En aquel momento, nos aproximábamos al último ojo del gran puente cuya ancianidad había provocado que fuera abandonado a favor de los otros puentes. La velocidad del vehículo disminuyó, y nos aproximamos lentamente.
—¿Podremos pasar por ahí? —le preguntó O’Keefe.
El enano de verde asintió con la cabeza, señalando hacia la desembocadura del puente: una inmensa plataforma sujeta por dos gigantescos espigones, a través de los cuales corría un ramal de la brillante calzada. Tanto la plataforma como el puente estaban vigilados por un escuadrón de hombres armados, que se precipitaron hacia el parapeto para mirar con curiosidad hacia abajo, aunque sus actitudes no fueron hostiles. Rador suspiró con alivio.
—¿Eso quiere decir que no tendremos que abrimos paso por entre sus filas? —le preguntó el irlandés con desilusión.
—¡No es necesario, Larri! —Le respondió Rador sonriendo mientras detenía el corial bajo el ojo y junto a uno de los espigones—. Ahora, prestad atención a mis palabras. La guarnición no ha sido advertida; por tanto, eso me hace pensar que Yolara aún cree que nuestros pasos se dirigen al templo. Este es el camino al Portal… y el camino está bloqueado por la Sombra. Una vez estuve al mando de este puesto, y sé quién lo manda ahora. Debo hacer lo siguiente: o bien persuadir a Serku, el guardián del camino, para que ice la Sombra, o izarla por mí mismo. Será una osadía, lo sé, y puede que en el intento perdamos la vida. ¡Pero es mejor morir luchando que bailar con el Resplandeciente!
Hicimos que el vehículo rodeara el espigón. De pronto apareció ante nosotros una plaza pavimentada de cristal volcánico, exactamente igual a aquel que pavimentaba la Cámara del Estanque de la Luna. Brillaba como un lago de azabache fundido; a sus lados se elevaba algo que al principio me parecieron olas solidificadas del mismo material; pero una observación más detenida me hizo ver que eran baluartes levantados por manos mortales; sus paredes estaban perforadas por cientos de aspilleras.
Cada fachada estaba recorrida por un par de escaleras, interrumpida por descansillos a los que se abrían varias puertas. Ambas comenzaban, por su parte inferior, en un ancho reborde de piedra verdosa que rodeaba por completo aquel estanque de negrura; y éste se veía atravesado por dos puentes que arrancaban del puente más grande. Las cuatro escaleras estaban guardadas por una multitud de soldados; y, esparcidos por los descansillos pude ver varios vehículos, cuya disposición me recordó los aparcamientos terrestres.
Las sombrías paredes se elevaban a gran altura; se curvaban en las alturas y terminaban en dos obeliscos de los que, como si de una tremenda cortina se tratara, prendía una barrera de aquella espantosa oscuridad que, etérea como una sombra, supe que era tan impenetrable como la barrera que separa la vida de la muerte. En estas tinieblas, a diferencia de las otras que había visto, sentí una especie de movimiento: un rielar, un tremolar constante y rítmico que no era sensible a los ojos, si no a un sentido mucho más sutil; como si pulsara sutilmente emitiendo luz negra.
El hombrecillo de verde hizo que el corial se dirigiera lentamente hacia la derecha y lo condujo hacia un lugar que distaba no más de cincuenta metros de una barrera; una entrada baja y ancha al fortín. En el umbral, montando guardia, permanecían dos soldados armados con anchas espadas bastardas cuyas cazoletas estaban formadas por afiladísimas garras. De pronto adoptaron la posición de firmes y por la puerta salió un enano tan fornido como Rador, vestido igual que él y llevando al cinto el puñal identificador de los capitanes de Muria.
Radar aparcó el vehículo con maniobras de experto y saltó con agilidad de su interior.
—¡Saludos, Serku! —le dijo—. Estaba buscando los coria de Lakla.
—¡Lakla! —exclamó Serku—. ¡Cómo; la doncella pasó con sus akka hará un va!
—¡Pasó! —el asombro del enano de verde fue tan sincero que incluso yo me lo creí—. ¿Vos le franqueasteis el paso?
—Por cierto que la dejé pasar… —y en ese momento, toda la seguridad del guardián se desvaneció—. ¿Por qué no debería haberlo hecho? —le preguntó lleno de temor.
—Por que Yolara ordenó lo contrario —le respondió Rador con frialdad.
—No recibí instrucciones al respecto. Pequeñas gotas de sudor comenzaron a aparecer en la frente de Serku.
—Serku —le respondió Rador en tono confidencial—, os aseguro que mi corazón se estremece por vos. Esto es algo que afecta a Yolara, a Lugur y al Consejo; sí, ¡incluso al Resplandeciente! Y el mensaje fue enviado… Y quizá el futuro de Muria reposara sobre vuestra obediencia, y sobre el regreso de estos tres y de Lakla al Consejo. Ahora mi corazón se estremece por vos, por que a cualquiera menos a vos me gustaría verlo danzar con el Resplandeciente —finalizó con un murmullo.
El guardián se estremecía con incontrolados temblores mientras empalidecía.
—Acompañadme y hablad con Yolara —le rogó—. Decidle que no recibí tal mensaje…
—¡Esperad, Serku! —Rador le dio a su voz un tono de esperanza—. Este corial es de los más rápidos… mientras que el de Lakla es muy lento. Lakla sólo nos saca un escaso va de distancia, y podremos alcanzarla antes de que penetre en el Portal. Izad la Sombra… la traeremos de regreso, y lo haremos por vos, Serku.
La duda luchó contra el pánico en el alma Serku.
—¿Por qué no vais solo, Rador, dejando los extraños a mi cuidado? —le preguntó, cosa que no me pareció en absoluto falta de razonamiento.
—No es posible —le respondió el de verde bruscamente—. Lakla no regresará a menos que le presente estos hombres como acto de buena fe. Venid conmigo… le consultaremos a Yolara y ella decidirá el caso.
Comenzó a alejarse, pero Serku le tomó por el brazo.
—¡No, Rador, no! —le susurró, otra vez abatido por el terror—. Marchad juntos… haced lo que deseéis. ¡Pero traed a la doncella con vosotros! ¡Aprisa, Rador! —le dijo mientras se precipitaba dentro de la fortaleza—. Apartaré mientras la Sombra…
En la actitud de Rador pude ver que comenzaba a desconfiar y se alertaba. Se situó junto a Serku.
—Te acompañaré —oí que comenzaba a decirle—, ya que he de decirte que…
No pude escuchar más.
—¡Excelente treta! —me susurró Larry—. Lo propondré como ciudadano del año en Irlanda, este Rador es…
La Sombra tembló y se deshizo en jirones de nada; los obeliscos que habían servido de sostén comenzaron a configurar una carretera de color verde que se perdía en la distancia.
¡Y en ese momento, pude oír cómo salía un grito agonizante del edificio! Cortó el aire que rodeaba el precipicio de oscuridad como una flecha gimiente. Antes de que su eco se perdiera, comenzaron a descender las escaleras un numeroso grupo de guardias. Los que se encontraban de guardia en el umbral extrajeron sus espadas y miraron al interior de la fortaleza. De repente, Rador se encontró entre ellos. Uno soltó su arma y se abalanzó sobre él, pero la daga del hombrecillo brilló durante un segundo y se clavó en su garganta del atacante. Sobre la cabeza de Rador se precipitó la segunda espada, pero vi que de la mano de O’Keefe salía un resplandor y la espada salió volando de la mano del soldado como si tuviera vida propia… otro relampagueo y cayó muerto al suelo. Rador saltó al interior del vehículo, se situó frente a los mandos y salimos disparados hacia la Sombra.
Se escuchó un chasquido y vimos que una oscuridad de inmensas alas se precipitaba sobre nosotros. El corial se vio estremecido por la mano de un gigante, patinó pesadamente, se escuchó un estrépito metálico y el vehículo cabeceó. De repente me vi levantándome del suelo casi mareado y mirando hacia atrás.
La Sombra había caído… pero demasiado tarde, una fracción de segundo tarde. Y mientras recuperaba su posición inicial, vimos cómo se estremecía y se agitaba, como un efrit[21] de Eblis[22], temblando de odio, intentando con todo su maligno poder liberarse para perseguirnos. No muy tarde supimos que la mano agonizante de Serku golpeó, antes de que su dueño se sumiese en el olvido, el mando de la Sombra y la dejó caer sobre nosotros como una red sobre un pájaro.
—¡Buen trabajo, Rador! —le dijo Larry—. Pero te han estropeado la parte trasera del autobús.
Todo el tercio trasero del vehículo había desaparecido, limpiamente cortado. Rador lo examinó con nerviosismo.
—Mal asunto —nos dijo—. Sin embargo, no todo está perdido; nuestra esperanza reside en cuán lejos de nosotros se encuentren Lugur y sus hombres.
Levantó una mano saludando a Larry.
—Pero a vos, Larry, os debo mi vida. Ni tan siquiera el keth habría sido tan rápido en salvarme como vuestra llama mortal… ¡Amigo mío!
El irlandés se inclinó en una profunda reverencia.
—Serku… —el hombrecillo extrajo de su funda el ensangrentado puñal—. Me vi obligado a abatir a Serku. Mientras levantaba la Sombra, el globo dio la alarma. Lugur se dirige hacia aquí con dos veces diez veces diez de sus mejores… —Dudó un instante—. Aunque hemos escapado de la Sombra, ésta nos ha anulado toda velocidad. Ojalá alcancemos el Portal antes de que se cierre tras Lakla… pero si no lo conseguimos… —volvió a detenerse—. Bueno… conozco un método, aunque no me place la idea de seguirlo ¡No!
Abrió la trampilla que contenía la esfera brillante dentro del cristal oscuro, y la observó atentamente. Yo me aproximé al extremo rebanado del corial y vi que los bordes se desmoronaban, desintegrándose al tocarlos. Se deshacían en polvo entre mis dedos. Aún asombrado me acerqué a Larry, que desprendía por todos sus poros una incontenible felicidad mientras limpiaba y recargaba su pistola automática. Su mirada cayó sobre la cara triste y amargada de Olaf y sus ojos adquirieron una expresión de ternura.
—¡Arriba ese ánimo, Olaf! —le dijo—. Se nos presenta una buena oportunidad para pelear. Una vez que nos unamos a Lakla y sus muchachos, te apuesto lo que quieras a que recuperaremos a tu mujer ¡No lo dudes! La nenita… —Dudó un poco avergonzado.
Los ojos del escandinavo brillaron mientras posaba una mano sobre el hombro de O’Keefe.
—Mi Yndling… ella pertenece a los Dode… a los muertos en santidad y bendición. Ya no temo por ella y tendrá venganza. ¡Ja! Pero mi Helma… ella está con los muertos en vida… como aquellos que vimos girando como hojas con el Diablo Resplandeciente… y me gustaría que ella estuviera con los Dode… y que descansara. ¡No sé cómo luchar contra el Demonio Resplandeciente, no!
Su amarga desesperación le rompió la voz.
—Olaf —le dijo Larry con enorme suavidad—. Lo lograremos… lo sé. Recuerda una cosa: Todas estas cosas que nos parecen tan raras… y, vaya, tan sobrenaturales, son trucos tontos en los que no vamos a caer otra vez. Mira, Olaf, suponte que coges a un nativo de las islas Fiji y te lo llevas al centro de Londres en plena guerra, con los coches pasando a toda pastilla, las sirenas aullando, los polis gritando órdenes, una docena de aviones enemigos soltando bombas y los focos iluminando el cielo… ¿No pensaría que lo habías soltado entre demonios del tercer nivel que estaban montándose una fiestecita en algún tugurio del infierno? ¡Claro que sí! Y, para nosotros, todo lo que vio fue algo normal… tan normal como es todo esto; como lo será una vez que lo comprendamos. Naturalmente que no somos nativos de las Fidji, pero el principio es el mismo.
El escandinavo lo pensó detenidamente y asintió.
—¡Ja! —Respondió finalmente—. Y entonces podremos luchar. Por eso he vuelto la mirada hacia Thor el de las Batallas. ¡Ja! Y tengo mi fe sobre mi Helma puesta en una… la doncella blanca. Desde que he vuelto a los antiguos dioses he visto con claridad que mataré a Lugur y que la Heks, la puta hechicera, Yolara, también morirá. Pero tengo que hablar con la doncella blanca.
—De acuerdo —le dijo Larry—. Pero no te preocupes por lo que no entiendas. Quiero decirte otra cosa… —vaciló, un poco nervioso—. Hay otra cosa que puede que te resulte un poquito chocante cuando veamos a Lakla… sus… esto… sus ranitas.
—¿Como la mujer rana que vimos en la pared? —le preguntó Olaf.
—Sí —le respondió Larry con rapidez—. Se debe a que… las ranas crecen un poquito más en el lugar en el que vive ella, y son una pizca diferentes. Mira, Lakla ha entrenado a unas cuantas. Les ha enseñado a llevar lanzas, y mazas y cosas de esas… igual, igual que las focas y los monos que se ven en el circo. Es probable que se trate de una costumbre de estos andurriales. No te preocupes por ellos, Olaf. Ya sabes que la gente tiene todo tipo de mascotas… armadillos y serpientes y conejitos; incluso canguros, tigres y elefantes.
Recordando en ese momento cómo había impresionado a Larry la visión de la mujer batracio, me pregunté si todo ese discurso no habría sido para convencerse a sí mismo, en lugar de a Olaf.
—Vaya, ahora recuerdo que conocí en París a una chavala que tenía por mascota a una pitón… —y siguió hablando, pero dejé de escucharle, pues ahora yo lo veía todo claro.
La carretera comenzó a agitarse hasta que formó picos y crestas y arrancó grandes masas de roca que dejaban al descubierto parches de musgo amarillento.
Los árboles que la rodeaban habían desaparecido y en su lugar aparecieron unos arbustos espinosos de cuyas ramas pendían racimos de brotes blancos como la cera. La luz también había experimentado un cambio; su brillo dorado había dado paso a un crepúsculo plateado, casi gris. Frente a nosotros se elevaban unos acantilados cobrizos iguales a las montañas que habíamos observado al otro lado que se perdían en la niebla de las alturas.
Algo que me había estado rondando por la cabeza cobró una impactante claridad: la trampilla del vehículo seguía abierta, y a su través pude ver que la esfera de fuego no había disminuido su brillo, pero su resplandor, en lugar de dirigirse hacia abajo, conectando con el cilindro, se retorcía y retrocedía como tratando de regresar a su origen. Rador asintió preocupado.
—La Sombra ha comenzado su trabajo —nos dijo.
Volvimos a poner en marcha el vehículo y llegamos a un alto, en ese momento Larry me agarró por un brazo.
—¡Miren! —gritó mientras señalaba con una mano.
Lejos, muy lejos de nosotros, tan lejos que la carretera se convertía en un hilo en la lejanía, media docena de puntos brillante se desplazaban a gran velocidad a nuestro encuentro.
—Lugur y sus hombres —dijo Rador.
—¿No puede darle más gas? —preguntó Larry.
—¿Más gas? —Repitió el hombrecillo de verde sin entender.
—Hacer que corra más, que acelere —le explicó O’Keefe.
Rador miró al frente. Los acantilados cobrizos estaban muy cerca, a no más de cinco o seis kilómetros de distancia; frente a nosotros la carretera describía una amplia curva elevada, que el caria tomó a una velocidad exasperantemente lenta. En la lejanía escuchamos unos apagados gritos, y supimos que Lugur se acercaba cada vez más. Por ningún lado había signos de Lakla o sus anfibios.
Ya casi nos encontrábamos en medio de la curva que el vehículo iba atravesando trabajosamente, cuando escuchamos un silbido que provenía de su interior; supe que la superficie del cilindro ya no se mantenía flotando sobre la calzada, si no que acababa de entrar en contacto con ella.
—¡Nuestra última oportunidad! —exclamó Rador.
Se inclinó sobre la palanca de control, dio un violento tirón y la arrancó de su sitio. Al instante, la brillante esfera se expandió, comenzó a girar a una velocidad prodigiosa y envió un chorro de chispas al cilindro. El vehículo dio un salto hacia delante; se elevó por los aires y el cristal oscuro saltó hecho trozos. La brillante esfera se apagó, pero el ímpetu de este último impulso nos llevó hasta la cima de la curva. Nos detuvimos en su cima un instante y pude observar que la carretera descendía trazando dos curvas hasta un inmenso valle en forma de botella cubierto de grandes masas de musgo y que desembocaba en una barrera de inconcebible altura.
Entonces, una vez vencida su frenada, el vehículo, sin control ni freno, nos lanzó en una meteórica carrera que no debía de acabar más que en un aniquilarte choque contra las faldas de los acantilados.
En ese instante, la mente de Larry, acostumbrada a trabajar con velocidades superiores a las del vehículo, entró en acción. Mientras nos aproximábamos a la última curva, se lanzó contra Rador y empujó su cuerpo y el del hombrecillo en dirección contraria a la que describía la curva. Bajo el empuje de ambas fuerzas, el corial se salió de la calzada, golpeó un banco de musgo que crecía al borde de la carretera, salió despedido por los aires, golpeó el blando suelo, comenzó a girar como un desquiciado derviche y cayó sobre un costado. Nos deslizamos así una docena de metros, pero el musgo nos protegió de cualquier rotura o abrasión.
—¡Aprisa! —nos gritó Rador mientras alargaba una mano y me ponía en pie.
Comenzamos a correr hacia la base de los acantilados, que no distaba más de un centenar de metros. Junto a nosotros corrían Larry y Olaf. A nuestra izquierda corría la negra carretera. Me detuve bruscamente, obstruida mi carrera por una losa de pulida piedra púrpura que se elevaba a una altura de una veintena de metros y que tenía la misma anchura. A sus lados se elevaban dos pilares de piedra, tallados en la roca viva y tan ciclópeos como aquellos que sostenían el velo de Morador. Su superficie estaba cubierta por innumerables tallas… pero no tuve ocasión más que para echarles un breve vistazo. El hombrecillo de verde me agarró por el brazo.
—¡Aprisa! —gritó de nuevo—. ¡La doncella ya ha pasado!
A la derecha del Portal corría una pared baja de roca calcinada. Saltamos por encima como si fuéramos conejos. Al otro lado discurría un estrecho sendero. Agachados, con Rador a la cabeza, corrimos hacia nuestra meta: atravesamos veinticinco, cuarenta metros ¡Y el sendero finalizó en un callejón sin salida! Hasta nuestros oídos llegó un agudo grito.
El primero de los vehículos que nos perseguía había entrado en el valle, se detuvo un momento, al igual que nosotros, y comenzó a descender con cuidado. En su interior vi a Lugur, observando detenidamente el terreno.
—¡Si se acerca un poco más, podré hacer blanco! —susurró Larry mientras levantaba su pistola.
De pronto Rador, con los ojos relampagueantes, le apartó el arma.
—¡No! —susurró. Apoyó un hombro contra una de las rocas que formaban la pared; esta giró sobre sí misma y reveló una entrada.
—¡Adentro! —nos ordenó mientras luchaba contra el peso de la roca. O’Keefe se lanzó de cabeza seguido por Olaf y yo entré a continuación. Con gran agilidad, el enano salto a mi lado mientras soltaba la roca, que volvió a su lugar con un enorme crujido.
Nos encontramos sumidos en unas tinieblas abisales. Busqué en mis bolsillos la linterna, pero descubrí con frustración que lo había dejado atrás, junto con mi botiquín, cuando habíamos huido de los jardines. Pero Rador no parecía necesitar tipo de luz alguno.
—¡Asíos de la mano! —nos ordenó.
Nos arrastramos por la oscuridad, en fila y agarrados de la mano, como si fuéramos niños. Finalmente, Rador se detuvo.
—Esperad aquí —nos susurró—. No os mováis. Y por vuestras vidas… ¡Permaneced en silencio!
Se fue.