vez más oí el sonido de pequeños pies a la carrera… y sobre los hombres de Lugur cayeron los guardias de Lakla, retumbando contra el suelo sus enormes pies, ensartando y empalando con sus lanzas; desgarrando y cortando con sus garras y sus espolones.

Los enanos no pudieron hacer frente a semejante masacre. Se precipitaron hacia los vehículos, mientras Lugur gritaba y los amenazaba. De repente se alzó la voz de Lakla, dorada, llena de odio.

—¡Adelante, Lugur! —le gritó—. ¡Huid… para que vos, Yolara y vuestro Resplandeciente podías morir juntos! Muerte a vos, Lugur… ¡Muerte a todos vosotros! ¡Recordad Lugur… Muerte!

De pronto, algo cedió dentro de mi cabeza… Ya no importaba… Lakla había llegado… Lakla estaba aquí… Pero demasiado tarde… Lugur nos había hecho un gran daño; ni el musgo de la muerte ni el gusano dragón le habían hecho mella… el de rojo nos había atacado por la espalda… Lakla había llegado demasiado tarde… Larry estaba muerto… ¡Larry! Pero yo no había oído el grito de la banshee… y Larry me había asegurado que jamás moriría sin antes recibir su aviso… No, Larry no estaba muerto. Así deliraba mi torturada mente.

Un brazo de firme pulso me levantó; dos enormes y gentiles ojos miraron en los míos. La cabeza comenzó a darme vueltas; entre brumas pude ver que la Doncella Dorada se arrodillaba al lado de O’Keefe.

El retumbar dentro de mi cabeza cobró el volumen de un trueno… un trueno que me transportaba. Me hundí en las tinieblas.